20. EL ASESINATO DE LOS MÉDICIS

Los Médicis fueron una de las familias más importantes del Renacimiento italiano. De extraordinaria influencia en el arte, el comercio y la religión, sus despiadadas tramas de influencias y alianzas les procuraron muchos enemigos que los querían apartar del poder. En 1478, sus rivales se unieron para matar a los hermanos Lorenzo y Juliano de Médicis en la catedral de Florencia, el Duomo. Durante quinientos años, la versión popular del complot se interpretó como una disputa entre dos potentes familias: los Médicis y sus rivales, los Pazzi. No hay duda de que miembros de la familia Pazzi mataron a Juliano, y casi también consiguieron eliminar a Lorenzo, pero en realidad el crimen de hace quinientos años es un caso sin resolver. ¿Realmente fueron los Pazzi los cerebros de este intento de asesinato y sólo fue una lucha local entre familias? En el año 2000, un estudiante de la Universidad de Yale, Marcello Simonetta, encontró una carta secreta en los archivos de Urbino que señala a las fuerzas impulsoras de este sangriento hecho, describiéndolo como una compleja conspiración con tentáculos que llegaban hasta el papado.

Hubo un tiempo en que la república de Florencia era el latido cultural del mundo y su corazón fueron los jóvenes hermanos Médicis, Lorenzo y Juliano. Su influencia en la banca, la religión y la política se extendía a toda la península Itálica; un poder que Lorenzo entendía muy bien a pesar de que tan sólo tenía 20 años cuando llegó al poder. Culto, refinado, brillante y audaz, muy seguro de sí mismo y dotado de gran inteligencia, Lorenzo de Médicis, digno nieto de Cosme, realizó durante su principado (14691492) el ideal del Renacimiento italiano: poeta, filósofo, mecenas y diplomático, era muy «consciente del poder de la cultura florentina como herramienta diplomática», según asegura la historiadora Melissa Bullard, de la Universidad de Carolina del Norte. Su hermano menor, Juliano —abierto, atractivo y nada político—, era su asesor. La labor de los hermanos era muy diversa: auspiciar a artistas como Miguel Ángel, designar cargos, ser la importantísima banca del papado, conquistar nuevos territorios… Pero, por su juventud, daban la impresión de vulnerabilidad y su inexperiencia les creaba enemigos.

«En 1470, Lorenzo cometió muchos errores políticos. Se distanció de mucha gente. Los hermanos se enfrentaban a adversarios en todas las esferas de influencia», explica el historiador y conde Niccolo Capponi. En la banca, la familia Pazzi recelaba de su poder y riqueza. En la Iglesia, el papa Sixto IV se ofendió por la negativa de Lorenzo a concederle un préstamo. Y en política, otros señores, como el duque de Urbino, mudaron su lealtad de la Florencia de Lorenzo a otras ciudades, buscando siempre unir fuerzas contra quien poseía el mayor poder en la Península en aquel momento.

Los ingredientes de esta pócima de rencor eran sobradamente conocidos pero a lo largo de los siglos ha prevalecido una historia sobre la conspiración de los Pazzi, basada en el intento de matar a los dos hermanos durante la misa mayor en el Duomo de Florencia. Sin embargo, culpabilizar sólo a los Pazzi simplifica demasiado el asesinato haciendo que parezca que la familia de banqueros fue la única responsable.

El historiador Marcello Simonetta comenzó a investigar aquel suceso tras el descubrimiento de una carta escrita en 1478 por Federico II de Montefeltro, IX conde y primer duque de Urbino, supuesto amigo de los Médicis, a Cicco Simonetta, regente de Milán e importante aliado de Lorenzo de Médicis, además de antepasado renacentista del historiador. Investigando la vida de su antepasado, encontró esa carta, un descubrimiento que aumentó su curiosidad. Marcello Simonetta, entonces, comenzó una búsqueda para reconstruir los acontecimientos anteriores a la conspiración y encontrar pistas sobre el artífice de la trama.

