Muy lejos de las cálidas aguas caribeñas de Bermudas, existe otro lugar tristemente célebre por el peligro que conlleva atravesarlo en avión, una ruta obligada para cualquiera que viva allí. La zona tiene forma ligeramente triangular, y está situada al sudeste del estado de Alaska, en la zona que se extiende entre la costa del Pacífico y Canadá. Una desaparición al mes, como media aproximada, le ha valido el sobrenombre, entre los habitantes de Alaska, del Triángulo de las Bermudas del Norte. Pero no sólo los norteamericanos instalados en la zona hablan de estas desapariciones: también los esquimales inupak se refieren con toda naturalidad desde hace siglos a estos extraños sucesos. En este vasto territorio, entre sus habitantes son comunes las historias y leyendas de vecinos, familiares y amigos que se embarcaron un día en una pequeña aeronave y no volvieron jamás a sus casas…
Esto es lo que les ocurrió a Kent, Jeff y Scott Roth, los tres hermanos de Jason Roth. Acostumbrados a la vida en plena naturaleza, entre las tundras, montañas, bosques y ríos de la infinita Alaska, los Roth eran muy aficionados a la caza, la pesca, el esquí y a todo tipo de actividades al aire libre. Los hermanos Roth tenían una especie de ritual que cumplían todos los años. En primavera volaban desde su casa en Anchorage hasta Yakutat, en busca de los mejores ríos, bosques y lagos y coincidiendo con la temporada de pesca de las truchas arcoiris. La primera semana de mayo de 1992 tenían otro motivo más para seguir la tradición. Scott Roth había perdido un ojo el año anterior y tanto sus hermanos como sus amigos querían apoyarlo tratando de seguir con la misma vida que había llevado hasta entonces. Así que organizaron un viaje en el que participaron los cuatro hermanos Roth y tres amigos. La única diferencia fue que ese año Scott prometió a su esposa que iría en un vuelo comercial, mientras que sus hermanos y amigos volarían en dos aeroplanos.
El viaje de ida no presentó ninguna incidencia, pero el 2 de mayo el tiempo comenzó a empeorar, por lo que Jason Roth y uno de los amigos de la familia decidieron volver a casa en una de las avionetas, peor preparada para el mal tiempo, que el Cessna 340 bimotor que pilotaría de regreso Jeff Roth, experimentado en todo tipo de situaciones climatológicas en Alaska. El resto del grupo —compuesto por Jeff, Scott, Kent y otros dos amigos— aprovecharon para tener una mañana más de pesca. A las seis de la tarde decidieron regresar a Anchorage en la avioneta Cessna 340. Se trataba de un viaje de dos horas de duración y llevaban combustible para volar tres horas. A los veinte minutos de vuelo, Jeff se puso en contacto con la torre de Yakutat para transmitir un mensaje rutinario, pero no se lo volvió a oír más.
EXTRAÑAS COINCIDENCIAS
Al anochecer, las autoridades de la Administración Federal de Aviación (FAA) notificaron el retraso del aeroplano a la familia Roth e informaron que en él viajaban cinco personas y no las cuatro que se creía. Todos intuyeron desde el primer momento que ese quinto pasajero era Scott Roth, que habría cambiado sus planes de regreso con una línea aérea regular como había prometido. A la mañana siguiente, se activó el dispositivo de búsqueda. La Guardia Costera inspeccionó la bahía de Prince William, las Fuerzas Aéreas recorrieron la ruta del avión desaparecido y la Patrulla Aérea Civil se encargó de rastrear montañas y glaciares. Durante cinco semanas se rastrearon 155 000 kilómetros cuadrados y, cuando la búsqueda oficial concluyó, varios voluntarios continuaron patrullando por el cielo en busca de cualquier resto o pista sobre los cinco hombres desaparecidos. A pesar de haber sido una de las operaciones de rescate más largas y costosas de los últimos tiempos en Alaska, no encontraron nada. Todavía en la actualidad no hay restos del accidente.
