19. EL CÓDIGO DE LOS TEMPLARIOS

Todo comenzó en 1096, cuando se inició lo que los musulmanes llamaron al-Hurub al-Salibiya y los cristianos occidentales denominaron Cruzadas. El resultado de esos doscientos años de lucha fueron alianzas y enemistades que duran hasta hoy, pero también gran número de leyendas que tienen como protagonistas a héroes, guerreros, mártires y reliquias sagradas, como la lanza de Longinos o el Santo Grial. En esta intersección entre realidad, ficción y leyenda encontramos la historia de los caballeros templarios. Todavía hoy surgen múltiples interrogantes sobre su origen y misión. No fueron la primera orden militar en fundarse en la región; sin embargo, desde sus comienzos hasta el final de sus días fueron favorecidos por los gobernantes. Sin duda, los Caballeros del Templo de Salomón son fuente de constante fascinación en la imaginación contemporánea.

Los objetivos de las expediciones militares de los cruzados eran, por una parte, frenar las incursiones y el avance islámico en los reinos cristianos. Por otra, recuperar Jerusalén, bajo dominio árabe y, posteriormente, turco desde el siglo VII. La recuperación de Jerusalén conjugaba motivos religiosos, psicológicos y sentimentales, además de causas más pragmáticas; fue una especie de guerra preventiva contra la amenaza que suponían para Europa los turcos selyúcidas. Las repercusiones de este conflicto modificarían profundamente las relaciones entre el mundo islámico y el cristiano hasta nuestros días.

La Primera Cruzada salió de Europa en 1096, después de que el papa Urbano II exhortara durante el Concilio de Clermont (Francia) a todos los cristianos a que viajasen a Tierra Santa para combatir a los musulmanes. Esta Primera Cruzada se llamó también passio generalis, debido a que cualquiera, ya fuera caballero, mercenario o un simple ladronzuelo, podía participar y además disfrutar de una indulgencia eclesiástica que perdonaba penas de cárcel, deudas y crímenes. En mayo de 1099, los cruzados llegaron a las fronteras septentrionales de Palestina y al atardecer del 7 de junio acamparon a la vista de las murallas de Jerusalén. El 15 de julio, después de tres años de sangrientas batallas y matanzas indiscriminadas en las que turcos, árabes y persas, divididos internamente, fueron perdiendo terreno frente a los cristianos europeos, por fin se tomó la ciudad santa de Jerusalén.

UNA NUEVA ORDEN RELIGIOSO-MILITAR

El paso de Jerusalén a manos cristianas reabrió la ruta de los peregrinos hacia los Santos Lugares del nacimiento y pasión de Cristo, pero esa afluencia de viajeros atrajo enseguida a bandas de merodeadores sarracenos que los asaltaban, robaban y mataban.

Hacia 1119, los cruzados gobernaban Jerusalén al mandato del rey Balduino II. Hugo de Payens, un noble francés emparentado con los condes de Champagne, veterano de la Primera Cruzada, con fama de piadoso y valiente, se ofreció para proteger, junto a otros siete caballeros (Godofredo de Saint-Omer, Godofredo Roval, Godofredo Bisol, Payens de Montdidier, Archimboldo de Saint-Aignan, Andrés de Montbard y Gonremar, a los que se uniría luego el noveno «fundador», el conde Hugo de Champagne), a los cristianos que peregrinaban desde el Mediterráneo hasta los Santos Lugares.

La idea de formar una especie de gendarmería o milicia permanente —no se puede hablar de ejércitos profesionales en la época—, formada por caballeros, es decir, miembros de la clase noble que desde la cuna eran educados para la guerra, pero que a la vez profesasen la fe cristiana con el mismo fervor y disciplina que las órdenes monásticas, puede decirse que estaba en el aire. En 1118, Raimundo del Puy, recién nombrado maestre de una orden ya existente, la de los hospitalarios de San Juan, decidió extender su tarea de dar asistencia sanitaria a los peregrinos en el Hospital de Jerusalén, y convertirla en una orden militar, como iban a ser desde los comienzos los templarios. Unos y otros profesaron en principio la regla benedictina, haciendo los tres clásicos votos monásticos de castidad, pobreza y obediencia, a los que unían el de combatir a los infieles.

Ésta es la génesis de los templarios aceptada generalmente por la historiografía académica, aunque los aficionados a las explicaciones esotéricas cuestionan en la actualidad esta explicación del nacimiento de la Orden del Temple.

Algunos interesados en el tema, como el escritor Tim Wallace-Murphy, coautor de Guardian of the Secrets of the Holy Grail, dudan que defender las rutas de peregrinación fuese la verdadera misión de Hugo de Payens y sus hombres: «Nueve caballeros de mediana edad, ancianos para la época —explica Wallace-Murphy— poco podían hacer para proteger a los viajeros en Tierra Santa». Además, no se ha encontrado ningún documento escrito que les atribuya la función de custodiar los caminos y proteger a los peregrinos. Lo cierto es que los primeros años de los templarios en Tierra Santa resultan bastante oscuros.

Pocos años después de su compromiso, Hugo de Payens y algunos de sus caballeros visitaron al Papa para conseguir respaldo oficial de la Iglesia. El Concilio de Troyes (Francia) aprobó en 1128 formalmente la regla de la Orden del Temple, de cuya redacción se encargó san Bernardo, abad de Claraval (Clairvaux), el personaje más influyente de toda la Iglesia, por encima incluso de los papas.

