Tras más de cinco años de búsqueda, cuando el 26 de noviembre del año 1922 el británico Howard Carter rompió con cautela el sello de la tumba que acababa de descubrir, la luz de una vela le mostró uno de los más extraordinarios hallazgos jamás realizados por un arqueólogo: la tumba de Tutankhamón. Este descubrimiento resucitó a un jovencísimo rey ya olvidado, del que se conocía muy poco, y despertó un gran interés por la magia y el misticismo de una civilización antigua. En 1925, el mundo pudo ver la auténtica cara del faraón, representada en una magnífica máscara de oro con incrustaciones de vidrios de color y piedras finas. Su aspecto solemne y las riquezas que lo rodeaban eran sorprendentes. El joven Tutankhamón, cuentan los historiadores, vivió durante la época dorada de Egipto, cuando Luxor y Tebas eran la potencia hegemónica del mundo civilizado, por lo que gobernó un país inmensamente rico. Pero poco más se sabe de su esplendor. Todavía hoy los investigadores no han podido contestar las múltiples preguntas y enigmas que ha generado el descubrimiento de su tumba.
La antigua civilización egipcia vivía en armonía con la Tierra. Cada cambio de estación, cada anochecer y amanecer les permitían presenciar la continuidad del ciclo de la vida, de la muerte y del renacimiento que tenían lugar en la naturaleza que los rodeaba. Ante tal prueba de la capacidad del universo para regenerarse, estos hombres profundamente espirituales adoptaron la creencia de que ellos también volverían a nacer después de la muerte. El culto funerario pasó a ser la obsesión de los vivos y determinó todos los aspectos de la sociedad egipcia.
La religión estaba tan omnipresente en esta civilización que, como señala el arqueólogo Zahi Hawass, director de la Meseta de Giza, la zona donde están localizadas las pirámides, «crearon las ciencias para ser útiles en otra vida, mientras que actualmente nosotros creamos las ciencias para sernos útiles en nuestra vida diaria. Ésa es la diferencia y explica por qué se edificaron las pirámides, se creó la astronomía, el arte, la ciencia y todo lo que los egipcios diseñaron para servir a la religión y a la vida en el otro mundo».
LA TUMBA, UNA CASA PARA LA ETERNIDAD
Según la creencia egipcia, tras la muerte, se ponían en una balanza el corazón del difunto y la pluma de Maat, la diosa de la verdad. Si pesaba más el corazón que la pluma, el «monstruo engullidor» destruía enseguida el espíritu. Pero si ambas quedaban en equilibrio, el alma podía deambular por la Tierra. «En lugar de imaginar que sus almas se elevaban a un paraíso después de la muerte, los egipcios se imaginaban a ellos mismos viviendo en este mundo pero como espíritu, sin sufrir los trastornos inherentes al cuerpo físico, como pasar calor o frío, sufrir de enfermedades o de hambre», señala James Allen, conservador de Arte Egipcio del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.
En Egipto, la tumba permitía al espíritu o «doble» del difunto, también llamado Ka, tener un lugar para descansar cada noche y un sitio donde almacenar lo que necesitaría para sobrevivir en este otro mundo. Su interior reflejaba la posición y riqueza de su propietario, y no se escatimaban gastos a la hora de equiparlas para el más allá. Parece ser que, en realidad, a los egipcios no les interesaban sus casas: podían vivir en ellas no más de cuarenta o cincuenta años. Sin embargo, sus tumbas eran otra cosa: vivirían allí miles y miles de años.
Las más suntuosas tumbas pertenecían a los célebres faraones, incluyendo las grandes pirámides del comienzo de la dinastía de los reyes. Sus arquitectos diseñaron falsos pasillos y puertas secretas con el fin de proteger sus preciosos contenidos para la eternidad. De forma regular, algunos ladrones de aquellos tiempos consiguieron entrar y saquear las tumbas. Ninguna pirámide se escapó del saqueo. Por esta razón, a partir del siglo XVI a. C., los faraones optaron por la seguridad y mandaron construir en un valle rocoso fuera de Tebas unas tumbas, no tan insignes como las que se habían visto hasta el momento, pero más fáciles de guardar. Un valle poco acogedor pero fácil de vigilar suponía una ventaja importante para cualquier necrópolis real. El arquitecto Ineenee escribió dentro de la tumba de Tutmosis I esta inscripción: «He edificado la tumba de mi majestad, nadie ve, nadie oye y nadie escucha». Al menos, ése era su objetivo.
Esta tierra estéril recibió el nombre de Valle de los Reyes porque en ella fueron sepultados al menos cuarenta reyes y miembros de la realeza. Cuando las grandes dinastías egipcias del Nuevo Reino pasaron a la historia, los guardianes del lugar desaparecieron y todas las tumbas fueron saqueadas, una tras otra. Todas menos una, que permaneció escondida durante más de tres mil años, incluso después de entrar en escena un nuevo tipo de saqueador: el arqueólogo moderno.
EL SUEÑO DE HOWARD CARTER
A principios del siglo XX, Egipto se encontraba bajo el control de Gran Bretaña. Muchos extranjeros acudían allí y se instalaban en hoteles clásicos como el Palacio de Invierno de Luxor o llevaban a sus invitados en cruceros privados por el Nilo. Durante el corto invierno, algunos de los turistas más ricos se metían a arqueólogos llevados de una parte por la curiosidad científica y, de otra, por la codicia. Todo lo que encontrasen tendría que dividirse en dos; el gobierno egipcio se quedaba una parte y la otra mitad sería para el descubridor. Por esta razón muchos museos y «arqueólogos» fueron a escarbar a la zona.
El hallazgo definitivo estaba aún por llegar: una tumba de faraón intacta. Howard Carter, hijo de un pintor inglés, esperaba conseguirlo. Londinense, de personalidad compleja y carácter enfermizo, viajó por primera vez, bajo la tutela de lady Amherst, a Alejandría a los 17 años. Se enamoró de las antiguas ruinas y se reveló como un arqueólogo competente. En 1909, George Herbert, lord Carnarvon, contrató a Carter para supervisar una concesión que le permitía excavar en la parte oeste de Tebas. De nacionalidad inglesa y gran fortuna, Carnarvon era un hombre aficionado a la aventura. Llegó a Egipto para recuperarse de un accidente de coche que había tenido en Alemania, y decidió meterse en el negocio de la arqueología mientras estaba convaleciente.
El temperamento tranquilo del aristócrata se reveló complementario con el carácter serio de Carter, y juntos consiguieron hallazgos de cierto valor arqueológico. Sin embargo, Carter no se mostraba satisfecho, siempre pendiente de los pasos de Theodore Davis, un millonario estadounidense que trabajaba en el Valle de los Reyes y que en 1906 había encontrado una copa de vidrio azul con una inscripción con el nombre de Tutankhamón. La temporada siguiente halló en un estrecho pozo polvos de embalsamamiento y unas vasijas con las mismas marcas. En esta época, Tutankhamón era, en cierto modo, un desconocido. Se sabía que había reinado un rey llamado así que no duró mucho en el trono, y se habían encontrado algunos monumentos con su nombre escrito.
La imagen del hipotético faraón obsesionaba a Carter. En 1914, lord Carnarvon compró, a petición suya, la concesión del Valle de los Reyes. Carter obtuvo el permiso legal para excavar allí a pesar de que los más reconocidos arqueólogos pensaban que el lugar estaba agotado y que no quedaba nada por descubrir. Pero Carter sentía que algo lo esperaba debajo de las rocas y los escombros de este valle y no se dejó intimidar.
