And the self-proclaimed planners who try to enclose the world have
Seized and taken away the free innocent future from my mind.
Still, something will be enacted,
Something that will darken me and the girls
And, even though unable to seize hold of our minds,
Will in the end expropriate our bodies
In order to protect our remaining land,
We gather together our minds.
Somewhere on Earth, a place that is not enclosed
Will make us life absolutely[424].
Yoshimoto Taka’aki, The Earth is Being Enclosed, 1951.
Las Magnae Chartae Liberatum Angliae, las «Grandes Cartas de Libertades de Inglaterra» como las denominaban Coke o Blackstone, han ocupado las primeras páginas de los libros ingleses de Derecho desde el día en que se comenzaron a imprimir libros. Las cartas estipulaban limitaciones en los dominios reales y garantizaban la subsistencia en los dominios del procomún. Se nos ha enseñado que son reliquias arcaicas del feudalismo o peculiaridades de los ingleses. Aquí he argumentado que el relicario conduce al ídolo y que el ídolo destruye lo que pretende conservar. En cuanto a las particularidades de los ingleses, la práctica del hacer-común es siempre local y, por lo tanto, aparentemente peculiar. (De hecho, en tiempos de los romanos el peculium era el lote de tierra asignado a los esclavos).
¿Cómo se relacionan estos principios con la Constitución de Estados Unidos? En el número 10 de la revista Federalist Paper, James Madison expresaba su alarma ante la violencia de clase causada por «la variada y desigual división de la propiedad. Aquellos que la acaparan y aquellos que carecen de propiedad desde siempre han formado grupos de interés dispares en la sociedad», declaraba. Madison escribía desde, por y para la clase propietaria. La Constitución debía conciliar los diferentes tipos de propiedad: tierra, manufacturas, propiedad mercantil y banca. Madison arremetía directamente contra los «políticos teóricos» que pretendían «una división igualitaria de la propiedad o cualquier otro proyecto retorcido e improcedente». Si, como él explicaba, la Constitución de EEUU fue creada para los propietarios, debemos inferir que la Constitución de los no propietarios se dejó para otro momento.
Los no propietarios tampoco eran un grupo homogéneo y, para una mejor comprensión de las Grandes Cartas de Libertades en América, he agrupado a la clase de no propietarios en cuatro vectores-fuerza que reflejan la composición histórica de la clase obrera. Cada fuerza es el resultado de una organización [agency] histórica; cada una de ellas ha sido generada mediante una lucha activa de notable duración. Estos vectores han constituido (en todos los aspectos menos el nominal) una ecología, una infraestructura, una economía y una comunidad. Son la sal de la tierra.
En primer lugar en orden cronológico, así como en orden fundacional, encontramos el trabajo que ha preservado las características ecológicas del continente a través de modos comunitarios de producción mixta en el ámbito de la pesca, la caza y la horticultura. El bosque, el tomate y el maíz no son regalos de la naturaleza sino productos de la cultura indígena de los primeros americanos que «mantuvieron su vasto territorio durante diez mil años», como escribiera Phil Deloria[425].
Los segundos en la secuencia temporal, así como en importancia económica, son los leñadores y aguadores cuyo trabajo permitió drenar los pantanos y talar los bosques que prepararon los campos para la infraestructura agraria y la producción de mercancías. Este trabajo proletario fue el trabajo de los esclavos afroamericanos.
En tercer lugar, el proletariado fabril, los trabajadores inmigrantes de las minas y las manufacturas (muy a menudo varones temporeros), los ciudadanos obreros cuya labor cooperativa levantó la industria estadounidense.
En cuarto lugar, aquellas que llevaron a cabo las labores invisibles de reproducción que mantienen la unión de cuerpo y mente, crían a los jóvenes, cuidan de los niños y dan a luz a las generaciones venideras. La reproducción antecede a la producción social. «Quien toca a una mujer, toca una piedra»[426].
¿Acaso ha perdido la sal su sabor? Propongo dar una respuesta mediante la mnemotecnia de cuatro arquetipos: el círculo sagrado, el ariete, el artículo 7(a) y la tribuna del jurado. Estas son categorías simbólicas y heurísticas y, como tales, están simplificadas (cada lector encontrará excepciones o redundancias, como las mujeres que tejían en los talleres o doblaban la espalda en las plantaciones; los inmigrantes chinos que abrieron vías de ferrocarril por las montañas rocosas; los mohawks que levantaron los rascacielos; o la sobre-explotación [niggermation] de los afroamericanos en las plantas automovilísticas). Las describo en parte como categorías económicas de composición de clase, en parte como componentes de nuestra constitución social, en parte como identidades esencialistas mantenidas por líneas divisorias racistas y sexistas, y en parte como diferencias específicas en la lucha: conquista genocida, esclavización racial, explotación económica y opresión de género.
Podremos dilucidar si la sal ha perdido su sabor o no a partir de las manifestaciones del comunitarismo latente de Norteamérica. El comunalismo asociado a los indios, los afroamericanos, los trabajadores industriales y las mujeres ha aludido ocasionalmente a la Carta Magna, así que nos encontramos ante una doble tarea: descubrir cómo ha sido el ejercicio del comunalismo en el pasado americano y cómo ha sido influido por la Carta Magna. En este relato podemos descubrir los cinco principios de los comunes de la Carta Magna, a saber: oposición a los cercamientos, desagravios, subsistencia, vecindad y libertad de movimiento.
