23. EL EXPEDIENTE ODESSA

El desembarco en Francia de las fuerzas aliadas en junio de 1944 marcó el comienzo del fin de la Segunda Guerra Mundial, aunque Hitler, desoyendo toda previsión, ordenó a sus tropas que continuaran luchando a vida o muerte por la victoria. Desde que comenzó la guerra en 1939, el Führer y sus seguidores ya habían exterminado a millones de personas, siguiendo sus teorías de la supremacía de la raza aria, pero ahora que se acercaba la derrota de Alemania y el final del Tercer Reich, no todos sus colaboradores cercanos estaban de acuerdo con sus fanáticos planes. Muchos nazis comenzaron a planear su supervivencia tras la derrota que se preveía. Recién terminada la guerra, se creó una red de colaboración desarrollada por grupos nazis para supuestamente ayudar a escapar a miembros de las SS. A esa organización se la conoce por ODESSA (del alemán Organisation der Ehemaligen SS-Angehörigen, esto es, Organización de Antiguos Miembros de las SS) y, aunque tanto ex miembros de las Waffen-SS como del partido nazi han negado que existiera, algunos de los altos cargos que tuvieron contacto directo con Hitler y que abandonaron Alemania tras el final de la Segunda Guerra Mundial encontraron ayuda para huir y sobrevivir fuera, especialmente en España y Argentina. Si no existió una red de apoyo, ¿quién ayudó a los fugitivos en el exilio?

Poco después del día D, el 6 de junio de 1944, un grupo de los más importantes hombres de negocios alemanes, encabezados por Hjalmar Schacht —un banquero que había dirigido la economía de la Alemania nazi— se reunieron en el hotel Maison Rouge de Estrasburgo (Francia), sin que el hasta entonces jefe supremo, Adolf Hitler, supiera nada. El propósito de esta reunión era encontrar una salida para todos los nazis y sus colaboradores después de la presumible derrota de Alemania, puesto que intuían que, casi con toda seguridad, todos los bienes y activos de Alemania caerían en manos de las fuerzas aliadas y los soviéticos. El primer paso para poder recuperar sus riquezas después de la catástrofe era sacar del país los lingotes de oro, divisas, joyas y obras de arte confiscadas antes de que se cerrasen todas las rutas hacia el exterior.

Puede que su intención fuera lavar todos los activos y capital posibles para poder reconstruir el Reich después de la guerra. Sin embargo, según un documento hallado sobre esta reunión, los hombres citados en el hotel Maison Rouge sentaron las bases para crear una organización internacional que tendría como objetivo ayudar a los jerarcas nazis a escapar de Alemania y proporcionarles fácil acceso a los tesoros escondidos fuera del país.

PREPARADOS PARA HUIR

Cuando comenzaron a descubrirse los primeros campos de concentración, los dirigentes y máximos colaboradores del Reich no dudaron que debían escapar. La brutalidad y el horror que encerraban eran de tal calibre que el por entonces general Dwight D. Eisenhower temía que las generaciones futuras no fueran capaces de creer lo que allí ocurrió. El mundo entero estaba escandalizado y pedía un justo castigo, y éste llegó pocos meses después de la derrota alemana, cuando comenzó el juicio de Nuremberg el 20 de noviembre de 1945. Allí comparecieron 22 jerarcas del Reich y del Partido Nacionalsocialista —en principio sólo iban a ser diez, pero los soviéticos insistieron en aumentar la nómina de reos— acusados de conspiración y crímenes de guerra, contra la paz y contra la humanidad. En realidad faltaban casi todos los principales actores: Hitler, Goebbels y Himmler se habían suicidado y Bormann había desaparecido. Un año después, once de estos hombres, seguidos de otros muchos prisioneros de menor fama, fueron condenados a la horca. Hermann Göring, el sucesor que había designado Hitler, se suicidó con cianuro antes de ser llevado al cadalso.