Los efectos de la Primera Guerra Mundial dejaron los sueños de Howard Carter pendientes: tuvo que esperar hasta 1917 para poder empezar a excavar en el Valle de los Reyes. Comenzó a explorar cada rincón de la necrópolis con cientos de trabajadores que removían toneladas de rocas y tierra. «El Valle estaba lleno de escombros. Así que Carter trabajó sistemáticamente en varias partes retirando rocas hasta llegar al suelo originario. Pensó que sólo así podría asegurarse de que no había una entrada de una tumba», apunta T. G. H. James, uno de sus biógrafos. Al mismo tiempo, varios especialistas reunían pruebas procedentes de otras excavaciones en todo Egipto, empezaban a saber más sobre el misterioso faraón Tutankhamón y se comenzó a pensar que podría estar enterrado en algún lugar de estas colinas de piedras calizas.
EL DESCONOCIDO REY TUT
Tutankhamón vivió durante la época dorada de Egipto, cuando Luxor y Tebas eran la potencia hegemónica del mundo civilizado. Gobernó un país muy rico, una próspera civilización que se sitúa en la mitad del siglo XIV a. C., cuando corrientes de agitación se levantaban en las aguas del Nilo. La diplomacia prudente del rey Amenofis III había asegurado más de treinta años de paz sin interrupciones, pero todo acabó cuando subió al trono su iconoclasta hijo Ajnatón. Éste decidió abandonar el panteón de los dioses que su pueblo había venerado durante siglos para venerar únicamente el poder de la luz representada en el círculo solar y denominada «Aten» o «Atón». Cerró los templos antiguos en Tebas, lo que dio motivo de rencor a los poderosos sacerdotes, y se trasladó a una nueva capital dedicada a su dios Atón. Muchos especialistas opinan que Tutankhamón pudo ser hijo del viejo Amenofis III o, quizá, el hijo del mismo Akhenatón.
Para Gay Robins, profesor de arte antiguo egipcio en la Universidad de Emery, en Atlanta (Estados Unidos), «Tutankhamón es un personaje frustrante porque no sabemos exactamente quién es. Tenemos pruebas de que es de sangre real, que su padre era un rey, pero nunca se menciona quién era ese rey. Aquí nace la gran polémica entre egiptólogos».
El príncipe Tut se crió seguramente entre los flamantes palacios de la nueva ciudad, que se llamaba entonces Ajtatón, es decir, «viva imagen de Atón», la actual Tell al-Amarna, a 400 kilómetros de El Cairo. Allí veía cómo su padre rendía culto a Atón, el dios del disco solar, sobre quien había fundado una religión monoteísta, y creció seguro del poder benéfico de sus rayos. Su padre o suegro, o las dos cosas, Akhenatón, murió o perdió poder en el decimoséptimo año de su reinado. Los historiadores discrepan sobre quién reinó después. Coinciden en el hecho de que en el año 1333 aproximadamente Tutankhamón fue coronado rey, aunque no se encontraron indicios de su edad. Con el país dividido entre los sacerdotes de la antigua religión y las ideas radicales de su antecesor, el nuevo faraón se enfrentaba a un futuro precario.
EL TRIUNFO DE LA PERSISTENCIA
En la primavera del año 1922, Howard Carter llevaba ya cinco largos años trabajando bajo el calor del desierto, removiendo cada roca, sin resultados, por lo que lord Carnarvon, cansado ya, quería abandonar la búsqueda. Carter pidió a su patrocinador que resistiera una temporada más. Le interesaba especialmente un trozo de tierra que quedaba por investigar. Este terreno se encontraba delante de la tumba del rey Ramsés VI, justo en el camino que tomaban los visitantes para entrar en el valle y, por consiguiente, era un sitio más difícil de excavar.
El 1 de noviembre de 1922, Carter inició la que iba a ser su última campaña en el Valle de los Reyes. Los trabajadores tenían buen ánimo. El arqueólogo había comprado un canario para alegrar la casa que se había construido fuera del valle. Lo llamaban el «pájaro dorado» y todos estaban convencidos de que les iba a traer suerte. Y parece que así fue. Tres días más tarde, el 4, cuando Carter se dirigió hacia el lugar de excavación, justo después del desayuno, escuchó un rumor nervioso: los trabajadores habían desenterrado un peldaño. Pronto aparecieron quince escalones más que llevaban a una puerta con el sello del chacal y de las nueve cautivas, el sello real de la necrópolis.
La diligencia extraordinaria y el carácter persistente de Howard Carter triunfaron: encontró la tumba real. Lord Carnarvon estaba en Inglaterra y, como patrocinador, hubo de esperar dos largas semanas a que volviera. Finalmente, el 26 de noviembre de 1922, un pequeño grupo se juntó delante de la puerta. Entonces Carter apartó los escombros restantes y rompió el sello de Tutankhamón. Pero también encontró pruebas preocupantes de que alguien había excavado antes. Tras la puerta apareció un túnel lleno de piedras. Para consternación del equipo, parecía que, en realidad, se había abierto un pasaje entre las rocas que luego había sido rellenado. La gran duda era si el ajuar funerario se encontraría intacto o ya habría sido víctima de saqueo muchos años atrás.
Llegaron a una segunda puerta. Nervioso, Carter hizo un pequeño agujero en la esquina superior izquierda. Encendió una vela para comprobar si había gases peligrosos, y luego ensanchó el agujero y observó el interior. A sus espaldas, esperaban Carnarvon; su hija, lady Evelyn Herbert, y un ayudante, Arthur Callender. Carter pasó la luz dentro y metió la cabeza. Se quedó callado. Su silencio pareció durar una eternidad para la gente que estaba allí, aunque probablemente no pasarían más de unos segundos. Por fin lord Carnarvon, impaciente, le preguntó sobre lo que estaba viendo. Carter murmuró: «Cosas maravillosas», palabras que ahora ya son célebres. Dentro, su luz iluminó el tesoro dorado del más importante descubrimiento arqueológico de la Historia. En ese día decisivo de noviembre de 1922, el arqueólogo Carter hizo realidad el sueño de hallar una tumba real en el Valle de los Reyes, propiedad de un faraón poco conocido, Tutankhamón, el joven rey Tut.
UN TESORO INIMAGINABLE
Mientras los ojos de Carter se iban acostumbrando a la luz, empezaron a surgir de las sombras detalles del interior de la sala, animales extraños, estatuas y oro; por todas partes el centelleo del oro. Se quedó sobrecogido por el asombro. El grupo pasó a través de esa pequeña abertura y recorrió con precaución la antecámara de la tumba. Ante los pies de Carter yacían los iconos religiosos y los tesoros de la vida cotidiana de un rey de una época pasada. Su biógrafo T. G. H. James, lo describe así: «En lenguaje familiar diríamos que se quedó boquiabierto, pasmado. Nunca ningún excavador en Egipto se había encontrado ante tan extraordinaria colección de material. Y, por supuesto, sólo era el inicio de lo que se iba a descubrir».
El tiempo parecía haberse detenido en esta pequeña cámara. Reinaba el desorden; unos carros desmontados se amontonaban en un rincón. Algunos lechos ceremoniales de gran tamaño se alineaban en la otra pared. Dos estatuas de tamaño real, con toda probabilidad del rey, se enfrentaban a los dos lados de una puerta, como dos guardianes de otro tiempo.
