Se sabe que el estallido de la primera bomba pasó a rastras, como un animal, por debajo de su catre y que, un instante después, se fragmentó en un estertor de luz que subió por las paredes y dibujó un relámpago en el techo. Se sabe que ese estallido, más los cuatro que siguieron, hicieron pensar a Oriol que sus esperanzas de abandonar ese catre con vida eran escasas. Se sabe también que un cuarto de hora más tarde Oriol ya había incluido ciertos matices en ese pensamiento negro: los bombardeos, según un nervioso cálculo que efectuó, tenían lugar en el puerto y él estaba en las afueras del pueblo, lejos, internado en un barracón que había sido habilitado como hospital, y no era difícil que un hospital despertara la piedad del enemigo. Se sabe que hacía varias semanas que cargaba esquirlas de granada en una nalga y la herida, curada precariamente por un médico en pleno campo de batalla, se encontraba en un punto entre la infección galopante y la gangrena, un punto que daba para la fiebre permanente y el delirio, y que encajaba muy mal con el bombardeo, constituía algo así como el colmo de la desgracia, porque la guerra estaba perdida y él todo lo que deseaba era irse a Francia, ponerse a salvo de las represalias del ejército franquista que los bombardeaba desde el aire y por tierra venía pisándoles los talones. Quizá lo más fácil para Oriol hubiera sido agarrarse a su primer pensamiento, dar por hecho que sus posibilidades de sobrevivir eran escasas y simplemente rendirse, abandonarse, dejar de consumirse frente al futuro que era poco y parco, un futuro que probablemente no llegaría más allá de la siguiente bomba, y en todo caso hacerse ilusiones, acorralado como estaba por los estallidos y el resplandor colérico, era ocioso y torpe. Se sabe que Oriol, al ver que la guerra estaba perdida, había dejado a su mujer en Barcelona y que, buscando la manera de escapar de España, había ido con su hermano del tingo al tango hasta que, orillado por la gravedad creciente de su herida, había aceptado internarse en ese barracón donde convalecía con otros noventa y cinco soldados republicanos, postrados en catres como el suyo, o en el suelo, con diversas heridas y dolencias, algunos con miembros amputados, mancos, cojos, tuertos, un desastroso batallón de soldados malheridos y moribundos. Se sabe que esos soldados casi no contaban con medicamentos, ni recibían de nadie la mínima conmiseración, y también se sabe que había un médico que hacía lo que podía y que después del primer bombardeo, de aquellos estertores de luz que trepaban por las paredes y sumían a los soldados en la desesperación, les prometió que un autobús iría por ellos y los conduciría a un hospital en Francia, donde estarían a salvo de las represalias y podrían recuperarse con el apoyo de una plantilla de médicos a la altura de su desgracia, un pelotón blanco, pulcro y sonriente que desde ese sanatorio improvisado e infecto parecía una alucinación. Se sabe que el médico que hizo esta promesa no era médico, sino enfermero de una clínica de Figueras y puede pensarse, en su descargo, para suavizar el número de víctimas que un doctor experimentado hubiera podido evitar, que tenía buenas intenciones y que su único empeño era el de ayudar y servir a esos hombres que, de otra forma, no hubieran contado ni con su medicina precaria, ni con la promesa del autobús que, entre un bombardeo y otro, les infundió cierta esperanza, les hizo vislumbrar un futuro más allá de los estallidos y del furioso resplandor. Quizá para Oriol hubiese sido más fácil agarrarse a su primer pensamiento, como dije, porque morirse ahí mismo en ese catre, removido continuamente por la onda expansiva de las bombas que caían en Port de la Selva, hubiese sido lo normal, hubiese sido mucho menos difícil que seguir huyendo a Francia, porque además de la herida, que ya le hacía la vida imposible, eran los primeros días de febrero de 1939 y afuera del barracón, en esa intemperie que los aviones franquistas tenían sembrada de bombas, hacía un frío que él no se sentía capaz de remontar. Se sabe que Oriol tenía un par de coartadas emocionales que le impedían claudicar y rendirse, su mujer en Barcelona que lo quería