En un principio, los caballeros templarios se encontraban en la más absoluta pobreza, hasta el punto de que Hugo de Payens y Godofredo de Saint-Omer tenían que compartir el caballo. Así surgió lo que sería emblema de la Orden: dos guerreros montados en un mismo caballo. El rey de Jerusalén, Balduino II, les permitió instalarse en un ala del palacio real, en la explanada del antiguo Templo de Salomón, de donde derivaría su denominación: «Pauperes conmilitones Christi templique Salomonici», es decir, «Caballeros pobres de Cristo y del Templo de Salomón».

Según la Biblia, Salomón construyó un magnífico templo (Reyes, II, 6) para guardar el Arca de la Alianza en un santuario recubierto de oro. La tradición habla de que allí se guardaban también incontables tesoros y los secretos de la sabiduría de Salomón. El templo ocupaba una gran explanada elevada respecto al resto de la ciudad, pues de hecho se trataba del monte Moria, donde el Génesis cuenta (capítulo 22) que Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo Isaac. En el año 587 a. C., los babilonios saquearon y destruyeron el Templo. Fue reconstruido dos veces, la última por Herodes el Grande, y definitivamente destruido, literalmente arrasado, por el romano Tito en el año 70 de nuestra era. Tras la conquista árabe del siglo VII, los musulmanes eligieron ese emplazamiento privilegiado para construir su mezquita principal, al-Aqsa, y la Cúpula de la Roca, un santuario sobre la roca desde la que Mahoma subió al Cielo.

Para los cristianos, el lugar más sagrado de Jerusalén no era ése, sino el monte Calvario, sobre el que se levanta la iglesia del Santo Sepulcro, aunque la explanada del Templo o de las Mezquitas, es el escenario de las tentaciones del Diablo a Jesucristo (Mateo, 4, 5-6). En todo caso, su clara ubicación dominante indujo a los cruzados a convertir la mezquita de al-Aqsa en residencia del rey, y por benevolencia de éste —que posteriormente haría otras muchas donaciones a la Orden, al igual que hicieron sus súbditos— allí se instalaron los templarios hasta la pérdida de Jerusalén en 1187. De hecho, la actual mezquita de las mujeres, aneja a al-Aqsa, era la gran sala capitular de los templarios.

Sin embargo, para algunos historiadores no es fácilmente explicable cómo a una recién fundada orden de caballería le fue donado semejante emplazamiento, de tal valor y extensión, teniendo en cuenta que sólo eran nueve hombres.

En 1867, en el transcurso de unas excavaciones en la explanada de las Mezquitas (Monte del Templo para los judíos), se halló lo que podría dar alguna pista del interés de los templarios por Jerusalén. Un equipo de arqueólogos británicos, encabezados por el teniente Warren, del Cuerpo de Ingenieros Reales, descubrió una serie de túneles que se extendían en forma de abanico desde la mezquita blanca de al-Aqsa hasta la Cúpula de la Roca, donde se suponía que estuvo anteriormente el Templo de Salomón. El equipo de Warren también localizó algunas herramientas, armas y espuelas de los caballeros templarios, lo que demostraba que estos pasadizos habían sido utilizados o, al menos, descubiertos o excavados, por dichos caballeros.

La leyenda siempre ha asociado esta orden religioso-militar con el poder, la riqueza y la posesión de valiosos objetos sagrados. Algunas especulaciones los relacionan con excavaciones secretas que llevaban a cabo en el subsuelo del Templo, donde pudieron haber buscado el Arca de la Alianza. Así, los primeros masones relacionaron a los templarios con el Arca y los tesoros del rey Salomón. Investigadores actuales sostienen que, casi con seguridad, los templarios buscaban reliquias cristianas escondidas. Y entre ellas, una de las más importantes es el Santo Grial, siempre unido a la leyenda templaria.

Además de la importancia religiosa de las reliquias en aquellos años, existía algo más terrenal para explicar las excavaciones templarias en Jerusalén. La teoría más aceptada apunta a que buscaban las joyas y metales preciosos que los judíos enterraron allí en el año 66 d. C., durante la revuelta judía contra los romanos. En esta línea, uno de los manuscritos del mar Muerto, el llamado Rollo de Cobre, hallado en 1952, muestra, cincelados sobre una plancha de este metal, una serie de símbolos que parecen enumerar el inventario del tesoro de los judíos, calculado en más de doscientas toneladas de oro y plata que desaparecieron completamente. No se sabe si Hugo de Payens y sus caballeros dieron con el tesoro, pero algunos historiadores afirman que al concluir sus excavaciones, en el año 1128, los templarios llegaron a Europa y se convirtieron en una de las órdenes religioso-militares más ricas y poderosas. A partir de ese momento se produjeron grandes cambios que afectaron a la Orden del Temple y a toda Europa.

A pesar de este poder político y económico, y de sus votos religiosos de castidad, obediencia y pobreza, los templarios no eran aceptados por todos los estamentos. Se veía con extrañeza y desconfianza que fueran guerreros y monjes, lo cual no les impidió contar con el apoyo manifiesto de la Iglesia. San Bernardo, abad de Claraval, monasterio de la orden de Cluny, desde 1115, teólogo cristiano y uno de los hombres más influyentes en la Iglesia de su tiempo, escribió: «Un caballero templario es un caballero valiente e íntegro en cualquier circunstancia, porque su alma está protegida por la armadura de la fe, igual que su cuerpo está protegido por la armadura de metal. Está doblemente armado, y no tiene por qué temer a hombres y demonios». San Bernardo, canonizado por el papa Alejandro III en 1174, era pariente de uno de los nueve fundadores de la Orden, quienes estaban igualmente emparentados entre sí, bien por lazos de sangre o matrimoniales. Gran parte de la vida de san Bernardo se centró en convencer a los cristianos de que debían emprender una Segunda Cruzada.

