A lo largo de la historia, uno de los objetos sagrados del cristianismo más venerado y codiciado ha sido la lanza de Longinos, el arma con la que un centurión romano atravesó el costado de Cristo cuando estaba en la cruz. Dice la leyenda que la lanza tiene poderes que se transmiten a quien la posee. Desde Atila a Constantino el Grande, pasando por Carlomagno y los emperadores germánicos, incluso Hitler, han creído en estos poderes milagrosos. La historia se inicia en el Nuevo Testamento, cuando el Evangelio de san Juan describe que en la crucifixión un soldado traspasó el costado de Jesús con su lanza para asegurarse de que estaba muerto. La leyenda bautiza a ese personaje como Longinos y el arma pasó a ser venerada. La leyenda creció y cobró fuerza con el paso de los siglos: se decía que cualquiera que poseyera la lanza tendría el destino del mundo en sus manos para lo bueno y para lo malo.
La crucifixión de Cristo, en el año 33 de nuestra era, es sin duda uno de los acontecimientos más importantes de la Historia de la Humanidad. Es un punto de partida de nuestra Historia. Para más de dos mil millones de cristianos, Jesús es el hijo de Dios, que murió en la cruz por la redención de los seres humanos. Esta creencia es tan sólida que otorga a los instrumentos de su ejecución una importancia sagrada: la cruz, los clavos, la corona de espinas y la lanza de un soldado romano que atravesó su costado tienen tanta importancia y poder de atracción que han sido buscados y codiciados por los hombres más poderosos e influyentes de la Historia.
La pasión y crucifixión de Cristo aparece en los Evangelios de san Marcos, san Mateo, san Lucas y san Juan. Pero las escenas de la crucifixión de Mateos, Marcos y Lucas difieren bastante de las de Juan. San Juan, en el capítulo 19, versículos 33-37 de su Evangelio, dice que los judíos, para que los ejecutados no quedasen en la cruz el día sagrado del sábado, le pidieron a Pilatos que se les quebraran las piernas —para que no escapasen si seguían vivos— y los quitaran. «Mas al llegar a Jesús y verlo muerto, no le quebraron las piernas; pero uno de los soldados le traspasó el costado con una lanza, y seguidamente salió sangre y agua» (versículos 33-34).
«La parte de los Evangelios que describe la Pasión de Cristo y la escena del soldado clavando la lanza a Jesús parece ser un hecho exacto en el relato de la ejecución, la cual fue el episodio central de la vida de Jesús; el recuerdo de este suceso se mantuvo muy vivo en los primeros cristianos. Según todos los eruditos que estudian los Evangelios, es cierta», explica Thomas Parker, profesor de historia de la Universidad Estatal de Carolina del Norte.
EL PRIMER MILAGRO
Los Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) no refieren este suceso, aunque hacen referencia a un centurión, es decir, un oficial romano cuyo cargo equivaldría a capitán, al mando de los soldados que vigilaban la ejecución: «El centurión situado frente a Él, al verlo expirar así, exclamó: “Verdaderamente era Hijo de Dios”» (Marcos, 15, 39; en parecidos términos, Mateo, 27, 54 y Lucas, 23, 47). A partir de las dos fuentes, la tradición griega identificó al soldado que dio la lanzada con el centurión que, aparentemente, protagonizó la primera conversión. El Evangelio apócrifo de Nicodemo, escrito en el siglo IV, fue más lejos, y le puso nombre al centurión que reconoció la divinidad de Jesús: Longinos. Se trata de un nombre derivado probablemente de la palabra griega logjé, que significa «lanza», o sea, que el nombre del centurión significa «el lancero».
El martirologio romano, sin embargo, cita a «san Longinos, soldado, de quien se refiere que traspasó con una lanza el costado del Señor». Fuera centurión o simple soldado, las tradiciones cristianas han identificado por tanto al autor de la lanzada y le han atribuido distintas acciones prodigiosas, desde que advirtió a Pilatos del error que había cometido crucificando a Cristo, hasta que tenía un ojo enfermo que se le curó con una salpicadura de la sangre de Jesús. Luego se habría ido a Capadocia de eremita, donde alcanzaría el martirio y se convertiría en san Longinos.
«En el siglo XIII un dominico llamado Jacobo de la Vorágine recopiló todas las historias relacionadas con Longinos en La leyenda dorada, gracias a lo cual en la actualidad contamos con una colorista y detallada historia que aparece en numerosas obras de arte de occidente», explica el padre Michael Morris, de la Escuela Dominica de Berkeley (San Francisco).