El desorden demostraba que la tumba había recibido la visita de los salteadores, aunque no la habían desvalijado, seguramente porque fueron sorprendidos por los guardianes. «El robo debió de perpetrarse pocos años después del enterramiento del rey, y los ladrones debieron de entrar por lo menos dos veces», anotó Howard Carter.
Las dos puertas de la antecámara tenían agujeros a nivel del suelo, pero eran aberturas pequeñas, por las que sólo cabría un niño, y por donde únicamente podían haber sacado objetos pequeños. La abertura de la puerta que, según comprobarían luego, daba a la cámara mortuoria había sido tapada posteriormente, mientras que el agujero de la otra se había quedado abierto. En la pequeña sala o anexo que cerraba esta última puerta, reinaba el caos entre los objetos que contenía, es decir, que allí se encontraba todo tal cual lo habían dejado los ladrones. En cambio en la antecámara se había intentado ordenar las cosas. Por cierto, éstas eran tan numerosas que harían falta siete semanas para sacarlas.
Al día siguiente, Carter notificó su descubrimiento a las autoridades locales, tal como exigía la ley egipcia. El arqueólogo añadió que no planificaba explorar más hasta que no se hubiera vaciado totalmente la antecámara. En realidad mintió. A escondidas, Carter había penetrado en la cámara mortuoria y había hecho un plano de las otras cámaras. En una fotografía de la época se puede ver dónde colocó una cesta y un montón de escombros para esconder una de las entradas. No quería que los egipcios se enteraran de todos los detalles.
Al entrar en la cámara mortuoria, se quedaron asombrados al ver que un edículo dorado llenaba prácticamente la sala. Alrededor tan sólo quedaba espacio para unos objetos rituales que habían sido cuidadosamente colocados.
En total, la tumba se componía de cuatro cámaras: la antecámara que servía de distribuidor, el pequeño anexo revuelto por los ladrones, la cámara mortuoria y, pasando a través de ella, la sala del Tesoro, en la que una estatua de Anubis, el dios del mundo de los muertos, guardaba el cofre donde se habían almacenado los órganos internos momificados del rey. En la cámara mortuoria, Carter levantó con precaución los paneles del dorado edículo y se encontró con un segundo edículo colocado dentro. Estaba cerrado con una cuerda y mostraba todavía intacto el sello del faraón. Era la prueba definitiva de que los ladrones no habían tocado el sarcófago. Y significaba que la momia de Tutankhamón se encontraba todavía dentro… La noticia de este increíble descubrimiento cautivó la imaginación de la gente en todo el mundo. Un público embelesado seguía con entusiasmo cualquier noticia sobre el faraón.
Carter y su equipo de conservadores planificaron trabajar únicamente durante los suaves meses de invierno. Querían estudiar la antecámara antes del mes de febrero de 1923, fecha del cierre de la temporada de excavación. Cada artefacto nuevo les ofrecía una nueva visión sobre la historia misteriosa de la vida de Tutankhamón. Innumerables estatuas rituales de la imagen del rey reflejaban la estampa de un joven armado para luchar contra los tormentos en el más allá.
Los objetos de la tumba eran una mezcla entre objetos fabricados específicamente para el funeral y otros que el muerto utilizó en la vida cotidiana. «Algunas cosas como sus sandalias llevan pintadas unos extranjeros atados. Esto venía a significar que cuando las llevaba estaba pisando a sus enemigos», observa el profesor Gay Robins. Entre los instrumentos de música y el material para escribir se encontraron cuatro juegos de mesa, prueba de que eran el pasatiempo favorito de muchos egipcios de la época.
En un ataúd en miniatura se encontró un recuerdo conmovedor: un mechón de pelo gris. Una inscripción lo identificaba como perteneciente a la reina Tiye, posiblemente la abuela del joven rey. Muchos objetos tienen como adornos la imagen de Tutankhamón y su mujer, Anjnesamón, hija menor del rey Ajnatón, quien pudo haber sido la propia hermanastra del faraón. El conservador Zahi Hawass subraya el cariño que se muestra la pareja: «En sus retratos parece muy enamorado de su esposa, porque si contemplamos la escena en la que aparece junto a ella, se puede ver que sólo llevan un zapato para demostrar que son una misma persona». Además, se guardaron en un rincón unos arcos y flechas como recuerdos de las guerras con los extranjeros que atormentaron el reino del joven faraón, todavía conocido como Tutankhatón en los primeros tiempos de su reinado.
UN REINADO CORTO Y AGITADO
Cuando Tut subió al trono en el año 1333 a. C., Egipto estaba bajo la amenaza del enemigo. Los poderosos hititas estaban frente a sus fronteras y una serie de plagas arrasaban el país. Muchos de sus súbditos creían que esa nueva religión que veneraba el «disco solar» era la causa de los males de Egipto. El imperio necesitaba un soberano unificador, pero ante los ojos de los egiptólogos, el rey era demasiado joven para dirigir sin ayuda los asuntos del Estado. Su principal consejero pudo haber sido Ay, un pariente mayor que él, con mucha influencia sobre el joven Tutankhamón. «Sabemos también que otro hombre llamado Horemheb, que fue general de Tutankhamón, pudo haber tenido mucho poder. Creo que estos funcionarios reales, y quizá otros más, decidieron traer el orden mediante el caos. Y me imagino que el pobre Tutankhamón no tenía derecho a opinar sobre los acontecimientos», señala Gay Robins.
Algunos años más tarde, Tut dejó la ciudad nueva de Ajtatón y empezó a reconstruir los templos antiguos de Tebas. Cambió su nombre por Tutankhamón, lo que parece una señal de que la vieja religión y la veneración de cientos de dioses habían vuelto a ganar su favor. Sin embargo, al cumplirse el octavo año de su reinado, se acabaron todas las esperanzas. El joven rey murió. Se embalsamó su cuerpo y se colocaron los objetos mortuorios en su tumba. Ay, el viejo consejero de Tut, nombrado nuevo faraón, tocó la boca, las orejas y los ojos de la momia, abriéndolos para que el espíritu pudiera vagar en su vida futura. Finalmente, se cerró el panteón, que no volvió a ser abierto hasta tres mil años después.
NACIONALISMO EGIPCIO Y TENSIONES
Con la desaparición prematura de lord Carnarvon (de la que hablaremos más adelante), Carter perdió más que un amigo. Su mundo se hundió. El conde era un hombre importante en su entorno social y también influyente en la política de esa época. Carter se encontró completamente solo frente a las constantes interrupciones de los funcionarios del gobierno egipcio. Restringió el acceso de los visitantes a la tumba, lo que provocó un aumento de la tensión. La pugna por el control sobre las excavaciones se había abierto. Por una parte, el arqueólogo británico y, por otra, el Servicio de Antigüedades egipcio.
Egipto había estado bajo control extranjero durante dos mil años y en esos días un amenazador partido nacionalista pretendía mostrar su fuerza. Era un asunto de política y el arqueólogo británico era la persona menos adecuada para tratarlo. Sus biógrafos señalan que no estaba especialmente dotado para la diplomacia. Cuando Morcos Bey Hanna, el ministro egipcio de Obras Públicas, discutió con él sobre los derechos de visita, un insensato Carter cerró la tumba, dejando la tapa del sarcófago aún colgada de las cuerdas sobre el ataúd. «Carter fue un arqueólogo muy bueno, pero también fue una persona muy rara y cometió muchos errores. Para mí, su error más grande fue creer que la tumba era suya. No lo era. La tumba pertenecía a Egipto», explica Zahi Hawass. El cierre favoreció involuntariamente la posición de las autoridades egipcias. El Servicio de Antigüedades tomó el control de la tumba y cambió rápidamente las cerraduras. La medida fue muy bien recibida en todo el país.