Los miles de fugitivos nazis que habían participado en los crímenes que habían sido juzgados en Nuremberg captaron el mensaje tras estas ejecuciones ejemplares. A quien tuviese la más mínima sospecha de que podría ser capturado, más le valdría cambiar de nombre y arreglárselas para salir de Alemania. Muchos de estos hombres prefirieron quedarse en su país, simplemente cambiando de identidad y de vida. Otros decidieron ocultarse y un pequeño número optó por abandonar Alemania. La huida no era tan fácil: las fronteras estaban estrechamente vigiladas y plagadas de puntos de control; a ojos de los aliados, prácticamente cualquier alemán varón y adulto era sospechoso. Sin embargo, a pesar de estas medidas, se estima que miles de criminales de guerra lograron escapar de la justicia.

Muchos historiadores creen que pudieron fugarse de Alemania gracias a una especie de red informal compuesta por nazis exculpados y simpatizantes varios, que se escudaba bajo el nombre de asociaciones alemanas legales de cooperación internacional. Su misión era proporcionar pasaportes falsos y rutas seguras para la huida al extranjero a través de una vía clandestina conocida como «la Araña» (Die Spinne, en alemán). La primera parte de la ruta consistía en llegar a la frontera sur de Alemania sin ser descubiertos por los militares franceses, británicos, estadounidenses o rusos. Para ello se habían dispuesto una serie de alojamientos seguros —graneros, chozas o refugios de montaña— a lo largo del camino, controlados por simpatizantes del depuesto régimen nazi. Desde allí los fugitivos cruzaban los Alpes por caminos fronterizos y pasaban a Austria o Suiza y, después, a Italia.

La ruta de Die Spinne contaba también con unos aliados involuntarios: los santuarios católicos de la llamada «ruta de los monasterios», donde los monjes normalmente acogían a todos los fugitivos sin preguntarles si eran judíos que huían de los nazis o nazis que huían de la justicia. Sin embargo, no todos los religiosos católicos ayudaron a los nazis sin percatarse de ello. Existen pruebas de que al menos un alto jerarca vaticano era algo más que un simple simpatizante del nacionalsocialismo y de las teorías de Hitler: el obispo alemán Alois Hudal estaba convencido de que el nazismo podía beneficiar a la Iglesia católica como respuesta contra el comunismo, «un movimiento político en el que la Iglesia veía al mismo demonio. Por eso, el obispo Hudal tuvo un especial interés en ayudar a escapar a los criminales de guerra», asegura el novelista Christopher Simpson.

Wilhelm Hottl, un espía nazi superviviente, va más allá, al asegurar que «desde el principio, el papa Pío XII —que había sido nuncio de Su Santidad (embajador del Vaticano) en Alemania antes de ser elegido— era profundamente anticomunista y conocía los tejemanejes del obispo Hudal». Es más, lo dejó actuar a su antojo, pues en cierto modo era la forma de ayudar sin tener que involucrarse personalmente. Por el contrario, hay quienes afirman, como Eli Rosenbaum, alto cargo de la Oficina de Investigaciones Especiales del Departamento de Justicia de Estados Unidos, que a pesar de las actividades de algunos miembros de la jerarquía católica, «no era ésta la política oficial del Vaticano».

LA AYUDA EN EL EXILIO

Una vez que se lograba salir de Alemania y llegar a Italia, el riesgo de ser capturado prácticamente desaparecía, y fueron muchos los países que acogieron de buen grado a la élite del Tercer Reich. Algunos de sus integrantes optaron por quedarse en España, entonces bajo la dictadura del general Franco. En Egipto y Siria fueron bienvenidos y acabaron entrenando a las fuerzas militares de estos países para luchar contra el enemigo común: el creciente número de judíos que comenzaba a asentarse en Palestina. Otros se aventuraron a cruzar el Atlántico y acabaron en algunos países de Latinoamérica, donde en muchos casos se los recibió con los brazos abiertos.