No hay prueba histórica alguna que deje constancia del arma que utilizó Longinos, pero se sabe que pertenecía a un destacamento destinado en la fortaleza de Jerusalén. El arma específica de los legionarios romanos era el pilum, un arma arrojadiza, pero también se usaba el hasta longa, que responde al tipo más convencional de lanza, y que habría sido la usada para herir el costado de Cristo. Tenía una punta de hierro de unos 25-35 centímetros, astil de madera y regatón metálico, midiendo en total entre 1,80 y 2,70 metros, aproximadamente.
Se especula que esa lanza estaría en la armería de Jerusalén, pero en el año 66 los judíos se sublevaron contra la dominación romana y se apoderaron de todas las instalaciones militares romanas, incluida la armería, que vaciaron para equiparse. La tradición supone que en ese turbulento período la lanza de Longinos permanecería oculta y protegida.
Cuando Tito reconquistó Jerusalén en el año 70, no dejó piedra sobre piedra: la ciudad fue literalmente arrasada y despoblada, y sobre sus ruinas se estableció el campamento de la X Legión. Aunque se prohibió a los judíos residir en ella, con el paso del tiempo muchos volvieron a su antigua capital. En el año 131 se produjo una nueva rebelión de los zelotes, que lograron apoderarse de la ciudad, y la mantuvieron hasta el año 135. Reconquistada de nuevo por Roma, Adriano decidió crear una colonia, es decir, una ciudad romana poblada con antiguos legionarios, como fórmula para acabar con la ciudad símbolo del fundamentalismo judío. Así surgió Colonia Aelia Capitolina, donde de nuevo se prohibió que residiesen judíos, aunque sí se toleró a los cristianos.
Por aquellos días, el destino de la lanza se convirtió en un secreto cuidadosamente guardado. Con el paso del tiempo, su leyenda fue creciendo. Pronto, se convirtió en un símbolo de la fe: la gente creía que la lanza tenía poderes, una creencia que se mantuvo durante mucho tiempo y se convirtió en objeto de obsesión de muchos gobernantes europeos.
LA HISTORIA DE LA RELIQUIA
La lanza estuvo oculta durante los trescientos años después de la muerte de Cristo. Se recuperó durante la mayor expedición arqueológica de la antigüedad: la excavación de Jerusalén ordenada, tras un sueño, por santa Elena, la madre del emperador Constantino. «En la ciudad había un templo dedicado a Venus. Elena fue llevada hasta allí y ordenó su demolición. Bajo los cimientos del templo encontraron una tumba que ella y otros creyeron que era la de Jesús. En ese lugar está en la actualidad la basílica del Santo Sepulcro», señala el historiador Thomas Parker.
Pero santa Elena también descubrió los instrumentos utilizados en la ejecución de Cristo: la corona de espinas, algunos de los clavos y la cruz de madera en la que murió. Según la leyenda, santa Elena logró identificar la verdadera cruz de Cristo tras un milagro. Se habían encontrado tres cruces cerca de lo que se suponía el monte Calvario (donde actualmente está la basílica del Santo Sepulcro). Santa Elena pensó que estaba sobre la pista buena, pues Cristo fue crucificado junto a dos ladrones según los testimonios evangélicos, y decidió hacer una prueba de fe.
«Llevó a un hombre muerto, lo colocó sobre una cruz y no pasó nada. Después, sobre otra y tampoco sucedió nada. Pero al posarlo sobre la tercera cruz el hombre se levantó y resucitó. Tomaron aquel suceso como la validación divina de que se trataba de la cruz de Cristo», cuenta Michael Morris. La historia parece increíble y poco probable, pero fue extensamente documentada por testigos y recogida por historiadores posteriores.
Algunas tradiciones orales y escritos de los primeros cristianos aseguran que el rico judío José de Arimatea, miembro del Sanedrín y seguidor de Jesús, que aparece citado de forma unánime en los cuatro Evangelios como quien pidió y obtuvo de Pilatos el cadáver del crucificado y le dio sepultura, se preocupó de preservar la cruz, los clavos, la corona de espinas y el sudario de Cristo. José había empezado su colección de objetos personales de Jesús después de la Última Cena, guardándose la copa en la que Jesús había consagrado el vino. Así se atribuye a José de Arimatea la conservación inicial del Santo Grial y de la Santa Lanza. También hay historiadores que afirman que estas reliquias llegaron después a manos de san Mauricio, comandante de la Legión Tebana martirizado por el emperador Maximiliano. Por medio de las claves que dejaron José de Arimatea y san Mauricio, santa Elena pudo redescubrir algunos de estos objetos en Jerusalén.
