La portentosa proa del Titanic cubierta de óxido se ha convertido en un icono de la última década del siglo XX. La historia de este barco se ha contado infinidad de veces, pero continúa siendo una especie de seductora figura mítica perdida. En las profundidades del lecho marino, a más de cuatro mil metros de profundidad, el lugar en el océano Atlántico donde se hundió sigue fascinando más de noventa años después. A pesar de no ser el barco donde han perecido más personas, sí es el que más atracción y curiosidad conseguía. Durante setenta y tres años permaneció en la oscuridad del océano, hasta que un grupo de científicos e investigadores trajeron a la luz las primeras imágenes del pecio. Desde entonces, se ha avanzado mucho en la tecnología oceanográfica submarina, se han rescatado más de seis mil objetos y se han realizado exposiciones, incluso viajes turísticos a bordo de pequeños sumergibles, que han levantado gran polémica. El cementerio de millar y medio de personas continúa en nuestros días siendo fuente de numerosas especulaciones entre los partidarios de dejarlo descansar en el fondo marino como un gran monumento subacuático y aquellos que prefieren reflotarlo, restaurarlo y mostrarlo al mundo entero.
La historia de este mítico barco y la de la tecnología oceanográfica son inseparables. El Titanic ha animando a los científicos a desarrollar nuevas técnicas y ha servido de campo de pruebas para sus últimos equipos e instrumentos. Entre todos los avances potenciados por el intento, primero, de localizar exactamente dónde se hundió el barco y, después, de obtener las primeras pruebas del pecio, destacan las investigaciones realizadas por los científicos e ingenieros del Instituto Oceanográfico Woods Hole (WHOI) de Massachusetts, el instituto oceanográfico independiente más grande e importante de Estados Unidos. Woods Hole se dedica a la ciencia, no a buscar tesoros, así que sus investigaciones del lugar del hundimiento siempre han estado animadas por un fin científico. No toman parte en la recogida de objetos del hundimiento de 1912, un lucrativo negocio que comenzó en 1987. Tampoco son muy partidarios de las exposiciones de estas reliquias, que han alimentado desde entonces la creciente epidemia de la «titanicmanía», un fenómeno que ha crecido desde que en 1997 se estrenó la película dirigida por James Cameron, uno de los filmes de mayor éxito de todos los tiempos. La cuestión que ahora se plantean los científicos es el futuro del barco sumergido. Reflotarlo completo todavía es tecnológicamente imposible, y en el fondo del mar no se sabe cuánto tiempo puede resistir a la corrosión del agua y, sobre todo, al saqueo de los cazatesoros.
LA FE CIEGA EN LA TECNOLOGÍA
No hay duda: el Titanic es una cautivadora historia sobre la fe ciega en la tecnología. Se construyó en una era dorada, una época de increíbles progresos. La mayoría de los que viajaban en el Titanic habían vivido sin electricidad, teléfono o automóviles. Parecía que el ser humano podía conquistarlo todo, hasta las olas del mar. Así que lo que más se repetía en esos días era que se trataba de un barco insumergible. Incluso el veterano capitán Edward John Smith, el más experimentado y prestigioso de la White Star Line, se quedó maravillado por sus novedosas técnicas constructivas y comentó para una revista de la época que «no podía concebir una situación que pudiera causar el hundimiento de un barco moderno. La construcción naval las ha superado».
Un ambiente festivo recibió a los pasajeros cuando, el 10 de abril de 1912, se embarcaron en el Royal Mail Steamship Titanic —«el buque maravilla»— en Southampton, en Inglaterra, con destino a Nueva York. «Tenía once plantas de altura, todas ellas cubiertas de deslumbrantes luces. Parecía un enorme y lujoso edificio», recordaría la pasajera Edith Russel. Apodado «el favorito de los millonarios», el navío era conocido por la opulenta decoración de primera clase. Pocos recuerdan que fue registrado como buque de emigrantes. En su tercera clase había gente de 24 nacionalidades.