Transcurrió un año antes de que Carter pudiera volver a la excavación, para lo que se vio obligado a hacer concesiones importantes. Sin el apoyo de la familia Carnarvon, que «abandonaba cualquier demanda sobre los tesoros», el arqueólogo tuvo que aceptar las normas impuestas por el gobierno egipcio. En octubre de 1925, Carter levantó por fin la tapa del ataúd para descubrir otro ubicado dentro y luego otro, y otro, y otro…
El enterramiento del rey era como un juego de cajas chinas o como las capas de una cebolla. Primero había cuatro edículos superpuestos, sin casi espacio entre ellos, de madera dorada y llena de jeroglíficos. Luego venían tres sarcófagos de piedra rosa adornados con planchas de oro, unos dentro de otros. A continuación un sarcófago de madera bastante sencillo, y luego otro de madera chapada de oro, con incrustaciones de piedras preciosas y cristales multicolores. Y por fin, un sarcófago antropomorfo de 1,80 metros de largo, hecho totalmente de oro, con los ojos de obsidiana y algunas incrustaciones de lapislázuli, vidrio y coralina.
En su interior reposaba la momia de Tutankhamón, con la cabeza encerrada en una magnífica máscara mortuoria de oro incrustada de piedras preciosas y vidrios de color.
Se utilizaron unos cuchillos calientes para separar la máscara del cráneo. Por fin, el arqueólogo inglés pudo contemplar los rasgos momificados del rey. El aspecto solemne del joven rey dejó a Carter sin habla. También hallaron, envueltas dentro del ataúd, más de un centenar de joyas, todas muy simbólicas, con contenidos divinos.
UNA MOMIA RODEADA DE INCÓGNITAS
La apertura del sarcófago descubrió fabulosas riquezas, pero al mismo tiempo dio lugar a muchas preguntas. La primera fue conocer la causa de la muerte del faraón. En noviembre de 1925, doctores y arqueólogos se juntaron para empezar la autopsia del cuerpo del rey Tut. Los restos se encontraban en pésimas condiciones debido a una combustión química que transformó parte de las capas en hollín. La piel, en su mayor parte, se había conservado muy mal y se mostraba frágil y arrugada. Se habían envuelto cada uno de los dedos de los pies y de las manos del rey, y sus brazos cruzados escondían una herida embalsamada de unos nueve centímetros en el lado izquierdo de su abdomen. Un estudio de la estructura de sus huesos llevó a los expertos a la conclusión de que el rey tenía unos 18 años a su muerte.
En caso de ser verdad, habría subido al trono siendo un niño de unos 8 o 9 años. Este asunto levantó muchas más dudas aún entre los egiptólogos: ¿hasta qué punto sus consejeros lo escuchaban? ¿Podían ellos ordenarle callar? ¿O más bien, ahora que se lo había reconocido rey y tenía ese carácter divino atribuido a los faraones, podía dar su opinión? Las investigaciones siguieron, en principio, la línea marcada por los forenses. En el año 1968, unos análisis revelaron un pequeño fragmento extraño dentro del cráneo. ¿Era esto sólo un remanente del proceso de embalsamamiento o prueba de una herida mortal en la cabeza? Muchos se preguntaron si no habría sido herido en una batalla. Incluso se planteó la posibilidad de que fuera asesinado. De nuevo, todo eran especulaciones.
Para Gay Robins, la hipótesis más simple es que, a medida que iba creciendo Tutankhamón y empezó a tomar sus propias decisiones, algunos consejeros pudieron pensar que no iba a necesitar más su ayuda. «Quizá algunos de estos funcionarios no querían dejar ese poder. Así que resultaba más fácil matar al rey», indica. Algunos egiptólogos apuntan al viejo consejero de Tut, Ay, como el responsable de su hipotético asesinato. Después de todo, fue quien subió al trono a la muerte del joven faraón. Otros apuntan al popular comandante en jefe del ejército, el general Horemheb.
Un experto como Zahi Hawass sugiere que la prueba decisiva se encuentra en una carta escrita por la desesperada viuda de Tu t, Ankjesamón, en la cual suplica a los enemigos mortales de Egipto, los hititas, que le ofrezcan una boda con un príncipe real. «Después de su muerte, ella no quiere casarse con nadie en Egipto. No se fiaba de nadie, quizá porque sabía lo que había ocurrido. Si su esposo no hubiera sido asesinado, nunca habría pedido a un rey extranjero que fuera y se uniera en matrimonio con ella. Por eso creo que como sabía que habían asesinado al rey Tut, ella prefería no tener nada que ver con Ay o con Horemheb», señala Zahi Hawass.
Sin embargo, la joven viuda al final se casó con el nuevo rey, el consejero Ay, que gobernó como faraón muy pocos años. A su muerte, el general Horemheb se quedó con la corona y empezó a reconstruir el imperio. «Cuando finalmente Horemheb fue coronado rey, se atribuyó el mérito de casi todo lo que Tutankhamón había realizado. Borró su nombre de casi todas las inscripciones y lo sustituyó por el suyo», apunta William J. Murname, profesor de historia antigua en la Universidad de Memphis, en Tennessee (Estados Unidos).
No obstante, otros especialistas en egiptología discrepan completamente de esta versión, pues depende demasiado de la edad de la momia. James Allen, conservador de Arte Egipcio en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, opina que «la edad se basa en el análisis de la momia y de la soldadura de los huesos. Pero resulta que hay un margen de error posible de unos diez años, ya que uno se desarrolla más lenta o más rápidamente dependiendo del lugar del planeta donde se encuentre. Tutankhamón podría tener 27 años cuando murió, lo que significa que podría haber subido al trono con 17 años y no con 9».
Sea como fuere, la tumba es demasiado esplendorosa para tratarse de un rey menor, no solamente en edad. ¿Fue Tut la fuerza que impulsó el intento de Egipto de alejarse de la herejía de Ajnatón? Quizá eso explique por qué su tumba contenía tantas riquezas. Para el profesor Murname, «lo que hizo Tutankhamón significó tanto que en su funeral le ofrecieron una despedida especialmente rica. Le proporcionaron unos equipos mortuorios excepcionalmente lujosos aun para las normas de la época de la XVIII Dinastía. Puede que eso represente un dorado apretón de manos de los dioses, como para agradecer un trabajo bien hecho».
EL TRABAJO METICULOSO DE CARTER
Howard Carter dedicó más de una década de su vida a trabajar en la tumba y a la conservación de sus piezas. No obstante, nunca culminó la publicación definitiva de sus descubrimientos. Murió de cáncer en 1939, a los 68 años y en un relativo olvido. T. G. H. James, su biógrafo, lo describe como «un hombre triste, quizá incluso desilusionado cuando murió. Había realizado probablemente el descubrimiento más importante que se ha realizado nunca. Pero le pesó demasiado».
Al final, el legado de Carter se basa en la misma meticulosidad de su trabajo. Los más de cinco mil objetos que sacó de la tumba de Tutankhamón atraen a cientos de miles de personas al Museo de El Cairo cada año. «Carter tiene el mérito de haber insistido en buscar la tumba. No se pueden buscar tesoros como Indiana Jones. Un buen arqueólogo tiene que tener paciencia, y es lo que lo llevó al éxito», afirma Zahi Hawass.
