El papel de la Resistencia en la Europa ocupada es objeto de distinta valoración entre los historiadores. Únicamente en los Balcanes o en las inmensas áreas de la Unión Soviética ocupadas tras la invasión alemana de 1941, hubo grupos numerosos de partisanos que desarrollaran una acción militar importante en el transcurso de la guerra, hasta el punto de que Yugoslavia, Albania y Grecia se liberaron a sí mismas. En Europa Occidental hubo una implicación de la población diferente según los países, desde la resistencia pasiva y pacífica, pero casi unánime, de los daneses, hasta el caso de Francia, donde fue mucho más común la colaboración que la Resistencia. No obstante, después del desembarco aliado en Normandía (junio de 1944), cuando se vio clara la derrota del Eje, se multiplicó tanto el número de resistentes como sus acciones.
En general, puede decirse que en Europa Occidental la Resistencia no tuvo ninguna incidencia militar notable, consistiendo su aporte a la causa aliada en información y espionaje, sabotajes, y redes para proporcionar la huida, a través de España o Suecia, de prisioneros escapados, aviadores aliados derribados, perseguidos políticos y judíos.
En Bélgica funcionó una red dedicada a rescatar a los pilotos aliados que caían bajo fuego alemán, para ayudarlos a escapar por la Línea Comet, una ruta que atravesaba toda Europa, hasta los Pirineos, compuesta por diversos contactos y casas seguras donde poder esconderse. Los hombres y las mujeres de la Línea Comet belga protagonizaron una de las historias más extraordinarias de la guerra: la del convoy conocido como el Tren Fantasma.
Todo comenzó cuando en 1940 los alemanes atravesaron las fronteras belgas venciendo rápidamente tanto al ejército nacional como a las tropas británicas que habían acudido en su ayuda. Al principio, el gobierno militar nazi instalado en Bruselas intentó presentarse como el libertador de los belgas frente al imperialismo británico.
Ayudó a ello la actitud contemporizadora del rey frente a la ocupación y la colaboración de muchos belgas, especialmente flamencos, seducidos por la ideología fascista. Pero tras el desembarco de Normandía, en el verano de 1944, la presión aliada se hizo cada vez más fuerte para las tropas de Hitler, y Heinrich Himmler, al mando de la Gestapo, decidió entonces enviar a Richard Jungclaus, un comandante más autoritario, para que se ocupara con mano de hierro del gobierno belga. Como miembro de la policía política nazi, la Gestapo, Jungclaus tendría que encargarse de sofocar cualquier acto subversivo de la población civil, animada por el imparable avance de los aliados.
A su llegada, Jungclaus se encontró con un problema logístico: la cárcel de Saint-Gilles, en la capital belga, tenía ya mil quinientos prisioneros. ¿Qué podía hacer con todos esos presos políticos ocupando la prisión? Como eran enemigos del Reich, Jungclaus decidió aplicar la «solución final» y enviarlos a todos a algún campo de exterminio alemán. Para ello ordenó encerrar a los prisioneros —en su mayoría miembros de la resistencia belga, más unos cincuenta pilotos aliados— en un tren especial compuesto por vagones de transporte de ganado, donde apiñaron sin piedad a los presos.
EL APOYO DE LA RESISTENCIA
El teniente estadounidense John Bradley se encontraba en 1944 en el último vagón, ocupado por militares que, antes de ser capturados, se las habían arreglado para esconderse, al menos durante un tiempo, de los alemanes. Su viaje hasta el Tren Fantasma comenzó dos años antes, cuando se alistó en las Fuerzas Aéreas con 25 años de edad. Su primer destino fue Inglaterra, donde llegó en 1943. El 5 de noviembre de ese mismo año, el piloto estadounidense salió de su base para bombardear la ciudad de Gelsenkirchen. Su misión consistía en 25 salidas con su avión, y la de aquel día era ya la número 24. Pero fue alcanzado y su aeroplano comenzó a arder, por lo que abandonó el aparato en llamas saltando en paracaídas. Cuando llegó al suelo —cuenta Bradley en un exhaustivo informe que transcribió su esposa Bárbara mientras él se recuperaba de la tuberculosis al final de la guerra—, preguntó por dónde se iba a Alemania y salió corriendo en sentido contrario. A los pocos días, su esposa recibió un telegrama de las Fuerzas Armadas lamentando la desaparición de Bradley en acto de servicio.
Bradley había caído en Holanda. Disfrazado con un uniforme que un policía le prestó, comenzó un viaje que lo llevó hasta Bruselas, donde albergaba la esperanza de contactar con la Línea Comet para salir de Bélgica. Miembros de la Resistencia lo escondieron en una casa de belgas antinazis junto con otro compatriota, el sargento Royce Mac MacGillvary. Una noche, la Gestapo llamó a la puerta y los dos tuvieron que huir, casi sólo con lo puesto, por la puerta trasera. Ambos vagaron por los campos belgas, huyendo, unos cinco meses más, hasta que fueron capturados.
