11. Conclusión

The Daughters of Memory Shall Become the Daughters of Inspiration[475].

William Blake, Milton, 1808.

Una carta perdida precedió a la Carta Magna. En 1235, el cronista Roger Wendower escribió que el arzobispo Stephen Langton había descubierto en 1213 una carta de «antiguas libertades» que databa de tiempos de Enrique I. Langton comunicó a los barones que aquella carta podría ser el medio «por el cual (si les placía) podrían restablecer sus antiguas libertades». Y esto les llevó a realizar un juramento «para luchar por estas libertades, hasta la muerte si es necesario». El resultado fue la carta sellada en Runnymede. En nuestro pasado reciente, las fuerzas a favor de la comunalización se han remitido habitualmente a la Carta Magna como una antigua fuente de libertades.

La conexión entre libertades perdidas y una carta desaparecida es, en efecto, recurrente; para aquellos que consideran la historia como una fábula puede parecer un simple tropo o una licencia de estilo que se usa, por ejemplo, para crear la trama de una historia sobre Robin Hood; la carta se convierte en un sello milagroso de legitimidad y de derechos. Este tropo expresa reverencia por la palabra escrita: se podría ver como el sustituto de aquello que registra, la superioridad del significante sobre el significado. Si la carta fuera recuperada, ¿no se recuperaría también el pasado? En EEUU, la Bill of Rights [Carta de derechos] desempeña una función análoga. En la colonia de Connecticut, el gobernador inglés trató de reivindicar su poder rescatando una carta concedida por Carlos II en 1662; al esconderla en un roble milenario, los colonos creyeron que estaban preservando su independencia.

Las «leyes y costumbres» de los mineros de Forest Dean se originaron en el siglo XIII, pero no fueron puestas por escrito hasta 1610 en el Dean Miners’ Laws and Privileges [Leyes y privilegios de los mineros de Dean], texto llamado comúnmente Book of Dennis. En el siglo XIX, cuando las privatizaciones y cercamientos estaban generando resistencias, el Book of Dennis fue reeditado. Un portavoz de las autoridades reales habló con más veracidad de lo que probablemente imaginaba cuando describió la obra como «ese librito que consideran su Carta Magna». Warren James, un comunero del bosque, no depositaba demasiada confianza en libros y cartas. Cuando llegaba el momento de la verdad no se permitía la más mínima charla sobre cartas o derechos: «Mostrando en su rostro la más imperturbable gravedad, presentó la credencial de sus privilegios: un enorme pico»[476]. James y miles de personas derribaron los cercados; él fue deportado por estas molestias.

Thomas Walshingham era el scriptorarius del monasterio de St. Albans durante la Revuelta campesina de 1381, el levantamiento masivo que creó el clásico acertijo igualitario:

When Adam delved and Eve span,

Who was then the Gentleman?[477]

Las exacciones al campesinado, al igual que sus expropiaciones, fueron documentadas, y cuando atacaron los insurgentes de St. Albans, Walshingham, el conservador de los registros, entregó los documentos, que fueron quemados por la gente. «Aquello no sirvió para satisfacer al populacho rebelde, no, exigían cierta antigua carta que confirmaba las libertades de los villanos, con sus letras mayúsculas, una en oro y la otra en azur; y sin eso, afirmaban, las promesas no los satisfarían»[478]. De hecho, en las cartas reales aparecen las letras mayúsculas decoradas: el oro en aquella época provenía del África Occidental y el azur era un pigmento azul derivado del lapislázuli persa. Walshingham asumía que los campesinos eran analfabetos pero simplemente estaban siendo prudentes (aquellos eran tiempos peligrosos para ser «sorprendido con un frasco de tinta»)[479].

Las Cartas de Libertades adquirieron rápidamente un aura de poder, el atractivo del color y la solemnidad de la religión. El rey tomó juramento sobre las Cartas: «Con la ayuda de Dios, conservaré estos objetos sin mácula, como hombre que soy, como cristiano, como caballero y como rey coronado y ungido». Y en el caso de que las Cartas resultaran violadas, se aprobó una sentencia de excomunión y anatema por la que, en palabras de Blackstone: «Los prelados arrojarán sus cirios apagados y humeantes de execración, “para que todos los que incurran en esta sentencia ardan en el infierno”». En octubre de 1297 Eduardo I ratificó las Cartas en calidad tanto de common law como de ley estatutaria. Su propósito era reabastecer al ejército tras su derrota en Escocia a manos de William Wallace un mes antes, el 11 de septiembre de 1297. Al aura, atractivo y solemnidad de las Cartas de Libertades añadiré la coincidencia cronológica, a fin de escapar de la férrea secuencia de eslabones de la cadena de Krónos, año tras año, sin cesar.