Al parecer, ni a emigrantes ni a millonarios les inquietaba lo que podría ser otro «misterio del Titanic», una profecía de su catástrofe mucho más clara que las de Nostradamus, y desde luego mucho más exacta que cualquiera de ellas en su cumplimiento. Una profecía que en realidad no lo era, puesto que no se había formulado como tal. En 1898 se había publicado una novela titulada Futility (Futilidad), escrita por un antiguo marino, Morgan Robertson, que relataba el naufragio de un gran transatlántico. Lo curioso no es que, adelantándose a lo que era la construcción naval de su tiempo, Robertson describiese un barco cuyo tamaño, tonelaje, número de pasajeros o velocidad fuesen muy parecidos, cuando no idénticos, a los del Titanic. Lo asombroso es que el transatlántico de la novela se llama Titan, que se hunde porque choca con un iceberg, y que el naufragio tiene lugar en abril, el mismo mes en que se hundiría el Titanic, «el barco insumergible».
Según cuenta Charles A. Haas en su libro Titanic: A journey through time, la clasificación de insumergible apareció por primera vez en una prestigiosa revista de construcción naval británica donde al describir el navío decía que el capitán podía activar un interruptor, cerrar los compartimientos estancos y hacer que el barco fuera «prácticamente insumergible». La prensa sensacionalista se quedó con esa frase y se las arreglaron para borrar la palabra «prácticamente» y así nació la idea de «barco insumergible».
Los propietarios nunca dijeron que el Titanic fuera insumergible, pero además de la prensa, tripulantes y pasajeros lo tomaron como cierto. Su confianza fue asegurada por la incorporación a bordo de un invento reciente: el telégrafo inalámbrico de Marconi. Para poco sirvió que estuviera dotado con el equipo de radio más sensible y potente del momento, que garantizaba un alcance de unos cuatrocientos cincuenta kilómetros, aunque a plena potencia podían ser setecientos cincuenta de día y unos tres mil setecientos kilómetros de noche. El 14 de abril de 1912, el radiotelegrafista recibió numerosos avisos en código Morse de otros buques en la zona sobre bloques de hielo. Una de las transmisiones, procedente del cercano barco de vapor Californian, fue completamente desatendida por el radiotelegrafista jefe Jack Phillips: «Callaos —contestó—. Estoy ocupado», mientras retransmitía telegramas que los millonarios a bordo enviaban a familiares y amigos.
A las 23.40 horas el mayor navío sobre los mares, de 46 000 toneladas, chocaba a una velocidad de 40 kilómetros por hora, a dos tercios de su camino, contra un iceberg. Lo peor que podía pasar ocurrió: se produjo una gran brecha en el casco del barco. El Titanic fue construido para afrontar ese daño y en realidad soportó la inundación de cuatro compartimientos de la parte delantera. Por desgracia, esa noche había seis compartimientos abiertos al mar y eso resultó fatal para el navío insumergible.
Después de medianoche, el capitán Smith dio orden de lanzar los botes salvavidas. La temperatura del agua era de 2 ºC bajo cero y sólo había botes para apenas la mitad de las 2200 personas a bordo, aunque, incluso, muchos de ellos tocaron agua incompletos. El barco insumergible se hundió bajo las olas a las 2.20 horas de la madrugada del 15 de abril de 1912. Se partió en dos y se precipitó cuatro kilómetros bajo el fondo del Atlántico. Murieron unas mil quinientas personas[2], entre las que se encontraban algunos de los más prósperos empresarios de aquellos años, la gente más rica del mundo, famosas estrellas de cine… y muchos inmigrantes de muy bajos recursos que esperaban comenzar una nueva vida en el Nuevo Mundo. Hasta aquí la historia bastante conocida de este trágico hundimiento.
