24. HITLER Y EL OCULTISMO

El ascenso meteórico de Adolf Hitler, quien en poco menos de quince años pasó de la más absoluta oscuridad a detentar todo el poder en la Alemania nazi, ha planteado gran cantidad de interrogantes entre sus coetáneos y entre algunos historiadores actuales, que se plantean si Hitler fue simplemente un hábil maestro de las malas artes políticas o supo aprovecharse de algún tipo de poder oculto. No obstante, lo que sí es cierto es que él, desde muy joven, parecía poseer ya una firme convicción acerca de su elevada misión y que el nazismo acabó constituyéndose como algo más que una simple doctrina política. El partido nazi se inspiró en grupos ocultistas nacidos a finales del siglo XIX en Alemania, cuyas ideas estaban relativamente extendidas en el país por aquellos años y que se combinaron con la violenta reacción nacida a principios del siglo XX, contra el materialismo y el positivismo, bajo la forma de una especie de espiritualidad que abogaba por la vuelta a la naturaleza y por la búsqueda de las verdaderas fuerzas de la vida. Ciertos círculos pseudointelectuales alemanes de finales del siglo XIX y principios del XX llegaron a obsesionarse con movimientos de inclinaciones más o menos místicas, en escuelas y tradiciones iniciáticas, rituales paganos e ideas acerca de la pureza nórdica que influyeron en Hitler desde su juventud.

A grandes rasgos, éste era el mundo en el que, en 1889, nacía Hitler, en Braunau am Inn, «pequeña ciudad junto al río Inn, bávara por la sangre y austríaca por la nacionalidad, iluminada por la luz del martirio alemán», según su propia descripción. La lengua materna de su familia era el alemán, y a Alemania —nación moderna e industrializada— es a la que Hitler se sintió firmemente unido, incluso, idealizando su lejano y mítico pasado. Se sabe que de joven, Hitler quiso dedicarse al arte, y con tal fin se trasladó a Viena en 1907, pero no pudo superar las pruebas de ingreso a la prestigiosa Escuela de Bellas Artes. En esa ciudad vivió una temporada gracias a una pequeña herencia y a la venta de las acuarelas que pintaba, y allí fue donde descubrió una serie de panfletos antisemitas llamados Ostara Hefte; Ostara era una divinidad germánica muy poco conocida, diosa del Sol que se renueva en primavera según Beda el Venerable. Los Ostara Hefte alentaban una visión ocultista del mundo, basada en una grotesca lucha racial que comenzó en un pasado remoto. Una de sus teorías consistía en que los hombres-simio judíos habían sido capaces de vencer a los arios, raza de gigantes casi divinos, al ultrajar a las rubias mujeres arias. De este modo, el judío estaba logrando degradar la raza aria. Otros de sus postulados básicos era la firme creencia de un salvador, un mesías ario que devolvería la grandeza al pueblo germano. A grandes rasgos, éstas fueron las ideas de antisemitismo extremo que Hitler abrazó durante toda su vida.

LA PRIMERA SEÑAL MISTERIOSA

En mayo de 1913, Hitler abandonó Austria para instalarse en su querida Alemania, donde se alistó en el ejército tan pronto como estalló la Primera Guerra Mundial. Tras su paso por el frente, Hitler solía contar una milagrosa historia para demostrar que la Providencia lo protegía. Según su relato, grabado en documentos sonoros, un día en que estaba en una trinchera con otros camaradas, escuchó de repente una voz que le dijo: «Levántate y ve hacia allá». El mensaje era tan claro e insistente que el soldado Hitler obedeció de inmediato y, cuando apenas había recorrido veinte metros a lo largo de la trinchera, un obús cayó sobre la zona donde él había estado, matando a todos sus compañeros.

Muchos ocultistas tomaron este episodio como un buen indicativo de que fuerzas sobrenaturales guiaban al joven Hitler en su misión. Una salvación milagrosa que no evitó que Alemania perdiera la Gran Guerra en 1918, lo que provocó un profundo malestar social en el país y numerosas revueltas en las que se enfrentaban las organizaciones obreras y los llamados Freikorps, milicias nacionalistas formadas por los restos del ejército alemán derrotado, especialmente por militares con empleos de oficial, de los que había decenas desocupados. La derrota, pues, difundió tales sentimientos de furia, desasosiego y humillación, que se convirtieron en condiciones imprescindibles para el posterior desarrollo del partido que lideró Hitler.