¿Es el derecho parte de la superestructura ideológica o es exclusivo de épocas históricas concretas? ¿O existen acaso principios inmutables del derecho descubiertos en el transcurso de la historia que por lo tanto son válidos para siempre? El ius cogens, o derecho imperativo, es un cuerpo de leyes superiores, de importancia capital para la comunidad internacional, por el que se prohíbe el genocidio, la tortura y la esclavitud. Desde 1215 las cartas han vivido luces y sombras; primero, el 11 de septiembre de 1217. Fueron confirmadas como ley británica tras el 11 de septiembre de 1297. Se opusieron a la privatización de los comunes y exigieron desagravios para los oprimidos en la petición de los levellers del 11 de septiembre de 1648, cuando Oliver Cromwell y la burguesía inglesa comenzaron a desligar la Carta del Bosque de la Carta Magna. Las Cartas de Libertades fueron separadas y diferenciadas con la ayuda del restablecimiento de la esclavitud tras el Asiento del 11 de septiembre de 1713. Con la «guerra contra el terror» que siguió al 11 de septiembre de 2001 llegó la oscuridad completa a las Cartas de Libertades, en la forma de pinchazos telefónicos sin orden judicial, encarcelamientos sin cargos, ejercicio caprichoso de la ley y torturas transoceánicas. La «guerra contra el terror» acalló el debate mundial en torno a desagravios que se estaba celebrando entonces en la ciudad surafricana de Durban. Y acalló igualmente el debate mundial sobre otro mundo posible que tenía lugar en Génova, Italia.

La metodología de la diplomacia a lo largo de los siglos ha dejado el destino legal y constitucional de los comunes al capricho del pergamino, los errores de los copistas, la atención de los roedores y el misterio de los archivos. No fue hasta la década de 1930 que los medievalistas comenzaron a emplear las técnicas del trabajo de campo para examinar el pasado[480]. La diplomática especializada de la Ilustración ya no era el único método académico para el conocimiento de los comunes. La filología, la dialéctica, el folclore, la observación directa, la historia oral y, sobre todo, el trabajo de campo en los espacios de desarrollo de los comunes caracterizaron la historia social. Esta es una de las raíces de la historia desde abajo. Pero de algún modo, durante la efervescencia de la historia social del último tercio del siglo XX, se perdió la cuestión constitucional, y no fue hasta la década de 1990 y el movimiento de reivindicación de los comunes cuando esta cuestión fue rescatada, gracias a las luchas de los pueblos indígenas de América, y gracias a los zapatistas El pleno debate sobre los comunes está obstaculizado por dos reducidas categorías del pensamiento que se han convertido en espasmódicos tics intelectuales. Una se remonta a la década de 1790 y surgió en contraposición al movimiento romántico; la otra se desarrolló en oposición al movimiento comunista del siglo XX. La primera hacía mofa de la utopía y la segunda denunciaba el totalitarismo; «utópico» se convirtió en un término condescendiente para todo lo que resulta insensato y «totalitario» en una pomposa denominación para todo lo que es odioso. Sin embargo, en el contexto de la existencia real de los comunes ambas resultan irrelevantes. En cualquier caso, estas actitudes colonizaron convenientemente las mentes y extinguieron el debate cuando debía haber comenzado.

En un escrito de 1968, E. P. Thompson volvía a William Wordsworth y a la década de 1790 para comprender la subordinación cultural de las clases populares en Inglaterra. En Wordsworth encontró «una afirmación del valor del hombre común, una declaración de fe en la fraternidad universal que se conservó a pesar de la perplejidad y la conmoción». Este hombre común era marido y padre, mostraba prudencia y poseía un sentido de lo correcto incluso en medio del conflicto. Esto fue lo que quedó tras el Terror contra las reivindicaciones revolucionarias de égalité [igualdad]. Thompson comenta más adelante: «La igualdad del valor del hombre común […] reside en atributos morales y espirituales, desarrollados a través de experiencias obreras, de sufrimiento, y mediante relaciones humanas básicas»[481]. El hombre común había sido separado de la mujer común y de la tierra comunal. El homo sapiens se había transformado en homo economicus.

La tradición radical y revolucionaria del siglo XX se mantuvo alejada de la Carta Magna; la interpretación dominante del siglo XIX la había cargado de racismo anglosajón. Por esta razón, John Cornford, el brillante y apasionado estudiante comunista que moriría con las Brigadas Internacionales en España, había despreciado al medievalista Scubbs, de la Universidad de Cambridge: «Las ilusiones de la democracia capitalista se remontan en el pasado hasta la Carta Magna»[482].