Veinte años antes había ocurrido otro excepcional accidente en la zona, precisamente en el mismo corredor de vuelo que utilizaron los hermanos Roth en mayo de 1992: el llamado Victor 319, que recorre el Triángulo de Alaska dividiéndolo en dos. En aquella ocasión, 16 de octubre de 1972, fueron dos políticos los que desaparecieron; uno era el líder de la mayoría en la Cámara de Representantes, Thomas Hale Boggs —la cuarta persona con más poder en el gobierno de Estados Unidos detrás del presidente—, y otro era el prometedor congresista Nick Begich, de 40 años de edad.
Boggs no había nacido en Alaska ni tampoco residía en este estado, pero siempre había tenido una especial relación con la zona desde que apoyó el proyecto de ley de la concesión del estatus de estado de la Unión para Alaska. Como era líder de la mayoría en la Cámara de Representantes, aquel 16 de octubre, Boggs acompañaba al congresista Begich en su campaña de reelección como representante de Alaska en el Senado de Estados Unidos. A diferencia del veterano Boggs, con quince legislaturas a sus espaldas y miembro en su día de la Comisión Warren, que en 1964 se encargó de la investigación del asesinato del presidente John F. Kennedy, Nick Begich era un novato que estaba sacando adelante el que quizá fuera el proyecto legal más importante en la historia de Alaska: la Ley de Arbitraje de las Reclamaciones de los Indígenas de Alaska; el acuerdo de mayor envergadura con los nativos norteamericanos jamás firmado en Estados Unidos. Comprendía 178 000 kilómetros cuadrados de tierra y un presupuesto de algo menos de mil millones de dólares.
A las nueve de la mañana, Begich y Boggs, junto con el asistente Russell Brown, subieron en Anchorage a bordo de un bimotor Cessna pilotado por Don Jonz, un conocido piloto local de 38 años y con mucha experiencia en las duras condiciones del Ártico, pero famoso también entre la profesión por su arrogancia y su afición al riesgo. A los doce minutos de iniciar el vuelo, Jonz detalló el plan de vuelo a la torre de control y confirmó que el avión contaba con los dispositivos de emergencia necesarios. Fue la primera y última comunicación que se estableció con el aparato. A las doce y media del mediodía el aeropuerto de destino, en la ciudad de Juneau, anunció el retraso del vuelo. Nadie se alertó en esos momentos porque los retrasos de este tipo son comunes en aviones de pequeño tamaño y porque, además, los ocupantes del aeroplano estaban en manos de un maestro en el aterrizaje de emergencia como Jonz. Al caer la noche, aún no se sabía nada de los cuatro hombres, y se los dio por desaparecidos. Se avisó a las respectivas familias y, ante la trascendencia de los políticos, la noticia apareció en todos los noticiarios vespertinos del país y se puso en marcha la mayor operación de búsqueda llevada a cabo en los años setenta en Estados Unidos.
A pesar del mal tiempo, el hielo y la nieve en la zona, un Hércules HC130 de las Fuerzas Aéreas salió en busca de los desaparecidos, rastreando a través de las nubes en plena noche con sus sistemas de infrarrojos. Mientras tanto, en el estrecho paso de Portage, al sur de Anchorage —donde se escuchó el último mensaje de Jonz y que es tristemente conocido por sus habitantes por la gran cantidad de aviones allí accidentados—, una unidad de infantería con once hombres exploró la zona a pie. Además, por si el desaparecido Cessna hubiese cruzado hasta la bahía de Prince William, los barcos guardacostas patrullaron las frías aguas, plagadas de icebergs, aunque las probabilidades de sobrevivir en aguas con temperaturas por debajo de los 2 ºC se estimaba en apenas quince minutos. Se utilizaron cámaras y sensores de última tecnología aún entonces en estado experimental. Incluso, la Patrulla Aérea Civil de Alaska llegó a desplegar por primera vez para una operación de búsqueda y rescate un avión espía secreto, el SR 71, capaz de fotografiar la fecha de una moneda a 9000 metros de altura. No se escatimaron ni los medios humanos ni la tecnología más avanzada en una gran operación, ordenada desde las más altas instancias del gobierno estadounidense por los importantes cargos públicos de los desaparecidos. Junto a los enormes recursos oficiales, también se sumaron gran cantidad de voluntarios civiles que buscaron, a pie o en sus aviones particulares, cualquier señal. Sin embargo, ni siquiera aparecieron los restos del aeroplano.