Pese a su intenso trabajo y el de los investigadores que siguieron su estela, todavía quedan muchas preguntas sin respuesta. La vida de Tutankhamón sigue siendo un misterio. Howard Carter advirtió a aquellos que quisieran seguir los pasos del faraón con esta frase: «Las sombras se mueven pero la oscuridad nunca se levanta totalmente». La momia reposa en la cámara mortuoria originaria. Se trata del único gran rey de Egipto que todavía está en el Valle de los Reyes. El sarcófago de oro y su ajuar funerario, único vestigio de esplendor, asombran a quienes los ven en el Museo de El Cairo, pero en realidad fue un faraón de la XVIII Dinastía de importancia menor, olvidado durante siglos y siglos, que ha regresado para ofrecer un ejemplo más de las maravillas que le esperan a quien va en busca de la historia. Y a pesar de su prematura muerte, de que no dejó herederos y de que su tumba no puede compararse con la de otros faraones, Tutankhamón se ha convertido en el más conocido de los antiguos reyes egipcios. La leyenda lo acompaña desde hace más de tres mil años, a la vez que una implacable maldición persigue a quienes osaron profanar su tumba. En su historia se mezclan el misterio de una novela dramática y tantas víctimas como en una película de terror. La momia de Tutankhamón yació en la soledad de su cámara mortuoria, rodeada de fabulosos tesoros, durante milenios. Hasta que en 1922, con la apertura de su sarcófago, comenzaron a producirse las misteriosas muertes de quienes participaron en el descubrimiento. Ahora, más de ochenta y cinco años después, la ciencia examina todos los detalles y busca nuevas pistas para determinar qué hay de cierto tras uno de los mitos históricos más duraderos de nuestro tiempo.
LA MALDICIÓN DE TUTANKHAMÓN
El Cairo, la capital de Egipto, es una ciudad tan antigua que a veces la llaman «la madre del mundo». En ella aún sobrevive el espíritu del Antiguo Egipto. No lejos del centro, la modernidad de los rascacielos y el bullicio del bazar ceden el paso a las pirámides. Pero quizá donde el pasado y el presente se unen de un modo más íntimo es en la dorada máscara de la momia más famosa de Egipto, la de Tutankhamón. Antes del descubrimiento de su tumba, este antiguo faraón era prácticamente desconocido para los historiadores. Las preguntas que se hacían sobre este rey giraban en torno a su posición histórica al final de la XVIII Dinastía. Emily Teeter, egiptóloga del Instituto Oriental de la Universidad de Chicago, afirma que «Tutankhamón es una especie de extraño misterio por derecho propio. Era muy joven cuando llegó al trono y falleció siendo muy joven por causas desconocidas. Vivió en una época muy curiosa y turbulenta del Antiguo Egipto, por lo que hay una tremenda cantidad de romanticismo y de mito que ha ido creciendo a su alrededor».
1922: un hito para la arqueología
Cuando Tutankhamón murió, su cuerpo fue transportado al otro lado del Nilo. Según la costumbre, la situación de la tumba era un secreto que muy pocos conocían. Con el tiempo, el escondite fue olvidado y su rastro desapareció. El redescubrimiento de la tumba en 1922 fue acogido como un gran triunfo arqueológico. Cuando sacaron a la luz los tesoros enterrados con él, todo el mundo fijó sus ojos en Tutankhamón. Los historiadores querían saber con exactitud quién era aquel faraón, cuánto tiempo había gobernado y cómo había muerto. Pero pronto surgió otra pregunta que nada tenía que ver con la arqueología, y ésta era decididamente más siniestra: ¿por qué las personas asociadas con el descubrimiento sufrían una muerte inusual y temprana?
Enfermedades repentinas, un suicidio, un asesinato, varias muertes y diferentes extraños sucesos se produjeron en personas que habían visto o tenían relación con el sarcófago, hechos que se dieron a conocer como «algo más que simples coincidencias». Para algunos todo ello tiene una explicación: la momia de Tutankhamón está protegida por una mortífera maldición que se liberó en el momento en que se abrió su tumba, una teoría que ha apasionado a la opinión pública desde hace más de ocho décadas.
Mark Nelson, epidemiólogo australiano de la Universidad de Monosh, es un ejemplo de este entusiasmo. Con técnicas de investigación propias de un detective, Nelson ha examinado viejas pistas y ha puesto a la leyenda bajo la rigurosa luz de la ciencia. Experto en la prevención de enfermedades coronarias, ha sido el primer investigador que ha analizado de un modo científico la veracidad de la leyenda de la maldición de Tutankhamón. Hasta ese momento, todos los investigadores se habían limitado a rechazar la posibilidad de que existiera tal cosa. «Por eso decidí utilizar métodos de estudio epidemiológico en mis investigaciones sobre la maldición —afirma Mark Nelson—. Lo interesante está en saber si se disipará el mito al emplear un enfoque científico».
Por lo general, el enfoque en este tipo de investigación pretende ver si existe una asociación entre la exposición a «algo» y el desarrollo de la enfermedad. Así, el primer paso para Nelson fue aprender todo lo posible sobre la maldición y sus supuestas víctimas con la ayuda de la tecnología moderna. Las investigaciones de Nelson comenzaron centrándose en quienes estuvieron más expuestos a la maldición para averiguar cuánto tiempo vivieron y por qué murieron. Si la maldición existe, los datos lo refrendarán. Sin embargo, esta simple premisa no siempre se cumple cuando el objeto de exploración es la Historia.
Extraña sucesión de muertes
Tras el descubrimiento, Carter y Carnarvon se convirtieron en celebridades inmediatamente, pero su alegría iba a durar poco porque siete semanas después de haber abierto oficialmente la cámara mortuoria, lord Carnarvon murió. Y aún habría más muertes. La leyenda asegura que Howard Carter y su equipo descubrieron, en 1922, las maravillas de la tumba de Tutankhamón pero también despertaron a una maldición de 3500 años.
Los diarios de la época contaron la historia en la que el patrocinador de la expedición, lord Carnarvon, aparecía como la primera víctima de la maldición. El descubrimiento todavía procuraba titulares, y el equipo era aclamado por el mundo de la arqueología. Lord Carnarvon abandonó el Valle de los Reyes para tomarse unos días de descanso. No regresó. La enfermedad llegó rápidamente: una infección se extendió por todo su cuerpo. Cuando empeoró, fue trasladado de inmediato a El Cairo. Llamaron a los médicos y su hija Evelyn acudió a atenderlo. Murió el 5 de abril de 1923.
La noticia de que Carnarvon había fallecido de neumonía recorrió el mundo. En ese momento, la leyenda de la maldición de Tutankhamón tomó cuerpo. Se dijo que «había profanado la tumba y había recibido su castigo». Según Emily Teeter, «le da un aire romántico a la historia el hecho de que, supuestamente, la noche que falleció lord Carnarvon se apagaran todas las luces de El Cairo y que su perro en Inglaterra empezara a gemir y cayera muerto. Y ocurrieron un montón más de cosas misteriosas. Aquello fue el principio de esta horrible maldición contra cualquiera que hubiera trabajado en la tumba».
Al poco tiempo, a las redacciones de los periódicos de todo el mundo llegaron informes sobre varias muertes más, que sólo parecían tener una cosa en común: su relación con la tumba de Tutankhamón. La primera de la serie era en realidad anterior al fallecimiento de lord Carnarvon; fue la del canario de Howard Carter, que se consideraba que había traído buena suerte a la excavación. Parece que una cobra atacó y mató al pajarito el mismo día en que Carter abrió la tumba. La cobra era un animal totémico asociado a los faraones, y los trabajadores nativos empezaron a murmurar. Según ellos, el espíritu de Tutankhamón no había muerto.