En Argentina, por ejemplo, ya existía una comunidad de origen alemán sólidamente asentada en el país, muy influyente y en la que las tesis políticas del nacionalsocialismo alemán habían ganado miles de adeptos. A ello habría que sumar la figura de Juan Domingo Perón, el controvertido presidente populista que confesaba públicamente su admiración por Adolf Hitler y que facilitó pasaportes argentinos a los fugitivos, haciendo de este país el retiro ideal para muchos ex nazis. Incluso, algunas fuentes han atribuido, sin evidencia documentada, su colaboración con el grupo ODESSA.

Además de la parte logística de la huida —búsqueda de rutas seguras, alojamiento o pasaportes—, una operación de este tipo necesitaba millones de dólares de la época, además de auténticos profesionales en el lado más oscuro de las finanzas: el de los fondos robados, la falsificación de documentos y la amenaza al estilo mafioso. Uno de estos hombres fue el ingeniero especialista en operaciones especiales perteneciente a las Waffen-SS Otto Skorzeny. De 1,90 metros y con el rostro lleno de cicatrices de un hombre duro, encarnó el ideal de militar nazi para Hitler, de quien era uno de los oficiales favoritos. Skorzeny, en 1943, encabezó un comando que dirigió la operación para rescatar a Mussolini, que había sido detenido por el gobierno monárquico del mariscal Badoglio tras el «golpe de Estado legal» de julio. La operación, llamada Unternehmen Eiche (Operación Roble), fue llevada a cabo con éxito. Más tarde, siguiendo órdenes de Berlín, intentó asesinar al general Eisenhower en París. En esta ocasión, aunque fracasó estrepitosamente, las fuerzas aliadas comenzaron a llamarlo «el hombre más peligroso de Europa».

El 8 de mayo de 1945, con la guerra ya terminada, Otto Skorzeny se entregó al ejército norteamericano. Los dos siguientes años fue recluido en un campo de prisioneros, donde comenzó a organizar un grupo clandestino compuesto por paracaidistas y por antiguos miembros de las SS, según se recoge en un informe confidencial aliado. Se cree, además, que durante el tiempo en que estuvo prisionero, Skorzeny participó en el nacimiento de una escisión de Die Spinne, bautizada con el nombre de ODESSA.

A pesar de sus antecedentes, un tribunal militar de Nuremberg lo absolvió en septiembre de 1947, aunque aún estaba en busca y captura por criminal en Rusia, Checoslovaquia y la nueva República Federal de Alemania. En 1949, mientras esperaba a ser juzgado por todas las causas abiertas en su contra, logró escapar del campo de prisioneros de Darmstadt, en Alemania, gracias a la ayuda de antiguos contactos de las SS, disfrazado de soldado estadounidense. Algunas fuentes aseguran que la ayuda para la huida fue de un comando de élite del SAS (Special Air Service) británico. Lo que sí es cierto es que un famoso oficial británico de servicios especiales, el teniente coronel Yeo-Thomas, que en el tribunal de Nuremberg había dado un importante testimonio para incriminar a los nazis de Buchenwald, prestó en cambio un testimonio favorable a Skorzeny que fue decisivo para su absolución.

Se cree que Skorzeny viajó por toda Europa e incluso pudo volver a entrar en Alemania con otra identidad, la de Rolf Steinbauer. Posiblemente, de vuelta en su país colaboró con la CIA, que en aquella época necesitaba urgentemente hombres con experiencia en el contraespionaje y las operaciones clandestinas para combatir el comunismo en la nueva Guerra Fría. Al final, todos los cargos y acusaciones pendientes de Skorzeny fueron retirados.