La siguiente pista se la aportó una segunda carta del duque de Urbino indicando a Cicco que tuviera cuidado con Lorenzo y «advirtiéndole que no era un aliado seguro. La carta describía a Lorenzo como enemigo secreto de Cicco Simonetta», explica Marcello Simonetta, actual historiador y profesor de la Universidad Wesleyan. El duque de Urbino había capitaneado operaciones militares de Lorenzo y actuaba a dos bandas, poniendo a Cicco en contra de Lorenzo. Esta contradicción le hizo pensar a Marcello Simonetta que el duque tenía la clave del misterio sobre el artífice de la llamada conspiración de los Pazzi. Pero una cosa eran sus suposiciones y otra muy diferente conseguir las pruebas del complot.

RIVALIDADES FAMILIARES

En el siglo XV, Italia distaba muchísimo de ser un país unificado, cosa que no alcanzaría hasta la segunda mitad del siglo XIX. Roma, Florencia y Nápoles, entre otras, eran capitales de Estados rivales, deseosos de apoderarse unos de otros. Y para un mercenario como el duque de Urbino, la lealtad se vendía al mejor postor. «La familia Pazzi tenía un interés personal en todo este asunto. Querían ser los sustitutos de los Médicis porque era el clan con mayor poder financiero de Florencia, después de los Médicis. Había una competición directa entre las dos familias», señala Marcello Simonetta. En la época de Lorenzo el Magnífico, Florencia era el principal centro financiero europeo, pero se había quedado demasiado pequeña para dos familias tan ambiciosas como las de los Médicis y los Pazzi.

No hay duda: el poder de Lorenzo molestaba a la familia Pazzi porque ejercía el patronazgo político. Lorenzo era el padrino de Florencia, intercambiaba favores por poder y dinero y gobernaba la ciudad aunque sin cargo oficial, controlando a la gente y, sobre todo, la elección de cargos. Era un sistema político fundado generaciones atrás, desde que, a principios del siglo XV, su abuelo, Cosme, el Viejo, subió al poder, ofendiendo a muchas familias establecidas con anterioridad en Florencia, como los Pazzi.

Los Médicis se convirtieron en los principales banqueros y comenzaron a desarrollar empresas comerciales en las más importantes ciudades, no sólo de Italia, sino de toda Europa y, sobre todo, operaban en Roma. «En Roma desarrollaron lo que se convirtió en la auténtica base de su riqueza, proporcionando servicios financieros al papado», explica la historiadora Melissa Bullard. De hecho, los Médicis se convirtieron en los banqueros favoritos de la poderosa Santa Sede y, a mediados del siglo XV, su banca obtenía más de la mitad de sus beneficios en Roma. En 1430 y 1440 tenían mucho más dinero que ningún otro banquero de Europa que, en aquel entonces, era decir del mundo.

El joven Lorenzo de Médicis no dudaba en hacer valer sus influencias y poder. Como buen político, manipulaba el sistema colocando a sus amigos en los puestos clave, en detrimento de familias más importantes y establecidas como los Pazzi, a quienes «Lorenzo tenía miedo. Eran demasiado grandes. Demasiado ricos. No se atrevía a darles un puesto político en Florencia. Podía perder el control y por eso les hacía el vacío. Esa actitud les molestaba profundamente y fue lo que los llevó a la conspiración», indica el escritor Lauro Martines, autor de Sangre de abril, un riguroso estudio sobre la conspiración de los Pazzi, el intento de asesinar en 1478 a Lorenzo y Juliano.

Sin duda la familia Pazzi tenía muchos motivos para desear sus muertes. Sin embargo, los Médicis tenían una larga lista de enemigos, incluido el Papa. La cuestión histórica era saber quiénes encabezaron la conspiración para matar a los hermanos: el artífice del plan seguía siendo un misterio.

