I listen to fellows saying here’s good stuff for a novel
or it might be worked up into a good play.
I say there’s no dramatist living can put old Mrs.
Gabrielle Giovannitti into a play with that
kindling wood piled on top of her head coming
along Peoria Street nine o’clock in the morning[78].
Carld Sandburd, «Onion Days», Chicago Poems, 1915.
El siglo XVI fue una era de exploraciones, fue el siglo de la dinastía Tudor, comenzó con la Reforma protestante y terminó con Shakespeare; fue la primera era de la imprenta; una época de vagabundeo en la que las leyes se escribían a sangre y fuego; fue el punto álgido del feudalismo medieval y el principio del capitalismo moderno; fue una era de separación del campo y la ciudad, y de comerciantes que no estaban protegidos por los gremios; una era de terrores y de quema de brujas. Fue el nacimiento de la prisión y del tráfico atlántico de esclavos; el periodo fundacional de la criminalización, cuando los estatutos del latrocinio y el robo fueron promulgados y cuando se creó el «problema del crimen». Fue la primera gran fase del movimiento inglés de cercamientos: la privatización de Inglaterra había comenzado.
En lo que concierne a la Carta Magna, el historiador del siglo XX Herbert Butterfield ha apuntado que, a diferencia de los siglos XIII y XIV de su establecimiento y del siglo XVII de su renacer político, el siglo XVI supuso un «curioso intervalo» en su historia[79]. Paralelamente a esta paradoja en la historia propiamente dicha del siglo XVI, encontramos otra más en la historia teatral de ese siglo: Shakespeare escribió La vida y muerte del rey Juan sin mencionar ni una sola vez la Carta Magna. Su desaparición del escenario refleja su omisión de la historia.
El Estado de los Tudor creó instituciones de poder centralizado, abrió el paso a una nueva clase y gobernó según métodos que adoptaban la ley romana, que dejaban poco margen a la costumbre y en los que ciertas innovaciones judiciales, entre ellas tribunales como la Star Chamber [Cámara Estrellada][80], se convirtieron en sinónimos de malas prácticas, injustos juicios y despotismo.
En 1534, George Ferrers imprimió una traducción al inglés de la Carta Magna y de la Carta del Bosque al comienzo de su libro sobre «diversos estatutos antiguos». Ese mismo año ingresó en Lincoln’s Inn (lo que le permitió ejercer derecho) y poco después se convertiría en un leal servidor de Thomas Cromwell, arquitecto de la revolución Tudor en el gobierno. En su breve prefacio para el lector de la primera edición traducida de la Carta Magna, Ferrers dice que «la mayor parte retiene su fuerza y, hasta hoy en día, detalla obligaciones de los súbditos del rey». Curiosamente no dice que detalla también obligaciones para el rey. (De manera parecida a la forma en la que el presidente George Bush se concibe a sí mismo, por encima o al margen de la ley).
Ya que no a la ley, el soberano del Estado-nación apelaba a sus propias razones, las raisons d’état, que eran secretas, bélicas, violentas y se servían del engaño y la impostura. George Ferrers sobrevivió con habilidad a los cambios de régimen: del catolicismo al protestantismo y luego al puritanismo, de nuevo al catolicismo y finalmente al anglicanismo (fue paje al servicio personal de Enrique VIII y allí aprendió cómo complacer al príncipe). En 1547 era miembro del parlamento y al mismo tiempo juez de paz por Barnstable y fue nombrado Lord of Misrule [Señor del desgobierno][81] en las celebraciones navideñas de 1551, durante una crisis en la que la inflación anual de Londres ascendió al 21 por ciento, el precio de la harina se había duplicado y los pobres se estaban muriendo de hambre. Ferrers consiguió desviar la atención de la ejecución de Somerset con un deslumbrante espectáculo financiado por el Estado: entre la propensión de los Tudor a la ostentación y la bulliciosa reunión popular con sus chanzas, las celebraciones de Navidad en Londres fueron un gran éxito. Además de la música y los bailes tradicionales, con el propio Ferrers vestido como la estrella de este carnaval, también ha llegado hasta nuestros días una lista del atrezo utilizado, que incluye todo el catálogo del terror de los Tudor: carceleros, grilletes, cerrojos, cepos, picotas, horcas y tajos de verdugos[82]. Al disolver los monasterios y las tierras comunales correspondientes, Enrique VIII abrió el camino para que una nueva clase, la pequeña nobleza, la gentry, se apropiara de las tierras y se beneficiara de ellas por medio de los cercamientos. Así, en 1535 Enrique VIII otorgó a George Ferrers el feudo de Flamstead en Hertfordshire, con lo que pasó a formar parte de esta nueva clase que se aprovechaba de la gigantesca redistribución de la tierra inglesa. La disolución de los monasterios, un enorme acto de privatización respaldado por el Estado, que tuvo lugar en 1536, convirtió, mucho más que ninguna otra acción en la larga historia del establecimiento de la propiedad privada en Inglaterra, la tierra inglesa en mercancía.
