En la sofocante tarde del 12 de junio de 1968, una caravana fúnebre abandonaba la catedral de San Patricio y la ciudad de Nueva York. En el último vagón del tren que se dirigía a Washington reposaba el ataúd del senador Robert F. Kennedy. Junto a la comitiva, miles de personas esperaban junto a las vías a dar su último adiós bajo un asfixiante calor. La muerte del senador y candidato a la presidencia, con tan sólo 42 años, recordaba la consternación nacional que siguió al asesinato de su hermano mayor, John Kennedy, ocurrida cinco años antes. Pero había un consuelo para los que lloraban la pérdida de RFK: el departamento de Policía de Los Ángeles, que investigaba el asesinato, aseguró que no había dudas sobre el autor del crimen, a diferencia de lo que había ocurrido a finales de 1963 en Dallas con el presidente. La noche del asesinato de Robert Kennedy el palestino inmigrante, de 24 años, Sirhan Bishara Sirhan, fue detenido con una pistola recién usada delante de más de setenta testigos. La policía estaba segura de tener al culpable. Durante veinte años los archivos clasificaron como cerrada la investigación del asesinato y la sencilla versión de Sirhan Sirhan actuando solo sería aceptada como auténtica. Sin embargo, a muchas personas todavía hoy les asaltan las dudas. ¿El asesinato de Robert Kennedy fue el desesperado acto de un loco? ¿Fue producto de una conspiración a gran escala? Sin duda, Robert Kennedy tenía enemigos con suficientes motivos para querer asesinarlo.
Estados Unidos en 1968 parecía dividido en dos por la guerra de Vietnam y los derechos civiles. También era un año con elecciones presidenciales. En aquellos días, entre los que ansiaban resolver los problemas del país se encontraba un recién llegado con el mejor apellido posible en la política norteamericana: Kennedy. Era senador por el estado de Nueva York y había ejercido el cargo de fiscal general de Estados Unidos (equivalente a ministro de Justicia) desde 1961 hasta 1964. Además, durante la presidencia de su hermano, Bobby fue uno de sus asesores más próximos, enfrentándose a problemas como la invasión de bahía de Cochinos en Cuba, en 1961, o como la crisis de los misiles de Cuba dieciocho meses más tarde. «En aquel momento Robert Kennedy no era el hermano del hermano, era una figura mucho más valiente, con más empatía y con mucha más pasión», recuerda Frank Mankiewicz, secretario de Prensa del senador. Animado por esta pasión, desde que anunció su candidatura en marzo de 1968, la campaña del joven Kennedy se convirtió en una especie de cruzada. El presidente Johnson había anunciado que no buscaría la reelección y en la carrera presidencial demócrata participaban el vicepresidente Hubert Humphrey, seguido muy de cerca por el senador Eugene McCarthy y por Kennedy. Era una batalla por el control del Partido Demócrata, además de por la presidencia. El candidato RKF optó por atacar la creciente participación de Estados Unidos en la guerra de Vietnam. Esperaba, además, erradicar las barreras raciales que dividían a la nación y envió un mensaje de idealismo a sus seguidores. Defendió a los pobres y a los que no tenían derecho al voto. Y, durante la campaña, se ganó la fidelidad de multitudinarias y fervientes masas.
EL MISMO APELLIDO VUELVE A HACER HISTORIA
El sistema electoral estadounidense se basa en que los dos grandes partidos van designando, en un prolongado proceso estado por estado, unos delegados para la convención que designará a la candidatura presidencial del partido, bien mediante caucus (asambleas de miembros), bien mediante elecciones llamadas primarias. Los distintos estados tienen un número variable de delegados, según su población.