Philip J. Deloria escribió: «Algún día este país replanteará su Constitución y sus leyes en relación con los seres humanos en lugar de con la propiedad». La génesis constitucional indígena no es nueva: los iroqueses aportaron tanto el principio federal de la Constitución de Madison como el comunismo primitivista de herencia marxista. Deloria continúa: «Si el poder rojo llega a ser una fuerza en este país será por su naturaleza ideológica […] ¿Cuál es el valor final de la vida de un hombre? Esa es la cuestión». Los pueblos nativos de América poseen una autoridad moral que va mucho más allá de su número, una autoridad que no deriva de su preeminencia sino de los comunes ecológicos, cuya memoria material se ha mantenido mediante un concepto espiritual, el círculo sagrado. Alce Negro, un superviviente de la masacre, le rezaba en 1931 al Gran Espíritu: «En el centro de este círculo sagrado, tú has ordenado que haga al árbol florecer […] Aquí me encuentro, envejecido, y el árbol está marchito […] Puede que alguna pequeña raíz del árbol sagrado aún sobreviva […] Oh, ¡dale la vida a mi pueblo!». Cuando Edmund Wilson atravesó el país en 1930 para documentar las penurias del capitalismo, un anciano le dijo: «La religión de los indios y su gobierno son la misma cosa y les sientan como un guante, mientras que nuestras leyes no nos sientan bien, ¡y nuestra religión tampoco!»[427]. «Esta ley es importante; podría llegar a ser justamente considerada la Carta Magna de los indios», publicaba The New York Times en referencia a la Indian Reorganization Act [Ley de reorganización indígena] de 1934, que revocaba la Ley Dawes de 1887, restauraba la propiedad tribal de las tierras excedentes, concedía créditos a las empresas y un cierto autogobierno[428]. John Collier, Comisionado de Asuntos Indígenas durante el New Deal y lector de William Morris y del príncipe Kropotkin, explicaba este proyecto idealista: «Nuestro propósito es cultivar el alma india, hacer que los indios vuelvan a ser dueños de su propia mente». John Collier admiraba los ejidos, el revival gaélico, el mutualismo de Kropotkin y la «Atlántida roja» de los indios pueblo de Nuevo México que visitara en 1922.
En 1810, Tecumseh había declarado, en contra de las expropiaciones de tierras de principios del siglo XIX, que[429]:
La manera, la única manera, de controlar y detener este mal es la unión de todos los pieles roja para reclamar un derecho igual y común sobre la tierra, como fue en un principio y todavía debería ser; porque la tierra nunca estuvo dividida sino que pertenece a todos para el uso de cada cual.
Antes que él, Joseph Brant había abogado por «un plato con una sola cuchara», una federación de tribus para compartir tierras comunes[430]. Desde las ancianas wintun de California («no talamos árboles, solo tomamos madera muerta») a Toro Sentado («no permitiré que los blancos corten nuestros árboles junto a los ríos, especialmente los robles», prometió), la sagrada relación con la tierra ha sido objeto de mofa o adulación.
La tierra fue robada y privatizada. El proyecto de asimilación, un proyecto de genocidio, fue enunciado por Thomas Jefferson, que en 1801 comenzó a anticipar la liquidación de aquella historia, una historia que dependía de la tierra comunal. La Indian Removal Act [Ley de traslado indígena] de 1830 condujo al «Trail of Tears», la expulsión de sus tierras de las tribus cherokee, chocktaw, creek y seminole (las «cinco tribus civilizadas») y su relocalización en Oklahoma. Estas cinco tribus conservaron lo que ahora es la zona este de Oklahoma en régimen comunal. En su estudio sobre los sistemas de propiedad de la tierra de Nuevo México, Roxanne Dunbar Ortiz explica que la concesión de tierras comunitarias de los españoles incluía pastos comunales y conservaba el sistema comunal de irrigación y los derechos ribereños locales[431].
El siguiente ataque corrió a cargo del senador de Massachusetts Henry L. Dawes: «Han llegado hasta donde podían llegar, porque sus tierras son comunales. Es el sistema de Henry George, bajo el cual no hay ningún incentivo para hacer tu casa mejor que la de tus vecinos. No hay egoísmo, que está en lo más profundo de la civilización». La Comisión de Asuntos Indígenas delimitaba la ciudadanía y el reparto de tierras. La Ley Dawes de 1887 destruyó las tierras comunales de los pueblos indígenas de Oklahoma, transformándolas bien en lotes individuales privados para los indios o en excedentes para vender a los blancos, en «una orgía de expoliación»[432].
«Si nos dejaran hacer las cosas a nuestro modo estaríamos viviendo con las tierras en común, y dejaríamos totalmente abiertas las praderas para nuestras pequeñas manadas de ganado, y tendríamos grupos de ciervos que se saldrían de la manada en cada valle y bandadas de pavos corriendo en cada colina», testificó Amable Porteador, de Oklahoma, hablando la lengua del pannage, el chiminage, los assarts[433] y demás.
La experiencia de los indios con los tratados estuvo marcada por la mala fe, la traición y la mentira. Aquellos que los firmaron eran considerados «come-tierras». Russell Means, un sioux-oglala de Pine Ridge, había aprendido de su abuelo: «Veo al hombre blanco talar árboles sin una oración, sin un ayuno, sin ningún tipo de respeto. Y aquí el árbol le puede enseñar cómo vivir». Mears apoyó el Tratado de Fort Laramie de 1868, que conservaba las praderas comunitarias de los sioux a no ser que fueran cedidas por al menos tres cuartos de los hombres adultos[434].
