La leyenda decía que El Dorado era una ciudad cubierta de oro con una riqueza como jamás nadie había imaginado. Conquistadores, exploradores y aventureros la buscaron incansablemente por toda Sudamérica atraídos por la idea de un lugar donde el codiciado metal era algo tan común que se despreciaba. En su afán por llegar a esa fabulosa ciudad de oro realizaron esfuerzos colosales y descubrieron lugares insospechados, pero fracasaron en sus expectativas de encontrar esos tesoros que se ocultaban en sitios extraordinarios esparcidos por doquier. Muchos de ellos murieron en el intento, ya que las largas expediciones transcurrían por la selva amazónica y casi sin provisiones. Se tejieron leyendas e historias que hablaban del fabuloso oro, y la codicia y la presunción de que era fácil obtenerlo encandilaban a quienes oían las noticias hasta el punto de cruzar del Nuevo al Viejo Mundo y arriesgarlo todo en la aventura. ¿Eran espejismos de esplendores extinguidos de los imperios inca y azteca? ¿Eran historias inventadas? Hasta el día de hoy todavía es una incógnita. Sin embargo, recientemente, un descubrimiento ha dado nuevas esperanzas a los investigadores y a los cazadores de tesoros.
Hace quinientos años, en los Andes, comenzó a circular una historia sobre un sitio en las montañas repleto de oro. Los conquistadores españoles le pusieron el nombre de El Dorado y lo buscaron durante siglos. Para ellos no era una leyenda. Estaban convencidos de que era real porque ya habían descubierto grandes cantidades de oro en Sudamérica. Durante el siglo XV los incas crearon el imperio más grande y rico de la América precolombina, llamado en su lengua el Tahauntinsuyu. Se extendía a lo largo de 5000 kilómetros, desde lo que es hoy Ecuador hasta Chile, aunque era de forma alargada, siguiendo la línea de los Andes y la costa del Pacífico, y no penetraba en el continente. El soberano de este imperio se conocía por el Inca, de donde se generalizó el nombre para sus súbditos, y era adorado por ser el descendiente del Sol. Vivía rodeado de lujos y todos los días se vestía con adornos de oro, metal que también se empleaba para realizar esfinges, ornamentos, joyas, vestidos… Parecía como si para los incas este precioso metal nunca se terminara. Para los españoles, que habían oído la historia, el oro inca era un sueño que podría hacerse realidad. Estas leyendas impulsaron muchas expediciones de búsqueda por parte de los conquistadores españoles y por parte de muchos cazatesoros. La mayoría acabó en rotundos fracasos. ¿Existió de verdad El Dorado? ¿Qué hay de cierto en la leyenda? ¿Por qué atrajo a tanta gente?
LA CODICIA DEL ORO
El mito empezó en el año 1530 en los Andes de lo que hoy es Colombia. Parece ser que el nombre de El Dorado se atribuye al extremeño Sebastián de Belalcázar, conquistador de Nicaragua y fundador de Quito, Guayaquil (en Ecuador), Popayán y Cali (en Colombia). Fascinado por las narraciones viajó hasta la meseta de Cundinamarca (Colombia), donde en 1539 coincidió con otras dos expediciones que iban en busca de lo mismo: la de Gonzalo Jiménez de Quesada (fundador de Santa Fe de Bogotá) y la de Nicolás de Federmann, aventurero alemán enviado por los banqueros Welser, que habían conseguido los derechos de explotación de Venezuela por parte de Carlos V. El conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada encontró a los muiscas, una nación en lo que actualmente se conoce como el altiplano Cundiboyacense. La historia de los rituales de este pueblo, mezclada con la de los otros expedicionarios, se transformó en la leyenda del hombre dorado, el indio dorado, el rey dorado… Después, El Dorado llegó a ser un reino, un imperio, la ciudad de este rey legendario.