LA CARTA SECRETA

Marcello Simonetta, como un detective, siguió la pista hasta un archivo poco conocido en Urbino, la ciudad natal del duque que guardaba su correspondencia desde 1470 y que nunca antes había sido estudiado. Tras años de incesantes negociaciones, Marcello logró acceder al archivo y allí encontró una pequeña carpeta con cartas del siglo XV. «La carpeta se había guardado en una caja aparte. Sabían que contenía algo importante pero no sabían qué era», explica. Reconoció inmediatamente la letra de la cancillería de Urbino y una carta en especial le llamó poderosamente la atención: «Era muy larga y no tenía ningún sentido. Era un incomprensible enredo de símbolos». Algunas frases eran un poco abstrusas, de construcción rara porque, a diferencia de las cartas que ya había estudiado en Yale, esta carta estaba codificada, repleta de números, letras griegas y símbolos variados. Aunque no podía descifrarla, la fecha le resultó intrigante: febrero de 1478, apenas dos meses antes del intento de asesinato de los todopoderosos hermanos Médicis.

La carta estaba dirigida al embajador del duque en Roma. Su misión era leer las cartas, palabra a palabra, al Papa. Marcello Simonetta pensó que si podía descifrarla, posiblemente se revelarían nuevos detalles sobre la conspiración de los Pazzi contra Lorenzo y contra el poco conocido Juliano, un personaje muy querido y admirado en Florencia pero que vivió siempre a la sombra de su hermano mayor, uno de los intelectuales más destacados de la época y uno de los mecenas a través de los cuales se forjó el Renacimiento italiano. Pero en medio del conocido florecimiento artístico y cultural, tras la genialidad de Lorenzo se escondía su ambición.

La religión y la política impregnaban todos los aspectos de la vida del Renacimiento, con líneas casi invisibles entre la Iglesia y el Estado. El Papa servía no sólo como líder espiritual de la Iglesia católica sino también como príncipe terrenal, sediento de poder y hambriento de territorios. Así, Sixto IV era un formidable rival, que le pisó terreno a los Médicis en alguna ocasión eligiendo a sus sobrinos, en vez de a Juliano, para puestos claves de la Iglesia. La gota que colmó el vaso llegó cuando el pontífice quiso comprar Imola, una ciudad en la región italiana de Emilia-Romaña, no muy lejos de Florencia. Lorenzo la quería para sí y se negó rotundamente a prestarle el dinero que necesitaba para su adquisición, enfureciendo al Papa. Sólo los más confiados se atreverían a un movimiento tan arriesgado, retando a una fuerza aparentemente inconquistable como el papado, que siempre conseguía lo que quería.

Sixto IV decidió entonces pedirle el dinero a otros banqueros, la familia Pazzi, que ansiaban conseguir la gracia del papado y tener la oportunidad de vengarse de Lorenzo, un enemigo que compartían con el Papa. «El Papa se puso en contra de Lorenzo. Al año siguiente, en 1474, nombró a un nuevo arzobispo de Pisa, ciudad que estaba bajo gobierno florentino, y lo hizo sin consultar a Lorenzo o ningún miembro de los Médicis. Ahí empezaron todos los problemas entre Lorenzo y el papa Sixto IV. Los banqueros Pazzi ya habían entrado en escena», describe Lauro Martines. El nuevo arzobispo era Francesco Salviati, que desempeñaría un papel principal en la conjura contra los Médicis. «El Papa —añade— sólo insistía en que no hubiera derramamiento de sangre. En otras palabras, quería que se los quitaran de en medio, pero no que los mataran».

Fuera o no cierto, durante siglos se ha cuestionado el grado de implicación del Papa en el intento de asesinato, pero no había pruebas. Tras el descubrimiento de esa carta largo tiempo olvidada en el archivo de Urbino se podría arrojar luz sobre un misterio de quinientos años de antigüedad y descubrir quién fue el cerebro del complot contra los Médicis. Para ello, antes Marcello Simonetta tuvo que descifrarla. Y no fue fácil porque el duque de Urbino era conocido como el maestro de la escritura cifrada y su carta presentaba un reto especialmente difícil.