El desarrollo del anarquismo estadounidense coincidió con las Guerras Indias y con el modo de vida que se sustentaba en las praderas, lagos y bosques. Joseph Labadie (1850-1933) pescó, cazó, cocinó y durmió con los pottawatomie de Michigan hasta que tuvo catorce años; recordaba que «la igualdad en las condiciones económicas hacía de la vecindad una familia»[435]. Más tarde se convertiría en el sindicalista, anticapitalista y agitador obrero más conocido del estado de Michigan.
Las luchas contra el cercamiento de los indios nativo-americanos son fundamentales para la ecología y el paisaje de la historia americana. La gestión de las cabañas de ganado a lo largo del «Long Trail» [camino largo] en las laderas del este de Sierra Nevada «registró la evolución», en palabras de Mary Austin, «del nomadismo hacia la commonwealth»[436]. El círculo sagrado rodea los campos comunales abiertos. Este es el primer principio de los comunes reconocidos por la Carta Magna.
La segunda fuerza constitutiva de la sociedad americana fue la esclavitud afroamericana. Frederick Douglas dijo en 1854: «Hagamos que el artefacto que es la Carta Magna golpee los muros de Jericó de la esclavitud y no harán falta siete días soplando el shofar»[437]. Douglas acababa de regresar de un viaje por Irlanda e Inglaterra en el cual había actualizado su conocimiento de la Carta Magna como documento vivo de lucha gracias al cartismo, un movimiento de clase obrera que se oponía al trabajo infantil y a la construcción de prisiones y abogaba por la redistribución de la tierra, el sufragio femenino y la jornada laboral de diez horas. En Irlanda conoció de primera mano la nefasta consecuencia del monocultivo y la privatización: la hambruna.
Dos años antes, William Goodell expresaba la naturaleza revolucionaria de los abolicionistas en los términos de la Carta Magna tal y como él la conocía, esto es, sin la Carta del Bosque:
La nuestra es una época avanzada en la lucha por las libertades humanas. No se trata de un desafío de los barones contra el poder limitado de un autócrata, ni de la lucha de las clases medias contra la nobleza […] Ahora las demandas de libertad golpean con más fuerza y llegan a lo más profundo de su humanidad, escondida bajo los escombros de siglos de degradación: clases que apenas han sido consideradas siquiera como humanas y a quienes ninguna Carta Magna […] les ha traído siquiera una migaja o anticipo de sus prometidas bendiciones[438].
Lo «más profundo» de la humanidad es el equivalente a los «comuneros».
¿Cómo podría el artefacto legal que es la Carta Magna (el ariete) derribar los muros de la esclavitud? El líder abolicionista de Massachusetts Lysander Spooner basó sus argumentaciones en la historia inglesa, la cual incluía «el mandato de habeas corpus (cuyo principio esencial […] era negar el derecho de propiedad sobre las personas), y el juicio con jurado»[439]. Spooner demostró que las leyes sobre esclavos fugitivos [Fugitive Slave Acts] de 1773 y 1850 negaban a estos la posibilidad del habeas corpus o de un juicio con jurado. En la lucha, la acción legal de la petición de habeas corpus (disponer del cuerpo) venía acompañada por la acción directa de arrebatar el cuerpo de las manos de los cazadores de esclavos, de modo que en 1852 se registraron más de sesenta intentos distintos de recapturar fugitivos, dentro o fuera de la legalidad. Y así, en 1851, mientras un grupo de abogados abolicionistas se encontraba en el juzgado discutiendo los motivos para una segunda petición de habeas corpus en el caso del esclavo fugitivo Shadrach Minkins, una muchedumbre de abolicionistas irrumpió en la sala y se hizo con su cuerpo y persona, «apartándolo como a una tea del fuego» y devolviéndole a la libertad en Montreal[440]. Cuando el general William Tecumseh Sherman cursó su decimoquinta orden de campo el 16 de enero de 1865 (curiosamente, cincuenta y cuatro años antes del nacimiento de Martin Luther King), en ella se preveía el suministro de recursos para libertos: «Cuarenta acres y una mula». Sin embargo, estos lotes de tierra se convirtieron en la base, ya no de un sistema de pequeñas explotaciones individuales, sino de algo parecido al sistema de campos comunales, en el que las parcelas correspondientes a cada casa se fragmentaban y compartían en distintos tipos de terreno (pastos, pesquerías, zonas de caza o huertos). Esta experiencia de comunalización real fue uno de los antecedentes de la decimocuarta enmienda[441].
Se ha comparado la Guerra Civil estadounidense con la guerra de los barones contra el rey Juan, cuyos resultados fueron «un producto valioso y eterno»: la Carta Magna en el segundo caso y la decimocuarta enmienda en el primero, ambas «grabadas a fuego en la frente de las libertades constitucionales». Hubo multitud de referencias a la Carta Magna durante los debates en el Congreso sobre la decimotercera, decimocuarta y decimoquinta enmiendas, especialmente en los de esta última: la posibilidad de caminar por la calle, de utilizar el transporte público, de ser testigo en un juicio, de formar parte de un jurado, etc., son ejemplos, todos ellos, de «derechos comunes» reconocidos en la Carta Magna. Durante la Reconstrucción[442], los principios de la Carta Magna se expandieron. Cuando esta tocó a su fin, aquellos principios habían sido subvertidos por los «casos del matadero» de Nueva Orleans en 1877[443].