Repasando la historia, se sabe que, todavía como soldado, a Hitler se le encomendó vigilar las reuniones de un pequeño grupo radical que pronto se convirtió en el Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores, un largo nombre frecuentemente abreviado como partido nazi. En apenas tres años, Hitler ascendió vertiginosamente en su organigrama hasta convertirse en el líder —el Führer—, en 1921.

Consciente del poder casi mágico de los símbolos, una de sus primeras obsesiones fue la de crear un emblema tan potente, al menos, como la hoz y el martillo del Partido Comunista. El elegido fue la cruz gamada o esvástica. Svastika es una palabra sánscrita que significa «buen augurador» y designa un símbolo solar de la antigua India. Su conocido diseño es una estilización del símbolo solar, y se encuentra en culturas tan distintas como las de la vieja China o la América precolombina. Ha aparecido en las ruinas de Troya y en vasos ibéricos encontrados en Numancia o en lápidas de las tribus cántabras. Los griegos y los romanos la utilizaban como elemento decorativo, como puede verse por ejemplo en los mosaicos de la villa romana de Carranque (Toledo). También la adoptaron los primitivos cristianos, y así aparece en las catacumbas de Roma; la interpretación cristiana, según los escritores místicos medievales, es que se trata de una representación de Cristo derivada de la omega griega. En tiempos recientes, antes de que fuera desprestigiada por el nazismo, la esvástica era el emblema de la Aviación de la República de Finlandia y de Letonia, pues su figura sugiere un movimiento helicoidal. En Alemania, antes incluso de la existencia del Partido Nacionalsocialista, ya era utilizada la cruz gamada por grupos ultranacionalistas —como muestran fotografías anteriores a la aparición de los nazis— de miembros de los Freikorps con esvásticas en los cascos.

Fue el mismo Hitler quien modificó este antiguo símbolo para conferirle su característico diseño: una bandera de fondo rojo —que simbolizaba la sangre y el ideal social— con un disco blanco —en representación del nacionalismo y la pureza de la raza— y, justo en medio, la cruz gamada negra.

No es casual que los colores rojo, blanco y negro hubieran sido los de la bandera del Imperio alemán, el II Reich (1870-1918), elegidos por su artífice Otto von Bismarck, el Canciller de Hierro, una figura histórica admirada por Hitler. Los colores nunca son inocentes. La República democrática de Weimar que sustituyó al II Reich, cambió la bandera alemana por una de color negro, rojo y amarillo, que había sido la enarbolada por los liberales y revolucionarios anteriores al Imperio. Esa misma bandera sería elegida, tras la caída del III Reich hitleriano, tanto por la República Federal de Alemania como por la República Democrática Alemana.

En aquellos días, el partido nazi se adentraba en su primera gran crisis, de la que Hitler saldría aún más fortalecido. El 9 de noviembre de 1923 tuvo lugar el llamado putsch de Munich o Bierkeller Putsch (golpe de la cervecería), en el que participaron una amalgama de ultranacionalistas capitaneados por Hitler y por el muy prestigioso general Erich Ludendorff, que había sido el cerebro militar alemán durante la Gran Guerra.

Hitler y sus secciones de asalto, las Sturmabteilung o SA, marcharon contra la sede del ayuntamiento de Munich con la intención de tomar el poder y comenzar así una revolución nacionalista. Sin embargo, la policía abortó el incipiente golpe de Estado matando a diceiséis miembros del Partido Nacionalsocialista. Hitler fue condenado por traición a la patria, pero el juicio se convirtió en una verdadera plataforma de propaganda política para él y, a finales de 1924, ocho meses después de ser encarcelado, estaba libre. Salió de la cárcel como un verdadero patriota, defensor de Alemania frente a lo que él denominó la traición de los judíos. Su creación personal, la esvástica, se convirtió en un poderoso icono que simbolizaba a los mártires nazis caídos en Munich y se exponía en todas las reuniones del partido que lideraba.