Tras su regreso a Europa, los templarios llevaron a cabo una de las campañas con mayor éxito de la historia, reclutando a hijos de familias nobles, junto con sus posesiones y fortuna, para dedicarse a la causa del joven Reino Latino, o Franco, de Jerusalén, un territorio políticamente muy inestable. En poco tiempo comenzaron a recibir grandes extensiones de tierra en toda Europa a través de donaciones, como la que hizo el rey de Aragón en 1130. Además, algunos de los caballeros más fanáticos y mejor entrenados, generalmente de noble extracción, ingresaron en la Orden formando lo que el sabio san Bernardo describiría «como un puñado de honrados guerreros que podían vencer a cualquier sobrecogedora horda». La victoria cristiana en la batalla de Montgisard, librada en 1177 contra el ejército del sultán Saladino, demostró lo acertado de las palabras escritas por san Bernardo.

DESTREZA, ESTRATEGIA BRILLANTE Y VALENTÍA

Saladino, sultán de Egipto, Siria, Palestina, así como de zonas de Arabia, Yemen, Libia y Mesopotamia, acaudilló un ejército de 26 000 musulmanes con el que invadió Palestina, atravesando el Sinaí desde Egipto en noviembre de 1177. Los templarios concentraron a todos los caballeros de la Orden que pudieron reunir para defender Gaza, pero Saladino pasó de largo, hacia la fortaleza costera de Ascalón. El rey Balduino IV, llamado el Leproso, que pese a su enfermedad era un valiente guerrero, reunió quinientos caballeros que, bajo la protección de la reliquia de la Vera Cruz, lograron llegar a Ascalón justo antes que Saladino, y guarecerse tras sus murallas. El sultán fue, por una vez, imprudente. Creyó tener vencidos a los cristianos, pues no había fuerzas ante sí que le disputaran la entrada en Jerusalén, hacia donde se dirigió, dejando una pequeña fuerza para vigilar a los encerrados en Ascalón.

El rey Balduino salió entonces, reunió sus fuerzas con las de los templarios, y juntos emprendieron la persecución de Saladino, cuyas tropas se habían ido dispersando para saquear el territorio de los alrededores. El 25 de noviembre, cuando el ejército de Saladino cruzaba un barranco junto al castillo de Montgisard, en las cercanías de Ramala, los cristianos cayeron sobre él por sorpresa. Fue un desastre para los musulmanes: los cristianos vieron al propio san Jorge que los ayudaba en la batalla, y Saladino estuvo a punto de ser capturado, salvándose sólo por el sacrificio de su guardia personal de esclavos mamelucos. El ejército de Saladino huyó hacia Egipto, con enormes pérdidas, mientras el ejército cristiano era recibido triunfalmente en Jerusalén.

La victoria de Montgisard y batallas similares, que precisaban de una estrategia brillante y un entrenamiento especializado, hicieron muy populares a los caballeros templarios. Se convirtieron de hecho en el primer ejército profesional desde la caída del Imperio romano, no porque tuvieran mejor entrenamiento que otros caballeros europeos, pues en realidad toda la nobleza de la época vivía para la guerra, sino porque en el sistema feudal imperante en la Cristiandad, la disponibilidad de combatientes era muy incierta, mientras que los templarios se dedicaban a su misión todo el tiempo, estaban siempre listos para ser movilizados y entrar en combate.

Gracias a la cantidad de bienes donados por todo Occidente, podían vanagloriarse de ser uno de los ejércitos mejor equipados. En la batalla utilizaban, además de lanzas, hachas o mazas, espadas normandas de gran tamaño, capaces de partir en dos a un hombre de un solo tajo. Incluso sus caballos —robustos animales de raza Destrier— estaban entrenados para patear, cocear y morder en medio del combate. Pero su éxito como militares no se debía sólo a sus medios técnicos. Los templarios juraban obediencia y lealtad hasta la muerte durante sus ceremonias de iniciación. Una vez entraban en combate, nunca abandonaban el campo de batalla. Si se rendían y eran capturados por el enemigo, tenían que enfrentarse al cautiverio o a la ejecución, por lo que preferían luchar hasta la muerte, convencidos de que su sacrificio los llevaría directamente al Cielo. Esta conjunción de destreza militar, armamento y mentalidad suicida les hizo ser temidos incluso por grandes jefes militares islámicos como el poderoso Saladino.

Su ascenso fue meteórico. Hacia el año 1300, la Orden que habían fundado los nueve caballeros casi doscientos años antes, comenzaba a forjarse una leyenda debido a su secretismo y se encontraba en el punto álgido de su poder terrenal. Con miles de caballeros, la Orden logró establecer una sólida red de apoyo en Occidente y mantuvo su presencia en Oriente. Otro ingrediente de su éxito fue su gran capacidad operativa en caso de conflicto. Los templarios desempeñaron un papel fundamental en las Cruzadas. Eran capaces de enviar trescientos caballeros (lo que junto a sus escuderos, caballos, maestros armeros y artesanos suponía en la época una considerable fuerza militar) a Tierra Santa en menos de ocho meses. Luchaban al servicio de monarcas europeos como Ricardo Corazón de León de Inglaterra o Luis VII de Francia, allí donde se los solicitara, y sus tropas servían igual como efectivos de reemplazo que como apoyo para la retaguardia o avanzadilla para romper las líneas enemigas.