Skorzeny se estableció en Madrid y siguió ejerciendo la carrera de ingeniería. Hacia el año 1949 comenzó a viajar a Argentina, acogido por el presidente Perón y su esposa. Precisamente en el refugio de montaña de Evita Perón pasó algunas temporadas, supuestamente estudiando instalaciones militares del gobierno argentino. No obstante, se sabe que poco antes de su muerte, en 1952, Evita Perón dejó a cargo de Skorzeny la Fundación Evita Perón y los cien millones de dólares que la sostenían, posiblemente una mínima parte —usada como tapadera— de todo el oro que salió de Alemania en los últimos días del Tercer Reich. Así, Skorzeny financió a diversas organizaciones de extrema derecha y neonazis durante casi treinta años, al tiempo que mantenía contacto con los nazis fugados de Alemania en nombre de ODESSA. «Sin embargo, cuando se lo interrogaba en público, negaba tener conocimiento de organización alguna con ese nombre», asegura el escritor Christopher Simpson. De cualquier forma, fuera o no Skorzeny el máximo responsable de los tejemanejes de ODESSA y Die Spinne, el engranaje de ambas funcionaba a la perfección: los nazis seguían huyendo de Alemania y las riquezas del régimen estaban ya bien seguras en bancos extranjeros.

CONTRATACIÓN MASIVA DE ESPÍAS

Las fuerzas aliadas, especialmente Estados Unidos e Inglaterra, también ayudaron a muchos nazis a escapar, siempre y cuando después pudieran aprovecharse de sus servicios. El fin de la Segunda Guerra Mundial dio paso a la Guerra Fría. Fue la época en que, una vez derrotado el enemigo común, afloraron las tensiones entre la Unión Soviética y las potencias occidentales y comenzó, en ambos lados, una carrera desesperada por reclutar a oficiales nazis y antiguos espías de la Gestapo. El pago por los servicios prestados solía incluir la retirada de todos los cargos y causas pendientes con la justicia militar.

Klaus Barbie, conocido como el Carnicero de Lyon y jefe de la Gestapo en esta ciudad francesa, fue un buen ejemplo de lo que ocurría con los espías nazis. Enviado por Estados Unidos a Alemania para controlar los crecientes movimientos comunistas en el país, Barbie aportaba muy poca información valiosa y aprovechable para la CIA. Sin embargo, en vez de reconocer su error y extraditarlo cuando fue reclamado por el gobierno francés, Estados Unidos ayudó a Barbie a escapar a través de la ruta de los monasterios.

El clima político internacional se fue enrareciendo por momentos. Al comienzo de la década de los cincuenta, la guerra que Estados Unidos libró en Corea frente al bloque soviético desató en todo el mundo el temor a vivir una nueva contienda mundial, con la diferencia de que esta vez sería bajo la terrible amenaza de un conflicto nuclear. Mientras la opinión pública y las autoridades de las potencias ganadoras en la Segunda Guerra Mundial dejaban de lado las causas pendientes por crímenes de guerra, los antiguos nazis que aún quedaban en Alemania vieron su última oportunidad para escapar, hasta el punto de que Simon Wiesenthal, probablemente el «cazanazis» más célebre de la historia, dijo en una ocasión que los únicos que realmente sacaron algún provecho de la Guerra Fría fueron los criminales de guerra alemanes. Entre ellos se encontraban dos de los hombres más buscados en toda Europa: Adolf Eichmann y Josef Mengele.

El teniente coronel de las SS Adolf Eichmann no era un dirigente nazi que interviniera en las decisiones políticas de la «solución final» (eliminación total de los judíos de Europa), ni siquiera un alto mando de los que dirigieron su puesta en marcha y ejecución. Era un eficaz mando intermedio de la rama logística, el encargado del transporte de víctimas hacia los campos de exterminio, uno de los engranajes del infame mecanismo del genocidio, sin cuya labor «profesional» no se habrían podido alcanzar los elevadísimos números de muertos, cifrados en seis millones.

El doctor Mengele, por su parte, se había ganado el sobrenombre de Ángel de la Muerte gracias a los desquiciados experimentos que llevaba a cabo entre algunos de los miles de hombres, mujeres y niños que llegaban a Auschwitz. La mayoría murieron o sufrieron graves secuelas de por vida. Ambos escogieron Argentina como país donde asentarse tras la guerra. Entre otras razones, porque la cálida acogida del matrimonio Perón a los expatriados nazis, y la numerosa comunidad que ya vivía allí, hacían de este país el lugar más atractivo para iniciar una nueva vida.