Ella Baker, la organizer indispensable del movimiento por los derechos civiles de mediados del siglo XX, se crió en Carolina del Norte, donde el intercambio de bienes y servicios a través de una gran red de ayuda mutua incluía la compra y el uso colectivo de maquinaria agrícola de gran valor económico. Baker había interiorizado desde niña los valores de los comunes y siendo adulta los materializó con la fundación de la Young Negroes Cooperative League [Liga cooperativa de jóvenes negros] en la que «todo el poder está en las manos de sus militantes de base», como escribió en 1935. Vivió esperando «el día en que la tierra y todos sus recursos serán reclamados por sus legítimos propietarios: las masas obreras del mundo»[444]. La transición entre el nadir y el cénit fue posible gracias a los comunes.
Frederick Douglass se refirió a la Carta Magna en el contexto de un debate organizado por el Cincinnati Ladies’ Anti-Slavery Sewing Circle [Círculo de costura de las mujeres de Cincinnati contra la esclavitud] en el que declaró que la esclavitud era inconstitucional, en oposición al argumento desplegado por Lucy Stone según el cual la Constitución de EEUU era un documento esclavista[445]. La unificación de mandato legal y acción directa había sido una característica de la lucha de los afroamericanos por la libertad. De ahí la poderosa imagen del «artefacto» al que se refiere Frederick Douglass. De Granville Sharp y Thomas Lewis a Lysander Spooner y Shadrach Minkins, hasta llegar a Martin Luther King, la acción directa, ya fuera cogiendo los cuerpos de los barcos de esclavos, liberando a las personas de los juzgados o marchando hasta Montgomery en Alabama[446], siempre ha pertenecido al contexto jurídico de una ley superior.
De las luchas atlánticas por la abolición de la esclavitud, pasando por la Guerra Civil, hasta el terrorismo racista de corte paramilitar que siguió a la Reconstrucción, el ariete de la experiencia afroamericana nos conduce a los desagravios, el segundo principio de la Carta Magna que encontramos en sus diversas disposiciones para la devolución de las tierras forestales expropiadas.
El trabajo proletario es la fuente de valor ya que el proletario, por definición, no posee los medios de producción. Sin embargo, debe utilizarlos y, del mismo modo, puede infrautilizarlos, abusar de ellos o rechazarlos. Al carecer también de los medios de reproducción, debe subsistir con lo que pueda pagar de su salario. Dados estos fundamentos del sistema económico capitalista, las armas colectivas de los trabajadores son el piquete, la huelga y el boicot; esto es: no vender, no trabajar y no comprar.
Samuel Gempers, un cigarrero judío londinense, y John L. Lewis, un minero hijo de inmigrantes galeses, fueron los líderes obreros [estadounidenses] más poderosos de finales del siglo XIX y principios del XX. Gompers colaboró en la creación de la American Federation of Labor [Federación Americana del Trabajo, AFL] y Lewis fundó el Congress of Industrial Organizations [Congreso de Organizaciones Industriales, CIO]. Ambos fueron activos agitadores sindicales, defensores de los derechos de los trabajadores e hicieron lobby contra el gobierno. Eran reformistas antes que revolucionarios, y ambos consiguieron que el Congreso aprobara una importante legislación en favor de la clase trabajadora que ellos equiparaban a la Carta Magna. Sin embargo, aquella legislación era contradictoria.
La Sherman Antitrust Act [Ley antimonopolio de Sherman] de 1890, aunque pensada para limitar los monopolios capitalistas, fue subvertida por los tribunales y utilizada contra la clase trabajadora a través de cientos de órdenes judiciales cursadas por jueces federales y estatales que prohibían a los obreros realizar huelgas, piquetes o boicots que impidieran el comercio. Eugene Debs dijo que fueron aquellos mandatos judiciales, y no el ejército, los que doblegaron a los sindicatos tras la huelga de Pullman en 1894; Felix Frankfurter (1882-1965, juez del Tribunal Superior) escribió: «El fondo del problema reside en el poder que, a todos los efectos prácticos, tiene un juez individual para emitir órdenes, para interpretarlas, declarar su desobediencia y sentenciar»[447]. Un solo hombre era juez, jurado y carcelero, lo que aportaba un nuevo significado al término «capitalismo monopolista».
En noviembre de 1914, tras una década de lucha, el Congreso aprobaba la Clayton Antitrust Act [Ley antimonopolio de Clayton] que parecía devolver su condición de legalidad a la huelga, los piquetes y el boicot. «En ningún otro país del mundo», escribió Samuel Gompers, «se da una enunciación de los principios fundamentales comparable a la viril e incisiva declaración» que se encuentra en el corazón de aquella ley. Y explicaba que «aquel preámbulo, “El trabajo de los hombres no es una mercancía o un artículo comercial”, era la Carta Magna Industrial sobre la que la gente trabajadora levantaría la estructura de su libertad individual»[448].