De esas historias entre la tradición y la fantasía, sobresalía la de un rey tan rico que todos los días revestía su cuerpo con oro y después se bañaba en un lago como ofrenda a los dioses… La misma narración tenía lugar en diferentes lagos y lagunas. En realidad el relato correspondía a la ceremonia de entronización de los jefes entre los chibchas, en el norte de Colombia. Cada nuevo cacique o zipa se consagraba al Sol untado su cuerpo con resina o barro y lo espolvoreaban de pies a cabeza con un fino polvo de oro. Después, en una balsa cargada de ofrendas preciosas, en el centro de la laguna de Guatavita, se arrojaba a las aguas para entregar a los dioses el oro que lo cubría. Aunque este ritual había desaparecido antes de la llegada de los españoles, transformado en leyenda, pasó oralmente de generación en generación. La codicia convirtió la historia en una ciudad completamente cubierta de oro, y desde 1530 se organizaron expediciones para buscar la ciudad y el lago del rey dorado. Parece que, mientras los españoles abrigaban la gran esperanza de enriquecerse con el oro, muchas veces los propios indígenas de estas regiones fueron los difusores de la idea de El Dorado como subterfugio para que los conquistadores se alejaran de sus tierras, ya que El Dorado siempre estaba más allá, y los olvidaran temporalmente.
Inicialmente estos fabulosos lugares se situaron al oriente de la cordillera de los Andes. En las diferentes versiones, El Dorado siempre era fuente de riqueza fácil e inagotable. La leyenda sirvió en buena parte para descubrir y cartografiar gran parte de ese continente. Sorprendidos por la llegada de los extranjeros, muchos nativos recibieron a los visitantes como dioses que descendían del cielo, y les ofrecieron el oro que los europeos tanto codiciaban. Más tarde, muchos indígenas fueron obligados a entregar sus joyas a los conquistadores españoles. El oro y las piedras preciosas eran un valioso presente del botín que se repartían. «El 20 por ciento del oro encontrado iba a manos del rey de España como su parte del botín de la conquista. Además, cada conquistador se llevó su parte y muchos de ellos donaron gran cantidad a la Iglesia, porque eran muy católicos. Así que gran porcentaje acabó en los altares de las iglesias. En Cuzco, por ejemplo, levantaron un enorme altar de oro. Y cuando la gente de esa época veía ese esplendor quedaba impresionada. Éste fue uno de los motivos de utilizar el oro: para impresionar con el poder de la religión española a los nativos», explica el historiador Peter Frost.
Según este historiador, fue una astuta artimaña de los españoles: sabían que el oro era algo sagrado para los incas, que lo utilizaban para elaborar ofrendas a su dios, el Sol. Por tanto tenía un valor espiritual, lo que no quiere decir que no lo tuviese también económico, pues al ser un material tan valioso se convirtió en objeto de comercio y en medio para pagar los tributos de los numerosos pueblos sojuzgados por los incas. Se identificaba con el Sol y su resplandor, tenía carácter de sacrificio y ofrenda, era imagen de fecundidad, vitalidad y poder, también de fuerza y entereza. «Los incas tuvieron que ver cómo los españoles convertían sus reliquias sagradas en monedas y lingotes. Sus símbolos les eran arrebatados y para ellos fue un trauma; parte del trauma de la conquista», señala Frost. El inca era el dueño de todo el oro y también recibía tributos de todas las tierras conquistadas. «Poseía una enorme fortuna que le fue arrebatada por unos españoles pobres y que no eran nadie en sus pueblos, de los que salieron para conquistar. Y de repente, eran más ricos de lo que jamás hubieran soñado», añade Frost. El Dorado era la quimera del que no tenía nada porque los primeros conquistadores consiguieron amasar grandes fortunas. Esta historia llegó a España y a América Central, donde los colonos españoles llevaban bastante tiempo. Entonces empezaron a organizar expediciones. «Pero llegaban y no sabían dónde estaba el oro. La mayor parte estaba en manos de los conquistadores, y ya se lo habían llevado. El Dorado se convirtió en un sueño para los que vinieron después, algo en lo que creer», explica Peter Frost.
Entonces El Dorado ingresó en los anales de la conquista del Nuevo Mundo, en el objetivo de multitud de buscadores de tesoros, y la tierra de increíbles riquezas siempre se encontraba oculta tras la siguiente montaña o al cruzar el siguiente río. Algunas realidades, como las ceremonias de investidura del nuevo zipa en la laguna de Guatavita, ayudaron a la formación de la leyenda de reinos de oro, pero «se mantuvo viva porque los conquistadores querían creen fervientemente en ella», opina Frost. De la misma manera, también la versión inca de la historia se extendió mucho después de la invasión de Perú por los españoles en 1532. La leyenda dice que, en la época final del Tahuantinsuyu, cuando los súbditos del inca se enteraron que Atahualpa había muerto, salvaron parte de sus tesoros y que se retiraron a una zona mítica de la selva tropical. La leyenda no dice exactamente dónde se escondió el oro, pero muchas personas piensan que se arrojó al fondo del lago Titicaca, del cual nunca se podrá sacar.