Al contrario de lo que pudiera parecer en un principio, no todos elegían la discreción en su país adoptivo. Mientras Eichmann —que se hacía llamar Ricardo Klement, y decía ser un refugiado italiano de la región septentrional germanoparlante— desempeñó durante diez años tareas de poca relevancia pública, como oficinista, gerente de lavandería, mecánico y encargado de una granja de conejos, ganando lo justo para mantener a su esposa y sus cuatro hijos, a finales de los años cincuenta Mengele se movía por Buenos Aires con su nombre auténtico y llevaba una activa vida social debido en parte a que, a diferencia de la mayoría de los nazis fugitivos, provenía de una familia acomodada y no dependía, pues, de organizaciones como ODESSA.

A pesar de vivir discretamente con el falso nombre de Ricardo Klement, en 1957 Eichmann fue descubierto por los servicios secretos de Israel (el Mossad), quienes tardaron dos años en determinar su identidad nazi. Tras dos semanas de vigilancia, el 11 de mayo de 1960 los espías israelíes lo secuestraron en plena calle y lo enviaron a Israel. Allí se lo sometió a un polémico y largo juicio.

Mengele, al conocer por los periódicos la noticia del arresto de Eichmann a manos de los agentes israelíes, cerró su negocio farmacéutico de Buenos Aires y desapareció de la faz de la Tierra. Cuando se volvió a saber algo de él, estaba en Paraguay bajo la protección del general Stroessner, presidente de la dictadura militar paraguaya desde 1954. El Ángel de la Muerte acabó asentándose en una remota región de Brasil, camuflado con distintos nombres falsos y contando con la única protección de una pistola. Se había convertido en el criminal más buscado del mundo y su dinero ya no podía protegerlo como antes. En 1965 se encontró en Uruguay el cadáver mutilado de su amigo y también nazi exiliado, Hubert Cukurs. Se cree que Cukurs iba a entregar a Mengele a los servicios secretos israelíes a cambio de una recompensa, pero fue secuestrado, torturado y asesinado por miembros de ODESSA antes de que pudiera llevar a cabo la operación.

LOS PERSEGUIDORES

Además de los cazanazis independientes, ODESSA se enfrentaba a otro enemigo: los servicios de inteligencia de un pequeño país nacido en 1948, Israel, uno de cuyos primeros objetivos nacionales fue llevar a los nazis más buscados frente a la justicia. Entre los cazadores de nazis independientes, el más célebre fue el investigador judío austríaco Simon Wiesenthal, un superviviente de los campos de exterminio —estuvo internado en doce campos de concentración durante más de cuatro años y escapó de milagro de la ejecución en numerosas ocasiones—, que dedicó más de cincuenta años de su vida a localizar, identificar y encarcelar a criminales de guerra nazis que se encontraban fugitivos. De profesión arquitecto, fue su libro publicado en 1967, Los asesinos entre nosotros, el que desveló la existencia de ODESSA al gran público.

Según Wiesenthal, la primera vez que oyó hablar de esta organización secreta fue en boca de un antiguo oficial de los servicios secretos alemanes que conoció en los juicios de Nuremberg. Posteriormente, gracias a esta fuente —de la cual nunca reveló el nombre— y a sus exhaustivos trabajos de investigación, Wiesenthal consiguió localizar e identificar en 1954, en Buenos Aires, a Adolf Eichmann, e informó de ello al Centro de Investigación del Holocausto Yad Vashem en Israel; finalmente el prófugo fue capturado por el Mossad. Sin embargo, el jefe del Mossad, Isser Harel, aseguró en varias ocasiones que Wiesenthal no tuvo ningún papel en la captura de Adolf Eichmann. Fuera o no cierto, gracias a las investigaciones de Wiesenthal se pudieron localizar y llevar ante la justicia a más de mil cien criminales de guerra y reos de la humanidad en todo el mundo. Él murió durmiendo el 20 de septiembre de 2005 a los 96 años, de los cuales cincuenta y ocho dedicó a perseguir a los responsables del genocidio judío.