John L. Lewis, presidente de la United Mine Workers of America [Mineros Unidos de América, UMWA], testificó durante el crack de 1932 ante el Comité de Finanzas del Senado de EEUU donde leyó un informe que «fue el certificado de nacimiento del artículo 7(a), conocido popularmente como la Carta Magna del Trabajo». La National Recovery Act [Acta de Recuperación Nacional, NRA] se convirtió en ley en junio de 1933 y en su artículo 7(a) se leía: «Los trabajadores tendrán el derecho de organizarse y negociar colectivamente a través de representantes elegidos por ellos mismos». Después de que el Tribunal Supremo la revocara en el caso Schecter contra EEUU de 27 de mayo de 1935, el Congreso aprobó la Warner Act que restablecía el artículo 7(a). Esta rápida respuesta reflejaba el poder de la clase trabajadora liderada por los mineros. En 1932, Josephine Roche llegó a un extraordinario acuerdo con los propietarios del carbón de lignito de Colorado[449], en lo que fue «una declaración de principios que suena como una Carta Magna industrial». En octubre de 1933, la UMWA alcanzó un acuerdo con los propietarios del carbón bituminoso. «Se ha escrito una Carta Magna de derechos humanos subterráneos», publicaba The New York Times[450]. Los mineros del carbón estadounidenses se decían unos a otros:
«El Presidente quiere que te afilies al sindicato»[451]. A los mineros se les unieron trabajadores industriales de todo el país. En 1934 se produjo un punto de inflexión con las huelgas generales de los estibadores de San Francisco, de los camioneros de Minneapolis y de los empleados de Auto-Lite de Toledo, Ohio.
La Carta Magna de Samuel Gomper no consideraba el trabajo como una mercancía, mientras que la de John L. Lewis sí. Sabemos que la Carta Magna no establece en ningún artículo si el trabajo es o no una mercancía. En su lugar, prohíbe al rey y a sus agentes tomar aquello que pertenece a los comuneros. Los medios de producción y reproducción eran colectivos y el fin de la Carta Magna era limitar el acceso del rey a los mismos. El artículo 7(a), por el contrario, ayudaba a incorporar el trabajo dentro del «ámbito regulador de la administración estatal», como decía uno de sus críticos[452]. Aunque esta declaración resultó incisiva en su desafío a las distorsiones legales de las leyes antimonopolio, también se daba de bruces contra la realidad de los organizers sindicales de la era del obrero masa, que habían tenido que hacer de aquella «viril declaración» una realidad, desde las factorías textiles de Lawrence a las minas de Colorado o a los desheredados de las grandes llanuras. Es más, su «virilidad» dependía de la reproducción de los trabajadores estadounidenses, que se llevaba a cabo mediante la inmigración o el no remunerado e invisible trabajo doméstico.
En Indiana, a principios de la década de 1930 hubo un movimiento de retorno al campo, que dio paso a un retorno de la comunalización: el pastoreo de ganado, la recogida de leña, la creación de huertos y la recolección de bayas, bellotas y nueces de temporada se llevó a cabo con el permiso tácito de los propietarios privados[453]. En Terre Haute un grupo de mineros de visita ayudó a constituir un sindicato en la Columbia Enameling and Stamping Company, gracias al cual sus trabajadores fueron a la huelga en marzo de 1935. Se organizaron comisarios comunitarios y en el mes de julio llevaron a cabo un «día de fiesta laboral», es decir, de huelga general (los trabajadores arrancaron de las paredes las máquinas de fichar y voltearon los escritorios de sus patrones). Se declaró la ley marcial y la ciudad fue ocupada por la Guardia Nacional. En respuesta a la prohibición de discursos públicos, el socialista Norman Thomas se refirió a los notables de la ciudad como «un montón de Hitlers hoosier [gentilicio de Indiana]».
La Carta Magna de los Trabajadores necesitaba la fuerza del obrero en movimiento. Aquella fuerza estaba reflejada en los murales de Terre Haute. Ya hemos hablado del mural de Frederick Webb Ross, terminado en septiembre de 1935 para una oficina de la Works Progress Administration[454]. En abril de aquel mismo año se realizaba en las paredes de un instituto de educación secundaria otro impactante mural que contenía un punzante análisis de la lucha de clases: una tropa multirracial de boyscouts (recordemos La ley de la selva) apunta sus fusiles contra un grupo de capitalistas gordos, temblorosos, con anillos en sus dedos. El mural es también un sentido homenaje al trabajo y la sabiduría de los granjeros y los científicos de Indiana: en el centro del tríptico las manos morenas de una deidad celestial (la gente del Medio Oeste sabía que el maíz venía de los mayas) alimentan un semillero. El artista escribió sobre el mural: «No se puede evitar la llegada de la revolución más de lo que se puede evitar que cada primavera crezca nueva vida sobre la faz del planeta». El consejo escolar lo hizo tapar con una bandera. Aquel artista, Gilbert Wilson, era un admirador de la Revolución Mexicana y había sido influido por David Siqueiros[455]. Los dos murales mantienen una suerte de diálogo interrumpido por la huelga general. Allí están hasta hoy.
Capitalistas con anillos de diamante en el mural del instituto de Terre Haute, de Gilbert Wilson. Colección Martin en la Indiana Historical Society.
El New Deal no encarnaba nuevos valores, como dijera Franklin Delano Roosevelt en su mensaje al Congreso del 8 de junio de 1934, sino «una recuperación de los viejos y sagrados derechos de propiedad por los que la humanidad ha luchado constantemente: hogar, subsistencia y libertad individual». Se trataba de «valores perdidos en el transcurso de nuestra expansión y nuestro desarrollo económico»: dado el tergiversado significado de estos términos, la expansión y el desarrollo económico dependían precisamente de la destrucción de los comunes. Durante el New Deal, el gobierno federal respondió a las exigencias del obrero masa valorando en mayor medida a la clase obrera y colaborando en su reproducción. Aquella experiencia hizo que muchos creyeran que el gobierno podría sustituir muchas de las funciones que el hacer-común había llevado a cabo históricamente.