Esto ocurrió en la época del emperador Constantino, en el año 312, y para la gente de la época los poderes mágicos de las reliquias sagradas estaban fuera de toda duda: estaban impregnadas de santidad y por ende de fuerza. Entonces, y durante todo el Medievo, eran considerados auténticos talismanes protectores, tenían efectos curativos, además del magnetismo y poder que podían otorgar a sus poseedores. Según cuenta el obispo Eusebio de Cesarea, biógrafo contemporáneo de Constantino, en 312, antes de la batalla de Puente Milvio contra Magencio, cuya victoria le daría el Imperio, Constantino tuvo una visión y un sueño. «Vio con sus propios ojos, superpuesto al sol, un trofeo en forma de cruz construido a base de luz, y al que estaba unida una inscripción que rezaba: “Con este signo vence” (…) En sueños vio a Cristo, hijo de Dios, con el signo que apareció en el cielo, y le ordenó que (…) se sirviera de él como de un bastión en las batallas…» Constantino se hizo cristiano a raíz de la ayuda divina en la batalla. Al año siguiente publicó el Edicto de Milán, que establecía la libertad del culto cristiano, e hizo numerosas donaciones a la Iglesia que fueron la base del poder material que ésta tendría ya a lo largo de toda la historia.
Para algunos historiadores, su conversión fue fruto de una verdadera experiencia religiosa. En el año 312 después de Cristo no había razones prácticas para convertirse. «El número de cristianos eran escaso, no eran poderosos ni estaban relacionados», explica Thomas Parker.
Otro importante sector de la historiografía opina justo lo contrario. Los cristianos habían crecido bastante en número hasta formar una importante minoría. Hacia el año 300 constituían al menos un 10 por ciento de la población del Imperio, evaluada en sesenta millones de habitantes. Algunos autores elevan la cifra de seis millones hasta quince millones de cristianos. Además era una comunidad muy cohesionada, muy activa y solidaria con sus correligionarios, y tenía fuerte presencia en la capital, Roma. En el contexto de guerra civil en que Constantino le disputaba a Magencio el poder imperial a las puertas de Roma, la alianza con los cristianos era una interesante opción política.
Elena regresó a Roma y dejó la lanza en Jerusalén por temor a cometer un sacrilegio si transportaba una reliquia. Junto a su hijo Constantino empezó la construcción de grandes iglesias como acto de devoción. Se fomentó la visita de peregrinos a los Santos Lugares de Palestina. Gracias al relato de uno de estos primeros peregrinos se conserva el primer documento histórico escrito del paradero de la lanza. Data del siglo VI, cuando un peregrino, llamado Antonino —más tarde conocido como san Antonio de Piacenza— visitó la basílica del Monte Sión en Jerusalén en el año 570 y vio una lanza erguida de tal forma que parecía una cruz. Esta crónica registrada en un archivo ha sobrevivido hasta nuestros días.
LA DEVOCIÓN DE CONSTANTINO
Constantino no tuvo la lanza, que se quedó en Jerusalén, pero sí los clavos de la crucifixión de Cristo, que convirtió en símbolos del Imperio: uno fue fundido para una corona (la llamada Corona de Hierro, que se conserva en la catedral de Monza, Italia); el otro fue fundido para hacer una segunda lanza, que sería llamada Lanza de Constantino. Algunas fuentes la relacionan con la fundación de la ciudad que se convertiría en la capital de un poderoso imperio ya que aseguran que esta lanza fue utilizada para trazar los límites de la nueva capital, Constantinopla. Lo cierto es que la lanza y la cruz eran reliquias sagradas que denotaban poder. Desde entonces, cuando el Imperio de Occidente era atacado por tribus bárbaras, sus jefes, desde Alarico hasta Atila, pedían la lanza como parte del tratado de paz con Roma. Incluso estos guerreros paganos creyeron en los poderes místicos del arma. Pero ninguno de los soberanos ni papas del siglo V entregaron ninguna de las reliquias consideradas sagradas. Las dos lanzas, la de Jerusalén y la de Constantinopla, estaban bajo control de los emperadores bizantinos hasta que los persas saquearon Jerusalén en el año 614. Las sagradas reliquias de la Pasión cayeron en manos de los paganos pero, según el Chronicon Paschale, la punta de la Santa Lanza, que estaba partida, fue donada a Nicetas, quien la llevó a Constantinopla y la depositó en la iglesia de Santa Sofía.