LAS PRIMERAS «TARJETAS DE CRÉDITO»

A partir del año 1150, los templarios idearon un ingenioso sistema para proteger a los viajeros cristianos de los salteadores de caminos sin tener que vigilar constantemente las rutas de peregrinación: viajar sin dinero ni objetos de valor para evitar ser víctimas de un atraco. Así, antes de comenzar el viaje, los peregrinos depositaban sus objetos valiosos y títulos de propiedad en cajas custodiadas por los templarios. A cambio recibían una nota con un código cifrado. Cada vez que necesitaban dinero a lo largo del camino, los viajeros solicitaban efectivo en la encomienda local templaria, que les entregaba la cantidad necesaria y escribía un nuevo código en la nota original. Al regreso, viajeros y peregrinos recogían sus pertenencias con la misma nota o pagaban su factura. La única forma de quitarles el dinero era descifrar el código, algo prácticamente imposible dada la férrea disciplina templaria al respecto. Se trataba, en definitiva, de una tarjeta de crédito.

Además, los templarios también ofrecían servicios similares a los de las entidades financieras actuales: transferencias, pagarés, alquiler de cajas fuertes, planes de pensiones y unos controvertidos depósitos de alta rentabilidad, y todo ello salvando las restrictivas disposiciones eclesiásticas sobre el préstamo con interés y la usura. Para esquivar los preceptos de la Iglesia en esta materia, los templarios no cobraban intereses a sus clientes, sino rentas o alquileres. De todos modos, los templarios recibieron extraordinarias prebendas de la Iglesia, que solía hacer la vista gorda ante sus negocios. Hasta el punto de que en 1139 Inocencio III publicó una bula que concedía privilegios sin precedentes a la Orden. Se les permitía atravesar fronteras, fueron eximidos del pago de impuestos y estaban por encima de cualquier autoridad, excepto la del Papa. A principios del siglo XIV, la Orden del Temple constituía la más importante empresa bancaria mundial.

Existen diversas teorías para explicar este trato de favor a los caballeros del Temple. El agradecimiento de la Iglesia por proteger a los peregrinos parece a priori la más razonable, pero expertos en historia medieval como George Smart se muestran escépticos: «Posiblemente, tras esta alianza tan generosa había un pacto de silencio contraído a causa de las reliquias y manuscritos que los templarios hallaron en el Templo de Salomón: documentos que apuntaban a una interpretación de las Sagradas Escrituras muy distinta de los dogmas de la Iglesia, como la posible existencia de un matrimonio entre Jesús y María Magdalena. También una interpretación diferente de la relación de Jesús con los apóstoles o cualquier otra cosa que supusiera una diferencia con los cánones aprobados».

Cualquiera que fuera la razón que justificara estos privilegios, los templarios acumularon gran poder e influencia en todos los aspectos de la vida en la Edad Media. Construyeron iglesias y castillos, compraron tierras, granjas y fábricas y participaron en el comercio internacional y los negocios de importación y exportación. «Se calcula que tan sólo un escaso 5 por ciento de los caballeros de la Orden luchaban en el frente», afirma el historiador Alan Butler. Cada país tenía un maestre templario que ejercía la autoridad sobre los caballeros de cada cuartel o encomienda. Sobre todos ellos estaba la autoridad del gran maestre, elegido de forma vitalicia, que también se encargaba de controlar los negocios de Occidente, gracias a los cuales se mantenían las Cruzadas en Oriente.

EL PRINCIPIO DEL FIN

Tras varias décadas de lucha en el Mediterráneo, y mientras el imperio occidental de los templarios se encontraba en su momento de máximo esplendor, comenzaron las primeras disensiones de las fuerzas cristianas. El punto de inflexión llegó en 1187. En el oeste de Galilea se entabló una batalla decisiva para el futuro de las Cruzadas y, por tanto, para la Orden Templaria: la batalla de los Cuernos de Hattin, enclave llamado así por la forma de las dos colinas gemelas donde tuvo lugar. El 4 de julio, unos ochenta caballeros templarios comandados por el gran maestre Gérard de Ridfort se reunieron cerca de Seforia con otras unidades cristianas hasta formar un ejército de veinte mil hombres, que se enfrentó una vez más al sultán Saladino, jefe de un ejército algo mayor y con más caballería, lo cual suponía una ligera desventaja para los cruzados. El calor era sofocante y la retaguardia se veía continuamente acosada por los arqueros montados de Saladino. Tras una reunión los jefes militares cristianos decidieron que lo mejor sería esperar la llegada de las tropas enemigas desde una posición fácilmente defendible y con abundante agua. Esta decisión, sin embargo, no contó con el apoyo unánime de todos los jefes cruzados. Gérard de Ridfort, un hombre de carácter colérico y no muy brillante como estratega, fue uno de los disidentes.