vivo, y su hermano Arcadi que lo había dejado ahí porque ya no podía cargar con él y le había hecho prometer que haría un esfuerzo, que abordaría ese autobús que llegaría al día siguiente y que en unos cuantos días se reuniría con él del otro lado de la frontera. El proyecto del autobús, como he sugerido unas líneas más arriba, debe de haber levantado el ánimo de los heridos, de aquellos que podían comunicarse o siquiera entender lo que pasaba, porque había algunos que llevaban días sin abrir los ojos, estaban concentrados en el combate cuerpo a cuerpo contra la herida, la fractura, la putrefacción que amenazaba con comérselos vivos. Aunque es verdad que «levantar el ánimo» en aquel barracón de moribundos, donde los gemidos se mezclaban con el olor penetrante de los linimentos y con la pestilencia de la carne podrida y la gangrena, es una expresión desproporcionada; aquel autobús era, como mucho, la pieza que contenía el derrumbe. Se sabe que el día siguiente llegó con un silencio de muerte, los primeros rayos de sol, que entraron por los intersticios que había en las tablas del barracón, iban espesados por las toneladas de tierra que había levantado el bombardeo, eran, más que luz, una muestra, una laja, un corte transversal de aquel paisaje destruido; la suma, en suma, de lo que al final queda: el polvo. El médico nocturno se fue en cuanto irrumpieron en el barracón los primeros rayos espesos, y conforme fue avanzando la mañana, los soldados heridos fueron sospechando que el médico de relevo no iba a llegar y, por más que no querían pensarlo, también pensaron en la posibilidad de que el autobús tampoco apareciera. Se sabe que cerca del mediodía un hombre con el uniforme parcialmente desgarrado y un aparatoso vendaje en la cabeza forzó la puerta del consultorio con la ayuda de una muleta; alguien gritaba con una desesperación que estaba a punto de volverlo loco, a él y quizá a otros pero a esas horas y ante la demoledora certeza de que los habían abandonado, el barracón en pleno había caído en la abulia y el desánimo; quitado el autobús había sobrevenido el derrumbe y frente a la desesperanza general el dolor de uno no pasaba de ser un molesto runrún. Sin embargo este hombre, que estaba menos hundido que los demás, le procuró al desesperado una inyección de morfina y después, apoyándose en la misma muleta con la que había violado la puerta, regresó al consultorio y se puso a manipular la radio y ahí se enteró de que la guerra se había perdido y confirmó que no habría médico de relevo, ni autobús para huir de España, ni pelotón blanco y pulcro que los esperara en Francia. Se sabe que el hombre del vendaje aparatoso y la muleta respondía al nombre de Rodrigo y que, precariamente encaramado en un poyete, contó lo que acababa de escuchar y propuso a aquella tribu abúlica que lo miraba desde el más allá un plan de escape a la frontera, un plan desesperado y de éxito improbable que buscaba siquiera evitar que los franquistas, que estaban por llegar a Port de la Selva, les echaran el guante o el cepo. El plan era una simpleza, consistía en subirse al camión de la Cruz Roja que estaba afuera del barracón y cuyas llaves había encontrado mientras revolvía cajones buscando la ampolleta de morfina; las llaves eran un manojo tintineante que Rodrigo agitaba triunfal desde la cima del poyete, ante la contemplación escéptica de sus colegas heridos. Se sabe que a su plan se apuntaron unos veinte, entre ellos Oriol; el resto prefirió esperar la llegada del ejército enemigo, o quizá ni eso y ya no tenían energía para preferir nada, o ya ni se enteraban o estaban muertos. Se sabe que aquella veintena trágica se acomodó en el camión siguiendo una jerarquía espontánea, los más heridos, o los más cabrones, en los asientos y en las camillas, y el resto, según sus dolencias y su predisposición al viaje, de pie o acurrucados en el suelo. Oriol viajó medio sentado en una camilla, con el cuerpo apoyado en la nalga que no tenía esquirlas y cuidando que la herida, que no paraba de supurar, no fuera a rozar la pierna del que tenía al lado, porque le daba vergüenza mancharlo pero también porque no soportaba el dolor que le producía cualquier contacto, por