«Cuando Jerusalén fue capturada, alguien consiguió arrancar la punta de la lanza y huir a Constantinopla. Cuando el emperador bizantino Heraclio consiguió recuperar Jerusalén, en el año 631 devolvió las reliquias a la basílica del Santo Sepulcro, pero la punta de la lanza partida a principios de siglo se quedó en Constantinopla», afirma el padre dominico Michael Morris. Así, la porción más grande de la lanza, la vio el peregrino Arculpus en la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén alrededor de 670, donde debió de haber sido restaurada por Heraclio. La lanza de Longinos estaba rota pero su poder místico no se debilitó. Dos grupos reivindicaban la posesión de la Santa Lanza original: la parte mayor, la del asta, se hallaba en Jerusalén; la punta rota, en la catedral de Santa Sofía y, más tarde, en la capilla de los Faraones de Constantinopla.
PODER RELIGIOSO Y POLÍTICO
Carlomagno fue proclamado emperador del Sacro Imperio Romano en 800, año en que lo coronó el papa León III en Roma. La posesión de la Santa Lanza se convirtió en el símbolo de su gobierno. Fue el primero de una larga lista de dirigentes que utilizaron este poder religioso para unificar su imperio. En los siglos siguientes, la Lanza ayudaría a los reyes sajones de Inglaterra, a Enrique I de Alemania y al emperador Otón I. Todos llevaron la lanza en las batallas, obtuvieron grandes victorias y rindieron homenaje al invencible poder del arma e, incluso, lucharon hasta la muerte por conservarla.
Pero ¿cómo llegó a manos de Carlomagno la poderosa reliquia sagrada? A los 25 años del reinado de Carlomagno, el Papa le regaló una lanza, supuestamente llevada por Constantino en las batallas, conocida como de San Mauricio. Carlomagno creyó que era la auténtica de Cristo, la Santa Lanza que poseía los poderes divinos. «Se creía que el emperador que poseyera la Santa Lanza tendría garantizada la victoria por el poder intrínseco que conllevaba. El emperador tenía la misión de defender el imperio de Cristo contra todos su enemigos y siempre saldría victorioso porque poseía las verdaderas armas, en forma de reliquias, de Jesús», indica el historiador Hermann Fillitz, ex director del Kunsthistorisches Museum de Viena.
La lanza de San Mauricio tenía un diseño inconfundible del siglo VII, y por tanto era poco probable que se tratara de la original de Constantino. Sin embargo, en aquel entonces poco importaba: el Papa afirmaba que era la Santa Lanza y que aún conservaba marcas de los clavos traídos de Jerusalén por santa Elena para Constantino. Para los súbditos del Imperio era sagrada. «Según se creía, todo aquel que se acercara a la reliquia, recibiría el don de la santidad. Por eso, hubo una profusión de lanzas y clavos de Cristo», indica Michael Morris. Ésta puede ser la explicación de por qué existen tradiciones distintas sobre los avatares de la Lanza, que se pierden desde los orígenes del cristianismo. El caso es que las grandes victorias de Carlomagno contra sajones y musulmanes potenciaron el carácter sagrado de la lanza de San Mauricio, y sus soldados creyeron que su emperador sería invencible mientras luchara con el arma. La leyenda cuenta que un día, mientras el emperador cruzaba un arroyo, la lanza se le cayó. Los soldados vieron en ello un terrible presagio, que se hizo realidad. Carlomagno murió poco después, en el año 814.
A partir de ahí, la Santa Lanza se convirtió en trofeo de los reyes de toda Europa. A principios del siglo X formaba parte de los tesoros del rey sajón de Inglaterra. La vendió a un conde italiano y éste se la regaló al rey Rodolfo de Borgoña. Rodolfo, consciente del valor de talismán para el Imperio Romano Germánico, hizo un trato con el rey Enrique I el Pajarero de Alemania, canjeando la lanza de San Mauricio por todo el cantón de Bahl, en la actual Suiza. Así el rey de Borgoña se hizo con la ciudad de Basilea a cambio del arma.
LA ATRACCIÓN DE LOS EMPERADORES GERMÁNICOS
Enrique I el Pajarero, primer rey de Alemania de la Casa de Sajonia, es considerado el fundador de la Alemania moderna y se convirtió en el primer gobernante alemán en codiciar la Lanza. Creía haber sido elegido por Dios para ser el heredero directo del Imperio romano de Constantino, pero el Papa no lo veía así. Para demostrar su legitimación divina, Enrique hizo alarde de poseer la Santa Lanza y comenzó una lucha entre el poder temporal y el eclesiástico que duraría siglos. Enrique se dedicó a acumular reliquias sagradas y construyó una capilla especial para exponer su colección. A su muerte, la Lanza pasó a su hijo Otón I el Grande. En la batalla de Beergen, en el año 939, cuentan que rezó con la Lanza hasta que su ejército se hizo con la victoria. «En el año 955 — explica Robert Benson, historiador medieval y profesor en la Universidad de Los Ángeles (UCLA)— consiguió una aplastante victoria contra los húngaros y acrecentó su poder. Comenzaron los rumores de que era más que un rey y empezó a sonar en Alemania que debería ser honrado con la dignidad imperial». Fue de hecho coronado emperador por el papa Juan XII en 962. Otón el Grande sabía que la lanza de Longinos, la otra Santa Lanza, estaba en Oriente. «Dio gracias a Dios por la victoria, empezó a creer que se debía al poder de su lanza y regaló una copia del arma a los reyes de Hungría y de Polonia. Los tres se hicieron amigos», explica el ex director del Kunsthistorisches Museum de Viena, Hermann Fillitz.