El gran maestre era un caballero flamenco que había llegado a Palestina en busca de fortuna, como tantos otros. Uno de los grandes señores del reino, Raimundo, conde de Trípoli, le había prometido darle en matrimonio a una rica heredera, pero al final se la dio a otro. Despechado, y en vista de que no podía alcanzar la riqueza por el matrimonio, decidió hacerlo por el celibato, y Gérard de Ridfort ingresó en la Orden del Temple. Desde entonces le guardó una gran hostilidad al conde de Trípoli. Puesto que era éste el principal defensor de una estrategia prudente, Ridfort convenció al poco firme rey Guido de lo contrario. «Como la decisión de esperar a Saladino partió de uno de sus rivales, el gran maestre Ridfort prefirió seguir el camino contrario y emprender el ataque», explica el escritor Tim Wallace-Murphy. En pleno día y sin agua ni cobijo, el ejército cristiano comenzó la marcha por un terreno yermo en dirección a Tiberíades, una ciudad en la orilla occidental del mar de Galilea. Las tropas francas estaban exhaustas y sedientas y, otra vez por influencia del gran maestre, el rey decidió detenerse a pasar la noche, en vez de hacer un supremo esfuerzo y llegar al lago. En ese momento, fueron rodeados por las fuerzas de Saladino, que prendieron fuego a las hierbas secas, asfixiando a los cristianos con el humo. El ataque de Saladino, al amanecer del 4 de julio, diezmó rápidamente a los cruzados, hasta el punto de que se dice que fue la batalla más desastrosa en Tierra Santa. Los prisioneros fueron vendidos como esclavos y el gran maestre Ridfort rompió el juramento de no permitir que el enemigo lo capturase vivo, y en lugar de buscar la muerte para evitarlo, negoció un rescate. Unos meses después, Gérard de Ridfort murió tras la batalla de Acre, donde fue hecho prisionero y decapitado.

La derrota de Cuernos de Hattin fue el principio del fin para los caballeros cruzados. Manchada su reputación como orden militar, los templarios se encontraron completamente desmoralizados, hecho agravado además por el rumor de que durante la lucha también se había perdido una de las reliquias más preciadas que llevaban, un fragmento de la Cruz de Cristo. Poco después, Saladino tomó Jerusalén.

Los cristianos siguieron luchando por Tierra Santa. Tuvo lugar una Tercera Cruzada encabezada por tres soberanos: el emperador Federico Barbarroja, Felipe Augusto de Francia y Ricardo Corazón de León de Inglaterra, que reconquistó Acre en 1191, pero no Jerusalén. Otro emperador, Federico II Hohenstaufen, logró recuperar Jerusalén en 1229, aunque no por las armas, sino por negociaciones, aunque duró poco en manos cristianas, pues en 1244 la perdieron definitivamente frente a los turcos. Cuarenta y siete años más tarde cayó la última fortaleza cristiana, San Juan de Acre, antiguo puerto de la bahía de Haifa. Las cruzadas posteriores, bajo los auspicios de san Luis IX de Francia o Eduardo I de Inglaterra, fracasaron por completo.

Como apuntan los historiadores especialistas en la Edad Media y escritores Karen Ralls y Tim Wallace-Murphy, la existencia de los templarios dependía en parte de la existencia de Tierra Santa. Por un lado, tras la derrota, se interpretaba que Dios no los había bendecido como habían hecho creer a todo el mundo. Por otro, los templarios se habían organizado para mantener un ejército que protegiera los territorios cristianos en Oriente, pero éstos ya habían desaparecido, por lo que ya no eran necesarios. Quizá acuciado por esta situación, el nuevo gran maestre Jacques de Molay visitó todas las cortes europeas a principios del siglo XIV en el intento de organizar una nueva cruzada. Habían pasado dieciséis años sin conflictos y no encontró apoyo en ningún rey. Después de casi doscientos años de matanzas, la era de las Cruzadas había acabado y la Orden del Temple pagaría un precio muy alto por haber sido una Iglesia dentro de la Iglesia y un poderoso estado dentro del Estado. «Eran completamente autónomos. Incuestionables para todos, excepto para el Papa», indica el historiador Sean Martin.

LA TEORÍA DE LA CONSPIRACIÓN

A principios del siglo XIV, el rey Felipe IV de Francia, llamado el Hermoso, convocó una reunión para hablar sobre la posible fusión del Temple con otras órdenes militares. Jacques de Molay llegó a París con un gran cargamento de valiosos regalos y numerosos caballeros. Pero la reunión sólo era una trampa para reunir a las altas jerarquías de la Orden. Aprovechando la situación, la mañana del viernes, 13 de octubre de 1307, todos los establecimientos templarios de Francia fueron atacados por sorpresa, sin tener en cuenta sus privilegios, y los caballeros, hechos prisioneros y acusados de crímenes, en lo que constituyó uno de los mayores escándalos públicos de la época. Entre los arrestados se encontraba el gran maestre Jacques de Molay. El rey se incautó de sus propiedades y se les imputaron delitos graves como negar a Cristo, escupir y orinar sobre la Cruz o practicar la homosexualidad o el culto al diablo… hasta llegar a más de cien cargos. ¿Estaban siendo los templarios víctimas de una conspiración?

Para explicar este cambio de actitud hacia la Orden, hay que recordar que por aquel entonces ya no estaba abierto el frente de Oriente. Así, tener un ejército permanente, sin base militar y sin batallas, era algo que provocaba cierta inseguridad entre los dirigentes europeos. «El rey francés Felipe IV en particular —señala Alan Butler— pocos años antes de 1307, había heredado la región de Champagne, donde estaba el cuartel general de los templarios y temía que éstos le reclamasen un nuevo territorio al sur». Su padre le legó una nación empobrecida y maltrecha a causa de diversas operaciones militares fracasadas, y el rey debía grandes sumas de dinero a los templarios. «Vio claramente que si destruía la Orden, evitaría tener que pagar sus deudas», explica Alan Butler.