El capitán Alfred Sanders, piloto de un B-24, fue otro de los estadounidenses que viajaron en aquel convoy. Durante un bombardeo relámpago sobre Leipzig, en Alemania, el avión de Sanders fue alcanzado y, tras el fallo sucesivo de todos sus motores, tanto él como su tripulación tuvieron que saltar en paracaídas, dispersándose por los alrededores de la ciudad belga de Ronquières. El azar hizo que un fotógrafo anónimo captara el momento y, después de la guerra, Sanders recibió aquellas fotos por correo. El avión se incendió inmediatamente, pero enseguida fueron rodeados por un gran número de belgas que se encargaron de ocultarlos. Sanders llegó a vivir con catorce familias diferentes, personas que eran conscientes del riesgo que corrían alojando a un militar enemigo.
Un día, un agente infiltrado de la Gestapo lo engañó asegurándole que en el Palacio de Justicia de Bruselas le proporcionarían los documentos necesarios para salir del país. Sanders, como tantos otros, acabó en Saint-Gilles, la cárcel de la Gestapo en la capital belga. A pesar de los intentos de los oficiales alemanes, Sanders no facilitó información sobre los miembros y actividades de la Resistencia. Por otra parte, los miembros de ésta tomaban bastantes precauciones para que sus protegidos tuvieran la mínima información posible que pudiera incriminarlos en caso de caer en manos alemanas; por tanto, Sanders poco podía contar.
LA CONEXIÓN ENTRE SUPERVIVIENTES
El canadiense Stuart Leslie fue otro de los pilotos prisioneros en el Tren Fantasma. Con apenas 22 años ya pilotaba un avión Halifax de la Royal Canadian Air Force. Al volver de un bombardeo en la frontera de Bélgica con Francia, fue avistado y alcanzado por los aparatos alemanes. Único superviviente del derribo, Stuart Leslie llegó a una granja en la que sólo se hablaba francés, pero al lado vivía una joven, Elizabeth Regout, que podía comunicarse algo en inglés. «Mi primera imagen de esos momentos —recuerda Leslie— es que me llevaron una botella de ginebra y algo de ropa». Durante su estancia en la granja, Leslie tenía una rutina peculiar. De día se quedaba tomando el aire en la terraza de la granja, y de noche salía a pasear con Elizabeth o con Alice, su hermana, pero siempre con una falda para que, visto a distancia, Leslie pareciese una mujer.
Al poco tiempo, la Resistencia lo envió a Bruselas para intentar buscarle una salida del país. Allí pasó a estar bajo la protección de Louise Schouppe, una activista de la Resistencia. Pero Leslie volvió otra vez al campo, donde siguió huyendo y refugiándose durante un par de meses más. Un día encontró casualmente a dos personas que no eran belgas como creía a primera vista: se trataba de John Bradley y Royce MacGillvary, quienes llevaban varias semanas escondiéndose. Los tres decidieron continuar la huida juntos, hasta que fueron detenidos en Namur, al sur de Bélgica, por un control alemán. Estuvieron a punto de conseguir engañarlos, pero uno de los policías nazis decidió volver a registrar a los tres hombres y, en el último momento, descubrió la placa de identificación de MacGillvary.
Los pilotos fueron conducidos al Petit Château de Bruselas, lugar donde la Luftwaffe, la aviación nazi, custodiaba a sus prisioneros. Según las normas de la guerra, los militares que viajaban sin uniforme podían ser fusilados sin miramientos bajo la acusación de espionaje, pero si confesaban la identidad de quienes los habían ayudado a escapar y esconderse podían ser tratados como prisioneros de guerra. Al final, los tres fueron enviados a la prisión de la Gestapo, Saint-Gilles (Sint-Gillis).
Allí también se encontraba Elizabeth Regout, muy implicada en las actividades de la Resistencia desde que ayudó a Leslie a escapar. Según recuerda, las condiciones en las que vivían eran dramáticas, «las celdas eran oscuras y asfixiantes, estaban llenas de cucarachas y había sólo tres colchones para seis personas». En aquel calabozo, Elizabeth descubrió un nombre escrito en la pared: Stuart Leslie. El piloto canadiense había pasado antes por la misma celda que ahora ocupaba ella.