Su nieto, Otón III, quiso aumentar los poderes de la lanza de San Mauricio y le añadió —con hilos de oro, plata y cobre—, en el fragmento de la punta, un clavo, pretendidamente uno de los que sujetaron a Cristo en la cruz. De nuevo, en las batallas, los emperadores del Sacro Imperio lograron la victoria y la Lanza volvió a convertirse en el símbolo divino del poder germánico. «En el antiguo mundo germánico, la lanza era un símbolo de poder. El gobernante era de alguna manera el representante de Dios en la Tierra. Esta arma confería autoridad al nuevo dirigente en el momento de acceder al trono a través de una ceremonia religiosa. Así la lanza se convirtió en un símbolo religioso y de poder», señala el historiador medieval Robert Benson.
En el siglo XIII, la lanza de San Mauricio, regalo del Papa a Carlomagno, quedó vinculada a los emperadores germánicos y comenzó a ser identificada con Longinos y con el Santo Grial. Las tradiciones germánicas afirman que esta lanza, luego llamada de los Habsburgo, fue blandida como talismán por Carlomagno, en el siglo IX, durante 47 campañas victoriosas. En 1227, el papa Gregorio IX aseguró al emperador Federico II Hohenstauffen que era la que había atravesado el costado de Cristo. En 1250, Federico II llevó el arma a Nuremberg, donde estuvo 550 años —hasta la llegada de Napoleón— como parte de los tesoros del Sacro Imperio Romano Germánico. En 1350, Carlos IV, emperador germánico de la Casa de Luxemburgo, grabó sobre la lanza lo que todos sus súbditos creían, la inscripción que la destacaba como la auténtica reliquia de Cristo. Así aplicó un remate de oro en el que se lee: «Lancea et Clavus Domini» (Lanza y clavo del Señor, en latín) y el papa Inocencio VI estableció oficialmente su veneración como la lanza de la Pasión. Sin embargo, siempre que había una importante batalla que podía decidir el destino de algunos de los reinos europeos, aparecía una Santa Lanza en el bando ganador.
LA CABALLERÍA Y LAS CRUZADAS
En 1095, el emperador de Oriente escribió una carta al papa Urbano II solicitándole ayuda militar en su guerra contra los turcos selyúcidas. En el penúltimo día del Concilio de Clermont (Francia), el 27 de noviembre de 1095, el Papa usó esta carta para atacar el comportamiento de la nobleza de entonces, llamándolos blasfemos y saqueadores. El Papa los retó a luchar valientemente como caballeros de Cristo y salvar Jerusalén. Proclamó, al grito de «Dieu le veult!» (¡Dios lo quiere!), la denominada Primera Cruzada (1096-1099). Un ejército de caballeros normandos, occitanos y borgoñones dio respuesta a Urbano II y acudieron a Tierra Santa.
«La caballería de aquellos años significó un intento de la Iglesia para dominar a la nobleza de los siglos X y XI, dándole una causa noble para luchar y la idea de un nuevo modo de vida. Esto se expresó en los modelos de la literatura de la época: el sueño de la búsqueda de las reliquias religiosas fue uno de los temas constantes de los libros de caballería», señala el medievalista Robert Benson. A partir de entonces, los escritores medievales, comenzando por el poeta francés Chrétien de Troyes alrededor de 1180, y más tarde Robert de Boron, ambos inspirándose en Godofredo de Monmouth, autor en 1136 de Historia de los reyes de Britania, vincularon el destino del Santo Grial y de la Santa Lanza con la aventura del rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda. Después, entre 1200 y 1205, el alemán Wolfram von Eschenbach dio a conocer la odisea de Parsifal, que completaba los mitos artúricos iniciados un siglo antes, y en el que el músico Richard Wagner se inspiró en el XIX para componer su ópera Parsifal, que tanto impresionaría a Hitler.