Respecto a los cargos de herejía que se atribuyeron a los templarios, era práctica corriente delatar a cualquiera ante la Inquisición por culto al diablo. El mismo Felipe IV el Hermoso, que había sido excomulgado, acusó de fechorías similares al papa Bonifacio VIII cuatro años antes, sólo porque quería imponer en Roma a alguien más a su favor. El Papa de aquel momento, Clemente V, de nombre Bertrand de Got, había sido elegido por el rey Felipe IV y estaba bajo su protección, acuartelado en Francia en vez de ocupar la sede papal de Roma. Jacques de Molay buscó la protección de Clemente V. La detención de los templarios sin la autorización del pontífice, de quien dependía directamente la Orden, hizo protestar a Clemente pero el rey Felipe lo convenció presentándole las confesiones obtenidas bajo tortura y consiguió que el Papa promulgara la bula Pastoralis praeminen que decretaba la detención de los templarios en todos los territorios cristianos.

La suerte de los templarios cayó en manos de la Inquisición, un organismo procesal creado por la Iglesia en 1229 para combatir a los albigenses del sur de Francia, que se puso posteriormente a disposición de los monarcas católicos. Durante los cinco años siguientes al primer arresto, los métodos de la Inquisición demostraron ser enormemente efectivos; se basaban en no derramar sangre ni matar a los acusados, pero con la potestad de arrancar confesiones bajo torturas, como mantener a los prisioneros colgados boca abajo, quemarles las extremidades o clavarles tornillos. De esta forma, de 138 templarios interrogados en París, 105 admitieron haber negado a Cristo durante sus ceremonias de iniciación; 103, que el beso era parte de sus ceremonias y 123 confesaron haber escupido sobre la Cruz. «Muchas de las acusaciones se cebaron en lo que ocurría durante las ceremonias de iniciación, aunque nunca se encontró ninguna prueba física de mala conducta, ni testigos», afirma el historiador George Smart.

Esta vulnerabilidad de la Orden es la que aprovechó la Iglesia, que consideró ilegales ciertos rituales que no fueran realizados en su seno y por sacerdotes. El propio gran maestre, De Molay, se declaró culpable de la mayoría de los delitos imputados, pero dos meses después se retractó de su confesión asegurando que había sido torturado. La Inquisición lo obligó a repetir la confesión en público, a lo que Jacques de Molay se negó, proclamando de nuevo su inocencia el 18 de marzo de 1314, junto con Geoffrey de Charney, maestre de Normandía. Fueron quemados en una hoguera a orillas del Sena. Las cenizas de ambos se arrojaron al río. Así nadie tendría reliquias que venerar. Se dice que antes de morir, el gran maestre lanzó una maldición contra el Papa y el rey de Francia, anunciando que se reunirían con el Creador antes de finalizar el año. «El papa Clemente V murió apenas un mes más tarde. Felipe IV, un hombre joven, lo hizo en noviembre por culpa de un accidente de caza», señala Sean Martin. Se investigó durante siglos si fue una prueba de los poderes demoníacos de los templarios o una señal de justicia divina que avalaba su inocencia.

EL TESORO ESCONDIDO

Otro misterio acompañó a la desaparición de la Orden: dónde estaban las grandes riquezas de los templarios. Cuando los hombres de Felipe IV se hicieron cargo de todas las posesiones templarias, a lo largo y ancho de Francia, no encontraron prácticamente nada. Se los llamaba Humildes Caballeros del Templo de Jerusalén y no tenían posesiones individuales, pero eran más ricos que cualquier reino europeo de la época. Llegó a haber dos mil encomiendas templarias en Europa, formando parte activa de la sociedad medieval, puesto que eran muchos los que trabajaban para ellos en granjas, molinos y viñedos, o bien hacían negocios con los caballeros o depositaban sus ahorros en los fondos de la Orden. Poseían además una flota de barcos que transportaba pasajeros y mercancías entre Oriente y Occidente. «Llegaron a ser la primera multinacional y la primera entidad bancaria europea», asegura la historiadora medieval Karen Ralls.

Junto con sus riquezas terrenales, se suponía que los templarios poseían un tesoro sagrado compuesto por multitud de reliquias acumuladas durante sus años en Tierra Santa. La leyenda decía que encontraron los restos de la Cruz de Cristo, el Arca de la Alianza o el Santo Grial. Algunos estudiosos han creído ver indicios de ello estudiando escrupulosamente los cargos de la Inquisición contra los templarios. Los delitos correspondientes a brujería, sodomía o blasfemia eran genéricos y se utilizaban en casi cualquier proceso. Pero sólo los templarios fueron acusados de venerar una cabeza que podría ser un rostro con barba, una cabeza de tres caras o un busto parlante, según distintas especulaciones. En la Alta Edad Media los cristianos atribuían grandes poderes mágicos a las reliquias de santos, y eran muchos los ejércitos que las llevaban en el campo de batalla, confiando en su protección. Muchos sospechaban que los templarios tenían en su poder una de las reliquias más importantes y veneradas de la Cristiandad: la cabeza de san Juan Bautista.