En este punto muerto de la operación de rescate, comenzaron a surgir pistas increíbles a lo largo y ancho de todo Estados Unidos: desde personas con sueños y premoniciones, pasando por operadores de radio que grababan voces extrañas, o incluso un vidente de la lejana Kenia que aseguraba tener la visión de un aeroplano intacto cubierto de follaje en algún lugar de Alaska. Pero al final, tras treinta y nueve días de infructuosa lucha contra la geografía y el clima, la búsqueda de los dos políticos se suspendió el 24 de noviembre de 1972. Un oficial de alto rango de las Fuerzas Aéreas llegó a confesar lo que muchos temían: que posiblemente jamás se encontraría el Cessna 310 y sus cuatro ocupantes.
¿CONSPIRACIÓN O ACCIDENTE?
¿Por qué, a pesar de los medios desplegados, nunca se encontró ni el avión ni los cuerpos de los desaparecidos? Algunas personas pueden pensar que fue obra de alguna fuerza paranormal que actúa en la zona de forma similar a las leyendas del Triángulo de las Bermudas. Sin embargo, las pruebas históricas apuntan en otra dirección menos esotérica. Cuando ocurrió el accidente de Boggs y Begich, en Estados Unidos se estaba gestando uno de los mayores escándalos políticos del siglo XX, el Watergate, aunque el famoso caso, que le costó la presidencia a Nixon, no estalló hasta en enero de 1973. Thomas Hale Boggs sospechaba que la Casa Blanca encubría algo. Según declaraciones de su hijo, Thomas Hale Boggs Jr., su padre solía comentar por esos días que se aproximaba el fin de Nixon, hasta el punto de que, más de treinta años después, se ha llegado a preguntar si realmente fue sólo un accidente la desaparición del aeroplano. Sin duda, como líder de la mayoría en la Cámara Baja, su padre tenía más de un enemigo en las altas esferas de la Administración. Es más: en las grabaciones que propiciaron la caída del presidente Nixon, éste no mencionaba a Boggs en términos precisamente amistosos. J. Edgar Hoover, el director del FBI, lo tenía aún en menos estima desde que, el 5 de abril de 1972, Boggs lo acusó de usar métodos de vigilancia más propios de la policía política de Hitler o Stalin que de una democracia moderna y pidió su dimisión.
Casualmente, el FBI fue la única agencia de seguridad estatal que no siguió la operación de búsqueda y rescate del avión accidentado en Alaska. Sin embargo, durante más de dos décadas nadie fue capaz de demostrar ninguna conexión entre este desgraciado accidente y el FBI. En 1992, las cosas cambiaron en virtud de la Ley sobre la Libertad de Acceso a la Información, cuando se recabó información en el FBI para un artículo sobre los veinte años de la desaparición de Boggs y Begich. El artículo se publicó en la revista Roll Call de Washington. Gracias a esta investigación periodística aparecieron varios télex y cartas del FBI que nunca se habían visto antes. El primero de ellos relataba cómo un grupo de voluntarios civiles pertrechados de equipos electrónicos habían encontrado lo que podían ser restos de un accidente, y que sus detectores de calor indicaban que podría haber dos supervivientes. Pero, inexplicablemente, nadie siguió esa línea de investigación a pesar de que las autoridades estaban desesperadas por encontrar el más mínimo rastro de los desaparecidos. Mientras tanto, el FBI atendió a las pistas más estrambóticas y dudosas que ofrecían parapsicólogos y videntes. Aunque quizá más llamativo que lo encontrado sea precisamente lo que falta de los archivos del FBI sobre el accidente de 1972. Han desaparecido las detalladas fotos que tomó el avión espía SR 71 de toda la zona.