A fines del siglo XI la nobleza europea respondió al papa Urbano II enviando a sus caballeros a salvar Tierra Santa y las reliquias de Cristo en manos de los turcos. Miles de cruzados se unieron a la causa, partiendo de puntos tan lejanos como Inglaterra o Flandes. Cuando llegaron a Constantinopla, el emperador bizantino sintió más temor que alivio por su presencia, y procuró que pasaran rápidamente hacia Oriente según iban llegando. En el invierno de 1097, ya en Siria, estos Caballeros de Cristo pusieron sitio a la antigua ciudad cristiana de Antioquía. En mayo de 1098, un comerciante introdujo a los cruzados en la ciudad y se hicieron con ella tras siete meses de sitio. Entonces llegó un ejército musulmán y los cruzados quedaron a su vez sitiados. Cansados, hambrientos y diezmados, la situación empeoraba para los cristianos. Un soldado dijo haber tenido una visión de san Andrés, que le dijo dónde encontrar la Lanza Sagrada de Cristo. Ante la atenta mirada de los escépticos, el soldado comenzó a cavar el suelo de la catedral de San Pedro y encontró una antigua lanza de hierro. Los cruzados se sintieron llenos de un renovado ardor y rompieron el cerco, derrotando a sus enemigos. «El descubrimiento de la Lanza les dio una provocadora e inspiradora seguridad. El ejército musulmán era más numeroso y estaba en su propio terreno. Los cruzados estaban cansados y fue una hazaña extraordinaria, sólo explicable gracias a la pasión y el fervor religiosos», afirma Robert Benson.
Los cruzados atribuyeron la victoria al poder de la Lanza. Creyeron que era la auténtica reliquia de Cristo. Un año después cayó Jerusalén. Al poco tiempo, esta pica se convirtió en objeto de dudas y discrepancias sobre su autenticidad. Pero los jefes de las cruzadas no hicieron caso de esta polémica y ofrecieron al emperador de Oriente la Lanza de Antioquía. Sin duda, el emperador tenía sus motivos para aceptarla, aunque en su poder estaba la supuesta Lanza original desde hacía generaciones. Sin embargo, la aparición de la lanza de Antioquía provocó gran confusión entre los cristianos armenios que afirmaban tener la «auténtica reliquia de la crucifixión». Algunos escritores sirios y armenios desarrollaron una serie de mitos y leyendas. Al final, la lanza de Longinos encontrada por santa Elena, la lanza que Constantino hizo con un clavo de Cristo, y la de Antioquía fueron a parar a Constantinopla.
En 1204, la IV Cruzada, traicionando su sentido inicial de ayudar al Imperio de oriente frente a los turcos, atacó a dicho Imperio y tomó Constantinopla, sometiéndola a saqueo; los cruzados establecieron el Imperio Latino de Oriente, uno de cuyos emperadores, Balduino II, vendió en 1241 la punta de la Lanza de Longinos al rey Luis IX de Francia, quien construyó la Santa Capilla en París para guardarla. La punta permaneció allí hasta la Revolución francesa. El resto del arma se quedó en Constantinopla. El viajero Jean de Mandeville, autor del Libro de las maravillas del mundo, declaró en 1357 que había visto la reliquia de la Santa Lanza en París y en Constantinopla, y que la de esta última ciudad era mucho más antigua que la francesa.
Las lanzas de Constantino y de Antioquía desaparecieron y se perdieron en la historia. Cuando los turcos tomaron Constantinopla en 1453 el asta de la Lanza cayó en su poder. En 1492, el papa Inocencio VIII hizo una oferta al sultán turco: el hermano del sultán, que estaba cautivo, se intercambió por el asta de la Lanza, que desde entonces está en poder del Vaticano. «Se encuentra en uno de los cuatro pilares del crucero de la basílica de San Pedro», indica el padre dominico Michael Morris.
Actualmente, existen cuatro Lanzas Santas censadas. La que se conserva en el Vaticano. Otra está en París, adonde fue llevada por san Luis en el siglo XIII, cuando regresó de la VII Cruzada. La tercera es la que se custodia en la Schatzkammer o Cámara del Tesoro del palacio imperial, en Viena, que es la que encandiló y sedujo a Constantino el Grande, a Carlomagno, a Federico Barbarroja y a Hitler. La hoja partida de doble filo de esta lanza no tiene asta; cuenta con tres remaches de oro y plata y con la inscripción del siglo XIV «Lancea et Clavus Domini». Junto a la Lanza, están la corona y otras joyas del Sacro Imperio Romano Germánico. La cuarta Lanza Sagrada se conserva en la catedral de Cracovia (Polonia), pero tan sólo es una copia de la vienesa que Otón regaló a Boleslav el Bravo.