Lo que el Informe del Comité de Seguridad Económica de 1935 proponía, fundamentalmente, era «asegurar unos ingresos adecuados a cada ser humano durante su infancia, juventud, edad adulta o vejez, en la salud y la enfermedad»[456]. La Social Security Act and Aid To Families with Dependent Children [Ley de la seguridad social y asistencia a familias con niños dependientes] fue diseñada para conseguirlo en una época en que el término welfare[457] significaba buena vida y no una mezquina limosna. La Seguridad Social se asemeja a la provisión de la Carta Magna en la que se asegura a las viudas su cuota de leña de los comunes [estovers]. El primer cheque de la Seguridad Social de EEUU fue extendido el 30 de enero de 1940, unos pocos días antes de La balada de la Carta Magna.
Gracias a la valerosa experiencia de los trabajadores industriales sindicados, el New Deal del artículo 7(a) de la Ley Wagner abrió el camino para un tipo de legislación que implementaba derechos sociales y económicos como protección ante la necesidad. El principio de subsistencia para todos tiene derivaciones en los numerosos usufructos mencionados en la Carta Magna.
En 1927, en más de la mitad de los Estados de EEUU no se permitía a las mujeres formar parte de un jurado. El Estado había tipificado a las mujeres como personas cuya participación en la administración de justicia no era necesaria para la comunidad. Las mujeres «insistían en que las urnas y la tribuna del jurado eran tan parte del deber femenino para con sus hijos como lo era la sartén o el plumero». Se lamentaban con nostalgia de aquel día de 1215 en que la disputa entre el rey Juan y el pueblo inglés no fue capaz de establecer un jurado formado por hombres y mujeres[458]. Pauli Murray (que se había negado a sentarse en la parte de atrás de un autobús en 1940, consiguió fondos para los aparceros negros y se opuso a la pena capital)[459] hizo campaña contra Jim y Jane Crow[460] y lideró la lucha por la inclusión de las mujeres en el jurado[461]. En EEUU, sin embargo, no fue hasta 1975 y el caso Taylor contra Louisiana cuando el Tribunal Supremo dictaminó que la discriminación por razón de género a la hora de elegir el jurado era una violación de la cláusula de proceso legal debido contenida en la decimocuarta enmienda. El jurado imparcial se convirtió en un jurado elegido imparcialmente.
Para las mujeres, el jurado plantea la cuestión de qué significa ser un igual [peer] (como en la frase «un jurado compuesto por sus iguales»): si se trata de un estatus legal formal o de algo más profundo y sustantivo, una cuestión que habla del modo en que las mujeres incluyeron sus experiencias vitales en el ejercicio de sus labores cívicas y de cómo las mujeres podían decir la verdad, es decir, emitir un veredicto (según la etimología latina, decir la verdad). La entrada de la palabra «jurado» en el Diccionario de Oxford cita un importante pasaje sacado de la historia legal escrita por Pollock y Maitland:
Las preguntas que han de dirigirse a un jurado pueden tener diferentes formas: puede o no tratarse de algo que haya surgido en el curso del litigio; puede tratarse de una cuestión de hecho o de derecho, o también de lo que hoy en día deberíamos denominar como cuestión mixta de hecho y derecho. «¿Cuáles son las costumbres de su región?». «¿Cuáles son los derechos del rey en esa región?». «Nombre a todos los terratenientes de su región y diga cuánta tierra posee cada uno»[462].
Reconocidos desde antiguo en el derecho inglés, las mujeres componían jurados de matronas encargadas de dirimir embarazos y, en algunos casos, violaciones. Las mujeres trataron de intervenir en el único espacio del sistema constitucional en el que existe soberanía popular sin intermediación de representantes, esto es, en el jurado, con su raíz en la vecindad. Deberíamos considerar el jurado en relación con otros foros populares como la asamblea, la reunión clandestina, el soviet, el powwow y el encuentro[463].
En la Edad Media el jurado era fundamental para la regulación de los comunes: mediante él se designaban agentes, como guardabosques o cuidadores de animales, oficiales o alguaciles, se zanjaban disputas, se distribuían parcelas y se asistía en la rotación de cultivos. Durante el siglo XVIII su potestad para fijar precios sobre propiedades sustraídas compensó los rigores de las leyes del capital. John Adams consideraba que su labor era la de encontrar un veredicto de acuerdo a su «mejor entendimiento, juicio y conciencia, aunque fuera en directa oposición a la opinión de la sala». Y en 1735, Peter Zenger persuadió a un jurado de que hiciera caso omiso de una ley vigente por la cual la verdad no era defensa suficiente contra los cargos de libelo sedicioso. El jurado era el único lugar en el que, tanto en la monarquía como en la república, gobernaba la gente.
En 1917 Jane Addams, fundadora de la Hull House de Chicago así como primera presidenta de la Women’s International League for Peace and Freedom [Liga internacional de mujeres por la paz y la libertad] escribió:
El colapso causado por la guerra refuerza la opinión de los pacifistas sobre la necesidad de una carta internacional (una Carta Magna, desde luego) de derechos internacionales, acordada por naciones grandes y pequeñas, con grandes provisiones de libertad económica.
Opinaba que «es increíblemente estúpido que las naciones no hayan conseguido crear una organización internacional»[464]. Su petición de una Carta Magna global se originó en el micromundo de los barrios de obreros masa inmigrantes donde observó en marcha la ética cooperativa.