El historiador Simonetta descubrió una clave para descifrar los códigos ocultos gracias al diario de su pariente Cicco Simonetta. Era un punto de partida: Simonetta fue comparando la carta de su antecesor Cicco, que había servido como canciller del aliado más importante de los Médicis, Milán, y la carta dirigida al embajador del duque en Roma. Usando copias de la carta y las líneas maestras de Cicco, halló algunas constantes, por ejemplo, cada letra podía estar representada por dos símbolos diferentes. Y a cada persona correspondía un símbolo: como el Papa… Lorenzo de Médicis… y el duque de Urbino.

LA DESLEALTAD DE FEDERICO DE MONTEFELTRO

A lo largo del siglo XV, Florencia competía por ocupar su lugar en las cambiantes fronteras del sur de Europa. Como en un juego de ajedrez, cada gobernante vigilaba los movimientos de sus vecinos. Por ejemplo, Lorenzo temía que Nápoles pudiera unirse a Francia para invadir Florencia. El objetivo de Lorenzo pasó a ser mantener unidos a todos sus aliados. «Lorenzo estaba seguro de que si algo le ocurría a su ciudad, las fuerzas milanesas intervendrían en su ayuda. Esas tropas protegían su régimen», indica Ricardo Fubini, historiador de la Universidad de Florencia. La conspiración de los Pazzi ocurrió precisamente cuando se rompieron todas esas alianzas.

Esta inestable situación diplomática creó grandes oportunidades para mercenarios como el duque de Urbino. Era usual que los soberanos de pequeñas ciudades-estado redondeasen su presupuesto sirviendo como condotieros, es decir, jefes de pequeños ejércitos o bandas armadas que alquilaban sus servicios al mejor postor. Federico de Montefeltro era uno de tantos que combatían a las órdenes de señores o repúblicas más importantes, como el Papa, el rey de Nápoles, el duque de Milán, Florencia o Venecia. También podía suceder que estos militares mercenarios utilizaran sus poco limpias ganancias en la guerra para ser protectores de las Artes y las Humanidades en sus propias ciudades. Ése era el caso, por ejemplo, de Ludovico Gonzaga, primer marqués de Mantua, mecenas de Mantegna, o del propio Montefeltro, que quiso hacer de la diminuta Urbino un centro artístico de gran nivel.

Federico había recibido una exquisita educación en la afamada «escuela para príncipes» del humanista Vittorino de Feltre, en Mantua, y se había formado militarmente con un general prestigioso, Nicolò Piccinino, por lo que el florentino Vespasiano da Bisticci lo consideraba el príncipe ideal, que combinaba la vida contemplativa con la activa. Otro erudito contemporáneo, Paolo Cortese, escribe que Montefeltro es, junto a Cosme el Viejo de Médicis, el más grande mecenas del siglo XV. Gozaron del mecenazgo de Federico figuras de primera categoría como Piero de la Francesca —de quien nos han llegado dos soberbios retratos del duque—, Francesco de Laurana o Melozzo da Forli. No es casual que cuando Castiglione escribió su famosísimo libro El cortesano, situara la acción en la corte de Urbino.

Esta exquisitez de espíritu no excluye que Federico de Montefeltro fuera, como todas las figuras del Renacimiento, capaz de traiciones y crueldades inauditas, y que su lealtad dependiera de su propio interés. Era el profesional de la condotta más requerido de Italia, con una cotización que, debido a la fuerte oferta, fue aumentando durante toda su vida, hasta alcanzar la cifra, muy elevada para la época, de 165 000 ducados al año. Había servido con Lorenzo de Médicis en la guerra de Volterra de 1472, pero no tuvo el mínimo escrúpulo en conspirar contra él cuando el Médicis se enfrentó con el Papa. Éste era el señor natural de Federico de Montefeltro, cuyos antepasados habían recibido el feudo papal de Urbino en el siglo XII. Aparte de esa relación institucional —que también podría haber sido traicionada—, Federico había sido condotiero al servicio papal y Sixto IV lo ascendió de conde al muy exclusivo título de duque.