PRIMEROS INTENTOS DE LOCALIZAR EL BARCO
Casi de inmediato tras el hundimiento, se empezó a hablar sobre la localización y posible reflotamiento del Titanic. El primer intento provino de Vincent Astor, hijo de John Jacob Astor, uno de los tres hombres más ricos que viajaban en el barco; los otros dos eran Isidor Straus, propietario de los almacenes Macy’s, y Benjamin Gugenheim, «el rey del cobre». La fortuna de la familia Astor la había comenzado el bisabuelo —el primer millonario norteamericano, creador del primer trust de Estados Unidos— con el comercio en pieles, y se amplió en las siguientes generaciones con la adquisición de grandes propiedades, industrias y hoteles. Vincent Astor estaba muy interesado en recuperar el cuerpo de su padre y quería montar una expedición con esa finalidad, pero ocho días después de la tragedia el cadáver fue encontrado en el mar por el buque Mackay-Bennet, y el hijo del millonario abandonó la idea.
A lo largo de los años se elucubró con todo tipo de planes para reflotar el Titanic, desde el empleo de electroimanes hasta una cómica teoría a base de pelotas de ping-pong.
El incentivo de la mayoría de los que planeaban esto no era científico, ni histórico, ni sentimental, sino económico. El Titanic debía de guardar en su interior un fabuloso tesoro. Se daba por hecho, por ejemplo, la existencia de una caja fuerte con gemas valoradas en 125 millones de dólares que la multinacional diamantífera sudafricana De Beers envió en aquella travesía. Otros botines eran más especulativos: en la encuesta posterior al naufragio, un estibador habló de que habían cargado una gran cantidad de lingotes de oro. Eso dio origen a una de las más absurdas teorías sobre la tragedia del Titanic, según la cual el oro estaba destinado a pagar armas compradas por el gobierno británico en Estados Unidos, con vistas a la próxima Primera Guerra Mundial y, en consecuencia, había sido un sabotaje alemán lo que hundió el transatlántico.
Sin embargo, antes de nada había que localizar el barco. Por desgracia, los métodos de navegación de la época implicaban calcular su velocidad en relación con la posición de las estrellas y la hora. Hoy sabemos que la última posición conocida del navío erraba en casi 22 kilómetros, lo que podría explicarse debido a un error al mover las agujas de los relojes en el cambio de zona horaria. De modo que en la nave insumergible falló la tarea más importante del oficial de navegación y lo más importante que debía confirmar el capitán del buque, enviando a los barcos de rescate al lugar equivocado.
Ya en 1953 un equipo norteamericano intentó la búsqueda del Titanic, mientras que en 1977 hubo un proyecto alemán de localizar y reflotar el transatlántico. Un año después, adelantándose a los hechos, un ingeniero inglés llamado Douglas Wooly reclamó en un juzgado la propiedad del Titanic, aprovechando que no existía ningún propietario legal del mismo, lo que le sirvió para recabar financiación para otro frustrado proyecto de búsqueda.
En esos mismos años setenta, Robert D. Ballard, un joven científico del Instituto Oceanográfico Woods Hole (WHOI), se impuso un objetivo: usar la tecnología que estaban desarrollando sus colegas y él para solucionar el mayor misterio marítimo de todos los tiempos. Su plan tomó forma en 1977, cuando la empresa Alcoa cedió al Instituto su barco de salvamento. El barco disponía de una gran sonda que podía enviar instrumentos a 900 metros de profundidad, cedida por la empresa Westinghouse. La Marina norteamericana les suministró el sistema de iluminación y equipo por valor de 600 000 dólares. Pero la primera salida del barco fue un fracaso. Se rompió la sonda y el contrapeso se vino abajo e impactó en la cubierta, destrozando el buque. No organizarían otra expedición al Titanic durante casi una década.
Entretanto aparecieron otros dos personajes a la caza del Titanic: el comandante John Grattam y el petrolero Jack Grimm.
Grattam era un antiguo oficial de la Marina británica que había participado en numerosas operaciones de rescate de materiales hundidos. Grattam sostenía que el Titanic no se había hundido en el lugar «oficial» —en lo que acertaba— y pretendía haber calculado las coordenadas reales. Con sentido del espectáculo depositó en un banco una caja fuerte donde se suponía encerrada tan valiosa información. El caso es que negoció para su compañía Seawise and Titanic Salvage el apoyo financiero de un consorcio japonés formado para la empresa, Japanese Titanic Team, pero su proyecto no llegaría a materializarse.