Por aquel entonces, los acercamientos nazis al mundo de lo oculto procedían de sus colaboradores directos más que por el propio Hitler. Sus compañeros ideológicos Rudolf Hess, Goebbels y Heydrich, según algunos expertos, formaban una pequeña «promoción» de estudiantes de ocultismo, a la que más tarde se unió Heinrich Himmler. Rudolf Hess, encarcelado junto al Führer en el fuerte Landsberg, a raíz del putsch de 1923, lo ayudó a sacar a la luz Mein Kampf (Mi lucha), su obra más conocida: Hitler dictaba y Hess mecanografiaba capítulo tras capítulo. Cuando Hess abandonó la prisión, unos meses después de Hitler, el Führer lo nombró su lugarteniente, uno de los hombres más poderosos del NSDAP, el partido nazi.

Todos los biógrafos coinciden en que Hitler conoció al siniestro geógrafo y ocultista Karl Haushofer por mediación de Rudolf Hess. A través de los ojos de Haushofer surge una historia fantástica donde los arios son transformados en una raza especial: astutos, inteligentes, humanos pero en contacto con jerarquías espirituales que los entrenan, frente a los que las demás razas son inferiores. Unas revelaciones que más tarde fueron aplicadas en el III Reich con fuerza en la búsqueda del superhombre y el exterminio de los judíos.

RITOS DE INICIACIÓN

Al salir de la cárcel, Hitler creó una nueva unidad paramilitar, la Schutzstaffel, más conocida por las siglas SS. Sus miembros se distinguían por su uniforme negro, su juramento de lealtad personal al Führer y por sus misteriosas prácticas de iniciación y tortura. El jefe de este grupo, cuidadosamente escogido por Hitler, fue Heinrich Himmler, un personaje iniciado en las ciencias ocultas que llegó a ser considerado como el segundo hombre más poderoso dentro del Reich. Si bien el hombre de confianza de Hitler, Rudolf Hess, fue quien probablemente le sugirió la idea de que podría ser la figura redentora del poder teutón de la que muchos de los grupos ocultistas y antisemitas del siglo XIX hablaban, fueron las creencias de Himmler —que estaba convencido de que Hitler era la reencarnación de varios héroes y guerreros de la antigüedad germana— las que animaron aún más el mesianismo de líder nazi.

Fiel a sus convicciones, Himmler buscaba sus oficiales entre quienes pudiesen demostrar una ascendencia aria sin contaminar de, al menos, 175 años de antigüedad. También entre sus creencias estaba el convencimiento de que los niños concebidos en cementerios nórdicos heredaban el espíritu de los héroes allí enterrados y, con tal finalidad, llegó a publicar una lista de cementerios apropiados para la procreación.

Himmler se adentró en el ocultismo a través de sus estudios del Santo Grial. Así, el entrenamiento de los miembros de las SS, supervisado por él, consistía en un ritual iniciático al estilo de las órdenes religiosas medievales, que tenía lugar en el castillo de Wewelsburg, en Westfalia, que Himmler compró en ruinas en 1934 y reconstruyó durante los once años siguientes, y en cuyo salón principal había una mesa redonda decorada con cruces gamadas. Bajo el salón, se encontraba el «vestíbulo de los muertos» donde Himmler tenía previsto instalar doce urnas funerarias con los restos de los héroes de las SS, para su culto posterior. Se trataba de claras referencias a la leyenda artúrica de los Caballeros de la Tabla Redonda y a la épica de los Doce Pares de Carlomagno, fundador del Sacro Imperio Romano-Germánico o Primer Reich, que subsistió hasta la derrota del emperador Francisco II de Habsburgo en la batalla de Austerlitz (1805).