En mayo, el joven Kennedy obtuvo la victoria en las primarias de Indiana y Nebraska, pero perdió en Oregón a favor del senador Eugene McCarthy. Este hecho estableció el escenario para las cruciales elecciones primarias de California —el estado con mayor número de delegados— el 4 de junio, una batalla que marcaría su consagración o su ruina. Se trataba de una dura campaña electoral. Para relajarse pasó ese día de votaciones en Malibú, en casa de un amigo, John Frankenheimer, quien en 1962 había dirigido el thriller político El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate), que, de cierta manera, se anticipó a la historia. Protagonizada por Frank Sinatra, la película transcurría en plena Guerra Fría y reflejaba el clima de la era de Kennedy; los protagonistas habían luchado en Corea, y se urdía un complot comunista para colocar un candidato propio —aparentemente de extrema derecha— en la presidencia de Estados Unidos, con lavado de cerebro incluido. Pero aquello no era más que ficción… La noche del 4 de junio, el senador Robert Kennedy pensó quedarse en casa de Frankenheimer y evitar así su planificada celebración de victoria en el hotel Ambassador, de Los Ángeles. Pero cuando los periodistas se negaron a ir a Malibú, él aceptó acudir al hotel.
Cuando llegó no había policía protegiéndolo. En 1968, los candidatos a la presidencia aún no recibían protección oficial por parte del Servicio Secreto. Y a petición del candidato, no había ningún agente de policía en escena. Los consejeros de Kennedy le habían sugerido que evitara al departamento de Policía de Los Ángeles por el bien de su imagen. La policía utilizaba métodos crueles para sofocar las manifestaciones contra la guerra y estos manifestantes eran el electorado más importante para Robert Kennedy. «Querían que fuera el candidato del pueblo, sin uniformes a su alrededor», cuenta Daryl Gates, jefe del departamento de policía de Los Ángeles.
El 4 de junio de 1968 se apuntó la mayor victoria en su carrera hacia la nominación demócrata al ganar las primarias en Dakota del Sur. Justo antes de medianoche quedó claro que Kennedy había ganado también en California, acercándose un paso más a la nominación para la presidencia del Partido Demócrata. Hasta esa fecha, parecía que nada lo detendría para obtener la nominación oficial de su partido.
Tras dejar la sala de baile donde había pronunciado su discurso de victoria, el senador recorrió el camino hacia la cocina del hotel Ambassador. Pasaban quince minutos de la medianoche. El candidato se dirigía a dar una conferencia de prensa en la cercana sala Colonial. El camino más rápido era volver por la cocina y atravesar la despensa. Entonces se oyeron unos disparos. Kennedy yacía en el suelo, sangrando abundantemente por la cabeza. Una bala se incrustó en su cerebro. «Lo que ocurrió sigue siendo un misterio. A pesar de los sesenta testigos que se encontraban en la sala, todo fue tan rápido que la gente no dejó de mirar en todas direcciones; hubo tantos heridos que los testigos no pudieron ver realmente lo que pasó», indica Phillip Melanson, profesor de ciencias políticas de la Universidad de Massachusetts además de escritor.
LA ACTUACIÓN POLICIAL
Cinco víctimas yacían en la cocina. Entre ellos, el ayudante de Kennedy, Paul Schrade, estaba herido en la cabeza. «Sentí —recuerda— como si me hubieran electrocutado. Estaba entumecido y me dolía el pecho. La gente me había pisoteado durante el caos que se produjo después». Un joven con una pistola de calibre 22 en la mano y los ojos vidriosos permanecía entre la multitud que gritaba. Hubo una dura lucha por quitarle la pistola y, en medio del caos, alguien gritó «¡Matadlo!». Finalmente, consiguieron reducir al pistolero. Minutos después la policía llegaba a la escena del crimen y se apresuraba a sacar al sospechoso del hotel Ambassador y meterlo en un coche. Lynn Compton, ex fiscal del Estado, lo explica así: «Tenía la pistola y estaba cargada con balas; no había duda de que una de ellas había matado a Kennedy».