«En 1474 recibió el título de duque de manos del Papa. Se sintió muy agradecido y decidió hacer todo lo que el Papa o el rey de Nápoles quisieran», afirma Lauro Martines. «Florencia empezó a sospechar del duque de Urbino porque no creía que fuera un capitán leal», cuenta el historiador Ricardo Fubini.

Y además no ocultaba sus lazos con el Papa y hay una carta no cifrada en la que agradece al santo pontífice la bonita cadena de oro que ha regalado a su hijo Güidobaldo, cadena que el heredero luce en un cuadro que ha sido situado entre febrero y abril de 1478. Un regalo de alguien con tanto poder como el Papa indicaba la creciente influencia del duque y servía como confirmación de su alianza con el pontífice. Además, el Papa casó a su sobrino predilecto, Giovanni della Rovere, con la hija de Federico de Montefeltro, Giovanna. Así que hay más que sospechas de que el duque y el Papa podrían haber estado implicados en el complot. Pero el duque tenía una coartada porque cuando ocurrió el asesinato en la catedral, él no estaba en Florencia, aunque sus tropas sí estuvieron cerca. «El duque se defendió afirmando que el hecho de que las tropas llevaran sus colores no significaba que él las hubiera enviado, ni suponía que él estuviera implicado en la conspiración», afirma la historiadora Melissa Bullard.

PODER, TRAICIÓN, VENGANZA Y VIOLENCIA

¿Qué saben los historiadores de los hechos ocurridos en Florencia el 26 de abril de 1478? Parece ser que ese fin de semana muchos de los conspiradores llegaron a la ciudad para una fiesta, un ardid planeado para atraer a los hermanos Médicis al mismo lugar. «Lo difícil era encontrar la ocasión en la que ambos estuvieran juntos en un sitio lo bastante público para que los asesinos pudieran acercárseles. Matar a uno significaría que el otro huiría inmediatamente», afirma monseñor Timothy Veron, canónigo de la catedral de Florencia. Pero Juliano decidió no asistir a la fiesta y hubo que cambiar el lugar. Sólo había un sitio en el que los dos hermanos estarían juntos ese domingo después de Semana Santa: en la misa mayor del Duomo. Los conspiradores convencieron al condotiero Giovan Battista da Montesecco para que matara a Lorenzo. Pero cuando se cambió el lugar de la conspiración, se echó atrás. No quería cometer ese tipo de acto en un lugar sagrado.

Juliano llegó a la catedral con Francesco dei Pazzi, su cuñado. El viejo Iacopo dei Pazzi, cabeza de la familia rival, lo abrazó pero sólo para comprobar si iba armado o llevaba peto. Iba completamente desprotegido. Por razones de seguridad, los hermanos se separaron, situándose en lados opuestos del templo. La señal del ataque era la consagración de la forma, el cuerpo de Cristo, un momento perfecto porque todos los asistentes, incluidos los Médicis, estarían centrados en el misterio de la Eucaristía. Cuando se alzó la hostia y todo el mundo estaba atento a la celebración, los conspiradores sacaron sus dagas y atacaron.

Francesco dei Pazzi se abalanzó sobre Juliano asestándole al menos diecinueve puñaladas ante el horror de su familia. A su lado, ayudándolo en el asesinato, estaba Bernardino di Bandino Baroncelli. Otro grupo encabezado por dos sacerdotes atacó a Lorenzo. Se abalanzaron sobre él, como para apuñalarlo con una daga corta. En ese momento Lorenzo se dio la vuelta y se cubrió con la capa, instante en el que fue herido detrás de la oreja. Entonces, los seguidores de Lorenzo lo rodearon defendiéndolo. Se movieron rápidamente hacia la sacristía de la catedral, cerraron las puertas de bronce y le salvaron la vida. El guardaespaldas de Lorenzo fue alcanzado, y Juliano yacía muerto mientras su sangre regaba el suelo sagrado de la catedral.