La violencia estatal es limitada por el jurado, por la prohibición de la tortura, por el habeas corpus y por el proceso legal debido: estos fueron los logros de los comuneros. Sus derivaciones incluyen el sistema de compurgación (en el que el juicio era dirigido por testigos en nombre del acusado) y las restricciones están pensadas para fortalecer una justicia vecinal en la que la relación entre la gente y el poder está expuesta a la luz. Estas son también características de las experiencias de la comunalización.
Las reglas de la coverture implicaban que las mujeres no estaban reconocidas por la ley como personas[465]. No tenían ninguna presencia en el dominio público. Sin embargo, esto a menudo se contradecía con la realidad, como podemos ver en el Tenement Museum del Lower East Side de Manhattan, donde fotografías, cartas, diarios, informes del gobierno y extractos de guías turísticas dan testimonio de que la calle era el dominio público de los desposeídos, o los comunales urbanos: el lugar de la lavandería, el sitio de los comercios y de los vendedores ambulantes, el espacio de cortejo y de los juegos infantiles o el salón de belleza y paseo al aire libre para las amas de casa. Guardería, beneficencia, orfanato, asilo: estos eran los servicios sociales del vecindario que, junto con la escuela, las bandas, los baños, los gimnasios, las bibliotecas, las galerías y las orquestas componían la civilización urbana.
Entre el espacio del bloque de apartamentos y la calle había elementos arquitectónicos de transición, como la escalera de incendios, el portal y la acera. Jane Jacobs considera la acera como el centro de esta civilización urbana, el lugar donde la actividad del vecindario florece a pesar de los planes de los utópicos metomentodo. Es lo contrario de la turbera cercada; integra la privacidad y convierte la presencia de forasteros en un activo. Aquí es donde crece la parra de la comunicación informal, la «red de reputación, chismorreo, aprobación, desaprobación y sanciones» que elimina la estupidez y la barbarie[466].
En 1910 una «Carta de las Mujeres» propuesta por la Women’s Liberal Federation [Federación liberal de mujeres] de Inglaterra exigía la equiparación salarial con el hombre, leche gratis y guarderías para los niños, y baños públicos para todo el mundo. Virginia Woolf citaba a su padre, el eminente victoriano Leslie Stephen: «Cada vez que veas un cartel que dice “Se perseguirá a los que entren sin autorización”, entra sin autorización», y recomendaba su práctica. Después de la guerra, no habrá «más clases y ¿nos encontraremos en una tierra común sin setos que nos separen?»[467]. En su obra Common Human Needs [Necesidades humanas comunes] de 1945, Charlotte Towle anticipaba la victoria en el campo de batalla y argumentaba que la idea de dignidad humana se ganaría o perdería en los días de postguerra, en «la convicción democrática en lo que respecta a la responsabilidad de cada uno por el bienestar humano»[468]. La ciudad de Londres encargó a John Arden, un dramaturgo de Barnsley, Yorkshire, escribir una obra para el 750 aniversario de la Carta Magna. La obra se llamó Lefthanded Liberty [Libertad zurda] y se representó públicamente el 14 de junio de 1965 en el Mermaid Theatre de Puddle Dock, en Londres. Arden aborda la Carta Magna como un conflicto de género: en el matrimonio morganático, en el que el cónyuge de menor rango no tenía derecho a participar del patrimonio del otro, el novio acostumbraba a ofrecer su mano izquierda a la novia. La madre del rey Juan, la anciana Leonor de Aquitania, le aconseja que se ponga su joya más preciada en la mano izquierda. Se la describe como «una vieja y sombría reina de la brujería», asociándola con las herejías de Albi que papas y reyes habían intentado destruir con tanto esfuerzo, pues los albigenses propugnaban la igualdad entre hombres y mujeres.
Señora de Vesci: «Sin duda soy una mujer noble y libre. Si pudieras formar un tribunal de mujeres nobles de rango equivalente, me atrevo a decir que estarían dispuestas a escuchar tus acusaciones contra mí, y a emitir un veredicto acorde con las pruebas», aludiendo al artículo XXXIX y a la disposición que establece que el fallo debe ser emitido por los iguales [peers] del acusado. La libertad zurda funciona de manera ambidiestra: como medio para limitar el poder real e igualmente como medio para liberar el deseo conyugal, enfrentándose a la autoridad del marido.
En la escena final de la obra, el actor que interpreta al rey Juan se despoja de su espada, corona y manto hasta aparecer desnudo de los ropajes de la autoridad, justificando así su existencia: «Puesto que esta obra está dedicada a la Carta Magna y solo a la Carta Magna, la mujer resulta periférica […] Pero sin embargo, existe». Después se dirige directamente al público:
No podéis remodelarla. Nunca dejéis que se diga tal cosa de este pergamino. ¡Os lo advierto! Y ya que habéis venido todos hasta aquí con cierto ánimo de celebración y congratulación, también haré una advertencia al pergamino mismo: «Pobre de ti cuando todos los hombres hablen bien de ti».
La lucha por incluir a las mujeres en la tribuna del jurado introduce en la justicia la antigua democracia vecinal, como la que encontramos en las reuniones informales de mujeres en tiempos de los Tudor (para detener el alza de los precios del combustible) o en el desarrollo del colectivo de inquilinas que encarnaba el internacionalismo pacífico y libertario de Jane Addams, así como en uno de los principios fundamentales de la Carta Magna.