Los oficiales de policía se apresuraron a afirmar que no iba a ocurrir lo que en el asesinato de su hermano en Dallas, donde el departamento de policía había hecho el ridículo por permitir que Jack Ruby matara al presunto asesino del presidente, Lee Harvey Oswald, antes de que se celebrara el juicio. «Aquello causó un trauma y un ridículo nacional», explica Phillip Melanson.
La posibilidad de una conspiración estaba en la mente de todos y las acciones de la policía fueron objeto del mayor de los escrutinios y de todo tipo de comentarios. Cuando los agentes metieron al sospechoso en una sala de interrogatorios, él se sentó tranquilo pero se negó a decir su nombre. «Casi empezó a disfrutar del interrogatorio. Se comportó como lo que nosotros llamamos un chulo», cuenta Willian Jordan, sargento del departamento de Policía de Los Ángeles.
A última hora de la mañana, un joven apareció en el departamento de policía de Pasadena; había visto una foto del agresor en el periódico y dijo a los agentes que el sospechoso era su hermano. Se registró el hogar de la familia Sirhan en Pasadena y, dentro de la habitación de Sirhan, los investigadores encontraron lo que selló su destino: dos libros de notas, llenos de apuntes donde había garabateado «RFK… RFK… y RFK debe morir el 5 de junio de 1968». Era prueba suficiente.
Tras veinticuatro horas de agonía, la mañana del 6 de junio el secretario de prensa Frank Mankewicz emitió un trágico comunicado de la muerte de Robert Kennedy en el hospital El Buen Samaritano de Los Ángeles. Lo habían matado tan sólo dos meses después de que el líder de los derechos civiles, Martin Luther King Jr., también fuera asesinado en Memphis, Tennessee, por la bala de un rifle que nadie está seguro quién disparó. Sirhan Sirhan fue acusado del asesinato de Kennedy. Aquel joven delgado, desconocido y modesto, de repente fue catapultado al centro de la opinión pública. Mientras el país se disponía a enterrar a otro Kennedy asesinado, comenzaron los preparativos para el juicio de Sirhan. Tanto la defensa como la acusación intentaron contestar a la pregunta que el libro de notas no lograba descifrar: el motivo del asesinato.
El acusado repitió numerosas veces a la policía que no recordaba nada sobre los disparos. Dijo estar confuso sobre lo que había ocurrido aquella noche en el Ambassador. Durante los meses siguientes, Sirhan fue sometido, tanto por parte de la acusación como de la defensa, a varias sesiones de hipnosis en un intento de hacerle recordar los hechos. Sirhan nunca admitió el asesinato de Robert Kennedy, por lo que se dejó en manos de los fiscales determinar un posible motivo. Como era palestino, insistieron en que la razón del asesinato era debido al apoyo del senador a Israel y su promesa de que, si era elegido presidente, suministraría a ese país aviones militares.
Cuando comenzó el juicio, los abogados de Sirhan tomaron una importante decisión: no se centrarían en la culpabilidad de su cliente o en las pruebas físicas. Por el contrario, se apoyaron en demostrar sus mermadas facultades mentales. Presentándolo como un asesino loco, sus abogados esperaban, al menos, salvarlo de la pena de muerte. Sin embargo, la estrategia de defensa al cuestionar el estado mental de Sirhan falló. En abril de 1969, Sirhan Sirhan fue acusado de asesinato y condenado a muerte en la cámara de gas de California. La sentencia fue conmutada más tarde por cadena perpetua, después de que el Tribunal Supremo de Estados Unidos declarase inconstitucional la pena de muerte. Los acontecimientos de aquella noche de junio de 1968 nunca fueron resueltos. El departamento de Policía pidió al público que confiara en la versión oficial del suceso. El caso fue cerrado, o eso parecía.