Lo que sí es cierto es que la captura y posterior juicio de Eichmann tuvo que suponer un fuerte contratiempo para ODESSA y sus simpatizantes, que aún soñaban con el resurgir del Tercer Reich. Pero aún fue peor el temor a que Eichmann contara datos comprometedores para la causa nazi. Para evitar que tanto los judíos más deseosos de venganza como los mismos miembros de ODESSA pudieran asesinarlo, el ex coronel de las SS pasó todo el juicio encerrado en una cabina de vidrio antibalas. Fue condenado a morir en la horca por crímenes contra la Humanidad, sentencia que se cumplió el 31 de mayo de 1962. Su relato sobre el holocausto, sin asomo de remordimiento, inspiró a una nueva generación de cazanazis que no habían vivido directamente la Segunda Guerra Mundial, como fue el caso del matrimonio Klarsfeld.

A finales del año 1970 se observó un cierto despertar de la memoria judía, principalmente puesta en marcha por Beate —una alemana de confesión luterana— y Serge Klarsfeld —un judío francés cuyo padre había muerto en Auschwitz— quienes, gracias a sus búsquedas, reclamaron el juicio de los responsables nazis y de sus colaboradores franceses.

Ambos inventaron una nueva técnica de búsqueda basada en el enfrentamiento directo y en un inteligente uso de los medios de comunicación. La primera vez que acapararon portadas y titulares de los periódicos y revistas alrededor del mundo fue cuando, en 1968, Beate Klarsfeld abofeteó al entonces canciller de la República Federal de Alemania, Kurt Georg Kiesinger, vinculado al partido nazi en su juventud, como más tarde pudo demostrar el matrimonio. Kiesinger fue derrotado contundentemente en las siguientes elecciones a la cancillería. Pero el mayor éxito de la pareja no fue tan inmediato. La captura de Klaus Barbie, el Carnicero de Lyon, les llevaría doce años de extenuante trabajo.

Klaus Barbie vivía entonces en Bolivia haciéndose llamar Klaus Altmann, arropado por la inteligencia militar estadounidense —parece ser que deseosa de librarse de él— y por los sucesivos dictadores a los que Barbie servía como consejero en temas de seguridad, y que denegaban todas las peticiones formales de extradición enviadas por el gobierno francés.

Junto a las numerosas trabas burocráticas, el matrimonio Klarsfeld vivió varios intentos de atentado. En 1979, un paquete bomba destruyó completamente su vehículo aparcado en la puerta de su domicilio. En una nota, el grupo ODESSA se declaraba responsable. Tras varias tentativas de asesinato y debido a las constantes amenazas sobre toda la familia, Beate, Serge y sus hijos tuvieron que vivir con constante protección policial durante más de un año. ODESSA nunca antes había atacado a los cazanazis, motivo por el cual hay quien sugiere que estas bombas fueron obra de una nueva generación de terroristas que utilizaban el nombre de la mítica red de apoyo nazi para amedrentar a sus oponentes.

Por fin, en 1983, tras la caída de la última junta militar que gobernó Bolivia, los Klarsfeld convencieron a las autoridades bolivianas para que arrestaran a Barbie antes de que éste pudiese escapar del país. Ya en prisión, Klaus Barbie se empeñó en negar su identidad, pero un rápido proceso de extradición a Francia, facilitado por el presidente Hernán Siles Zuazo, lo llevó de nuevo al escenario de sus atrocidades, Lyon, donde lo esperaba un juicio tan espectacular como el de Eichmann en Israel.

Entre los defensores legales de Barbie se encontraban algunos de los mejores abogados de Europa, incluido el famoso y muy polémico letrado francés Jacques Vergès, que cobraron altos honorarios, aparentemente aportados por un millonario suizo de ideología nazi. Durante el juicio corrió el rumor, nunca probado, de que esta cara defensa estaba siendo costeada por ODESSA. Pero a pesar de su equipo de letrados, Barbie fue condenado a cadena perpetua en 1987 y falleció en prisión cuatro años más tarde.