mínimo que fuera. Su posición de privilegio dentro del camión escapaba a la jerarquía espontánea, obedecía exclusivamente a la casualidad, había caído ahí y ahí se había quedado a pesar de que no calificaba ni como herido muy grave y por supuesto como cabrón tampoco, porque Oriol, como muchos de los que huían a Francia en aquel camión, era un soldado accidental que había interrumpido su carrera de pianista para ir a la guerra, era un hombre normal, ni valiente ni cobarde, sin mucho talento para la aventura, medianamente fuerte y con una resistencia para el dolor y la desgracia que había ido descubriendo en el transcurso de la guerra. Quiero decir que Oriol, como muchos de los soldados que se habían enrolado voluntariamente en las filas republicanas, era un hombre que no tenía pasta de soldado, era músico, hijo de un periodista que también se había enrolado en la guerra y hermano de Arcadi que lo esperaba del otro lado de la frontera, mientras aguardaba el momento de regresar a España para terminar su carrera de abogado. Se sabe que Rodrigo pasó del poyete al volante y que, aun cuando llevaba una pierna gravemente herida y la cabeza cubierta con ese vendaje aparatoso, comenzó a improvisar una ruta rumbo a Francia. Aunque su objetivo no estaba lejos, la circulación por las carreteras era imposible, había un atasco permanente donde convivían automóviles, camiones, autobuses, carretas tiradas por caballos o por bueyes, gente con su casa a cuestas tratando de irse de España con sus hijos y sus animales. Rodrigo había nacido en Besalú y conocía muy bien las faldas del Pirineo, así que improvisó una huida por caminos vecinales, una huida errática que pronto, en cuanto el paisaje comenzó a ganar altura, alcanzó la nieve. Se sabe que aquella huida fue una pesadilla para los pasajeros, que daban tumbos cada vez que las ruedas enfrentaban un bache o un camino empedrado o la brutalidad de los trayectos a campo traviesa, de los que hubo varios según se sabe y fue en uno de ellos, entre Beget y Rocabruna, ya en las faldas de la montaña, donde el camión cayó en una zanja que estaba disimulada bajo un manto de nieve, de la que sacarlo, con esa tropa que apenas podía tenerse en pie, era impensable. Los heridos fueron saliendo con dificultad del camión, el morro había quedado clavado en la zanja y había dejado la caja escorada, con el piso convertido en una pendiente, no sólo impracticable para algunos heridos, también había hecho que tres o cuatro rodaran y fueran a dar al fondo del camión. Se sabe que ayudándose unos a otros fueron saliendo y que una vez afuera trataban de hacer algo por los que no podían moverse, aunque también los hubo menos solidarios, algunos que inmediatamente echaban a andar montaña arriba, rumbo a la frontera o cuando menos lejos de sus camaradas moribundos, de los que preferían no saber nada. La guerra se había perdido y no habría ni represalias ni condecoraciones y todo quedaba relegado a la conciencia de cada soldado. Oriol era de los que habían conseguido salir por sus propias fuerzas y enseguida había entendido que lo decente era ayudar a los que no podían hacerlo, aun cuando al poner los pies en la nieve las piernas se le hundieron hasta las rodillas y comprendió que cada segundo invertido en el rescate de sus compañeros restaría sus posibilidades de llegar con vida a Francia. El frío que le subía desde las piernas más los gruesos copos que le caían encima y que iban calándole la ropa despiadadamente, magnificaron la fiebre que tenía y lo situaron en el averno de los castañeteos y las temblorinas, con una virulencia que apenas lo dejaba cooperar con las maniobras de rescate, y en todo caso que ayudara quien necesitaba desesperadamente ayuda era una anomalía, que el tuerto ayudara al ciego y el roto al descosido. Se sabe también que Oriol se llevó un susto en cuanto bajó del camión y se hundió hasta las rodillas en la nieve, un susto desde luego relativo, muy matizado por la situación y el entorno que constituían un horror mayor, un horror urgente que era necesario enfrentar, un horror de vida o muerte que relativizaba también su propia herida, que en otras condiciones, sin tantos soldados agonizando