DEMASIADAS INCÓGNITAS SIN ACLARAR
En el juicio, la labor policial y las pruebas nunca fueron cuestionadas. Los críticos de la investigación insistieron en que quedaban lagunas sobre la actuación de Sirhan en solitario. La primera cuestión que no estaba clara era el recuento de balas. ¿Cuántas balas fueron disparadas realmente en la cocina del hotel Ambassador? La pistola de Sirhan sólo podía albergar ocho proyectiles y todos ellos fueron disparados, según la respuesta de la policía. El jefe de criminología de la policía de Los Ángeles, DeWayne Wolfer supervisó la reconstrucción de los hechos y diseñó un complicado diagrama para justificar la teoría de las ocho balas disparadas desde el arma de Sirhan. Según este análisis, una de las balas se perdió en el techo; cinco entraron en las víctimas que sobrevivieron y dos balas impactaron en el cuerpo del senador Kennedy. Eso hace un recuento del máximo de balas que podía albergar la pistola de Sirhan.
Pero los testigos, incluyendo a William Bailey, uno de los oficiales del FBI en la escena del crimen, dijeron que había pruebas de que se dispararon dos balas más. Casi una docena de agentes de policía declararon haber visto lo que no dudaron en calificar como agujeros de balas en el marco de una puerta, dos proyectiles que no podía albergar la pistola de Sirhan. Incluso, hay fotografías que muestran esos agujeros extras en la puerta señalados, en un primer momento, por la policía como causados por balas. «Siempre nos preguntamos por qué no se presentaron estas fotos como pruebas en el juicio», indica Paul Schrade, ayudante de Kennedy y víctima en el atentado.
Según el escritor y profesor de ciencias políticas Phillip Melanson, la clave de todo esto está en que, si realmente eran agujeros de bala, si se cuentan las balas, Sirhan disparó diez. Algo difícil cuando la pistola del calibre 22 tenía una capacidad de ocho balas. La explicación de la policía sobre las misteriosas marcas fue completamente diferente: ninguno de los policías que vieron los agujeros eran unos forenses especialistas y, por lo tanto, no podían saber si las marcas estaban hechas por una bala o podrían estar provocadas por muchas otras causas. Se necesitaba una persona cualificada para estudiarlo… pero nadie lo hizo.
Aún hay una segunda cuestión por resolver sobre el asesinato: ¿cuál fue la distancia real entre el arma de Sirhan y el senador Kennedy? Según el coronel Thomas Noguchi, que dirigió la autopsia de Kennedy, le dispararon a quemarropa. Basó sus conclusiones en las pruebas físicas. Sin embargo, éstas entraban en contradicción con los testimonios de los que allí estuvieron. La mayoría de los testigos de la cocina dijeron que Sirhan se encontraba a varios metros de Kennedy cuando le disparó. Para la policía esta discrepancia sólo es producto de la confusión de los testigos.
Además, surge otra duda: el informe de la autopsia estableció que la bala mortal fue disparada desde atrás. Los testigos, sin embargo, afirmaron que Sirhan estuvo, en todo momento, frente a Kennedy. ¿Cómo podría Sirhan entonces haber hecho el disparo? Según Phillip Melanson, «ningún testigo vio cómo Sirhan disparó a Kennedy». Es más: tampoco hubo pruebas de si coincidía la pistola y el proyectil que lo mató. Después de un cuidadoso examen en el laboratorio criminal de la policía, los expertos en balística descubrieron que la bala estaba demasiado deformada como para permitir ningún análisis definitivo. «Desde el punto de vista balístico, no podemos estar seguros de que las balas de Sirhan mataran a Robert Kennedy. Logísticamente no podemos asegurarlo. Así, cuando se habla de la posibilidad de que hubiera otra arma estamos queriendo decir que el asesino del senador Robert Kennedy sigue libre», afirma Phillip Melanson. En esta línea, algunos expertos indican que hubo dos asesinos la madrugada del 5 de junio. Dos pistolas que acabaron con la vida de Kennedy desde distintos lugares. Sirhan sólo tenía una y, por tanto, ¿dónde está la otra pistola y quién la disparó?