Mientras la cárcel de Saint-Gilles se saturaba paulatinamente de prisioneros, la lucha cambió de cariz para los alemanes, que veían cómo las fuerzas aliadas iban ganando terreno tras desembarcar en la región francesa de Normandía, el 6 de junio de 1944. Aquel día, el cabecilla de la resistencia belga Herman Bodson y sus hombres, expertos en sabotajes, escondidos en el bosque, tenían el encargo de volar la línea telefónica entre París y Berlín. Especialista en explosivos, Bodson consiguió cortar las líneas de comunicación alemanas. El signo de la contienda era cada vez menos favorable para Alemania.
UN VIAJE TERRORÍFICO
La liberación de París a finales de agosto aumentó la presión que Richard Jungclaus sentía ante los sucesivos fracasos y derrotas alemanas. Aprovechando la reciente liberación de la capital francesa, varios diplomáticos de países neutrales, como Suecia, trataron de negociar con Jungclaus una salida para los prisioneros políticos de Bruselas, pero éste optó por la medida más drástica posible, quizá en un último y desesperado intento por demostrar el poder nazi a los aliados, cada vez más cerca de la capital belga.
El 1 de septiembre, Jungclaus ordenó que los prisioneros de Saint-Gilles fueran llevados a Alemania en tren desde la Gare du Midi de Bruselas. A las dos de la mañana se transportó a todos los encarcelados en camiones hasta la estación, y allí fueron obligados a introducirse en vagones para ganado. Era un cautiverio aún más inhumano que las celdas sin ventanas de Saint-Gilles. En cada vagón, con una capacidad máxima para cuarenta personas, se apelotonaban más de cien y sólo disponían de un cubo a modo de letrina. El aire y la luz sólo entraban por las rendijas de los tablones de la pared.
Pero no estaban solos en su dramático viaje. Los trabajadores del ferrocarril, a quienes se había dado la orden de preparar el tren para su partida, se encargaron de tranquilizar a los pasajeros, prometiéndoles que harían todo lo posible para evitar que el tren partiera. Con el sabotaje de una bomba de combustible, esa misma noche, comenzó una larga cadena de retrasos y averías que iban enfureciendo gradualmente a los alemanes. Lo que en teoría no eran más que unos sencillos preparativos rutinarios se fueron alargando hasta la mañana siguiente. No sólo mecánicos y mozos estaban al tanto de la operación: el ingeniero que debía relevar a su compañero de la noche aseguró estar indispuesto, lo que retrasó unas horas más la revisión del tren y las vías antes de salir hacia Alemania, hasta que por fin se encontró al ingeniero Louis Verheggen. Años más tarde, Verheggen confesaría que los oficiales de las SS que lo custodiaban se encargaron de hacerle entender desde el principio —apuntándole repetidas veces con sus armas mientras trabajaba— que cualquier intento de sabotaje por su parte le supondría la muerte.
Hasta bien entrada la tarde, el tren no se puso en marcha. Los hombres de Jungclaus habían ordenado que se dirigiese hacia Malinas, una ciudad a 20 kilómetros de Bruselas, donde recogería a un grupo de judíos. Este viaje duró ocho horas. Las dificultades a lo largo del camino fueron innumerables: las señales de las vías lo obligaban a parar y los raíles lo desviaban hacia la vía equivocada. Hacia la medianoche estaba prevista la llegada del tren.
DOS DESAPARICIONES EN POCAS HORAS
Mientras, los diplomáticos extranjeros proseguían las negociaciones con el inflexible Jungclaus en Bruselas. Éste pareció ceder cuando un médico alemán le aseguró que la Resistencia belga amenazaba con atacar a los soldados alemanes en sus mismos trenes si no accedía a liberar a los prisioneros. Jungclaus decidió finalmente no liberarlos, pero no los llevaría a Alemania, sino que los entregaría a las autoridades belgas. En los ferrocarriles nadie, ni siquiera el ingeniero Verheggen, estaba al tanto de la nueva orden de Jungclaus y todos seguían intentando retrasar la marcha del tren.
Verheggen sabía que en Malinas la torre de agua había sido destruida, y por ello, aunque no le hacía falta, pidió agua con la intención de llevar el convoy hasta la ciudad vecina de Muizen. Allí se detuvieron durante la noche, pero los empleados de la estación olvidaron informar a Bruselas de que el tren se encontraba allí en lugar de Malinas. A las doce de la noche en Bruselas, Jungclaus cedió y envió un telegrama a Malinas ordenando el regreso del tren. Pero el tren ya no estaba allí. Para las autoridades y los negociadores de Bruselas, el convoy de prisioneros se había convertido en el Tren Fantasma.
El 3 de septiembre, tras varias horas de retraso, los oficiales de las SS de Muizen recibieron el telegrama de Jugnclaus. Con los ingleses moviéndose rápidamente en la frontera con Francia, y avanzando 120 kilómetros en once horas, la administración nazi de Bruselas estaba contra las cuerdas. Jungclaus, gran experto en las tácticas de represión policial, pero menos en las militares, fue nombrado jefe militar de la región belga, pero no fue capaz de reagrupar a sus hombres para repeler el ataque británico.