La noticia sobre el intento de asesinato se extendió por la ciudad mientras Iacopo dei Pazzi se dirigía al palacio de la Señoría gritando «Libertad, libertad», la clásica invitación a la sublevación contra los tiranos. «Sin embargo, y según la historia, los defensores de los Médicis respondieron con gritos de “palle!”, refiriéndose a la insignia del escudo de armas de la familia», cuenta la historiadora Melissa Bullard. El blasón de los Médicis presentaba, en efecto, tres anillos entrelazados, a los que popularmente se les decía palle (bolas, en italiano); el grito «palle!» se había convertido en una invocación medicea: es célebre que cuando el hijo de Lorenzo el Magnífico fue elegido papa León X en 1513, el cardenal Farnesio salió del cónclave gritando «palle, palle!», con lo que todo el mundo se enteró de la elección.

Ese apoyo sorprendió a los conjurados que pensaban que Lorenzo era una persona impopular y que habría una revolución espontánea. Pero ocurrió justo lo contrario. Una hora después Lorenzo salió de la sacristía vivo. Enseguida se dio cuenta de que debía aprovechar el momento; tenía que usar su casi milagrosa supervivencia como un modo de consolidar su posición y poder en Florencia. Así que su venganza fue brutal e inmediata. Un baño de sangre inundó la ciudad y se sucedieron «tantas muertes —escribiría Maquiavelo— que las calles se llenaron de restos humanos».

Francesco dei Pazzi fue apresado, desnudado y asesinado. Su cuerpo se dejó pudrir bajo el sol toscano. También Iacopo dei Pazzi fue ejecutado. Su cadáver sería desenterrado dos veces; la primera, tras ser excomulgado, fue sacado del panteón familiar y sepultado junto a la muralla, en tierra no santa. No contentos con ello, lo exhumaron de nuevo y el cadáver desnudo fue arrastrado por las calles de Florencia y arrojado al río Arno. Otros fueron decapitados y la mayoría, descuartizados. Algunos sospechosos fueron arrojados desde las ventanas superiores del Palazzo Vecchio y el arzobispo de Pisa, Francesco Salviati, fue colgado de una ventana de la Señoría. Lorenzo se aseguró de que todos supieran que no toleraba a los traidores y fueron asesinados sin piedad los que tuvieron la más mínima relación con los conspiradores. «La ciudad era un completo caos. Mataron a un total de cien personas», señala Marcello Simonetta. «Todas las ejecuciones se hicieron en el corazón de la ciudad; la idea era mostrar al populacho lo que le ocurría a ese tipo de gente y dar una lección a otros posibles miembros de la oposición política en Florencia», explica Lauro Martines.

Al resto de los miembros de la familia Pazzi los secuestraron y les confiscaron todas sus pertenencias para venderlas, hasta el punto que pasaron a la clandestinidad. Algunos, incluso, cambiaron de apellido. Lorenzo pretendía extinguirlos y borrar su recuerdo para siempre porque él y su entorno responsabilizan de todo a los Pazzi. Ese día de abril de 1478, Botticelli y Leonardo se hallaban en Florencia y plasmaron la venganza de Lorenzo en su obra. Leonardo dibujó a Bernardo Bandini Baroncelli ahorcado, y Botticelli pintó a los más importantes conspiradores en la fachada de un edificio principal, como parte del castigo.

Que Lorenzo viviera iba a cambiar la historia. Le esperaban hechos memorables por delante, ayudando a su hijo y a su sobrino a convertirse en papas —León X y Clemente VII, respectivamente—. Sin su apoyo a Miguel Ángel, al que permitió vivir en su palacio, éste no hubiera sido conocido y sus famosas esculturas no vigilarían las tumbas de Lorenzo y Juliano, en la iglesia de San Lorenzo de Florencia.