LA OBSESIÓN DE HITLER
La adquisición del papa Inocencio VIII de la Lanza, en el siglo XV, marcó el final de una era. La creencia en el poder de la reliquia que había dominado durante toda la Edad Media desaparecía. El Sacro Imperio Romano Germánico, que había comenzado con Carlomagno en el año 800, terminó mil años después, cuando Napoleón venció en Austerlitz (1805) a Francisco II, el último emperador germánico, que pasó a ser Francisco I de Austria. El Imperio Romano Germánico quedó disuelto, y se creó el Imperio austríaco. Esa secuela del Sacro Imperio siguió en poder de los Habsburgo, que habían ocupado el trono imperial sin interrupción desde 1438, y que se consideraban continuadores históricos del mismo, por lo que cuidaron y protegieron los antiguos trofeos imperiales en su Cámara del Tesoro de Viena.
Tras mil años en los que las reliquias del cristianismo se utilizaron como signos de poder, el misticismo y la magia dio paso a la era de la razón y la ilustración, que culmina en el llamado Siglo de las Luces, el XVIII. Sin embargo, en el siglo XIX, tras las décadas de conmoción que supusieron la Revolución francesa y las guerras derivadas de ella, hasta la batalla de Waterloo en 1815, se produjo en Europa un movimiento recesivo en cuanto a lo racional, desencantado con el presente y nostálgico del pasado. Es el Romanticismo.
«La identidad nacional en Europa occidental cambió a principio del siglo XIX. El Romanticismo tenía fuertes raíces en el pasado nacional y conformaba la fuente de los valores humanos», señala el profesor de la Universidad de Los Ángeles, Robert Benson. La literatura, la poesía y la música europea del siglo XIX estaban inmersas en el Romanticismo. Los orígenes de las historias románticas alemanas se encontraban en las antiguas leyendas del Sacro Imperio germano. Y Richard Wagner encarnó el espíritu de la época.
Poco a poco en Europa volvía a producirse una revaloración del interés por la Edad Media. Empezaron a idealizarse las hazañas de los valientes caballeros que arriesgaban su vida por su honor y su fe. «En los primeros años del siglo XIII surgió el primer gran renacimiento literario en Alemania. Un renacimiento de la lengua, la poesía y la literatura germanas. Wagner lo utilizó y explotó, usó su energía e intentó crear una mitología germánica que inspirara sus obras y fuera parte de la percepción nacional de los alemanes», describe Benson.
Richard Wagner compuso Parsifal, su última ópera, a partir de una historia de la Edad Media y de los caballeros teutones en busca del Santo Grial. Estrenada el 26 de julio de 1882, un año antes de su muerte, Parsifal es su obra más controvertida, repleta de connotaciones esotéricas y simbólicas, manifestación escénica del misticismo tradicional. La clave del éxito era la posesión de la Santa Lanza, la lanza de San Mauricio símbolo del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Cuentan que, en 1912, en una representación en Viena, Adolf Hitler quedó fascinado por la ópera y la leyenda en que se basaba. Hitler estaba muy familiarizado con la Lanza de los Habsburgo: había estado en poder de sus héroes Federico Barbarroja y Otón el Grande, emperadores del I Reich, el Sacro Imperio, que encarnaron la grandeza del pueblo germano. Y comenzó la leyenda moderna de la Santa Lanza, también denominada después lanza del destino.
Parece ser que Hitler, ya desde 1913, cuando era estudiante de arte en Viena, era un asiduo visitante del museo del Palacio Imperial y sentía una gran atracción por el conjunto de piezas conocidas como «las insignias de los Habsburgo» o tesoro sacro. Adolf Hitler prestaba especial atención a la Lanza que la leyenda identifica con la que atravesó el costado de Cristo. El 8 de marzo de 1938, Hitler entró en Viena y en septiembre, poco después de la anexión de Austria al III Reich, ordenó el traslado de los tesoros de los Habsburgo a Nuremberg, hogar espiritual del movimiento nazi. Es conocido el fetichismo del Führer por los símbolos del poder germánico, y la Lanza podía ser una forma de legitimar su régimen recurriendo al valor histórico del arma. «Para él, el tesoro del Sacro Imperio Romano Germánico era importante para mostrar la tradición de ese Imperio llevada a su propia idea de imperio alemán. Quería tener la Lanza como símbolo de continuidad desde el siglo X hasta finales del siglo XX. Para los nazis estas reliquias irradiaban una magia especial: todos aquellos que entraban en contacto con ellas conseguirían fuerza y poder», explica el especialista en antigüedades Willi Korte.