Mucho más serio resultó el intento del petrolero texano Jack Grimm, pese a ser un excéntrico aventurero conocido como «jugador de póquer». Grimm incorporó a su proyecto a dos figuras de prestigio científico en el mundo oceanográfico: el doctor William B. F. Ryan, del Observatorio Geológico Lamont-Doherty de la Universidad de Columbia (Nueva York), y el doctor Fred Spiess, director del Laboratorio de Física Marina del Instituto Oceanográfico Scripps de California.
Pero por otra parte se asoció con un personaje mucho más de su órbita, el aventurero Mike Harris, presidente de un tinglado llamado International Expeditions Inc., que ya en 1974 había proyectado una expedición de búsqueda del Titanic, pero que cuando descubrió las dificultades técnicas de la empresa —tras supuestamente localizar el lugar de naufragio— desvió el proyecto a la búsqueda del Arca de Noé en Turquía. Otra de las fantásticas empresas de Harris fue la busca del tesoro de Pancho Villa.
Jack Grimm deseaba encontrar el Titanic cuanto antes pero no había equipo disponible en ese momento, así que se desarrolló toda la tecnología desde cero y financió el diseño del Sea Marc, un nuevo y sofisticado sistema de sónar de barrido lateral, que crea un haz de sonido. Lo que hacía del Sea Marc un aparato revolucionario era la amplitud de su alcance, de casi cinco kilómetros de anchura. El problema era que no proporcionaba resultados lo bastante precisos para diferenciar un pecio de una formación marina natural.
La primera expedición zarpó de Florida a mediados de julio de 1980. Grimm determinó catorce lugares donde podían estar los restos del Titanic. Pero las tempestuosas aguas y los problemas con el equipo lo forzaron a regresar a tierra el 17 de agosto de 1980. Un año después, la segunda expedición contaba con un sistema de sónar más preciso llamado Deep Tow, capaz de mostrar objetos más pequeños. Se adentraron 1500 kilómetros en el Atlántico Norte y rastrearon la zona donde se encontraban los catorce lugares ya identificados el año anterior, y los fueron comprobando uno por uno. Se examinaron trece de los catorce objetivos. Entonces ocurrió el desastre. El cabrestante que lanzaba y recuperaba el Deep Tow se rompió antes de terminar la exploración. El equipo de investigadores no sabría determinar si precisamente en ese punto bajo el agua se encontraban los restos del Titanic. «Se puede decir que vislumbramos lo que era el yacimiento del Titanic. Vimos el paisaje. Pero hasta que no se tiene un identificador, no son más que elementos acústicos», explica Bill Ryan, del Observatorio Geológico Lamont-Doherty, miembro en aquella expedición.
Entonces Ryan decidió utilizar otro elemento del equipo que había financiado Grimm: el sistema de vídeo en color de profundidad. Este vehículo estaba diseñado para grabar al Titanic en vídeo, si lograban encontrarlo. No enviaba imágenes al barco, pero sí podía grabarlas para un posterior visionado. Durante los cuatro días de regreso a la costa, el equipo revisó las imágenes captadas. Detectaron un enorme objeto curvo. «Mi reacción fue “hemos encontrado una enorme roca glacial” pero Grimm gritó “es la hélice”», recuerda Bill Ryan.
Hasta dos años después Grimm no organizó otra expedición. Era 1983 y la misión volvió a fracasar en su intento de confirmar la existencia de la hélice. Las tres expediciones de Grimm en los años ochenta estuvieron muy cerca de conseguir ver el Titanic, aunque no fue posible. Sin embargo, dejaron una gran contribución a la ciencia: el fabuloso equipo que utilizaron, gracias al cual se iluminó y se pudo ver por primera vez el lecho marino con gran precisión.