Seis meses después de haber fallecido Carnarvon, su hermanastro Aubrey murió de una infección tras una operación quirúrgica de poca importancia. Arthur Mace, un ayudante próximo a Carter, tuvo que dejar de trabajar debido a su mala salud. Murió de pleuresía antes de que la tumba hubiese sido despejada. Dos años más tarde, en 1926, un egiptólogo francés, George Bendi, se cayó durante una visita a la tumba y falleció poco después; un príncipe egipcio murió a tiros tras haber visto el descubrimiento; la vida del egiptólogo James Henry Breasted acabó por una infección bacteriana; el magnate de los ferrocarriles estadounidenses George J. Gould se resfrió en la tumba y también murió de neumonía… Y la lista no acaba aquí. El secretario personal de Howard Carter, Richard Bethel, falleció de un infarto. Poco después, el padre de Bethel escribió una nota diciendo que no podía soportar más horrores y se suicidó tirándose desde una ventana.
Los periodistas buscaban cualquier circunstancia y subrayaban la relación de todos ellos con la tumba de Tutankhamón, por muy indirecta que ésta fuese. En 1924, apenas un año después del gran descubrimiento, según algunos diarios, más de veinte personas habían sido víctimas de la maldición. No es extraño que la leyenda quedara firmemente arraigada en la tradición popular.
Tablillas amenazantes para proteger sepulturas
El siguiente paso en la investigación de Mark Nelson fue centrarse en la tumba. Comenzó por los objetos encontrados en su interior para ver si podían contener pruebas de una maldición. A pesar de la gran variedad de piezas de interés, el hallazgo decepcionó a algunos historiadores. Les extrañaba la falta de documentos escritos. En la tumba no encontraron papiros ni ningún otro tipo de documentos históricos. También estaban desconcertados por la forma y el tamaño de la tumba: sólo un corredor y cuatro salas, en total, menos de ciento diez metros cuadrados. Muy poco para lo que estaban acostumbrados: la tumba de Ramsés II, por ejemplo, es ocho veces mayor que ésta. La egiptóloga Emily Teeter dice al respecto que, «cuando se compara la tumba de Tutankhamón con la de otros faraones, más o menos contemporáneos, su tumba es minúscula, y parece muy claro que no era real aunque fuera utilizada como sepulcro real».
Howard Carter y su equipo fotografiaron, recogieron y catalogaron cuidadosamente los tesoros de la tumba, pero existe un rumor que dice que uno de los hallazgos fue escondido: una tablilla que contenía la maldición que prometía la muerte a aquellos que profanaran la tumba. Si tal tabilla hubiera existido, sería una prueba física de la maldición, lo que le habría dado más credibilidad. En el Instituto Oriental de la Universidad de Chicago, la investigadora Emily Teeter confirma la existencia de tablillas con maldiciones: «En la pared de una tumba construida alrededor del año 2400 a. C., mil años antes de Tutankhamón, aparece una. No hay ninguna duda de lo que es este texto. Sale de la boca del propietario de la tumba, que se llama Beu, y dice que cualquiera que entre en esa tumba y la profane será agarrado por un ave, que le retorcerá el cuello y lo matará».
Aunque encontradas en pocas tumbas, en las maldiciones egipcias hay todo tipo de amenazas, desde daños corporales hasta castigos de los dioses. La razón que explica esta costumbre es que en el Antiguo Egipto existía una lamentable tendencia a saquear las sepulturas. Se entraba en las tumbas para llevarse los valiosos objetos que acompañaban al muerto, generalmente piezas muy apetecibles para los ladrones. Por este motivo, según afirma Emily Teeter, «cuando la gente construía una tumba, sabía que corría peligro de que la saquearan, e intentaba protegerla. Sin embargo, teniendo en cuenta que prácticamente todas las tumbas de Egipto fueron profanadas, las advertencias no fueron muy eficaces. En las tumbas en las que hay maldiciones inscritas, por lo general, los textos son claramente visibles. En la tumba de Tutankhamón había muy pocos ornamentos. La cámara mortuoria está pintada, ni siquiera tiene bajorrelieves. En realidad, en esa cámara no hay lugar alguno razonable para la inscripción de una maldición».
Los arqueólogos creen que en la tumba de Tutankhamón robaron dos veces, probablemente poco después de haber sido enterrado. Sus suposiciones se basan en los distintos tipos de roca que llenan el pasillo. Los objetos pequeños, más fáciles de transportar, eran los más codiciados. Se buscaba oro, perfumes y tejidos, pues se podían vender sin problemas y sin levantar sospechas en cualquier bazar.
Howard Carter encontró varios anillos de oro envueltos en un trapo. Dedujo que se les habían caído a los ladrones justo cuando los guardianes del Valle los descubrieron, y que éstos, más tarde, rellenaron el pasillo que iba a la tumba para evitar nuevos saqueos. Sin embargo, siempre negó los rumores sobre una maldición escrita. Mark Nelson dice al respecto: «Carter era un hombre sincero y meticuloso. Si hubiera encontrado un objeto con algo escrito, habría sido un hallazgo importante, tanto si fuera una maldición como cualquier otra cosa». Así que hay pocas posibilidades de que Carter lo ocultara a los ojos del mundo.
Un maleficio con más de veinte víctimas
Siguiendo la leyenda de que la muerte llegó rápidamente a quienes profanaron la tumba, cualquier observador atento enseguida percibirá que la maldición se comporta de un modo muy parecido al de una infección. Quien entra en la tumba «enferma» y, como si se tratara de un grave resfriado o una neumonía, se muere. Por esta razón el epidemiólogo Mark Nelson decidió estudiar la maldición con el mismo método que utilizaría con cualquier otra enfermedad transmisible. Los artículos periodísticos más sensacionalistas señalaban que el maleficio se había cobrado más de veinte víctimas, pero su trabajo científico fue más allá de estos datos con el fin de separar los hechos de la ficción.
Según las investigaciones de este epidemiólogo australiano de la Universidad de Monosh, tenía que haber una relación objetiva con el momento en el que los afectados estuvieron expuestos; de lo contrario, si el solo hecho de visitar la tumba dispara la maldición de la momia, todos los que habían estado en ella desde los años veinte hasta la actualidad, evidentemente, estarían afectados. Si había un espíritu malévolo o, en su caso, un agente infeccioso o un agente tóxico, lo más probable según Nelson es que estuviera relacionado con el hecho de abrir la tumba, o el sarcófago, o quizá con el examen de la momia.
Siguiendo el razonamiento del epidemiólogo, hubo cuatro momentos en los que parecía más probable que pudiera activarse la maldición: el primero fue cuando el equipo de excavación entró en la cámara mortuoria. A propósito de esto, el arqueólogo y director de las pirámides de Giza, Zahi Hawass, que ha presenciado varias aperturas de tumbas antiguas, tiene su propia versión de cómo nace una maldición de este género. «Si cierras una sala durante tres mil años —señala—, contendrá gérmenes que no puedes ver. Luego, si la abres y entras inmediatamente te infectarán estos gérmenes. Eso es lo que le ocurrió a lord Carnarvon. Por esa razón, siempre aviso a mis colegas de que cuando descubran una tumba tienen que abrir la puerta durante dos días hasta que el aire viciado haya salido y haya entrado el aire fresco».