El Sacro Imperio Romano Germánico duró mil años; el Tercer Reich de Hitler debía durar otros mil. Pero el imperio de Hitler no fue ni sacro, ni romano. Hitler despreciaba el cristianismo y tenía miedo del catolicismo. Su régimen tomaría la forma expresada por su filósofo favorito, Nietzsche, quien formuló la doctrina de la «voluntad de poder», por la cual una raza de superhombres se levantaría sobre la plebe y gobernaría con mano de hierro. El filósofo pensaba que la idea de los cristianos de ofrecer la otra mejilla era ridícula y hablaba de Jesús de Nazaret como alguien que merecía morir a manos de los romanos. Hitler fue consecuente con estas ideas.
En 1938, Hitler tomó posesión de la Lanza que supuestamente había herido a Jesús. En sus manos no fue signo de redención y gobierno divino, sino de limpieza étnica y tiranía. La expuso en la cripta de Santa Catalina, en Nuremberg, escenario de las actividades de los Maestros Cantores de la Edad Media (sobre los que Wagner compuso la ópera favorita del dictador). Tras una revelación, Hitler finalmente la dejó bajo la custodia de oficiales de la SS y con un acceso muy restringido. El entonces comandante en jefe (Reichsführer) de las SS y posterior encargado del genocidio nazi, Heinrich Himmler, consideraba su trabajo en las SS casi como una cuestión religiosa. La obsesión de Hitler con la limpieza de la raza llevó a la creación de un centro dedicado a realizar estudios científicos de todas las facetas de la identidad alemana: la Deutsches Ahnenerbe, también conocida por «Herencia de los ancestros». Himmler se lo tomó como algo personal, participando activamente en los estudios, recaudando fondos y reclutando investigadores, arqueólogos e historiadores encargados de buscar en los emplazamientos religiosos y encontrar las reliquias y los huesos de Enrique I el Pajarero. Y es que Himmler admiraba a Enrique I. Creía ser descendiente directo de este rey fundador de Alemania. Se hizo con la iglesia donde Enrique I había guardado la Lanza y otras reliquias sagradas y allí organizó ceremonias religiosas al estilo de las SS.
Pero también Hitler era un admirador de este rey. En el famoso castillo de Wewelsburg, en Westfalia, decoró las habitaciones con los estilos de las épocas de sus emperadores favoritos: dormía en la habitación de Enrique I. El Führer regaló a Himmler una copia del arma y expuso la verdadera lanza de San Mauricio en la catedral de Santa Catalina de Nuremberg, ciudad donde la Lanza había estado durante el Primer Reich, hasta que el ejército de Napoleón llegó a la ciudad en 1796, que fue trasladada a Viena. Nuremberg había tenido mucho poder durante los siglos del Sacro Imperio Romano Germánico y fue la primera capital de Alemania. La Lanza se exhibió en mítines nazis en la ciudad durante los años 1938 y 1939. A partir de 1940, cuando la guerra se intensificó y comenzaron los bombardeos aliados, se trasladó a una cámara acorazada. Su seguridad no estaba garantizada, por lo que se construyó otra cámara acorazada a 150 metros debajo de la fortaleza de Nuremberg. «Los nazis querían protegerla porque pensaban que, cuando acabara la guerra, Alemania podría recuperar su poder, con los nazis o sin ellos, y la Lanza volvería a ser un símbolo», afirma Willi Korte.
El 20 de abril de 1945, el general Mark Clark, del ejército de Estados Unidos, descubrió la Lanza de los Habsburgo en el castillo de Nuremberg. Hitler y el III Reich habían caído. El 7 de enero de 1946, la lanza de San Mauricio regresó al Palacio Imperial de Viena, donde se conserva hoy. La copia que Otón el Grande regaló al pueblo polaco continúa en la catedral de Cracovia. La Lanza sagrada de Antioquía, descubierta por la revelación de san Andrés y que alentó a los cruzados en 1098, se perdió al igual que la lanza de Constantino. La reliquia preservada hoy celosamente en Etschmiadzin, en Armenia, es un tesoro cultural del pueblo armenio y la Santa Lanza de Longinos continúa en el Vaticano. La punta se trasladó, durante la Revolución francesa, de la Santa Capilla de París a la Biblioteca Nacional de Francia, donde se perdió. Pero ¿dónde está la lanza original? No importa. Todo depende de la fe, una fe que se remonta a un misterio que comenzó hace más de dos mil años en una yerma colina a las afueras de Jerusalén, con la ejecución de un carpintero de Nazaret llamado Jesús.