EL GRAN DESCUBRIMIENTO
El 1 de septiembre de 1985, el doctor Robert Ballard y su equipo del Instituto Oceanográfico Woods Hole realizaron el mayor descubrimiento de la historia marítima: detectaron objetos cotidianos de los 2200 pasajeros del Titanic, reliquias que habían estado ocultas en la fría oscuridad del Atlántico durante setenta y tres años. Su localización fue posible gracias a la nueva tecnología utilizada.
Desde años atrás, los científicos, ingenieros y técnicos de Woods Hole trabajaban en un concepto que estaban convencidos abriría el mitificado fondo marino a los ojos del mundo. Lo llamaron telepresencia y se basaba en llevar videocámaras a las profundidades oceánicas. En 1982, la Oficina para la Investigación Naval de EE. UU. contribuyó con 2 800 000 dólares al desarrollo de esta tecnología, en especial del Argos, bautizado así por el mítico barco que llevó a los argonautas en su búsqueda del vellocino de oro. A cambio, el equipo del doctor Ballard tenía que ayudar a la Marina estadounidense a localizar dos submarinos perdidos: el USS Thresher, hundido en 1963, y el USS Scorpion, que había naufragado cinco años después a 400 millas al sudoeste de las islas Azores. La Marina quería que Robert Ballard usara la nueva tecnología para conocer el estado de los submarinos hundidos y la situación de sus reactores nucleares, una misión clasificada como secreta.
Así, con financiación adicional de la Marina, los ingenieros y técnicos de Woods Hole comenzaron a trabajar en el Argos en 1982. Este armazón de 1800 kilogramos y del tamaño de un automóvil, con tres cámaras de visión nocturna y sónar, daría un salto cualitativo en la grabación de imágenes en las profundidades. En 1984, el Argos se estrenó en una misión secreta con el USS Thresher. Gracias a las imágenes captadas desde la superficie, se vio que el submarino estaba destrozado, completamente aplastado, en el fondo marino.
Una vez cumplida esta misión, la idea de Ballard era adentrarse aún más en el Atlántico para llegar al Titanic. Pero Woods Hole es una institución científica y la dirección no estaba convencida de que buscar el Titanic, o cualquier nave naufragada, fuera un uso adecuado de sus recursos. Además, era peligroso. Así que antes Ballard tuvo que convencer a los directivos del Instituto de que buscar el Titanic sería la mejor forma de probar su nueva tecnología y de encontrar ayuda internacional. Al poco tiempo, el Instituto Francés para la Investigación y Exploración del Mar, o IFREMER —el equivalente europeo al WHOI— se unió a la búsqueda.
La idea era que, primero, los franceses tenían que encontrar el pecio con su sónar y, después, irían los ingenieros de WHOI a tomar imágenes. La primera parte de la expedición se puso en marcha el 24 de junio de 1985. El científico de IFREMER, Jean-Louis Michel comenzó la búsqueda del Titanic a bordo del barco de investigación galo Le Sirve y con su nuevo sónar acústico remolcado SAR: un sónar de barrido lateral que permitía rastrear hasta los seis mil metros de profundidad; eso es lo que lo hacía tan innovador. Se empleó el SAR directamente sobre el objetivo no explorado por Jack Grimm, pero al sumergirse, el detector de metales que incorpora el sónar se disparó. La máquina necesitaba ajustes, no funcionaba bien y regresaron a tierra.
Días más tarde, el 12 de agosto, Ballard y Michel se unieron a la parte estadounidense de la búsqueda en el barco Knorr, que zarpó del puerto de Ponta Delgada, en las Azores. Pero antes de ir a la búsqueda del Titanic, de nuevo Ballard debía cumplir un encargo de la Marina de Estados Unidos: la investigación del otro submarino nuclear, el USS Scorpion, hundido 400 millas al sudoeste de las Azores. Las cámaras del Argos permitieron captar que, a diferencia del otro submarino, el Scorpion estaba prácticamente intacto en el fondo marino.