El segundo momento en que la maldición puede activarse corresponde al instante de abrir el primer sarcófago; el tercero, al levantamiento de la tapa del último de los seis sarcófagos, y el cuarto, al examen de la momia de Tutankhamón. Igualmente, es preciso definir el tipo de contacto con el fin de determinar qué personas estuvieron expuestas a «algo» y separarlas de las que no tuvieron exposición alguna.
Con el objetivo de averiguar quiénes estaban delante cuando se dieron los cuatro momentos de posible exposición, Mark Nelson acudió a los abundantes documentos originales y diarios de trabajo que llevaban Howard Carter y el ayudante de Arthur Mace. En los diarios y el libro que escribió poco después del descubrimiento, titulado La tumba de Tutankhamón, Carter detalla a los presentes el momento en que se rompieron los sellos, se abrió la puerta, se abrió el sarcófago y se examinó la momia. En cada una de estas situaciones, o en varias de ellas, estuvieron presentes veinticinco personas. La lista incluye a lord Carnarvon, su hija, Howard Carter, Arthur Mace, Arthur Callender y a otros veinte científicos y dignatarios. Todos estuvieron expuestos potencialmente a la maldición. ¿Cuántos de estos personajes murieron al poco tiempo? ¿Con exactitud cuándo falleció cada uno de ellos? Sabemos que lord Carnarvon murió sólo siete semanas después de abrir la cámara mortuoria; ¿pudo matarlo algo que había en la tumba?
Para responder a estas preguntas, además de conocer la suerte de quienes en potencia estuvieron expuestos, el doctor Nelson analizó a otros once occidentales de los que se sabe que visitaron la zona a través de los escritos de Carter, pero no estuvieron en la tumba durante los momentos de posible exposición. También a varias mujeres, esposas y familiares de los científicos, pero no a los trabajadores del país. El investigador excluyó a los posibles egipcios porque, al proceder de una cultura y una población diferentes, tienen distintas expectativas de vida, y porque de muchos de ellos no existen registro de nacimientos y defunciones. Así, para que los datos fueran coherentes, se centró en los occidentales, procedentes de Estados Unidos, Reino Unido y Francia, principalmente. La idea era comparar a los dos grupos para ver si hay alguna diferencia estadística importante en cuanto a la supervivencia entre ellos.
La primera sorpresa es que el análisis del grupo que en potencia estuvo expuesto, indica que sobrevivió una media de veintiún años tras la visita o el trabajo en la tumba y como media llegó a los 70 años de edad. Por cada muerte prematura inesperada, hubo varios que vivieron varias décadas. Es cierto que lord Carnarvon falleció siete semanas después, pero su hija Evelyn, que estaba con él aquel día, vivió otros cincuenta y siete años y falleció a los setenta y ocho años de edad. Arthur Mace, potencialmente expuesto dos veces, falleció cinco años más tarde, pero el fotógrafo de la expedición, Harry Burton, con cuatro posibles exposiciones, vivió diecisiete años más y murió a los 60. Sir Alan Gardner, que estuvo presente en dos ocasiones, falleció a los 84 años de edad, cuarenta y un años después del descubrimiento de la tumba. «Si realmente existiera la maldición de una momia —afirma Nelson—, la media de vida debería ser muchísimo más baja».
La segunda sorpresa aparece ante el grupo que no estuvo expuesto. Vivieron, como media, hasta veintinueve años después de que la tumba se abriera y fallecieron, como media, a los 75 años, cinco más que el grupo que estuvo expuesto. «En el grupo que no estuvo expuesto —indica— había algunas mujeres, y eran más jóvenes. Por lo general, en las sociedades occidentales, las mujeres viven de seis a siete años más que los hombres. Si eliminamos las diferencias debidas a la edad y al sexo, no hubo ninguna variación estadística importante entre los dos grupos. El hecho de que esas personas vivieran de veinte a treinta años más, hasta una media de 70 y 75 años de edad, respectivamente, sugiere que no existió ninguna entidad física llamada la maldición de la momia».
¿Fue el faraón el primer afectado?
Es posible que nunca sepamos por qué ni cómo murió Tutankhamón, pero cuando se investiga una maldición, hay que seguir todas las pistas. Y las más importantes nos las podría aportar el propio faraón. Y aquí surge otra especulación sobre si murió por causas naturales o si sufrió una muerte violenta. Los historiadores saben que tuvo un matrimonio muy breve, una vida corta y falleció joven y de un modo trágico. A medida que se conocen más datos, crecen las dudas: ¿pudo tener algún papel en la maldición el tipo de muerte de Tutankhamón? ¿Fue la primera víctima de la maldición?
Tutankhamón era un muchacho muy joven cuando subió al trono, tal vez sólo tenía 9 años. Su edad es una de las incógnitas sin resolver. Algunos historiadores indican que murió a los 18 años. La combinación de una muerte temprana, un sepelio apresurado y una pequeña tumba ha suscitado muchas preguntas a los egiptólogos y cierta controversia entre los investigadores, pues no todos están de acuerdo. Michael King y Gregory M. Cooper, criminólogos y coautores de ¿Quién mató a Tutankhamón?, creen que el faraón fue asesinado. Para ambos, se pueden desentrañar todas las dudas planteadas alrededor de la muerte del faraón mediante las actuales técnicas de criminología, aunque éstas haya que aplicarlas sobre un acto cometido hace tres milenios.
Primero descartaron la muerte por accidente, enfermedad o suicidio, pues, según Michael King, «lo que averiguamos al examinar los documentos históricos fue que no había nada que pudiera indicar que Tutankhamón padeciera una enfermedad que le pudiese haber causado la muerte, ni había ninguna indicación que demostrase que había muerto inesperadamente. Y así nos fuimos alejando de la idea de una muerte natural o por accidente. En cuanto al suicidio, tampoco hubo nada que nos llevase a pasar de la mera teoría». De este modo, la única opción que quedaba era el asesinato.
Para demostrarlo, como si se tratase de un caso actual, King realizó a Tutankhamón un análisis de nivel de riesgo. El funcionamiento es el siguiente: las víctimas de alto riesgo, delincuentes o policías, por ejemplo, estadísticamente, tienen más probabilidades de ser víctimas aleatorias de la oportunidad. Por el contrario, las víctimas de «riesgo bajo», como las amas de casa y los niños, tienen más posibilidades de conocer a sus agresores y de ser un objetivo concreto para ellos. Un faraón joven y bien protegido encajaría en este último grupo. Si fue asesinado, King cree que conocía a su asesino: «De algún modo, murió en sus aposentos privados, y empezamos a investigar quién podía tener acceso al rey en esos momentos. Y tenía que reducirse a su círculo de acompañantes y funcionarios íntimos».
Basándose en este método, en el motivo y la oportunidad, y tras haber examinado a todos los individuos del círculo próximo de Tutankhamón, según estos dos criminólogos, entre los posibles sospechosos destaca el consejero real, llamado Ay, que se convirtió en rey tras la muerte del faraón. Además, pudo ser el responsable de que Tutankhamón acabara en aquella pequeña tumba. «El trato que recibió fue increíble —opina Michael King—. La falta de cuidado en la preparación de su tumba tuvo una gran importancia para nosotros. Incluso la falta de cuidado en los murales de las paredes y el suelo de la tumba parecía no ser apropiada para un faraón, y eso nos indicó que podría ser consecuencia de la ira y la frustración, como diciendo: “Acabemos con este tipo y quitémonoslo de encima”».