A su vez, en la ciudad de Muizen, el ingeniero Louis Verheggen ponía en marcha el tren rumbo a Bruselas en menos de treinta y cinco minutos. Sospechaba que la orden de regresar era una trampa y, cuando se estaban acercando a la Gare du Midi, tomó otro camino por sorpresa, y dejó el convoy en una cercana terminal de carga llamada Petite-Île.
Los nazis no parecían darse cuenta o, al menos, no les importaban demasiado las idas y venidas del tren. La capital del país era un auténtico caos y los ingleses estaban muy cerca de la ciudad. Se oían cañonazos y disparos, y los alemanes corrían por todas partes. Excepto, precisamente, en la estación de Petite-Île, un enclave aislado del resto de la ciudad. De nuevo se repitió la historia: era la segunda vez en pocas horas que el tren de los prisioneros de Saint-Gilles se perdía.
LA LIBERACIÓN Y HUIDA
Hasta las once de la mañana, los miembros de la Cruz Roja no encontraron el Tren Fantasma. Según recuerda Elizabeth Regout, «nos dijeron que habían negociado nuestra liberación, pero que los alemanes aún merodeaban por la zona y cabía la posibilidad de que nos disparasen si salíamos de allí». Dos horas más tarde, se abrían las puertas de los vagones. Sin embargo la liberación de prisioneros no se completó del todo: nadie abrió el vagón donde estaban encerrados los pilotos aliados, posiblemente olvidados por su captores nazis que ya habían huido de la estación.
Pasaron otras seis horas más y llegó la noche del 3 de septiembre. Los pilotos consiguieron abrir la puerta del vagón. Ajenos a la huida de los guardianes nazis, comenzaron a escapar sigilosamente de uno en uno, por temor a que los soldados alemanes los descubrieran. Stuart Leslie y Alfred Sanders recuerdan que tenían tal miedo que estaban convencidos de que los alemanes les estaban disparando por la espalda mientras huían.
Sanders logró escapar atravesando los suburbios industriales de la ciudad hasta el canal central de Bruselas, donde se reunió con John Bradley y Royce MacGillvary. En cuanto vieron una barcaza atracada en el canal, se acercaron a ella y, movidos por la discreción y la diferencia de idiomas, entablaron un diálogo algo absurdo con su tripulación. El saludo del capitán holandés fue «Reina Guillermina». La Reina Guillermina de Holanda, acompañada por su gobierno, había abandonado su país cuando fue invadido por los alemanes. Instalada en Londres, mantuvo en el exilio la legitimidad del Estado holandés. Para los antinazis holandeses era todo un símbolo, justo al revés que el rey Leopoldo III de Bélgica, que había permanecido en el trono durante la ocupación y contemporizado con los nazis. Entonces, Alfred Sanders contestó inmediatamente «Presidente Roosevelt», y el capitán de la barcaza respondió «mi camarada», abrió la ventana para verlos y les preguntó en holandés qué querían. John Bradley le dijo en inglés «aviador americano». El capitán entendió y, tras esta breve conversación de identificación, los dejó entrar y pasar la noche allí.
Esa noche, mientras huían, los primeros hombres de la infantería motorizada británica habían entrado en Bruselas. A la mañana siguiente, cuando los tres pilotos aliados despertaron en la barcaza holandesa, la liberación de la ciudad era un hecho. Las calles estaban llenas de gente que avanzaba y corría hacia el centro, cada vez más concurrido. En la intersección entre dos grandes avenidas, vieron por fin al ejército aliado en Bruselas.
Entretanto, Jungclaus había logrado salir de Bélgica y regresar a Alemania, donde fue degradado por sus superiores como castigo por haber perdido Bélgica. Enviado a Yugoslavia, acabó sus días en el transcurso de una escaramuza con la Resistencia, en 1945.
Hoy en día, el teniente John Bradley está convencido de que la liberación del Tren Fantasma fue todo un símbolo para la población belga, más allá de la solidaridad con los prisioneros. A pesar de los años transcurridos desde entonces, los amigos y camaradas que han sobrevivido estas décadas siguen reuniéndose en la basílica nacional de Koekelberg, en Bruselas, para recordar lo que vivieron allá por 1944 y homenajear a los compañeros de la Línea Comet que ya no están entre ellos. El mismo Tren Fantasma ha sufrido también el inevitable paso del tiempo. De él sólo se conservan dos vagones de madera que descansan en un almacén de la compañía nacional de ferrocarriles belga.