Finalizada esta misión secreta, el 24 de agosto, el Knorr, repleto de expectantes científicos e investigadores galos y estadounidenses, llegó cerca de la zona donde la búsqueda francesa había cesado. Ballard estaba convencido de que el vídeo era mejor herramienta de búsqueda que el sónar. Pero pasaron los días sin que encontraran nada. A tan sólo cuatro días de su regreso a casa parecía que el Titanic había vuelto a esquivar a otra decidida y preparada expedición de búsqueda. La tripulación estaba bastante desanimada. Entonces, a medianoche, recién estrenado el 1 de septiembre, todo dio un vuelco: se empezaron a detectar pequeños objetos en el fondo del mar. «Eran fragmentos de cosas muy angulares. Y ocurrió, según demostró la historia, que las primeras imágenes que obtuvimos fueron de las calderas, con un patrón muy reconocible de remaches en la parte frontal», recuerda Catherine Offinger, navegante del Knorr. No había error: el objeto era una caldera de un barco de vapor de principios del siglo XX, pero todavía no se había conseguido captar la imagen para mostrar al mundo el misterioso barco.
Maniobrar el trineo, que es como llamaban al Argos, no era fácil, ya que podía quedar atrapado en el pecio. La mayor dificultad que había que sortear eran los cables que soportaban las gigantescas chimeneas del Titanic. «Las chimeneas —explica Ballard— se habían desprendido, y con ellas todo el aparejo. Afortunadamente, porque así teníamos la cubierta despejada. Estábamos llevando a cabo un trabajo que nadie había hecho antes y sabíamos que teníamos lo último en tecnología. Lo llevamos al límite y salimos indemnes. Allí estaba. No era un montón de chatarra donde sólo se identifican algunas de sus partes. Estábamos ante el Titanic».
Esperaban encontrar el Titanic de una pieza, pero en medio del navío hallaron una confusa masa de hierros retorcidos. Fue una sorpresa porque sólo un superviviente de la noche del naufragio —el joven Jack Thayer— narró este hecho, y tenía razón. El barco se había partido en dos entre la tercera y la cuarta chimenea, y ahora yacían a 600 metros de distancia una de otra. Esas imágenes submarinas lo confirmaban.
El 2 de septiembre de 1985, el equipo de investigadores, ante la posibilidad de que el mal tiempo dañase el Argos, decidió continuar con un nuevo aparato de investigación geológica submarina, el Angus, que fue sumergido bajo el Knorr. En lugar de grabar vídeo tomaba imágenes en 35 milímetros, fotografías que sólo podían revelarse a su regreso al barco. El Angus tomó miles de fotografías, incluida la primera imagen de cerca de los restos del naufragio. Y la noticia del hallazgo del Titanic apareció en la portada de todos los periódicos del mundo.
BAJAR AL FONDO DEL MAR
Al año siguiente, Ballard y su equipo regresaron, en el Atlantis II, con la intención de ver directamente las cosas por sí mismos y no a través de imágenes captadas con cámaras. Bajaron hasta el mismo pecio mediante un submarino especial, un vehículo de inmersión a gran profundidad, el Alvin, propiedad de la Marina de EE. UU. pero operado por el WHOI. Además, contaban con el prototipo de una pequeña sonda robótica diseñada para entrar en los tubos lanzatorpedos del submarino nuclear hundido Scorpion y así examinar el estado de cualquier arma nuclear activa que estuviera aún a bordo. El diminuto robot fue llamado Jason Jr. y se unió al Alvin por una amarra. La idea era permitir al sumergible enviar una cámara a zonas y espacios de difícil acceso o que implicaban riesgo. Era una especie de «ojo que nada» para moverse dentro del pecio.
A las 8.30 horas de la mañana del día 13 de julio tuvo lugar la primera inmersión; bajaron Robert Ballard, el piloto Ralph Hollis y el copiloto Dudley Foster. Pero todo salió mal: se produjo una vía de agua en las baterías bastante peligrosa, debido a la mezcla de agua salada con el ácido de las baterías. Después, se perdió el sónar y tuvieron que moverse por el fondo marino a ciegas. «Sólo veíamos unos doce metros por delante, por eso fue una sorpresa cuando lo encontramos», cuenta Foster. «Nos hundíamos y estuvimos allí como doce segundos, pero fue suficiente», recuerda Ballard.