James E. Harris es un profesor de ortodoncia jubilado de la Universidad de Michigan, en Estados Unidos. También es una de las pocas personas vivas que han tocado la momia de Tutankhamón. Lo hizo en 1976 como parte de un proyecto para radiografiar los cráneos de faraones egipcios. Según recuerda, «lo primero que uno piensa es que el cuerpo parece muy pequeño, tal vez debido a que se fragmentó cuando se retiraron los tesoros, por lo que la momia no está en buenas condiciones. La cabeza está separada del resto del cuerpo, así que la cogimos y la pusimos en nuestro cefalómetro e hicimos unas placas frontales y laterales de ella. Todavía tenía restos de vendas alrededor del cráneo, pero se podía ver que era un individuo de rasgos muy finos y muy joven».
Las radiografías realizadas por el doctor Harris proporcionan un nuevo aspecto del antiguo rey. Como ortodoncista, le prestó una atención particular a los dientes. Tutankhamón tenía una dentadura perfecta. Pero estos antiguos dientes también guardan una sorpresa más: para este especialista no pertenecen a un hombre de 18 años. «Nuestras radiografías —mantiene Harris— indican que cuando murió posiblemente tuviera 21 o 22 años de edad. Tutankhamón fue un rey niño al principio, pero no era un rey niño cuando falleció. Era un adulto joven».
Tuviera la edad que tuviese, los investigadores tampoco se ponen de acuerdo a la hora de determinar exactamente cómo se produjo su muerte. El cadáver ha sido examinado por médicos, por radiólogos y por numerosos expertos y cada cual da sus explicaciones sobre por qué y cómo falleció. Un fragmento de hueso en el interior del cráneo levanta sospechas y ha creado cierta controversia alrededor de una posible muerte violenta. En contra de esta teoría se sitúa James E. Harris. «El fragmento —afirma— estaba roto como si le hubieran dado un golpe con un objeto en la cabeza, en particular en la base del cráneo; pero la información que tenemos de los expertos que han examinado las radiografías es que eso no fue la causa de su muerte». Es más probable que dicha ruptura pueda haber sido provocada en el proceso de momificación, cuando se le retiró el cerebro. En las radiografías se pueden ver muy bien las placas de las bóvedas craneales, y nada indica una finura anormal, ni hay señales de fracturas.
Para Emily Teeter, no hay ninguna prueba concluyente de que fuera asesinado. «Pudo haber pillado una gripe y haberse muerto. Simplemente no lo sabemos, y creo que, hasta que haya pruebas más concluyentes, prefiero decir: causa de muerte, desconocida». Según esta eminente egiptóloga de la Universidad de Chicago, en estos últimos años ha habido un esfuerzo por analizarlo todo «desde un punto de vista más científico, huyendo de la idea de una maldición religiosa y buscando otro motivo por el cual algunas personas que trabajaron con momias fallecieron de forma prematura. Y básicamente se ha centrado todo en distintos tipos de esporas, mohos o microbios que puedan estar presentes en las momias».
La necesidad de misterio y romanticismo
El Museo Field de Chicago alberga a varios cientos de momias. Como conservador de la colección egipcia, el trabajo de Jim L. Phillips consiste en cuidarlas. Su opinión al respecto es tajante: «No conozco a una sola persona que haya enfermado por trabajar con momias». El propio proceso de momificación impide que haya peligro en su manipulación. Los egipcios creían que necesitaban el cuerpo en la otra vida. Querían mantenerlo entero para poder vivir la vida eterna e idearon un sistema mediante el cual secaban el cuerpo para alejar de él a las bacterias que normalmente destruirían la carne. Sin bacterias para devorar la carne, una momia se puede conservar eternamente. Los hongos y mohos dañinos no crecen fácilmente en ella.
Existe una teoría que afirma que a lord Carnarvon lo mató el ántrax u otras esporas mortíferas que dejaron para proteger la tumba. Pero para James L. Phillips, la posibilidad de una guerra biológica es nula. «Si fuera verdad —dice—, encontraríamos muertas a otras personas que entraron para robar lo que había en la tumba, algo que los egipcios hicieron desde el principio de la momificación. Y no conozco ningún caso en el que se hayan encontrado individuos muertos en las tumbas por haber intentado robar hace mil años, o quinientos, o hace cien años».
Emily Teeter señala al respecto que se suele olvidar el hecho de que, inicialmente, Carnarvon estaba en Egipto debido a su delicada salud y que estaba allí convaleciente. Se sabe que había tenido un accidente de automóvil hacía unos años y su médico lo había enviado a Egipto por motivos de salud. En aquella época era muy común que los británicos ricos viajaran lejos del húmedo entorno de las islas para ir al agradable, cálido y sano clima de Luxor. Sin embargo, en el Egipto de los años veinte, antes de la penicilina, incluso algo tan cotidiano como el afeitado podía resultar fatal. En el caso de Carnarvon, sólo hizo falta una pequeña herida. Se cuenta que se rasuró una picadura de mosquito al afeitarse y luego se le infectó el corte.
La explicación médica la da el epidemiólogo de la Universidad de Monosh, Mark Nelson: «En los trópicos o en climas cálidos como el de Egipto, las bacterias que normalmente viven en la piel pueden aprovechar la oportunidad de una herida para adentrarse en el tejido, extendiéndose e infectándolo. Y lo que probablemente sucedió en ese caso fue que llegaron a un vaso sanguíneo y se extendieron por todo el cuerpo. El término médico correcto es septicemia. Se puede convertir en una infección terrible. Y es frecuente que, en esas circunstancias, se contraiga una neumonía, que es una infección de los pulmones. Es una muerte muy frecuente entre los ancianos porque su sistema inmunitario, su cuerpo, está agotado». En el certificado de defunción de Carnarvon consta que murió de neumonía.
Entre los historiadores existe un acuerdo general sobre la maldición de Tutankhamón. Peter Dorman lo explica así: «La maldición de Tutankhamón tiene el mismo atractivo que la leyenda de Elvis Presley para la imaginación popular. En todas partes hay gente que tiene la esperanza de que Elvis siga vivo en algún sitio, y creo que también esperan que la maldición pueda tener cierta validez». La teoría de Emily Teeter es que el oro fantástico, la belleza de los objetos encontrados en la tumba y lo conmovedor de que se tratara de un faraón que había muerto muy joven, no basta. «La gente quiere tener más misterio y más romanticismo».
El argumento más contundente contra la teoría de la maldición lo aporta el propio Howard Carter. Estuvo allí durante todas las fases del descubrimiento original, por lo que si había alguien destinado a la muerte, tenía que haber sido él. Sin embargo, Carter falleció en 1939, a los 64 años de edad, cuando habían transcurrido dieciséis años desde su descubrimiento, según los hallazgos de Nelson. Y aunque toda la investigación de este epidemiólogo australiano ha sido publicada en el British Medical Journal, el mito puede ser mucho más divertido y aterrador que los hechos. «La maldición perdurará a pesar de lo que he confirmado —afirma Nelson—, y el motivo es que la existencia del mito no tiene nada que ver con los hechos reales del caso. Se debe al modo en que la sociedad lo percibe. Aunque esa persona haya estado enterrada durante tres mil quinientos años, hemos profanado su cadáver y su tumba y, por lo tanto, debería sucedernos algo». De esta forma, a pesar del escepticismo de la ciencia y de los descubrimientos de las nuevas tecnologías, la leyenda de Tutankhamón puede perdurar, lo mismo que las historias de la muerte de lord Carnarvon y las de todos aquellos que se cruzaron en el camino de aquel joven faraón.