«Esta forma de engarzar el pasado y el presente —explica el historiador George Mosse—, de mezclar los modelos teutones de la Edad Media con las SS es muy importante en la doctrina ocultista y Himmler, por muy extraño que parezca dado su genio racional para la organización, creía en las ciencias ocultas». Creía en el magnetismo, el mesmerismo, la homeopatía, en los videntes, echadores de cartas, curanderos, hipnotizadores y hechiceros, de los que se rodeó durante toda su vida, hasta el punto, aseguran sus pocos biógrafos, de que muchas veces no se atrevía a tomar una decisión sin consultarlos.

CONTROL MENTAL

Las autoridades alemanas prohibieron a Hitler, después de salir de la cárcel, hablar en público. Durante este período aprovechó no sólo para crear las SS y reorganizar la jerarquía del partido, sino también para preparar su regreso triunfal, que tendría lugar en marzo de 1927, cuando de nuevo se le permitió convocar mítines públicos de los que su autoridad y carisma saldrían aún más fortalecidos.

Algunos expertos aseguran que en este dominio de las masas tuvo mucho que ver la misteriosa figura de Erik Jan Hanussen, un célebre prestidigitador, médium y vidente y uno de los personajes más extraños de los primeros tiempos del nazismo alemán. Sus exhibiciones paranormales constituyeron un tema habitual de las polémicas berlinesas a principios de los años treinta. Hitler ya tenía un buen dominio de la retórica, pero Hanussen le enseñó algo más sobre el espectáculo y lo ayudó a perfeccionar una serie de poses teatrales bastante eficaces en una época en la que el público no tenía la oportunidad de ver a los oradores de cerca. Los ocultistas añaden que Hanussen también adiestró a Hitler en técnicas de control mental y dominio de masas. Una influencia que no todos sus colaboradores aceptaban: es sabido que Hanussen irritaba poderosamente a Goebbels; el futuro ministro de la Propaganda veía en él a un charlatán de feria convertido en un influyente asesor.

Ayudara o no la experiencia de Hanussen, basta observar las grabaciones fílmicas de la época para advertir el terrible poder que emanaba de las palabras de Hitler, capaces de movilizar a masas enteras, hasta el punto que lo han comparado con la sensibilidad de un médium y el magnetismo de un hipnotizador. Sin embargo, la explicación de su poder de seducción oral y su extraordinaria habilidad para influir en los demás, desde una perspectiva menos esotérica, es para numerosos historiadores que a los alemanes, humillados por la derrota y empobrecidos por la caótica situación económica, simplemente les gustaba escuchar lo que decía Hitler.

Hitler apoyaba su discurso racista y de supremacía contra los supuestos traidores a la patria y enemigos de la raza aria, los judíos, en una serie de movimientos políticos destinados a enemistar a los rivales del partido nazi entre ellos. Aunque no logró la mayoría en las elecciones de 1932, Hitler aceptó la cancillería (presidencia del Gobierno) en enero de 1933; su llegada a la cabeza del gobierno alemán fue saludada por sus seguidores con numerosas reuniones plagadas de banderas y esvásticas.

Fuera o no consecuencia de prácticas ocultistas la llegada al poder del partido nazi, lo cierto es que una vez que Hitler accedió al gobierno de Alemania, el partido pudo continuar con sus planes de eliminación de la democracia, apoyado por grandes capas de una población que apenas se resistió al proyecto de reivindicación y regeneración nacional del líder nazi. Hasta los medios de comunicación cambiaron de actitud hacia la mayoría de los políticos alemanes: de acusarlos de los males del país antes de la subida de Hitler al poder, pasaron a una luna de miel con el gobierno en la que todo eran elogios para la labor de las autoridades hitlerianas.

CONEXIÓN DEL PRESENTE CON EL PASADO

Las conexiones de Hitler con el pasado alemán pasan por su pasión por la obra del compositor Wagner y sus heroicas sagas inspiradas en leyendas y mitos germánicos. En más de una ocasión Hitler afirmó que su religión estaba basada en el Parsifal wagneriano, ópera centrada en el caballero medieval germano —un héroe nacional— que consagró su vida entera a la búsqueda del Santo Grial. Dusty Sklar, autora del libro The Nazis and the Occult, asegura que a Hitler «le atraía poderosamente la imaginería medieval, hasta el punto de haberse fotografiado portando una armadura». Incluso fue impresa una tarjeta postal propagandística titulada Der Bannerträger (el portaestandarte o abanderado) que se hizo muy popular, en la que aparecía Hitler a caballo con armadura completa y sosteniendo la bandera nazi.