Para convertirse en realidad, las prácticas comunales latentes en la historia de EEUU necesitan un catalizador externo, de aquí la importancia de la frontera. La resistencia armada ante la división gubernamental de los territorios tribales de Oklahoma estalló en 1901 bajo el liderazgo de Chitto Harjo (Serpiente Loca), que quería poner el caso en manos de un arbitraje internacional: «Os estoy contando ahora lo que se ha venido haciendo desde 1492», dijo en la ciudad petrolífera de Tulsa. Y tras la debacle del asedio de Wounded Knee en 1973[469], el movimiento indígena, lejos de quedar derrotado, extendió su alcance a otros pueblos nativos a lo largo del continente americano. Cuando en 1994 el artículo 27 de la Constitución mexicana, el último vestigio de los ejidos (tierras comunales) rurales, fue revocado como preparación al NAFTA (Tratado de libre comercio de América del Norte), la reacción surgió de los pueblos indígenas en defensa de los derechos comunitarios del bosque. Cuando perdieron sus tierras tuvieron que emigrar hacia el norte.
El encuentro del Congreso Panafricano de 1921 en Londres concluyó con un manifiesto, «Una declaración para el mundo», que exigía entre otras cosas «la antigua propiedad comunitaria de la tierra y sus recursos naturales, y la defensa contra la codicia ilimitada del capital inversor»[470]. Los gobiernos en tiempos de guerra prometen tierra a los soldados. La Carta del Atlántico de 1941 especificaba cuatro tipos de libertad: libertad de expresión, libertad de culto, libertad frente a la necesidad y libertad frente al miedo. La resolución emitida por el Partido Laborista inglés en su congreso de 1942 fue diseñada para representar el compromiso del partido con la descolonización:
En todas las zonas coloniales, en África y el resto del mundo, donde existen sistemas primitivos de propiedad comunal de la tierra, estos sistemas deberían ser conservados y la tierra debería ser declarada inalienable por compra o venta privada. Todos los recursos naturales deberían ser declarados propiedad pública y ser desarrollados bajo este régimen.
Más tarde Churchill escribiría que la Carta del Atlántico no era «aplicable a las razas de color de los imperios coloniales».
En su discurso ante la Asamblea General de la ONU de 1948, Eleanor Roosevelt urgió la adopción de la Declaración Universal de Derechos Humanos, expresando su esperanza de que ocupara un lugar junto a la Carta Magna y la Declaración de Derechos. Cuando la Comisión de Derechos Humanos de la ONU comenzó a trabajar en la Declaración, W. E. B. Dubois[471] se encontraba al frente de las fuerzas que habrían de participar en nombre de los pueblos colonizados del mundo. Dubois se enfrentó cara a cara con los autores estadounidenses de los acuerdos de Breton Woods de 1944, que establecieron el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial:
Setecientos cincuenta millones de personas, un tercio de la humanidad, vive bajo regímenes coloniales. La mano de obra y las materias primas baratas son fundamentales para la industria y finanzas de postguerra. ¿Se mencionó de alguna manera esta cuestión en Breton Woods?[472]
En 1955 se reunió un congreso popular en Kliptown, «una aldea multirracial en una pequeña parcela de las praderas surafricanas al suroeste de Johannesburgo», para redactar una carta de libertades que fue leída en público en inglés, seshoto y xhosa: «Se le ha usurpado a la gente su derecho inalienable a la libertad, la tierra y la paz. La riqueza nacional será devuelta al pueblo. Esta tierra será repartida entre aquellos que la trabajan». En las comunidades rurales no existía nada parecido a la propiedad individual de la tierra. La tierra pertenecía a la gente. La agricultura se basaba en los esfuerzos conjuntos y el trabajo compartido; el intercambio se basaba en la reciprocidad y el mutualismo. «Creemos que a largo plazo la contribución específica de África al mundo se desarrollará en este ámbito de las relaciones humanas»[473].
Nelson Mandela fue condenado a cadena perpetua en el juicio de Rivona de 1964, pero no sin antes declarar desde el banquillo que «la Carta Magna, la Petición de Derechos y la Declaración de Derechos son documentos que han sido venerados por los demócratas de todo el mundo». Mandela se sentía atraído por:
[…] la idea de una sociedad sin clases, una atracción que surge en parte de mis lecturas marxistas y en parte de mi admiración por la estructura y organización de las primeras sociedades africanas de este país. La tierra, es decir, los medios de producción principales de la época pertenecían a la tribu. No había ricos ni pobres y no existía la explotación.
La Convención Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966 se remite directamente a la Carta del Atlántico y al ideal de un género humano que disfruta de su libertad frente a la necesidad y el miedo. Estas fueron precisamente las libertades que George W. Bush omitió en su discurso de finales de 2001 en el que lanzaba la «guerra contra el terror». Los acontecimientos que siguieron hicieron trizas la Carta Magna artículo por artículo.
El recorrido que sugiere este capítulo (la posibilidad de poner por escrito los comunes en una constitución, tal y como hizo la clase propietaria descrita por James Madison) es algo con lo que ya están familiarizados los bolivianos gobernados por Evo Morales, que han comenzado el debate para que una asamblea constituyente redacte una nueva constitución en la que se incluyan los valores indígenas, el más fundamental de los cuales es el ayllu, esto es, los comunes. ¡Sí, se puede![474] Si el principio de libre movimiento se establece de forma explícita en los artículos XLI y XLII de la Carta Magna en lo que se refiere a los mercaderes y al tráfico de mercancías, en nuestra época este principio debería ser aplicado a la circulación directa, y a través de las fronteras, de experiencias panafricanas, indígenas, revolucionarias o constitucionales.