En total se hicieron doce inmersiones, la mayoría con gran éxito. Entre todos los datos e imágenes compilados por los técnicos de WHOI destaca un documento clave: una imagen-mosaico creada a partir de cien fotos seleccionadas de entre las 57 000 tomadas por el dispositivo fotográfico Angus. Proporciona una visión imposible de captar de otra forma porque no hay modo de iluminar la enorme estructura en la oscuridad de 4000 metros de profundidad. Justo después de aquellas expediciones al Titanic, el barco Atlantis II volvió a zarpar con Alvin y con el robot Jason Jr. Fueron a explorar el Scorpion y el Thresher, pero la prensa nunca lo supo.
LOS CAZADORES DE TESOROS
En otoño de 1986, su posición ya no era un secreto, pero el Titanic continuaba encerrando muchos misterios y, sobre todo, muchos objetos que gente de todo el mundo mostraba interés por ver. El atractivo de este legendario barco parece irresistible. Así, mientras los científicos del Instituto Oceanográfico Wood Hole abandonaban el lugar porque para ellos ya no había nada más que investigar, en 1987 el equipo del Instituto Oceanográfico Francés (IFREMER), regresó sobre el Titanic con su sumergible de veinte millones de dólares, el Nautilus —similar al Alvin— con el objetivo de recoger reliquias en asociación con una empresa creada por inversores internacionales. En esta expedición se llevaron a tierra cerca de mil ochocientos objetos, algo que fue muy criticado por los científicos del WHOI por considerarlo una actividad que «carecía de un fin histórico o arqueológico»; incluso sugirieron que se trataba de un acto de profanación.
En 1993, la recuperación de reliquias del Titanic ya era un negocio floreciente y se constituyó la empresa RMS Titanic Incorporated que, un año después, fue declarada por el juez federal norteamericano Clark depositaria por rescate del barco, es decir, fue reconocida como la organización con los derechos sobre las posesiones del Titanic, lo que incluye el derecho a recuperar artefactos del naufragio. El argumento del juez Clark fue que quería evitar la pelea por el barco al estar en aguas internacionales, incluso que la gente pudiera llegar a «matarse entre sí» ante los codiciados tesoros. La orden dictada por el tribunal de Estados Unidos fue reconfirmada en 1996. Durante las siete expediciones realizadas en 1987, 1993, 1994, 1996, 1998, 2000 y 2004, RMS Titanic, Inc. ha recuperado cerca de seis mil objetos. Elementos como el silbato de vapor de tres toneladas de peso, el mayor construido jamás, han comenzado a exponerse de forma itinerante. Más de diez millones de personas, desde Londres hasta Santiago de Chile, han visitado esta exposición y muchos historiadores y museos empiezan a considerar una buena idea la posibilidad de rescatar más objetos y estudiar cualquiera de la reliquias obtenidas.
El largamente ansiado sueño de subir el Titanic a la superficie es prácticamente imposible. Pero eso no impide que se intente un reflotamiento simbólico, con avances tecnológicos que permiten la recuperación de piezas de este impresionante transatlántico cada vez más grandes. En 1996, la compañía RMS Titanic, Inc. anunció su intención de rescatar ocho de los 269 metros del casco del barco. Hasta ese momento, sólo se habían recuperado trozos de carbón, tazas, platos, joyas y otros pequeños objetos para su restauración. La «gran pieza», como fue apodada, estaba compuesta de acero de entre dos y siete centímetros de espesor.