Es más: hay una leyenda muy difundida, pero con poca base real, que afirma que de joven Hitler visitó la Schatzkammer (Cámara del Tesoro) del Hofburg o Palacio Imperial de Viena, donde vio, entre las joyas históricas del Sacro Imperio, la Santa Lanza. Hitler quedó fascinado por esta reliquia que pretendía ser la lanza que se clavó en el costado de Cristo agonizante, según el Evangelio de San Juan (19, 34): «… uno de los soldados le traspasó el costado con una lanza y seguidamente salió sangre y agua». La tradición cristiana le adjudica la acción a Longinos, el centurión romano que presidía la ejecución según el Evangelio apócrifo de Nicodemo, a quien cita el martirologio cristiano como «San Longinos soldado, de quien se refiere que traspasó con una lanza el costado del Señor». Esa Santa Lanza fue muy oportunamente encontrada en 1098, durante la Primera Cruzada, en un momento en que los conquistadores cristianos estaban en situación muy apurada, asediados en Antioquía. El hallazgo de la reliquia infundió tal ánimo a los cruzados que arrollaron a los sitiadores y continuaron su avance triunfal hacia Jerusalén. Supuestamente fue traída luego a Europa y terminó formando parte del tesoro de los emperadores germánicos.

Hay, no obstante, multitud de leyendas sobre la Santa Lanza que le atribuyen peripecias diferentes. Una de ellas dice que estuvo en posesión de Parsifal o Perceval, caballero de origen germánico que aparece en las leyendas del rey Arturo y los Caballeros de la Tabla Redonda, y que guerreros teutónicos la convirtieron en su talismán. Los ocultistas de la época sostenían que aquel que tuviese en sus manos la lanza también tendría en sus manos el destino del mundo. La leyenda cuenta que Hitler, que conocía su significado místico, quiso apoderarse de ella: para la mentalidad ocultista, un instrumento usado para un propósito tan importante se transforma en un foco de poder mágico. Así que el 14 de marzo de 1938, fecha de la anexión de Austria, Hitler ordenó que la lanza fuera trasladada de Austria a Alemania. Junto a otros objetos del tesoro de los Habsburgo, fue cargada en un tren blindado y protegido por las SS, y cruzó la frontera alemana.

Bastante más patente que este rumor histórico es la conexión que Hitler hizo entre el cristianismo convencional y el ocultismo nazi. A pesar de que con frecuencia denominaba a sus subordinados como sus «apóstoles», este uso de la iconografía y los conceptos cristianos era meramente superficial, puesto que el Cristo de Adolf Hitler era una figura nacional que apenas tenía lazos con el Jesús del Nuevo Testamento ni, por supuesto, con el Antiguo: el superhombre ario. De hecho, Hitler era violentamente anticristiano y describió el cristianismo como la peor broma que los judíos habían gastado a la Humanidad. Según afirma Manfred Rommel —hijo del célebre mariscal de campo alemán Erwin Rommel— Hitler llegó a decirle a su padre, bastante creyente: «Tu Dios es para los débiles, y el mío es para los fuertes».

LA CREACIÓN DE UNA NUEVA RAZA

Hasta poder crear ese nuevo superhombre, los científicos nazis buscaron, mediante exámenes, pruebas y mediciones de todo tipo, a los mejores de entre la juventud alemana, erigidos en paradigma del ario perfecto, rubio y de ojos azules. Los elegidos recibían una educación especial para desarrollar tanto su salud y bienestar físico como el adecuado respeto a la autoridad. Claro que sus intenciones iban más allá de la mera formación de la juventud: aspiraban a la creación de una nueva raza de amos salidos del ideal ario, malinterpretando a su favor la teoría de la selección natural de Darwin, por la cual sólo sobreviven los ejemplares más fuertes y mejor adaptados al medio. En este caso, la raza más fuerte era a la que pertenecía el superhombre ario.