Podemos encontrar una excepción a este abandono en algunas corrientes de la tradición anarquista en las que se elogia el comunitarismo rural. Piotr Kropotkin estudió la Revolución Francesa y descubrió que la resistencia de los campesinos al robo de tierras comunales fue la base de los endémicos émeutes [motines] rurales, fundamentales para el proceso revolucionario. Hacia el final de su vida, Marx escribió a sus camaradas rusos diciendo que sí, que el mir (la comunidad rural de la Rusia zarista) podría convertirse en la base de una transformación comunista de la sociedad[483]. Por lo demás, el tema de los comunes permaneció al margen de las corrientes que tradicionalmente buscan establecer límites al poder del Estado. Pero de verdad necesitamos los comunes, por muy académicos que puedan parecer. Necesitamos la Carta Magna para desvelar los secretos de Estado. La necesitamos para los prisioneros de la Bahía de Guantánamo. La necesitamos para los prisioneros sometidos a torturas en cárceles extranjeras; lo que es más, la necesitamos para abolir la tortura completamente, ya que su prohibición es parte de la tradición recogida en el artículo XXXIX, el mismo que reconoce una forma de justicia que depende de nuestros iguales [peers] y de la vecindad, lo que hoy reconocemos como el juicio con jurado. Y el proceso legal debido debe retornar a estas sus raíces en la comunidad. Necesitamos seriamente recuperar estas cuatro limitaciones al poder, amenazadas como están por la «guerra contra el terror»; este libro muestra que no prosperarán sin el acompañamiento de los principios del hacercomún: oposición a las privatizaciones (los cercamientos), vecindad, libertad de movimiento, subsistencia y desagravios. Una de las mayores falacias de la democracia capitalista yace en el «valor por valor», el intercambio de equivalentes. Se trata de algo ilusorio porque tanto la organización de la reproducción, como los mercados de trabajo, como la organización de la producción y el valor del excedente, dependen de aquellas letras de sangre y fuego que hacen referencia tanto a la ley escrita como a la práctica de la violencia y el terrorismo de Estado. Con el pleno conocimiento de ambas cartas debemos recuperar más: queremos las letras de oro y azur.

Durante la Gran Depresión la idea de los comunes expresaba deseos de subsistencia, comunidad y cooperación sin hacer alusión al imperio de la ley y del proceso judicial debido. Es por esto que, a principios del siglo XX, apuestas antitéticas tales como la revitalización de la decadente sociedad burguesa o la crítica del capitalismo comercial e industrial llegaron a apelar a los comunes, incluso ante el riesgo de programas agrarios fascistas o de derechas. Justo cuando todo se volvía borroso bajo la niebla folclórica del fascismo, los comunes perdían sus conexiones de facto con la realidad de una subsistencia que, en todo caso, parecía emanar del Estado, bien como política de bienestar «de la cuna a la tumba» en Gran Bretaña, bien como legislación del New Deal estadounidense o bien como nacionalsocialismo.

No obstante, las aspiraciones de los comunes sobrevivieron, como lo hicieron incluso los estovers o el housebote[484]. En Runnymede se puede encontrar un modesto monumento, sin pretensiones, que aparentemente nada tiene que ver con la Carta Magna. Dos historiadores orales escribieron un libro, a la venta en la Carta Magna Tea Room[485], que cuenta «las historias de vida de veintidós personas normales y corrientes de Runnymede» y proporciona una visión microscópica de la clase obrera británica del siglo XX. Muchos de estos individuos nacieron antes o después de la Primera Guerra Mundial, muchos padecieron enfermedades infantiles, algunos eran huérfanos, otros acogieron a niños que se habían quedado sin hogar. Ernie Holland vivió una «mala guerra» y no pudo parar de temblar y llorar durante décadas. Rose Vincent dice: «La vida parecía una larga catástrofe». Muchos trabajaron en el Imperio o en ultramar: Borneo, África del Norte, España, Australia, Nueva Zelanda, Irlanda, Nápoles, Polonia o Canadá. Otros muchos trabajaron en Vickers[486], durante el boom ingeniero de postguerra, y construyeron Spitfires, Wellingtons y otras armas de guerra. Aunque existe una referencia a un pozo de agua comunal, la comunalidad experimentada en estos testimonios era o bien de naturaleza perentoria (la supervivencia durante la Batalla de Inglaterra, cuando la autoorganización de la gente descubrió el intercambio) o bien indirecta, como resultado del Estado de bienestar de postguerra. Una y otra vez, el momento más feliz, el más «afortunado», era la adquisición de una vivienda pública, lo que suponía la consecución de una demanda planteada por los diggers en 1649. De las veintidós personas, catorce eran viudas que tenían sus estovers, lo que significaba, sencillamente, que no les faltaba combustible, refugio ni alimento[487].