alrededor, sin tanto tuerto convertido en rey, hubiera merecido pasar por un quirófano y varias semanas de convalecencia en un hospital, porque en cuanto entró en contacto con el frío, descubrió que en la pierna herida no tenía ninguna sensación, nada en absoluto, y supo entonces que empezaba a cargar con un cuerpo muerto que iba a tener que arrastrar montaña arriba. No sé si Oriol llegó a pensar en esto pero a mí me parece, sin ánimo de exagerar, que esa pierna muerta era la metáfora de lo que estaba ocurriendo: me parece que Oriol arrastraba el cadáver de la España que en ese crudo invierno de 1939 acababa de morir. Se sabe que Rodrigo, que no era el más entero sino el que tenía más ánimo, se arrastró hasta el fondo del camión y comenzó a amarrar por la cintura a los que no podían moverse; era imperativo que los heridos graves salieran rápido de ese fondo que comenzaba a ponerse helado, y aquello era lo más que podía hacerse a pesar de los alaridos que provocaba porque la maniobra incluía arrastrar esos cuerpos maltrechos por el suelo del camión, y es probable que a más de uno ese arrastre, que era pura fuerza sin dirección ni gobierno, le multiplicara las fracturas o le abriera en las heridas nuevas heridas. Supongo que el suelo metálico del camión también debe de haber obrado contra la pierna herida de Rodrigo, y me parece que haberse puesto a rescatar heridos, con lo maltrecho que debe de haber estado, fue un acto decididamente heroico. Se sabe que hubo dos soldados que se quedaron ahí en el fondo helado, uno se había negado a salir, no se sentía con fuerza ni para ser amarrado y arrastrado por sus compañeros y había preferido quedarse ahí, tapado con una manta, a esperar a que pasara la tormenta o a que alguien con bártulos menos rudimentarios lo sacara sin arrastrarlo tanto o es probable que ya ni tuviera mucha conciencia y que todo lo que buscara fuera que lo dejaran en paz; como quiera que haya sido, el hombre se quedó ahí, al lado de otro que había muerto presumiblemente durante el viaje y cuya muerte no había sido percibida por nadie, hasta el momento en que Rodrigo había tratado de amarrarle la cintura para sacarlo de ahí y había notado, por la rigidez y el rictus, que hacía horas que no había vida en ese cuerpo, y supongo que Rodrigo debe de haberse planteado, de manera fugaz porque no disponía de tiempo, la conveniencia de arrastrarlo de todas formas hacia fuera y de sepultarlo pero, tomando en consideración que los dos cuerpos fueron dejados ahí, pronto debe de haber pensado que había que irse cuanto antes, emprender inmediatamente la ascensión de la montaña porque la tormenta empeoraba a cada minuto y el cielo tenía un severo tono de borrasca, y enterrar a ese muerto con un metro de nieve encima de la tierra, sin picos ni palas, ayudado por el grupo de cojos, mancos y tullidos que lo esperaba tiritando fuera del camión, era algo que no podía plantearse en serio, así que Rodrigo debe de haber considerado, y quizá esto ya sea demasiado suponer, que ser testigo de su muerte era todo lo que podía hacerse por ese colega muerto. Se sabe que Oriol permaneció ahí, tirando de la cuerda de una forma más bien simbólica, hasta que terminó la maniobra de rescate, y que después se puso a caminar en la fila que iba detrás de Rodrigo, que a esas alturas de la huida tenía más ánimo que orientación y conocimiento del terreno, y también es cierto que su acto decididamente heroico había terminado por complicarle las heridas de la pierna. Con el paso ralentizado por lo mucho que se clavaba en la nieve su muleta, Rodrigo comenzó a conducirlos por una ladera escarpada que atacaron justamente cuando los gruesos copos de nieve se transformaban en una apretada borrasca que, por momentos, les impedía ver en qué pedrusco ponían el pie. Se sabe que Oriol iba ayudando a un tal Manolo, lo ayudaba por la misma razón que había tirado simbólicamente de la cuerda, porque le parecía que era lo decente, pero también comenzaba a pensar que Manolo, en lugar de salvarse gracias a su ayuda, podía llevárselo ladera abajo. Me parece, aunque probablemente esto ya sea otra vez suponer demasiado, que Oriol, en medio de aquella batalla que libraba