EL LAGO SAGRADO DE LOS INCAS
Además de los numerosos intentos a lo largo de varios siglos de encontrar oro en el fondo de la laguna de Guatavita, también hace mucho tiempo que el lago Titicaca se asocia a la leyenda. A casi cuatro mil metros sobre el nivel del mar, se dice que hace quinientos años los reyes incas lanzaban a él tesoros, oro en polvo y piedras preciosas como ofrenda. Cuando la leyenda se fue pasando de boca en boca, inspiró la quimera que ha durado siglos. Así, recientemente, en 2004, una expedición al lago Titicaca con un sumergible guiado por control remoto divisó en el fondo del lago una figura de oro de unos treinta y cuatro kilos y se especula que hay muchas. Sin embargo, sumergirse en la zona es muy difícil. A una temperatura de 9 ºC, la movilidad de los buzos es muy limitada y sólo se puede permanecer bajo el agua durante veinticinco minutos. Varias expediciones de buceadores lo han intentado, pero continúa el misterio sobre si bajo las aguas del Titicaca están escondidas inmensas cantidades de oro. Una historia de entre tantas, mientras El Dorado sigue vivo formando parte de América y su historia.
EL TEMPLO DE CORICANCHA
Tras la llegada de los españoles, los templos nativos fueron transformados en iglesias o conventos con la intención de convertir a los incas a la religión católica. En el caso del Coricancha, el más importante recinto sagrado para los incas, se conservó parte del templo dentro de la iglesia. Su historia se remonta al Inca Pachacútec, quien ordenó su construcción en el año 1438. «El recinto de oro», como era conocido, era un lugar sagrado donde se rendía pleitesía al máximo dios inca: Inti (el Sol) y donde residía el willac umu, máximo sacerdote del dios, quien se encargaba de las tareas astronómicas y principales ceremonias religiosas del Imperio. En el interior del templo estaban representados en oro y plata las principales deidades y la flora y fauna del Perú. Estas esculturas, labradas por orfebres de origen chimú, fueron saqueadas por los conquistadores españoles que llegaron al Cuzco en 1533. En la fachada había un altar que sostenía la plancha de oro que reflejaba el sol del amanecer que hoy está parcialmente destruida. Sin embargo, todavía se conserva una parte del impresionante frontis, un hermoso muro hecho de fina cantería, decorado únicamente por una banda continua de oro puro a 3 metros del suelo. La base se utilizó para la construcción del convento de Santo Domingo.
La forma en que se reflejaba el sol en el oro fue lo que sedujo a los incas. Aprendieron a moldear el mineral creando diseños preciosos. Obtenían el oro fácilmente de otras tribus, cambiándolo por sal y esmeraldas, que ellos tenían en abundancia, o exigiéndolo en tributo. Su valor estaba en que permitía a sus artesanos hacer joyas y ornamentos, decorar casas y templos. Como material de culto y ornamento, el oro fue para los incas un factor de su economía tan importante como para los españoles, aunque no le asignasen un valor estrictamente monetario.
El que sí encontró su El Dorado particular fue Francisco Pizarro, cuando arribó y conquistó el Imperio de los incas. Pizarro era de origen humilde: de niño había cuidado cerdos en su Extremadura natal y no había recibido instrucción, pero tenía la inteligencia, el tesón y el valor que se requerían para ser conquistador, y, por supuesto, la astucia y la crueldad necesarias para triunfar en aquel mundo hostil. Llama la atención de los historiadores que Pizarro pareció sentir la llamada del Nuevo Mundo muy tarde en su vida, pues no empezó sus exploraciones hasta los 48 años, una edad que era prácticamente la vejez en aquellos tiempos. Hasta 1523 se había dedicado a la actividad, comparativamente tranquila, de colonizador en América Central, donde fue regidor de la ciudad de Panamá, pero a partir de entonces empezó a intentar expediciones hacia el sur con dudosa suerte, hasta que en 1532 llegó a Cajamarca, una de las capitales del Inca, con unos doscientos hombres y setenta caballos. Ocupaba el trono Atahualpa, después de una guerra sucesoria en la que había dado muerte a su hermano Huáscar. Atahualpa, que contaba con un ejército de treinta mil guerreros, fue al encuentro del extraño visitante de otro mundo. Iba confiado por el pequeño número de los españoles, con un nutrido acompañamiento de cuatro mil o cinco mil hombres, pero cuyo armamento no podía medirse con el de los españoles. Pizarro lo conminó directamente a aceptar el cristianismo y la autoridad del rey de España, y como Atahualpa respondiese con comprensible desdén, atacó con determinación a su escolta e hizo prisionero al hijo del Sol el 16 de noviembre de 1532.