El comandante en jefe (Reichsführer) de las SS, Himmler, fue también el más ferviente defensor de esta misión. Promovió el estudio del origen de la raza aria encargando a antropólogos nazis, como Walter Darré, Shaffer y Sieberg, investigaciones sobre el tema, algunas bastantes siniestras realizadas en los campos de concentración. Y, según parece, además de arbitrar medidas destinadas a la procreación de la raza pura y malinterpretar a Darwin para instigar el genocidio sistemático que el III Reich emprendió en sus últimos años, tenía otras extrañas costumbres. La escritora Dusty Sklar describe que «un profesor de antropología, estudiando algunos testimonios de los juicios de Nuremberg, descubrió que era una práctica corriente decapitar a algunos miembros de las SS entre los que mejor cumplían el ideal ario para intentar comunicarse con los maestros orientales a través de sus cabezas».

Los nazis, empeñados en corroborar la teoría ocultista de que los alemanes descendían de los superhombres arios, emplearon a un equipo de arqueólogos en la búsqueda de pruebas físicas que demostraran la relación ente alemanes y arios. Según la escritora Dusty Sklar, hubo una rama de las SS encargada de rastrear entre la población de toda Europa los posibles descendientes de los arios que aún conservaran su pureza de sangre. Incluso, llegaron a viajar al Tíbet en su búsqueda. Sin embargo, este hecho es cuestionado por muchos autores e investigadores. De lo que no cabe duda es de que el sueño de Hitler de revivir una raza de superhombres arios que dominasen el mundo desencadenó la Segunda Guerra Mundial.

INFLUENCIA DE VIDENTES Y ASTRÓLOGOS

La relación de Hitler con la astrología y la predicción en general se ha debatido mucho debido a que no existe ninguna prueba de que Adolf Hitler consultara jamás a ningún astrólogo, aunque muchos se han jactado de haber sido los gurús del Führer. De hecho, alejaba de su entorno a cualquier tipo de profeta: con él ya era suficiente y, además, tenía pánico a los malos presagios. Así, en 1934 se tomó la primera medida contra las prácticas ocultistas; la policía de Berlín prohibió todas las formas de adivinación del futuro, desde los quirománticos de feria hasta los astrólogos de sociedad. Después vino la supresión de todos los grupos ocultistas.

A pesar de ello, un oscuro astrólogo llamado Karl Krafft llegó a ser un personaje clave de uno de los más enigmáticos episodios de la guerra. Krafft predijo el 2 de noviembre de 1939 —apenas dos meses después del inicio oficial de la contienda—, que la vida de Hitler peligraría por culpa de una explosión. Seis días después, un potente artefacto destruyó la tribuna que Hitler había abandonado minutos antes. Esta predicción le valió a Krafft la confianza de un miembro de la jerarquía nazi ya atrapado en las redes del misticismo: Rudolf Hess, entonces segundo hombre en importancia dentro del gobierno nazi, después del Führer.

Sin embargo, los efectos de la posible influencia de Krafft y otros videntes en Hess no fueron visibles hasta año y medio después de la predicción de Krafft, en la primavera de 1941, cuando Alemania dominaba prácticamente toda Europa Occidental y la lucha se centraba contra Gran Bretaña. Por motivos que se desconocen, Hess estaba convencido de que sólo él sería capaz de firmar un tratado de paz con el Reino Unido, y para ello se embarcó en un peligroso y rocambolesco vuelo en solitario a través del mar del Norte, el 10 de mayo de 1941. Cargado con distintos símbolos esotéricos, Hess acabó cayendo en paracaídas sobre Escocia, y se convirtió en el prisionero de guerra más famoso del mundo. Los historiadores en su mayoría coinciden en señalar que Hitler era completamente ajeno a los planes de Hess. Aquel día de mayo se había producido la alineación de seis planetas con la luna llena, una predicción que Hess consideró enormemente favorable para su misión. Tras su fracaso, Hitler renegó de él, afirmando que se había vuelto loco por culpa de astrólogos y adivinos.