contra la nieve y la fiebre, contra la cuesta cada vez más escarpada de la montaña, debe de haberse preguntado si lo verdaderamente decente no era salvarse él mismo, si no era una indecencia con su mujer y con su hermano atarse a la suerte de Manolo, un hombre al que ni conocía y mucho menos estimaba. Irse al fondo del barranco con él parecía un despropósito. Lo que fuera que Oriol pensara, si estaba o no muy convencido de ayudar a Manolo es irrelevante en cuanto se piensa en la majestad de su gesto, el enorme esfuerzo que tuvo que hacer, malherido como iba, al intentar salvar al otro, un esfuerzo supremo en la misma sintonía del que acababa de realizar Rodrigo donde, más que a una persona, lo que los dos estaban salvando era el honor de la especie. Por otra parte también es cierto que Oriol estaba profundamente comprometido con ese hombre al que ni siquiera conocía, formaban parte los dos de la misma hermandad trágica, habían peleado contra el mismo enemigo y habían perdido la misma guerra. Se sabe que Oriol iba siguiendo con mucha dificultad a Rodrigo, avanzaba penosamente porque Manolo empezaba a perder el paso, se apoyaba cada vez más en él y comenzaba a costarle mucho sacar las botas de la nieve. Oriol tiraba y tenía la impresión de que, más que de su colega, estaba tirando de la montaña entera. Al esfuerzo de cargar con todo aquello resistiendo esa tempestad de perros, hay que añadir que Oriol no podía darse ni un respiro, no podía hacer ni una pausa porque era esencial no separarse de Rodrigo, un metro bastaba para perderlo de vista, para que el guía fuera engullido por la borrasca y Oriol se quedara aislado, cargando con su colega moribundo, perdido en ese limbo blanco surcado por ráfagas y trozos de hielo que se le pegaban en la ropa y en la cara. No sé cuánto tiempo habrán resistido con ese paso, ni tampoco cuánto lograron ascender en la montaña, seguramente muy poco porque se sabe que Rodrigo comenzó a flaquear pronto, tenía un dolor insoportable en la pierna y la faena de hundir y sacar la muleta de la nieve lo había dejado agotado. Se sabe que de pronto Rodrigo se detuvo en seco y volteó hacia atrás con la mirada vacía, con unos ojos que deben de haber sembrado el pánico en Oriol porque en ellos no había ni ruta ni proyecto de salvación y además estaban enmarcados por un rostro lleno de hielo, quemado por el viento glacial y parcialmente cubierto, con la intermitencia que imponían las ráfagas, por una parte del vendaje que le escurría de la cabeza y dejaba al aire una herida en la cabeza, cristalizada por el frío que parecía el tajo de un hacha. Se sabe que Oriol volteó instintivamente hacia atrás, siguiendo la línea de los ojos vacíos de Rodrigo, y que descubrió, con más pánico todavía, que detrás de él no venía nadie, que todo lo que quedaba de aquella tropa de heridos eran ellos, Manolo que ya ni trataba de ponerse en pie, Rodrigo hecho una ruina y él mismo que de pronto se había convertido en el más entero de la tropa, en el único capaz de sacar adelante a la última retaguardia del ejército republicano. Se sabe que a Rodrigo lo vio tan mal, con ese tajo y ese hilacho de venda sanguinolenta agitado por las ráfagas, que pensó que si había que sostener algún tipo de diálogo había que optar por Manolo, pero en cuanto trató de separarse de él y de incorporarlo para que pudiera oírlo, reparó en que su hermano de desgracia estaba muerto y en que él llevaba arrastrándolo así quién sabe cuánto tiempo. Se sabe que ante la mirada todavía vacía de Rodrigo, Oriol tendió el cuerpo de Manolo en la nieve y comenzó a recomponerle la ropa, a alinearle la guerrera con la camisa y a quitarle de la cara, ayudándose con un trozo de nieve, un manchón de sangre que le afeaba el rostro; también se sabe que en cada movimiento invertía Oriol mucha dedicación, como si aquella pompa, que era a fin de cuentas poner un cuerpo en orden, fuera a conjurar el caos, la ferocidad implacable de la montaña que se cernía sobre ellos; y se sabe que una vez que el cadáver de Manolo quedó más o menos acicalado, Oriol valoró la posibilidad de sepultarlo en la nieve, aunque enseguida vio que bastaba con dejarlo ahí tendido para que en unos cuantos