EL CÓDIGO CIFRADO, AL DESCUBIERTO

Si volvemos a las últimas investigaciones para descubrir quién fue el artífice de la conspiración para matar a los hermanos Médicis, el descubrimiento de Marcello Simonetta del código de una carta escrita por el duque de Urbino ha sido fundamental. Sus primeros experimentos fueron con grupos de letras y palabras o «lo que parecían palabras —explica— porque realmente no sabía dónde empezaban o terminaban». Para ayudarlo a ver el código de otra manera, Marcello Simonetta asignó un número a cada símbolo. La frecuencia de los números le ayudó a encontrar una serie de símbolos repetidos. A los caracteres que más se repetían les asignó una vocal. Ya que la letra «A» es la más común en italiano, la sustituyó por los símbolos que más se repetían y, como por arte de magia, del galimatías empezaron a aparecer algunas palabras. «La palabra resultante era “La sua santità”, que significa “su santidad”, el papa Sixto IV, a quien iba dirigida la carta», explica. El descifrado dio sus frutos. Y apareció el nombre de quien había servido de jefe de la conspiración de los Pazzi: el propio duque organizó la matanza.

El duque de Urbino decía en la carta: «Hazlo, deshazte de Lorenzo en cuanto puedas. Yo te enviaré mis tropas y te ayudaré a escapar». Era la prueba que Marcello Simonetta buscaba. «Esta carta cifrada demuestra que el Papa estuvo informado en todo momento. Tuvo que saber que los soldados estaban implicados y que se iba a usar la violencia contra los Médicis. Federico de Montefeltro expuso la situación política; explicaba al Papa que había que hacerlo rápido y bien, porque si fallaban, los implicados tendrían problemas. Después describía asuntos prácticos, como el envío de las tropas», asegura Simonetta.

Según este historiador, la carta detallaba que las tropas estaban listas, esperando sostener al nuevo régimen, dirigido por marionetas de los Pazzi. El problema después del asesinato habría sido establecer algún tipo de orden en la ciudad. Y de eso se habrían encargado tropas de Federico de Montefeltro. Expertos militares como el duque habrían ayudado a coordinar el golpe. Eso significaba que el duque, no los Pazzi, había planeado el asesinato y la estrategia. Tuvo los medios, los motivos y la oportunidad de llevar adelante el violento ataque. «Cada vez estoy más convencido de que sin su ayuda, sin la garantía militar que proporcionó a toda la operación, probablemente los conspiradores no se hubieran atrevido a hacerlo», asegura Simonetta.

«Descifrando la carta, el profesor Simonetta ha arrojado nueva luz sobre el hecho de que la conspiración no fue una trama local urdida por la familia Pazzi contra sus rivales de Florencia, los Médicis, sino que implicó a muchas de las grandes figuras diplomáticas y políticas de Italia», indica Melissa Bullard. El resultado de esta investigación ha sido alterar la visión de la conspiración que se tuvo durante siglos: pasó de ser una contienda familiar a una intrincada trama encabezada por políticos fuera del territorio florentino. Además, este trabajo trazó un perfil diferente del duque de Urbino. «Los habitantes de Urbino lo consideran un santo, a partir de cómo lo representaron los eruditos del Renacimiento. No creo que el descubrimiento lo convierta en un demonio, pero sí demuestra que fue un político implacable», dice Marcello Simonetta.

Pero ni Federico de Montefeltro con su intriga, ni Lorenzo el Magnífico con su brutal represión, hacían nada fuera de lo común en su tiempo. El Renacimiento supuso un extraordinario avance de la civilización, se desarrollaron no sólo las artes, sino también las humanidades y las ciencias. Pero esto no excluye que fuera una época en que la política estaba impregnada de inmoralidad, y que la crueldad constituyera una actitud aceptada, como lo venía siendo desde la antigüedad y seguiría siendo hasta finales del siglo XVIII.