Algunas fuentes afirman que éste le ofreció una habitación repleta de oro y dos de plata a cambio de su libertad. Otras, aseguran que fue Pizarro quien exigió para liberar a Atahualpa su propia altura en oro dentro de un recinto de 6 metros de ancho por 8 de largo. Le dio a Atahualpa dos meses para conseguir esa medida de oro marcada en la pared de su celda. «Junto a los indígenas, mandó a cuatro de sus hombres a Cuzco, donde sabían que había gran cantidad de oro. Entraron en Coricancha y vieron el esplendor del templo recubierto de oro. Había un jardín repleto de todo tipo de flores y frutas, y animales hechos de oro y plata. Así que lo arrancaron todo, no dejaron nada, y se lo llevaron para fundirlo en lingotes», cuenta el historiador Peter Frost. Durante semanas, llegó a la celda de Atahualpa oro procedente de todo el Imperio. A pesar de ese fabuloso rescate, Pizarro lo mandó ajusticiar por los cargos de haber asesinado a su hermano Huáscar y de sublevación, justo antes de conseguir que el oro llegara a la línea marcada. De ahí nació la leyenda de que parte del tesoro nunca llegó a manos de los españoles y que los incas lo escondieron en la selva.
LA CIUDAD MÍTICA DE PAITITI
Durante cinco siglos la leyenda del hombre dorado ha fascinado y estimulado a buscadores de tesoros y aventureros. Ninguno encontró un lago cuyo lecho tuviera oro ni ciudades pavimentadas con el metal precioso. El explorador y psicólogo Greg Deyermenjian, de Boston, sigue una nueva línea de investigación. En el año 2001, el arqueólogo italiano Mario Polia descubrió en los archivos del Vaticano una pista que ha aportado nuevos datos a esta búsqueda: una carta escrita por un jesuita español, Andrés López, a mediados del siglo XVI. En ella se describe un viaje a pie que realizaron los indios de esa época al reino de Paititi, una ciudad donde había más oro que en Cuzco. «Es una prueba de que los incas creían que había una ciudad más rica que Cuzco, que podría ser Paititi», cuenta Greg Deyermenjian. Así, este manuscrito inédito, que contiene una autorización del Papa para la evangelización de los jesuitas en Paititi, supone una prueba de la «existencia real» de la mítica ciudad, cuya localización exacta los jesuitas trataron de mantener en secreto para evitar una «fiebre del oro».
Los incas creían ser los descendientes de un gran héroe llamado Inkari, que emergió de las aguas del lago Titicaca, fundó Cuzco, y acabó retirándose a Paititi, en lo más profundo de la selva. Cuando los españoles escucharon esta historia empezaron a buscar este emplazamiento, creyendo que debía de ser el auténtico El Dorado, pero nunca lo encontraron. La carta del jesuita podría dar crédito a la idea de que Paititi existía «al nordeste de Cuzco, atravesando la densa selva de Pantiacolla, un área vinculada a la leyenda peruana, y poco explorada y en un lugar remoto del Imperio inca», según Greg Deyermenjian.
Paititi es considerado en la actualidad por diversos investigadores como el enigma arqueológico de Sudamérica. Todavía hoy se sigue afirmando que en las selvas de Madre de Dios, en la zona sudoriental de Perú, existe una ciudad de piedra con estatuas de oro; sigue siendo el objetivo de expediciones científicas y particulares, en busca del oro del Imperio inca que habría sido escondido ante la llegada de los españoles. La leyenda se hizo muy popular en siglo XVII.