minutos quedara sepultado por la tormenta. Mientras llegaba a esta conclusión, oyó que Rodrigo le decía, a gritos porque el vendaval hacía casi imposible cualquier diálogo: «¡La cédula!», y después agregó algo que Oriol ya no entendió pero que sería, supuso, que había que tener datos del muerto para avisar a sus familiares, e inmediatamente se puso a hurgarle en los bolsillos hasta que dio con la cédula de identidad; un gesto aquel remarcable de optimismo, por todo el futuro que entrañaba en esos dos hombres que estaban también a punto de morir. Se sabe que Oriol guardó el documento en su morral y que se acercó a Rodrigo para comunicarle lo que había pensado, y que en cuanto comenzaba a decirlo Rodrigo lo detuvo en seco y le dijo que siguiera adelante, que se fuera yendo y que él lo alcanzaría más tarde, que bastaba con llegar a la cima y después bajar para estar en Francia, que estaban ya muy arriba y que en ese punto el Pirineo no era una montaña tan alta, y después de decirle todo eso le entregó su cédula y le dijo, mirándolo con unos ojos ya no vacíos pero donde no había tampoco mucha vida: «Por si no consigo alcanzarte». Se sabe que Oriol se echó a andar sin más, no podía hacer otra cosa, iba malherido y si no aprovechaba el tiempo que quedaba antes de que cayera la tarde, el ascenso iba a complicársele todavía más; y yo supongo que también habrá visto algo en los ojos de Rodrigo que le hizo entender que ya no quería hacer más esfuerzos, que prefería quedarse ahí a esperar lo que viniera, un golpe de suerte, el enemigo o una avalancha. En aquel territorio gobernado por la fuerza bruta Oriol había pasado, en unas cuantas horas, del abatimiento en su cama de hospital al ánimo que le había insuflado la voluntad inquebrantable de salvarse, mientras que Rodrigo había hecho el recorrido contrario, su gesta por salvar a todos terminaba a media montaña, regresando dócilmente a la tierra, dejándose cubrir por la nieve que le caía encima, de la misma forma en que, a metro y medio de distancia, Manolo se fundía con la montaña. Se sabe que Oriol vio así por última vez a Rodrigo, sentado, vencido, difuminado por la borrasca inclemente, y lo vio porque, en cuanto se echaba a andar, Rodrigo le gritó y le dio su muleta, «a mí ya no me sirve», le habrá dicho y supongo que entonces Oriol debe de haberse alejado más inquieto, más triste por ese gesto que era la capitulación de su colega, es probable que hasta sintiéndose desolado, y esto me hace pensar en la desconcertante relatividad de las relaciones humanas, la desasosegante certeza de que una persona sin apellido ni historia, con la que se ha convivido unas cuantas horas, llega a ser más importante para una biografía que algunas de las que han pasado a tu lado toda la vida; y escribo esto ateniéndome a un hecho incontestable: el único referente que durante años tuvimos de las últimas horas de vida de Oriol fue una carta de Rodrigo, y ésta es la prueba irrefutable de su importancia. Pero esto ya es demasiado colegir cosas, demasiada teoría para esa tormenta de hielo y nieve, para ese horizonte salvaje en el filo del cual Oriol, entre el remordimiento y la firme intención de largarse de ahí cuanto antes, contempló a su colega vencido, cogió la muleta que le ofrecía, probablemente le dijo gracias, dio media vuelta y se echó a andar dando primero un paso, luego clavando la muleta en la nieve y después arrastrando su pierna muerta. Se sabe que era la última hora de la tarde, que el resplandor de un sol débil apenas lograba traspasar el espesor de la borrasca, cuando Oriol intentó vislumbrar por última vez la cima; supongo que iría sintiéndose liberado pero también espantosamente solo; no sé qué tanto era consciente del papel que le tocaba, no sé si sabía que era el último hombre de la última retaguardia, la exhalación final de la república, el último hilacho de aquello que se malogró y no fue. No se sabe cuántas horas batalló Oriol contra la tormenta, tampoco se sabe cómo es que pudo ascender la primera parte de la montaña, con Manolo a cuestas, la pierna muerta y nada para apoyarse, ni una muleta ni un palo; la verdad es que a partir de aquí no se sabe nada sustancial, aunque es cierto