La desaparición de Nick Begich, el compañero de viaje de Boggs, también está repleta de dudas para su hijo Nick, «sospechas basadas en la forma de actuar habitual del director del FBI Hoover», afirma convencido de que esta agencia de investigación ocultó los télex recibidos. Tampoco su hijo se explica cómo han desaparecido las fotografías de una de las mayores operaciones de búsqueda y rescate en la historia de Estados Unidos. «Desgraciadamente, sin esas imágenes —señala— no se puede comprobar si hubo alguna posibilidad de encontrar a alguien con vida, tal y como apuntaba la información descubierta». Tampoco ha sido posible encontrar a ningún testigo de la cuadrilla de rescate, ya que los nombres de los participantes fueron eliminados de todos los documentos. No obstante, el material hallado en el FBI describe con bastante precisión el posible lugar del accidente, uno de los mayores campos de hielo de Alaska, a medio camino entre Anchorage y Juneau: el glaciar Malaspina, que lleva el nombre del navegante español que a finales del siglo XVIII exploró las costas de Alaska.
LA ATRACCIÓN DEL HIELO
Hay otro artículo periodístico de 1972 que puede arrojar algo de luz sobre el accidente del Cessna, que fue escrito por el piloto Don Jonz para la revista Flying Magazine. Por una macabra coincidencia apareció en el número de octubre, justo al lado de las noticias sobre el avión desaparecido que él pilotaba. En su artículo, Jonz ponía en duda el papel del hielo como factor de riesgo en la aviación y llegaba a afirmar que pilotos «lo suficientemente inteligentes, hábiles y escurridizos, podían evitar casi al 99 por ciento la amenaza del hielo». ¿Intentó Jonz demostrar que él tenía todas esas cualidades?
Mike O’Neill, otro piloto acostumbrado a las duras condiciones climáticas de Alaska, recorrió una ruta paralela a la del aparato de Jonz el mismo día de su accidente en 1972. O’Neill recuerda que tuvo que elevarse por encima de los 3600 metros de altura para «evitar las descargas de hielo que pueden desestabilizar el morro de los aviones pequeños. Entra dentro de lo posible que esto fuera lo que le ocurrió a Jonz», asegura. Para la mayoría de sus compañeros, el artículo que Jonz publicó en Flying Magazine era una arrogante demostración de superioridad, mientras que otros opinan que no era más que un reflejo de su sarcástico sentido del humor. Pero ¿es posible que arriesgara tanto como para ser el culpable de lo que ocurrió al Cessna 310?
No obstante, aunque la actitud del piloto provocase en parte el accidente, todavía queda por saber dónde están los restos de la aeronave. Y, aún más importante, por qué después de más de treinta años no han aparecido aún. Los nativos cliquot tienen una respuesta a esta pregunta: es obra de los kushtakas, espíritus malignos, mitad hombre mitad nutria. Los kushtakas se aparecen a los viajeros perdidos en los bosques y las aguas bajo diferentes apariencias —por ejemplo, la de un familiar muerto hace tiempo— y logran así llevar a las personas a su reino.
Menos mágica y sobrenatural que esta explicación inspirada en las ancestrales leyendas de la zona, es la teoría de que, probablemente, los numerosos glaciares de Alaska tengan más culpa en las numerosas desapariciones que se dan en el estado, que los espíritus kushtakas. Los glaciares no son exactamente bloques de hielo sólido, sino que su interior está lleno de cámaras vacías y enormes grietas, que a veces alcanzan el tamaño de un bloque de oficinas, capaces de «tragarse» un avión caído en la nieve. Más de treinta años después, el movimiento del glaciar Malaspina —donde se cree que cayó el vuelo de Boggs y Begich— puede haber desplazado los cuerpos a varios kilómetros del punto de impacto original. O bien, los restos pueden estar sepultados bajo toneladas y toneladas de hielo y permanecer allí hasta que, dentro de varios siglos, el glaciar los expulse de sus entrañas junto a los icebergs que arroja al mar cada año. Y hasta que eso ocurra, nadie sabrá exactamente por qué aquella mañana del 16 de octubre de 1972 desapareció sin dejar rastro un avión con dos políticos de Washington a bordo.