Aún hoy hay organizaciones de distintos lugares que afirman poseer la auténtica cabeza del Bautista. En el edificio templario, en Templecombe, en el sur de Inglaterra, las pinturas muestran una cabeza sin cuello y con la mandíbula desencajada, lo que para algunos parece ser un indicio de la existencia de esta reliquia. Otros opinan, sin embargo, que podría representar la cabeza de Jesús tal y como se ve en el Sudario de Turín, otros de los objetos sagrados cuyo descubrimiento se atribuía a los caballeros en Constantinopla durante la Cuarta Cruzada el año 1204, quienes lo trajeron a Europa desde Oriente. El sudario apareció en la ciudad francesa de Lirey, cuarenta años después de la muerte del rey Felipe IV el Hermoso. Lo encontró la familia francesa Charney, que compartía apellido con Geoffrey de Charney, maestre de Normandía quemado en la hoguera junto a Jacques de Molay.

Quizá Felipe IV el Hermoso también buscaba estos tesoros de culto cuando asaltó los cuarteles de la Orden en 1307. Lo cierto es que su deuda con los templarios desapareció pero no logró resolver sus problemas económicos como había esperado. El rey consiguió hacerse con algunas propiedades basándose en los gastos que habían supuesto la prisión y las sesiones de tortura, pero al disolver la Orden en 1312, el papa Clemente V pensó que todas las tierras y bienes del Temple debían pasar a otras órdenes religiosas y no al rey. Se dice que aquella mañana los hombres del monarca no encontraron apenas dinero y casi ni rastro de algún documento. La clave de este misterio puede hallarse en los caballeros supervivientes, miles de caballeros que nunca fueron procesados, entre otras cosas, porque la mayoría de los arrestos tuvieron lugar en Francia e Inglaterra. «Probablemente, sólo uno de cada diez caballeros templarios fue capturado», señala Alan Butler. En Baviera fueron absueltos. En Portugal, debido a la importante lucha que estaban desempeñando frente a los árabes en aquella parte de la península Ibérica, se limitaron a cambiar de nombre y pasaron a llamarse Caballeros de Cristo. Incluso en Francia, donde la persecución fue más dura, muchos templarios escaparon a los arrestos masivos.

Gracias a este trato desigual, según sus afinidades con la Iglesia en cada país, gran parte de los miembros del Temple pudieron escapar antes de que la orden de captura emitida desde Francia se hiciera pública. De tres mil templarios franceses se capturó a 620, que fueron recluidos en la torre de Chinon, en el valle del Loira. Durante su encierro cubrieron las paredes con símbolos extraños: corazones, estrellas de David, figuras geométricas, rejas… Todavía en la actualidad no se ha conseguido descifrar este código, y no se sabe si se trata de un mapa del tesoro o instrucciones dirigidas a los templarios supervivientes para una última misión.

El historiador Alan Butler cree que estos supervivientes comenzaron a huir lentamente hacia el este de Francia, a través de unas regiones montañosas escasamente pobladas por granjeros y pastores. Los templarios conocían muy bien la zona, puesto que llevaban más de cien años utilizando estas rutas comerciales que partían de Francia y atravesaban los Alpes, hasta la Suiza actual, un lugar aislado y difícil donde los ejércitos al uso no podían operar. No existen pruebas de que los templarios huyeran a los Alpes con sus tesoros, pero los habitantes de la zona sufrieron una curiosa transformación por la misma época de la caída en desgracia de la Orden. «Tres pequeñas regiones en los Alpes se unieron para luchar contra su señor, el duque Leopoldo I de Austria», explica Alan Butler. Éste pretendía controlar el paso a Italia y envió a cinco mil hombres armados para defender la región. En Morgarten los esperaba una emboscada de 1500 campesinos que lograron vencer a un ejército muy superior. «Se convirtieron en los hombres más temibles de Europa. Pero hasta aquel momento no había constancia de que los campesinos suizos tuvieran experiencia militar», cuenta Butler. Estos campesinos se convirtieron rápidamente en soldados profesionales y fundaron comunidades que destacaban por su pericia en los negocios financieros. Algunos cuentos populares de la época hablan de caballeros vestidos de blanco que acudían en ayuda de los campesinos durante la lucha. Alan Butler considera que esta evolución no puede tratarse de una coincidencia, y apunta también a las peculiaridades del sistema bancario suizo frente al resto de los sistemas occidentales, especialmente en lo que concierne a lo que él denomina secretismo patológico.

LA HUIDA A ESCOCIA

Sin embargo, la mayoría de los buscadores de tesoros templarios opinan que la cuestión no está zanjada. Poseedores de una gran flota que utilizaban inicialmente para el transporte y más tarde para el comercio, los templarios no tenían por qué escapar por tierra. Así, por ejemplo, los dieciocho barcos anclados en el puerto de La Rochelle desaparecieron el mismo 13 de octubre de 1307. Las especulaciones sobre la huida por vía marítima colocan a los barcos templarios desde el Báltico hasta el mar de Arabia, y del Mediterráneo a las costas de América del Norte, aunque la hipótesis que podría estar más cercana a la realidad es la que sitúa a los templarios escapando hacia Escocia, reino que había roto con el Papa en aquel momento.