que durante décadas logramos recomponer el final de la historia, un final que de tanto repetirse terminó convirtiéndose en la pieza que ayudó a la familia, a todos menos a mi abuelo Arcadi, a aceptar que Oriol había muerto en 1939, cuando trataba de huir a Francia. Finalmente llegó el momento en que la borrasca espesa terminó tragándose el último sol de la tarde y la oscuridad, el cansancio y el sufrimiento físico que le producía la herida lo obligaron a detenerse y a buscar refugio, una cueva donde consiguió acurrucarse y quedarse dormido, para siempre. Un final ciertamente piadoso el que le inventamos al tío Oriol, porque igual podía haberse desbarrancado, o haber sido devorado por un lobo o por un oso del Pirineo, pero como he dicho la familia necesitaba un final, cuanto más dulce mejor, para poder mandar a Oriol al otro mundo. Mi abuelo Arcadi, desde aquella despedida en febrero de 1939, en aquel barracón inmundo de Port de la Selva, no había dejado de pensar que su hermano seguía vivo en Francia o, con una convicción que rayaba en la insensatez, en algún país de Sudamérica. Los dieciséis meses que Arcadi estuvo encerrado en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer, ese páramo donde el gobierno francés encerraba a los republicanos españoles que huían de la represión franquista, los pasó imaginando que en cualquier momento aparecería Oriol, cojo y de bastón, pero recuperado y saludable después de su paso por el hospital francés que le habían prometido; durante cada día de todos esos meses el corazón le dio un vuelco cada vez que oía por la megafonía del campo que iba a hacerse un anuncio, y cuando un guardia se acercaba a su barracón estaba seguro de que iba a preguntarles si alguno de ellos tenía un hermano que se llamaba Oriol. Cuando por fin logró salir del campo se fue exiliado a Veracruz, porque a España no podía volver y ahí, en el culo vegetal del mundo, tuvo a bien fundar La Portuguesa, una plantación de café donde, por obra y gracia de la Guerra Civil, fuimos naciendo sus descendientes, una runfla de exiliados, híbridos y apátridas, ni españoles ni mexicanos, ni veracruzanos ni catalanes, entre los que me cuento yo. Durante cada día del resto de su vida en La Portuguesa, Arcadi esperó la llegada de una carta de su hermano o, cuando tuvimos teléfono en la plantación, de una llamada; o bien esa escena que imaginaba obsesivamente desde los tiempos del campo de concentración, sólo que entonces retocada por el tiempo, las circunstancias y el delirio: la de su hermano llegando de improviso a la plantación, viejo y cojo pero saludable, y además laureado por su desempeño en el piano de la orquesta sinfónica de, pongamos, Buenos Aires, consagrado por una serie de solos que habían puesto a sus pies a medio continente. Pero nada de eso sucedió nunca y aunque aquel final que inventamos para el tío Oriol, que murió congelado en el Pirineo mientras trataba de escapar a Francia, fue convirtiéndose en la historia oficial, Arcadi jamás perdió la esperanza de que su hermano siguiera por ahí vivo y cojo, una esperanza que con el tiempo fue tomándose a chunga y a risa y cada vez que sonaba el teléfono alguno decía: «Ahora sí que es Oriol». O cuando desaparecía algo, un mechero o el frasco en que guardábamos el café, el mismo Arcadi preguntaba, con una nostalgia socarrona: «¿Y no se lo habrá llevado mi hermano?». Pero toda aquella chunga y aquella risa, y sobre todo buena parte de la esperanza de Arcadi que subyacía debajo de aquel jolgorio, se vino abajo cuando en 1993 recibió una carta en La Portuguesa, que venía de Francia y que había sido escrita de puño y letra por Rodrigo, el hombre que había comandado la huida del hospital de Port de la Selva y que en mitad de la tormenta y la borrasca le había dado su muleta a Oriol y le había dicho que siguiera adelante, que bastaba con llegar a la cima y descender un poco para ponerse a salvo en Francia. Rodrigo vivía entonces, en ese año de 1993, en Collioure, y escribía esa carta porque sentía «cierto compromiso» con Oriol, «ese pianista que estando mortalmente herido trataba de salvar a otro soldado que iba arrastrando montaña arriba». Rodrigo contaba en esa carta, que