El método para elevarla fue mediante bolsas llenas de gasoil, que es menos denso que el agua. En 1996, rodeado de atención mediática, un equipo franco-americano enganchó ocho grandes bolsas a la pieza del casco, cada una con 19 000 litros de gasoil. La plancha de acero estaba haciendo a la inversa el mismo camino que ochenta y cuatro años antes cuando, a unos diez metros de la superficie, hubo que soltar la pieza y dejarla volver al fondo porque un huracán se aproximaba a la zona. La sección de la cubierta C, de los camarotes 79 al 81, regresó al fondo del mar por segunda vez. Un año más tarde, el equipo de la RMS Titanic, Inc. lo intentaría de nuevo. Tras un ascenso de media hora, por fin, una generosa porción del Titanic —unas 20 000 de sus 46 000 toneladas— conseguiría lo que el barco completo no logró: llegar a Estados Unidos. Tras ochenta y seis largos años bajo el mar, fue recibida con una ceremonia al entrar en el puerto de Boston el 21 de agosto de 1998.
Frente a los defensores de ir sacando objetos del fondo del mar para exponerlos se encuentran los partidarios de mantener un Titanic completo en las profundidades del océano y, por ejemplo, mostrarlo en vídeo o película con el realismo que permiten la tecnología actual de alta definición, a modo de «visita virtual subacuática». Esta línea es la que defiende el oceanógrafo del WHOI David Gallo. «Nuestra sensación —indica— es que sería muy emotivo ver el Titanic yaciendo en el fondo del mar y tratarlo como un monumento, no como lugar donde recuperar objetos». Para su descubridor Ballard también es preferible crear museos submarinos a través de la telepresencia. «La clave reside —asegura— en que uno quiere visitar el lugar donde ocurrió la historia».
EL FUTURO DEL DELICADO PECIO
Los especialistas del Instituto Oceanográfico WHOI continúan, desde 1985, grabando imágenes que les permitan reunir información para ver cómo ha cambiado el barco y han demostrado que sus cámaras de alta tecnología funcionan bajo las extremas presiones a 4000 metros de profundidad y logran compensar la oscuridad y el cieno que se levanta al recibir la visita de un sumergible. Esta tecnología es capaz de enviar imágenes de una definición nunca antes vista. Sin embargo, los más pesimistas piensan que no importa lo buenas que sean las imágenes: la gente siempre quiere una visión en vivo de este monumento a la historia. Ya hay varias organizaciones que hacen visitas al pecio. Desde finales de los años noventa, cualquiera que pueda permitirse gastar 36 000 dólares puede alquilar un submarino ruso MIR, uno de los pocos capaces de alcanzar la gran profundidad del Titanic, y descender en él. La perspectiva de multitudes de turistas visitando el delicado pecio origina la pregunta: ¿ha ido la tecnología subacuática demasiado lejos?
El estado general de los restos del Titanic preocupa cada vez más a la comunidad científica ya que se ha verificado un aumento de la velocidad de corrosión, pese a la escasa proporción de oxígeno en las frías aguas, debido a las fuertes corrientes que recorren todo el fondo marino del sector. Nadie sabe con certeza cuánto tiempo pasará hasta que el Titanic acabe desapareciendo. Se ha podido comprobar que, tras noventa años, está comido por el óxido y existen evidencias de que la superestructura es muy frágil. Además, las bacterias del óxido tienen un particular gusto por los remaches que unen las planchas a la quilla del barco. «Por eso lo más probable es que el pecio acabe por desmoronarse, quizá en cinco o diez años», explica el escritor especialista en el Titanic Charles A. Haas. Por tanto, tan dañino puede ser el paso del tiempo como el aumento de actividad y de visitas.
Lo que es seguro es que, incluso después de noventa años, la gente continúa sintiéndose atraída por el Titanic. Algunos han invertido fortunas y otros han arriesgado su reputación e incluso su vida. Desde las primeras imágenes en blanco y negro hasta la claridad de las de alta definición actuales y la increíble tecnología que logra reconstruir lo que pasó y llevarnos al pasado, aún permanecemos atrapados en la historia del Titanic que sigue reescribiéndose, año tras año, por quienes están dedicados a investigarlo. El propio yacimiento es un monumento en memoria de aquellos que murieron.