Para los más críticos al trabajo de investigación del departamento de policía significaba que el asesinato del senador había conseguido justo lo contrario de lo que pretendía evitar la policía: preguntas sin respuestas. «Las preguntas siguen ahí: ¿existió un segundo revólver que fuera disparado aquella noche? ¿Hubo un segundo asesino, alguien que no fuera Sirhan Sirhan? Todavía no conocemos la respuesta», señala Paul Schrade. Por el contrario, para el sargento de policía Willian Jordan «es físicamente imposible que hubiera una conspiración y no hemos encontrado ninguna prueba al respecto. Ningún investigador ha podido probarlo».
LA MUJER DEL VESTIDO DE LUNARES
Entre los que insistieron en que el asesinato de Robert Kennedy podría ser producto de una conspiración, se encontraban varios testigos que habían intentado dar sentido a la caótica escena del hotel Ambassador. En este caso se comprobó que la gran cantidad de testigos no hizo más fácil el trabajo de los investigadores. Al contrario, cada cual dio una versión diferente de lo que creía haber contemplado.
No hay duda de que Sirhan Bishara Sirhan fue visto y, consecuentemente, capturado con una pistola recién disparada. Sin embargo, los testigos vieron a una mujer sospechosa en compañía de un hombre, junto con Sirhan, en la escena del asesinato. Así lo aseguró Sandra Serrano, entonces una joven de 21 años, colaboradora en la campaña de Kennedy. Ese día se encontraba en una de las salidas de incendios cuando el político fue asesinado. Según Serrano, una pareja joven salió corriendo, gritando que acababan de disparar al senador. Ambos chillaron: «¡Le hemos disparado, le hemos disparado!» y desaparecieron antes de que tuviera tiempo de actuar. Menos de una hora después, ya se especulaba sobre que el asesinato podría ser producto de una conspiración.
En esos primeros momentos, nadie comprobó la información dada por Serrano. Contó en la televisión su historia y se convirtió en la testigo más famosa de la misteriosa mujer vestida con un traje de lunares. Dos semanas después del asesinato, el 20 de junio, el sargento de policía Hank Hernández se citó a cenar con Sandra Serrano. Después, se dirigieron al cuartel general para pasar la prueba del polígrafo y Serrano volvió a contar la historia sobre el joven y la mujer con un traje de lunares, pero bajo la presión del policía, se retractó de su declaración. Hernández grabó el interrogatorio, una grabación que permaneció en secreto en los archivos del departamento durante los siguientes veinte años.
«Ella terminó por negarlo bajo tanta presión. Era una persona honesta y no pretendía mentir. A veces, los testigos intentan ayudar tan mal que dicen lo que creen que quieres que digan. Es lo peor de un caso de conspiración. La gente quiere ayudar, pero no es precisa», cuenta el sargento de policía William Jordan. En su única intervención pública sobre el asunto en 1988, Serrano declaró a un periodista de la radio que, en 1968, sólo dijo a la policía lo que ellos querían oír.
Pero Serrano no fue la única persona que dijo haber visto a una misteriosa mujer con un vestido de lunares en el hotel Ambassador. El sargento de policía Paul Sharaga también afirmó tener testigos de este hecho. Minutos después del tiroteo, una afligida pareja que se identificó como los Bernstein le dio la descripción de unos posibles sospechosos que coincidían con lo señalado por Serrano. Y volvieron a repetir que la mujer llevaba un vestido de lunares. Sharaga no tenía dudas de que la información de los Bernstein era auténtica «porque fue una reacción espontánea, a los pocos minutos del asesinato, y no habían tenido oportunidad de adornar lo que creyeron que vieron u oyeron», asegura. El departamento de policía nunca intentó encontrar a la pareja y los agentes y sus superiores afirmaron no haber recibido nunca el informe de Sharaga con sus declaraciones.