Como consecuencia de este incidente, la inteligencia británica erróneamente creyó que también el Führer se dejaba guiar por los designios astrales. Entraron en contacto con Louis de Whol, un refugiado que afirmaba estar relacionado con el «astrólogo favorito» de Hitler, Karl Krafft, el vidente que predijo la bomba de 1939. Investigaciones posteriores revelaron que Whol no conocía a Krafft, pero los servicios secretos británicos aprovecharon el personaje y el momento para crear 50 profecías falsas atribuidas a Nostradamus, el famoso astrólogo del siglo XVI, en las que se auguraban catastróficos resultados para los planes del III Reich. Las profecías escritas por Louis de Whol, impresas de forma que parecían editadas legalmente en Alemania, se repartieron por todo el territorio germano. Minar la moral del enemigo es otra forma de hacer la guerra…

EL APOCALIPSIS FINAL

En 1945, Alemania estaba completamente asfixiada por sus enemigos: las fuerzas aliadas —Gran Bretaña y Estados Unidos— por un lado, y los rusos por otro. Con este cambio de dirección en la contienda, Hitler prácticamente desapareció del panorama público. Parte de su energía y su fuerza provenían directamente de las masas, y su magnetismo se debilitaba a pasos agigantados, hasta que en enero de 1945 decidió retirarse a su búnker de Berlín, donde preparó su último plan: la completa destrucción de Alemania. En primer lugar, ordenó la demolición de todas las fábricas, centrales eléctricas, vías de ferrocarril, puentes, carreteras, así como de los suministros de ropa y alimentos.

En esta última etapa de la guerra, afirma Manfred Rommel, «Hitler solía repetir que si los alemanes no eran capaces de ganar, merecían la muerte», una sentencia que algunos ven inspirada en el pensamiento ocultista. Para el historiador George Mosse esta mentalidad «tiene la peculiaridad de creer que el devenir de los hechos acaba siempre de forma brusca en un gran Apocalipsis». Así, cuando Alemania se acercaba al colapso la reacción de Hitler se correspondió exactamente con lo que podía esperarse del pacto de un mago con los poderes del mal y, basada en el sacrificio, comenzó una orgía de sangre y destrucción.

Adolf Hitler parecía estar obsesionado con esa idea terminal, y el 29 de abril se casó con su amante, Eva Braun. Algunos historiadores indican que, posiblemente, el elevado concepto que tenía sobre sí mismo y sobre su misión en la Tierra, le impidieron hacerlo mucho antes. Al día siguiente, ambos se retiraron a la suite privada del búnker y se suicidaron mientras las bombas rusas caían sobre Berlín. La fecha de su muerte, 30 de abril, esconde una siniestra correlación, hasta el punto de que hay quien cree que su elección no fue por azar: coincidía con la noche de Walpurgis, una de las veladas más importantes para los seguidores del satanismo. El efecto de la muerte del Führer sobre Alemania fue como si un hechizo se hubiera deshecho. En una semana, la Alemania nazi se había rendido incondicionalmente y el reino de la esvástica había tocado a su fin.

Algunos expertos no dudan en afirmar que el ocultismo residía en la médula de los crímenes que diferenciaron al nazismo de otras dictaduras: la guerra contra los judíos inspirada en una visión ocultista de la humanidad, dividida entre superhombres y criaturas infrahumanas. La matanza sistemática de judíos fue el objetivo principal de su régimen; un fin que Hitler plasmó en su testamento político, dictado horas antes de su muerte, y en el cual todavía llamaba a la lucha contra el judaísmo.

Años más tarde, al intentar explicar por qué habían seguido el camino de crimen y barbarie diseñado por Hitler, algunos ciudadanos alemanes alegaron que los poderes ocultos de Adolf Hitler lograron imponerse a su voluntad. Frente a los creyentes en la fuerza intrínseca de los rituales, los símbolos y la magia, los escépticos defienden que el poder del ocultismo sólo reside en el dominio que alguien tiene de aquellos que sí creen en él. En marzo de 1936 Hitler hizo una declaración que resumía con precisión las creencias en fuerzas ocultas que guiaban su espíritu: «Voy por donde la Providencia me dicta —dijo— con la seguridad de un sonámbulo».