tiene doce folios escritos en francés con letra menuda y apretada, de los años que había tardado en localizar a Arcadi, de cómo había dado con sus datos gracias a un viejo comunista de Barcelona al que había conocido casualmente, y después describía, con muchos detalles, la huida del hospital y la agónica ascensión a la montaña. Lo que explica Rodrigo en esa carta nos sirvió a todos para confirmar lo que siempre habíamos pensado, y a mí en particular, años después, para reconstruir el final del tío Oriol en uno de mis libros. Aquello nos sirvió a todos menos a Arcadi, porque en cuanto recibió esa noticia que llegaba demasiado tarde le pareció menos doloroso y más natural seguir pensando que Oriol aparecería cualquier día en la puerta, cojo, saludable y con sus laureles de gran solista de piano; así que sencillamente ignoró lo que Rodrigo decía: «Y qué va a saber este francés de mi hermano», farfullaba cada vez que el tema salía en alguna conversación. El final de Oriol que contaba Rodrigo era tan ambiguo que cabía incluso el final que le habíamos inventado y que durante años, a fuerza de repetirlo, se había convertido en el final oficial. Rodrigo, que efectivamente no podía más y había decidido abandonarse a media montaña, cambió de parecer un par de minutos después, cuando se sintió recuperado y con ánimo suficiente para seguir los pasos de Oriol. La ascensión sin muleta le pareció imposible al principio pero perseveró, según explica en la carta, gracias a que había visto a Oriol subir sin instrumento y encima arrastrando a un hombre montaña arriba; el recuerdo de aquella «visión conmovedora» le hizo «ver que la salvación era todavía posible». La noche había caído completamente y la visibilidad era mínima, pero el rastro de Oriol, de la muleta y de la pierna que arrastraba y dejaba un surco en la nieve podía seguirse sin mucha dificultad: «Media hora después», aunque quizá, especifica en su carta, «fue hora y media o dos», vio que el rastro de Oriol terminaba en un socavón que había entre dos piedras. Aguzando un poco la vista, Rodrigo vio un manchón de sangre sobre la nieve y un morral donde estaba el documento de identidad de Oriol, el de Manolo, ese hombre que había muerto más abajo, y el suyo, que en un gesto «hasta cierto punto irracional», concede Rodrigo en su carta, le había entregado. El socavón vacío, la mancha de sangre y el morral abandonado hacían concluir a Rodrigo, escribía al final de su carta, que Oriol había muerto ese día, cerca de ahí, porque con la herida que llevaba y la borrasca que azotaba la montaña le parecía improbable que hubiera sobrevivido. «¿Y qué clase de evidencia es ésa?», se defendía Arcadi cada vez que alguien esgrimía la carta para recordarle que su hermano había muerto en 1939. No deja de ser sorprendente lo mucho que se parecen las dos versiones de la muerte de Oriol, porque nosotros, hasta el año 1993, lo único que sabíamos era que Arcadi lo había dejado en aquel hospital de Port de la Selva, esperando el autobús que lo llevaría a Francia; y a partir de ahí, con esos pocos datos más la evidencia de que nunca se había sabido nada más de él, habíamos imaginado que la huida se había complicado y que el tío Oriol, tratando de evitar caer en las garras del ejército franquista, había tratado de cruzar el Pirineo. La herida y el frío que hacía nos parecían elementos suficientes para pensar que lo más seguro era que Oriol hubiera muerto en el intento, en esa cueva donde terminaba la historia que imaginamos para él. La historia imaginada y la historia real testificada y escrita décadas después por Rodrigo se parecen mucho, no por casualidad sino porque en el fondo las guerras son historias simples, básicas, donde hay quien gana y quien pierde y todos los que tienen que huir al exilio sobreviven o mueren, heridas más o heridas menos, de forma similar. No podría ser de otra manera, esa vulgaridad de matarse unos contra otros tiene que tener, a nivel colectivo y personal, un final vulgar y previsible. Esto es lo que se sabe de Oriol, o quizá debería decir lo que de él se sabía porque hace unos meses, en el sur de Francia, supe de él otra cosa que me hizo sentar a escribir estas páginas.