Pero más inquietante fue el hecho de que otros testigos dijeran haber visto, en diferentes lugares del hotel, a la mujer del vestido de lunares en compañía de Sirhan. Pero, de nuevo, el departamento de policía tomó estos testimonios como simples casos de confusión de identidad durante un momento de caos. Ocho meses después del tiroteo, el misterio fue zanjado, al menos para la policía: indicaron a la prensa que habían encontrado a la sospechosa y que no tenía nada que ver con el asesinato, sino que se trataba de Valerie Schulte, una voluntaria de la campaña de Kennedy. Claro que aquel nefasto día, Valerie iba con muletas, algo que ningún testigo indicó haber visto durante toda la investigación anterior en referencia a la mujer vestida de lunares. Además, Valerie Schulte era rubia y no morena, como habían descrito los testigos. «La realidad es que nunca se encontró a la mujer del vestido de lunares, nadie supo quién era, ni su papel en la escena del crimen o como cómplice de Sirhan Sirhan», señala Phillip Melanson.
DESAPARECEN LAS PRINCIPALES PRUEBAS
Durante los años siguientes al asesinato de Robert Kennedy, el departamento de policía de Los Ángeles mantuvo un absoluto silencio sobre el contenido de los archivos del FBI. Cuando pasaron los años setenta, la especulación, que ya había comenzado después de la condena de Sirhan, se incrementó. La policía no se cansaba de afirmar en público que era un caso resuelto, pero nunca sacaron a la luz ni contaron a ningún periodista la información que tenían, sino que guardaron todo en secreto. En 1987, la comisión de la policía de Los Ángeles se rindió a la presión pública y a una serie de demandas ordenando que el jefe Daryl Gates hiciera públicos los archivos del caso Kennedy. La apertura de los archivos proporcionó a los críticos munición suficiente para acusarlos de encubrimiento, ya que su contenido reflejaba bastantes dudas sobre el trabajo de la policía o sus informes.
Las evidencias y pruebas más importantes habían desaparecido, incluyendo el material que podría haber resuelto las teorías que favorecían una conspiración. Por ejemplo, en abril de 1969, sólo un mes después de la condena de Sirhan, se supo que más de dos mil fotografías utilizadas en la investigación fueron quemadas por la policía, que también destruyó en secreto los marcos de la puerta de la despensa de la cocina donde tantos investigadores insistieron en la existencia de dos impactos de bala de una segunda arma, y los paneles del techo. La explicación de la policía fue «no tener suficiente espacio en la sala de pruebas para almacenar más material». Para William Bailey, ex miembro del FBI, «podían haber tenido más imaginación a la hora de explicar por qué habían destruido pruebas tan importantes».
Con la falta de pruebas y tantas preguntas sin respuestas sobre la investigación, los defensores de una posible conspiración quedaron relegados al reino de la especulación. Una de las conjeturas que se planteó fue la susceptibilidad de Sirhan frente a la hipnosis y la posibilidad de que su mente estuviera alterada durante el tiroteo. Algunos expertos que lo vieron tras el atentado piensan que Sirhan estaba hipnotizado y había sido entrenado para desviar la atención de los investigadores que buscaban una conspiración. «Sirhan demostró ser un excelente sujeto hipnótico. Se sorprendieron de lo fácil que era hipnotizarlo y lo difícil que fue hacerlo hablar tras el tiroteo. Se habló de que era una persona que podría haber sido manipulada por otros a través de la hipnosis». Las notas encontradas en su casa, llenas de escritos repetitivos sobre su deseo de matar al senador, también parecían ser síntoma de algún tipo de hipnosis. Sin embargo, en la actualidad, la idea de que Sirhan era un robot asesino, como un personaje de El mensajero del miedo, es sólo un callejón sin salida. Más de treinta años después del asesinato de Robert Kennedy, las pistas siguen congeladas.