Sin embargo, las selvas en los márgenes del río Madre de Dios y de la meseta de Pantiacolla son tan densas, repletas de follaje, pantanos y precipicios, que son muy difíciles de explorar. Éste es el escenario del mito. Los lugareños y aborígenes creen que el Paititi es el refugio de los últimos incas y que aún permanecen allí, escondidos y alejados del mundo, preparándose para regresar e implantar en Perú el antiguo culto a los antepasados quechuas. «En esta espera se apoyó la leyenda del Paititi, y en ella se siguen apoyando muchas comunidades andinas y amazónicas para mantener en alto sus sueños reivindicativos y el anhelo de volver a instaurar el honor en un pueblo vencido por las armas», afirma el historiador Fernando Jorge Soto Roland. El relato hace referencia al «inca rey», un gobernante divino que opera como arquetipo en los Andes desde épocas precolombinas: Inkari encarna a un héroe que restablecerá el orden que los españoles destruyeron tras la invasión del siglo XVI; la leyenda dice de él que levantó Cuzco y envió a sus hijos a poblar diferentes regiones. Muchos años después Inkari decidió retirarse de Cuzco y se internó en Paititi.
Al sur de Madre de Dios se encuentran unas extrañas formaciones llamadas pirámides de Paratoari. En la primera expedición realizada por Greg Deyermenjian, en 1996, no pudo determinar si se trataba de una formación natural o fueron construidas por el hombre. Llegar hasta allí es muy complicado y es una extensión muy amplia. Para acceder a la zona hay que atravesar el Valle Sagrado, llamado así porque era donde vivía la nobleza inca, un lugar de espectacular belleza y donde los descendientes de este pueblo siguen cultivando la tierra y criando cabras y llamas de la misma manera que hace seiscientos años. La zona, situada a unos 150 kilómetros de la ciudad de Choquecancha, tiene un enorme potencial arqueológico y en ella se han encontrado caminos empedrados, rocas talladas y ruinas incaicas, enigmáticos petroglifos (grabados abstractos hechos en la pared de un saliente lítico), muestra del esplendor de aquella civilización y sobre los cuales muy pocos especialistas se arriesgan a especular acerca de su significado o función.
En la ciudad de Choquecancha se pueden apreciar en la actualidad el esplendor de la arquitectura inca, con muros que marcaban la frontera oriental del Imperio. Más allá estaba la selva y la ciudad de Paititi. En la época inca esta parte del Imperio se denominaba Antisuyu: era un territorio salvaje e inexplorado, igual que hoy en día. La zona está atravesada por antiguos caminos incas que parten de Choquecancha y van hacia el norte y el este. Los incas unieron su Imperio con más de veinticuatro mil kilómetros de carreteras. Los mensajeros, llamados chasquis, llevaban el correo y los paquetes de un lado a otro del Imperio. Un equipo de estos correos podía recorrer casi quinientos kilómetros en un solo día. En la actualidad, con medios de locomoción modernos, se tarda en recorrer esa distancia en esa zona más tiempo.
Si la ciudad secreta existe, según Greg Deyermenjian, tiene que estar al sur de esta densa selva de Pantiacolla, donde halló las extrañas formaciones llamadas las pirámides de Paratoari, en la última selva inexplorada del planeta, en algún lugar río abajo del Amazonas. «Durante diez años he estado buscando Paititi, con diferentes expediciones. En cierta manera es como una obsesión. Como si cada metro que recorrieras estuvieras más cerca de hallarla», cuenta el guía local Darwin Moscoso.
La obsesión que ha inspirado a todos los expedicionarios peruanos nació en 1911, en lo alto de las montañas de los Andes, al noroeste de Cuzco, cuando Hiram Bingham, un profesor de 35 años, estaba buscando la ciudad perdida inca. Después de varias semanas de enormes esfuerzos y fracasos, un niño nativo lo condujo a lo alto de una montaña. Resultó ser Machu Picchu. Lo que antes fue una ciudad perdida, ahora es considerada como uno de los logros más importantes de la arqueología y cultura incas. Desde los días de la conquista española al Perú en el siglo XVI, se ha venido hablando de ciudades incas «perdidas» en las selvas amazónicas, alrededor de Cuzco. Además de Machu Picchu en 1911, los descubrimientos de El Pajatén en 1963, Vilcabamba La Vieja en 1964, Mamería en 1980 y Gran Vilaya en 1985, son pruebas efectivas de este Imperio en las planicies tropicales del Perú y que animan a muchos a seguir explorando. En este sentido, las historias que circulan sobre la ciudad de Paititi podrían tener una base real, según la teoría que defiende Greg Deyermenjian y Fernando Jorge Soto Roland, aunque no sea con las características mitológicas de la leyenda, y hacen que los exploradores continúen adentrándose en la selva de Perú, que en cierta manera sigue estando tan inexplorada como hace quinientos años.