En noviembre de 2000, el Lord Justice [presidente] del Tribunal de Apelaciones inglés, sir John Laws, se refirió al artículo XLII de la Carta Magna para declarar que el destierro sin un proceso judicial debido estaba prohibido. (En Palestina se le llamaría «derecho de retorno»). El caso era el siguiente: EEUU había realizado en 1966 un pacto secreto con el gobierno inglés para comprar Diego García, una de las islas del archipiélago de Chagos en el océano Índico, por el precio de un submarino nuclear en rebajas; sus miles de habitantes fueron engañados o aterrorizados para que se exiliaran. Una vez despoblado, se instaló una base militar desde la que despegaron los aviones estadounidenses que bombardearon Afganistán[488].

Cerca de doscientos años antes, en 1808, la primera embajada británica en Afganistán llegaba a Peshawar a través del río Indo. A su cabeza se encontraba Mountstuart Elphinstone, soldado y académico de veintinueve años, cuya mente había sido educada en la vertiginosa época de progreso del Edimburgo de 1791, y que llevaba consigo la obra del historiador romano Tácito. El joven embajador reflexionaba sobre las observaciones de Tácito acerca de las prácticas comunales de Europa central durante el siglo I. La tierra en Afganistán estaba dividida con más equidad que en ningún lugar que hubiera conocido y esta equidad se conservaba mediante una constitución democrática (como la denominaba Elphinstone) y la costumbre del waish, o redistribución periódica de la tierra[489]. El pasaje de Tácito plantea una dificultad, pero no es un problema filológico de traducción ni tampoco de integridad textual; reside en la capacidad del lector para reconocer la realidad histórica del hacer-común. Poco después de publicar El capital en 1867, Marx se encontró con el mismo texto. En una carta extraordinaria a Engels señala que aquel pasaje había sido mal traducido por los hermanos Grimm y después, al recordar las palabras de su padre cuando era niño, exclamaba con el orgullo de un compinche que el viejo sistema comunal germánico sobrevivía «en mi propio vecindario»[490].

Common tiene multitud de significados: tierras comunales, derechos comunales, gente común, sentido común. En 1958, John Manwood publicó A Treatise and Discourse on the Lawes of the Forest [Tratado y discurso sobre las leyes del bosque] en el que trató de responder a la pregunta de «qué es lo común y a qué llamamos común»:

Se toma el nombre de común, de la comunidad, de lo comunal, de la participación o hermandad [fellowship]; porque comúnmente, donde los hombres tienen derechos de pasto [common of pasture] para la alimentación de sus animales y ganado, el ganado suele apacentar de modo comunal.

Ciento cincuenta años después, se publicó una cuarta edición, «corregida y aumentada», en la que aparecía este pasaje, si bien desprovisto del término «hermandad» [fellowship][491]. De este modo, la codificación textual de la comunalización quedaba malinterpretada y reducida: se cerraban los posibles significados del texto con la eliminación de un poderoso término que representa reparto, agencia e igualdad.

Hablar de los comunes como si fueran recursos naturales es como mínimo engañoso y puede llegar a ser peligroso: los comunes son una actividad y, en cualquier caso, expresan relaciones sociales inseparables de las relaciones con la naturaleza. Sería mejor conservar la palabra como verbo, como actividad, antes que como un nombre, un sustantivo. Pero aquí hay también una trampa. Los capitalistas y el Banco Mundial preferirían que utilizáramos el hacer-común como modo de socializar la pobreza y así poder privatizar la riqueza. El hacer-común del pasado, el trabajo previo de nuestros antecesores, sobrevive como legado en la forma de capital, y esto también debe ser reclamado en nuestra constitución. El artículo LXI, en el que se otorga libertad sobre las communia totius terrae,[492] proporciona el derecho de resistencia frente a la realidad de un planeta de ciudades miseria, comunidades cercadas y terror sin fin.

Tres proposiciones saltan a la arena en lo tocante a las masas, las ideas y la voluntad de contribuir a ese común planetario. Una: hay ahora más proletarios sobre la faz de la tierra, tanto en términos relativos como absolutos, que en cualquier otro momento de la historia, así que incluso si los conservadores hacen sonar la trompeta «del fin de la historia», la clase que puede acabar con todas las clases es una posibilidad democrática. Dos: hay movimientos activos del hacer-común humano y demandas globales de distribución de la riqueza y de salvaguarda de los recursos comunes en cada continente, desde los movimientos de huertos urbanos hasta los intercambios internacionales de hidrocarburos, proyectos todos ellos de un comunismo autónomo real. Tres: existe un movimiento activista que lucha contra el imperialismo estadounidense. Estas proposiciones exigen que nos levantemos y nos pongamos en marcha, ya que si las dejamos solas terminarán en derrota o en desastre. Las Cartas de Libertades no implican lamentaciones ni añoranza, ciertamente tampoco implican una reinstauración del medievalismo y, desde luego, nuestro deber no es llevar a cabo sus promesas aunque, como este libro ha pretendido demostrar, permanezcan vivas para ayudarnos a cumplir las nuestras.