Los que critican a la policía de Los Ángeles no encontraron otros posibles sospechosos, aunque había muchos candidatos porque Robert Kennedy tenía enemigos con motivos suficientes para querer asesinarlo. Jimmy Hoffa, todopoderoso presidente del Sindicato de Camioneros, la organización sindical más importante de Estados Unidos, turbio personaje de métodos gangsteriles y comprobadas complicidades en los bajos fondos, había sido perseguido por Robert Kennedy desde su puesto de Fiscal General, y estaba en la cárcel desde el año anterior al asesinato, cumpliendo una condena de trece años. Significativamente fue indultado en 1971, cuando sólo llevaba cuatro años preso, por Richard Nixon, a quien la desaparición de Robert Kennedy le abrió un fácil pasillo a la Casa Blanca. Tampoco se puede desdeñar la inquina que se tenían Bob Kennedy y J. Edgar Hoover, el intocable jefe del FBI, un auténtico poder fáctico en Estados Unidos durante cuarenta y ocho años.
Se habló de la mafia, de renegados de la CIA, del Ku Klux Klan… Paul Schrade y otros críticos creen que, a pesar de que los archivos de la policía están incompletos, la búsqueda de las respuestas debería continuar. Para Phillip Melanson, los informes tampoco responden a las preguntas de conspiración, a la culpabilidad o inocencia de Sirhan y a la autoría del asesinato, y no debería haberse cerrado el caso.
EL SILENCIO DEL ASESINO
Durante todos estos años, Sirhan ha guardado silencio y cada vez que ha solicitado la libertad condicional su petición ha sido rechazada. Sirhan tuvo la oportunidad de conseguirla por primera vez en 1986. Ante el tribunal expresó su remordimiento por el crimen, pero negó que efectuara los disparos que mataron al senador. En 1997 volvió a repetir que él no había matado a Robert Kennedy, y aseguró que sólo era víctima de una trampa. Estas afirmaciones no lo han beneficiado puesto que siempre se le ha denegado la condicional. Tampoco han servido para que aclarara las preguntas sin respuestas que rodeaban al asesinato de Robert Kennedy.
Mientras para Daryl Gates, jefe del departamento de policía de Los Ángeles, el asesinato está completamente aclarado y no hay misterio alguno en lo que hizo Sirhan, para el ex miembro del FBI William Bailey ha habido que «aceptar la versión oficial de lo que ocurrió y tomar como cierto algo que no lo es». Claro que Lynn Compton, ex fiscal del Estado es más explícito: «Las teorías de la conspiración sugieren dos cosas: o que éramos totalmente incompetentes o que formábamos parte de la conspiración. Tendré que dejar pensar al público si yo formé parte de la conspiración».
El hotel Ambassador de Los Ángeles, escenario del asesinato, cerró sus puertas en 1989 y el edificio en que funcionó como hotel durante ochenta y cuatro años se demolió completamente para construir una escuela secundaria. Robert Kennedy está enterrado en el Cementerio Nacional de Arlington, en el estado de Virginia, a pocos kilómetros de Washington, junto a la tumba de su también asesinado hermano, el presidente John F. Kennedy. Todavía hoy nadie sabe muy bien cómo entró el asesino en la cocina y cómo descubrió el cambio de recorrido, plan alterado en el último instante, que condujo al candidato por ese lugar. Tampoco está claro si actuó solo, ni qué razones lo llevaron a asesinar. Además hay dudas sobre el número de balas, su trayectoria, la cercanía de los protagonistas y la forma en la que fueron heridas las víctimas. Bastantes incógnitas, según mantienen los partidarios de la conspiración. Mientras, el Departamento de Prisiones ha negado a Sirhan la libertad condicional en diez ocasiones. A pesar de que su familia ha pedido que se abra una investigación sobre el caso, no ha habido respuesta oficial y él sigue en su celda californiana.