NAZIS EN ESTADOS UNIDOS Y SUIZA

Estados Unidos mantuvo una actitud ambigua respecto a los nazis fugitivos. Durante algunos años después de la guerra, el gobierno estadounidense permitió la entrada en el país de antiguos nazis, en su mayoría científicos, cuyos conocimientos fueran de utilidad en el campo militar, de la información o de la carrera espacial. Esta política de acogida fue completamente suprimida en 1979 con la creación de una Oficina de Investigaciones Oficiales, dependiente del Departamento de Justicia. A partir de ese momento, ningún miembro del partido nazi sospechoso de haber cometido crímenes de guerra podría permanecer impunemente en Estados Unidos. Esta oficina ha llegado a investigar a más de quinientas personas a la vez y ha llevado a juicio a decenas de criminales de guerra. A los condenados se les retiraba su ciudadanía estadounidense y eran deportados o extraditados.

Casi cinco décadas después de su creación, ODESSA depararía aún alguna sorpresa. A finales del siglo XX saltó a la luz la relación entre el gobierno neutral de Suiza y el III Reich. Los banqueros suizos nunca han negado que en su poder se encontraban multitud de cuentas bancarias de judíos que murieron en el Holocausto, pero se comenzó a sospechar que estos bancos también custodiaban millones de dólares que los nazis sustrajeron en los países anexionados o conquistados durante la guerra. No hay pruebas firmes que lo avalen, pero se especula con la hipótesis de que mucho después de la guerra, los bancos suizos aún tenían abiertas las cuentas de numerosos criminales de guerra nazis, dinero del que no tenían que dar ninguna explicación, amparados en el secreto bancario. Hasta el punto de que todavía hoy hay quienes afirman que es posible que el oro nazi se esté utilizando aún para financiar actividades neonazis a lo largo y ancho del planeta.

UN PUZLE SIN ENCAJAR

Persistentemente negada por algunos y ardientemente defendida por otros como una organización secreta cuyo objetivo no era sólo rescatar a sus camaradas de la justicia de la posguerra, sino fundar un IV Reich capaz de hacer realidad los sueños de Hitler, lo cierto es que, en opinión de muchos expertos, las piezas dispersas del rompecabezas de ODESSA aún no han terminado de encajar. Con el paso del tiempo, la generación que creó ODESSA ha desaparecido. Otto Skorzeny, el supuesto cerebro de la organización, murió de cáncer en Madrid en 1975, y Josef Mengele se supone que falleció en 1979; ambos, sugieren algunos, protegidos en todo momento por ODESSA. No obstante, más de medio siglo después, algunos historiadores y testigos de aquella época aseguran que la amenaza del nacionalsocialismo no se erradicó por completo tras la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial.

En esta línea argumental, en 1972, el famoso escritor británico Frederick Forsyth publicó una novela inspirada en las actividades e historia de esta organización secreta titulada Odessa, donde un reportero de Hamburgo, tras el suicidio de un viejo judío, intenta encontrar una red de ex nazis en la Alemania moderna. La novela de Forsyth —que usa técnicas de investigación periodística debido a su experiencia como corresponsal de la agencia Reuter en la década de 1960— atrajo inmediatamente la atención de millones de lectores en todo el mundo sobre esta especie de Reich en la sombra.

Por el contrario, también hay quienes, como el ex espía nazi Wilhelm Hottl, opinan que ODESSA como organización fue sobrevalorada por los periodistas de la época. «Funcionaba más bien —afirma— como una especie de institución benéfica para facilitar la huida de Alemania a los líderes nazis en peligro de ser juzgados». El escritor e investigador Christopher Simpson también cree que hay bastante mitificación tras esta red: «Al igual que el FBI en un determinado momento hizo creer que había un agente casi detrás de cada ciudadano, ODESSA ha explotado su imagen de misterio, haciendo creer que en cada grupo de extrema derecha nazi se encontraba uno de sus hombres».