Robert the Bruce, el rey escocés, había sido excomulgado por el papa Clemente V, a causa del asesinato de uno de sus rivales, perteneciente a la Iglesia. Ni la corte ni la población se rebelaron contra Robert the Bruce, y el país entero fue excomulgado. Así las cosas, era muy poco probable que Escocia llevara a cabo la orden papal contra el Temple. Y de modo recíproco, los templarios tenían motivos suficientes para apoyar a Escocia en su guerra contra Inglaterra, lugar en el que sus dirigentes habían sido arrestados. Al igual que ocurre con las leyendas suizas, la tradición escocesa dice que, en 1314, los caballeros templarios se unieron a Robert the Bruce contra los ingleses en la batalla de Bannockburn, y le dieron la victoria frente a un ejército tres veces mayor que el suyo. Sin embargo, no existen pruebas contundentes de la existencia de templarios escoceses después de la disolución de la Orden, ni siquiera buceando en el pasado de un antiguo clan escocés: los Sinclair o Saint Claire, una familia fundamental en la trama de El código Da Vinci, cuyos descendientes, aún hoy, proclaman su pasado templario.

Los Sinclair fueron una de las primeras familias en donar tierras cuando los caballeros templarios comenzaron a buscar ayudas en Europa en 1120. A principios del siglo XIV, la familia había construido el castillo de Rosslyn. Dos siglos más tarde, en 1546, María de Guisa, regente de Escocia y madre de la futura reina María Estuardo, escribió una carta a lord William Sinclair mencionando la existencia de un gran secreto dentro de Rosslyn, que se interpreta como una referencia a las reliquias y tesoros del Temple. En 1446, los Sinclair encargaron la construcción de una capilla adyacente a unos canteros, precursores de las logias masónicas. Esta capilla está recubierta de grabados con símbolos cristianos, templarios e incluso paganos, que parecen formar otro código secreto, lo que hace pensar a algunos investigadores que se trata de un mapa que guía hasta una cripta bajo la capilla del castillo de Rosslyn en la que se habrían enterrado importantes documentos religiosos. Siguiendo estas pistas, a finales de la década de los noventa del siglo XX, un grupo de investigadores compró las tierras adyacentes y alquiló taladros hidráulicos para llegar a la cripta. Pero ante el peligro que corría el castillo, las autoridades de la zona decidieron poner fin a esta búsqueda. En la actualidad no permiten ya más planes de excavación.

EVIDENCIAS EN ESTADOS UNIDOS

Rosslyn no es un caso aislado, y los cazatesoros excavan en cualquier sitio del que sospechen que alberga oro templario escondido. Un ejemplo de este empeño por encontrar algún resto de sus riquezas es el conocido como Pozo del Dinero, situado en una isla de Nueva Escocia, Canadá. Desde hace doscientos años, hay quien asegura que los templarios llegaron a América siguiendo antiguas rutas vikingas que conocían muy bien, ya que los normandos, de quienes habrían aprendido a navegar, son descendientes de los vikingos. Según esta hipótesis no sería de extrañar que se refugiaran en el Nuevo Continente.

En 1795, tres adolescentes de una isla llamada Oak, en la provincia canadiense de Nueva Escocia, encontraron un agujero y comenzaron a cavar con la esperanza de encontrar un tesoro. Lo que hallaron fue una estructura construida por la mano del hombre, formada por capas de troncos y piedras colocadas a intervalos de tres metros. Los muchachos abandonaron su búsqueda, pero en 1800, tres consorcios distintos prosiguieron cada uno su propia excavación. Se dice que llegaron a encontrar una piedra llena de símbolos codificados, que desapareció poco después. Al llegar a los 27 metros de profundidad, el túnel comenzó a inundarse. El Pozo del Dinero resultó ser una compleja trampa diseñada de tal modo que si se cavaba a la profundidad suficiente, el agua marina comenzaba a llenar el agujero. De esta manera, la única forma de recuperar el hipotético tesoro que se encontrase allí era saber exactamente el recorrido del túnel y excavar a su alrededor.

Desde su descubrimiento se han perdido seis vidas en el intento de desvelar su contenido. El primer trabajador murió en 1861 debido a la explosión de una caldera; el segundo, en 1887, y los últimos cuatro exploradores fallecieron en 1965, cuando los alcanzó una fuga de gas en el túnel. En 1990, la batalla legal entre los dos propietarios de la isla obligó a interrumpir las excavaciones. Ya octogenarios, los dueños acordaron vender la isla a nuevos exploradores que retomaran la búsqueda del tesoro de los templarios, del Santo Grial, del tesoro del capitán Kidd o de lo que se encuentre bajo el pozo, convertido ya en una leyenda que, al igual que la historia templaria, se resiste a morir.

La causa que explica esta pervivencia de los templarios en la memoria histórica occidental está en la propia naturaleza humana. La fascinación que ejercen llevó a las logias masónicas, nacidas hace doscientos años, a adoptar sus símbolos, jerarquía y ceremonias, con el objeto de proclamar su origen templario. Y en pleno siglo XXI ha contribuido a la proliferación de productos y obras sobre los misterios templarios, ya sean videojuegos, novelas, películas o grupos de música. Sin embargo, esta atracción no siempre se ha producido. En el siglo XIX, el novelista sir Walter Scott retrató a los templarios como auténticos villanos en su obra histórica Ivanhoe; en 1960, el ocultista Alistair Crowley afirmaba que eran seguidores del culto a Satán. En películas como El Reino de los Cielos o El código Da Vinci aparecen retratados como auténticos fanáticos. En resumen, la trayectoria de los Caballeros Pobres de Cristo y del Templo de Salomón conjuga drama, misterio y un vacío documental en el que los inventores de fábulas se han movido a sus anchas. Un vacío que, posiblemente, crearon ellos mismos, cuando desapareció el archivo principal de los templarios que el último gran maestre ordenó quemar y destruir por completo. Una dramática pérdida para los historiadores pero muy favorable para la creación de la leyenda.