ÚLTIMOS DESCUBRIMIENTOS
Cientos de exploradores han muerto en estas tierras, asesinados por nativos hostiles, peligrosos animales y enfermedades, o crecidas de las decenas de afluentes del río alto Madre de Dios, que puede inundarlo todo en pocos minutos. Muchas expediciones se han adentrado por estos afluentes y han encontrado algunas ruinas, que las convierten en pistas para seguir buscando Paititi, justo a diez días de viaje de Cuzco, según indica la carta del religioso español escrita hace cuatrocientos años. Pero la selva es tan densa que se puede estar a pocos metros de las pirámides y no verlas. «Podemos estar buscando durante semanas y pasar por alto algo que está sólo a cien metros», indica Greg Deyermenjian, quien ha organizado varias expediciones para estudiar el terreno, incluso sobrevolando cientos de kilómetros de selva con las Fuerzas Aéreas peruanas. Fue él el descubridor de los enormes montículos en forma de pirámides de Paratoari. «El que sean naturales o construidas por el hombre es algo que todavía se está cuestionando. Junto al explorador y cartógrafo peruano Paulino Mamani, fuimos los primeros en llegar allí a pie, en 1996. Pasamos cuatro días y fue imposible examinarlas por completo. Sólo analizamos parte y descubrimos que podrían ser de origen natural, pero nos quedó una gran parte sin explorar. Hay posibilidades de que fueran construidas por el hombre, incluso que sean los restos de una ciudad perdida», asegura.
Tras dos visitas previas a la zona, y con el espaldarazo histórico de la carta del siglo XVI encontrada en el archivo del Vaticano de la Compañía de Jesús, en el año 2002, un equipo internacional de exploradores, encabezado por el polaco-italiano Jacek Palkiewicz, y treinta investigadores anunciaron haber encontrado la ciudad inca de Paititi. La expedición, que duró dos años, verificó que la ciudad perdida se halla en una zona colindante con el parque nacional del Manu, entre los departamentos del Cuzco y Madre de Dios, en el sudeste de Lima, a diez días de camino del Cuzco, la antigua capital del Imperio, tal y como indicaba el manuscrito. Y tal y como contaba la leyenda, la ciudad está bajo una laguna, en una meseta de 4 kilómetros cuadrados cubierta totalmente de vegetación. Especialistas de la Universidad de San Petersburgo (Rusia) que integraron la expedición confirmaron con la ayuda de georradares que bajo la laguna existe un entramado de cavernas y túneles, donde supuestamente podrían estar los tesoros, y vestigios de construcciones preincaicas, lo que indicaría que el lugar empezaba a ser ocupado por los incas, que no pudieron culminar su tarea de conquista en la Amazonía por la llegada de los conquistadores españoles. Desde entonces, ha habido varias exploraciones científicas, y poco a poco, aumenta la información y los datos adquiridos en las exploraciones anteriores. Pero no se ha encontrado ningún tesoro.
Durante dos décadas, Gregory Deyermenjian y Paulino Mamani han recorrido la meseta de Pantiacolla, el extremo del Imperio inca. Su último descubrimiento fue en 2006, en el río Taperachi, al norte del Yavero. Aquí encontraron los asentamientos más lejanos hasta ahora identificados de los incas, más allá de los restos que encontraron en las zonas montañosas en el «Último Punto» en 2004.
Hace cinco siglos, la codicia por el oro de los conquistadores los impulsó a arriesgar sus vidas en las selvas de Perú. Desde entonces exploradores y aventureros siguen arriesgándose; el último, fue el antropólogo noruego Lars Hafksjold, que en 1997 desapareció sin dejar ni rastro en el río Madidi. Pero los exploradores de hoy en día no buscan el oro, sino la emoción del descubrimiento. Se trata de hallar algo que lleva mucho tiempo perdido en la Historia y resolver al fin su misterio.