Para introducirnos en este tema contamos con tres escritores de la historia social inglesa. William Cobbett (1763-1835), el periodista anglófono más vivaz y prolífico desde Daniel Defoe a Alexander Cockburn, resultará ser un testigo particularmente valioso, ya que desplegó su trabajo en mitad del segundo desarrollo más importante del capitalismo inglés, al comienzo del sistema de fábricas, y estaba en muy buena posición para entender su principio fundamental, a saber, la retirada forzosa de la tierra y de sus medios de subsistencia a la gente. Cobbett entendió la Reforma protestante simultáneamente como un saqueo de tierras, como una causa del pauperismo y como una violación de la Carta Magna:
Los ingleses […] deben, por encima de todo, esforzarse por entender cómo pudo ser que esta tierra de ternera asada se convirtiera de repente en una tierra de pan seco o de gachas de avena […] [La disolución de los monasterios] acabó, en un momento, con esa «vieja hospitalidad inglesa» de la que, desde entonces, no hemos sabido más que su nombre y que, en lugar de hospitalidad, nos trajo pauperismo, una cosa de la que nunca se había oído hablar en Inglaterra[83].
Cobbett lamenta el desinterés por la tierra que acompañó la «des-comunalización» [cercamiento, privatización] de los campos y relaciona la Carta Magna con la Iglesia, citando favorablemente el pasaje sobre la excomunión. Por ejemplo, en 1253 en el gran salón real de la Abadía de Westminster, en presencia del rey, de los barones y del arzobispo de Canterbury, se pronunció «con gran despliegue de obispos y velas encendidas» la sentencia de excomunión en una imponente ceremonia:
Excomulgamos y anatematizamos […] a todos aquellos que mediante cualquier arte o artimaña violen, rompan, mermen o cambien las libertades de la Iglesia y las libres costumbres contenidas en las Cartas de Libertades Comunes y del Bosque […] y a todos aquellos que secreta o abiertamente, mediante actos, palabras o consejos, establezcan estatutos o los observen; o introduzcan costumbres o las observen una vez introducidas, contra dichas libertades, o cualquiera de ellas[84].
La excomunión reafirmaba el derecho a la resistencia.
La gente común dependía de varias formas de comunalización, que funcionaban de distintas maneras. R. H. Tawney, el socialista e historiador social más influyente de la primera mitad del siglo XX en Inglaterra, llamó la atención sobre el gran número de cottagers[85] (propietarios de casas) y jornaleros que no poseían tierras cultivables pero que en la práctica utilizaban las tierras comunales para sus cerdos, ocas, pollos y vacas:
La esencia (y al mismo tiempo su fortaleza y su debilidad) del sistema agrícola de los campos abiertos consistía en que su mantenimiento se apoyaba en una costumbre común y en la tradición, y no en registros documentales capaces de una construcción precisa. Sus fronteras dependían a menudo más del grado de convicción de sus habitantes tradicionales que del mero sentido de la vista.
La hospitalidad tenía una clara y especial importancia en el mantenimiento del hogar, «una sociedad cooperativa en miniatura», como la llama Tawney, que incluía labradores, trilladores, vaqueros, lecheras, sirvientes y labriegos. Tawney llama al compañerismo de la asistencia mutua y al asociarse al servicio y protección de la comunidad aldeana, «una pequeña commonwealth», y en dos ocasiones se refiere a su «comunismo práctico». Los derechos comunales pervivían incluso en la Inglaterra cercada[86].
J. M. Neeson, colaboradora en la Universidad de Warwick de E. P. Thompson, el más influyente historiador social y socialista inglés de la segunda mitad del siglo XX, resalta la capacidad de acción de los comuneros a la hora de preservar sus costumbres. Y escribe:
El combustible, la comida y los materiales que se sacaban de las tierras baldías comunes ayudaban a que los que no tenían tierra, ni casas con derechos comunes, ni derechos de pasto, se convirtieran en comuneros. Los baldíos les proporcionaban toda una serie de productos útiles, así como la materia prima para producir otros. También les proporcionaba un medio de intercambio con otros comuneros, de modo que los introducía en las redes de intercambio desde las que surgía la mutualidad. Además, los baldíos comunales también sostenían la economía de los comuneros con tierra y casa. A menudo era algo de lo que se ocupaban las mujeres y los niños. Y para todo el mundo, el común significaba algo más que unos ingresos[87].
Los cercamientos no fueron la única fuerza en la creación del mercado de la tierra, pero sirvieron para destruir el derecho espiritual sobre el terruño y prepararon la proletarización de la gente común, al someterla a una disciplina de trabajo multifacética: la eliminación de los pasteles y la cerveza, la supresión de los deportes, la demonización de la danza, la abolición de los festivales y la estricta disciplina sobre los cuerpos masculinos y femeninos. La tierra y los cuerpos perdieron su magia. La clase trabajadora fue criminalizada y los poderes femeninos fueron denunciados. La traducción de la Carta Magna de Georges Ferrers omitió la significativa frase del artículo VII: la viuda «deberá tener, mientras tanto, sus estovers razonables del común». La pobreza resultante fue profundamente femenina. Las penurias generalizadas fueron, más que los libros de estatutos y los viejos pergaminos, las que movilizaron a las multitudes. La consecuencia inmediata fue una rebelión desde abajo que a menudo tomó una expresión religiosa.
La Pilgrimage of Grace for the Commonwealth [Peregrinación de gracia por la república], en 1536[88], exigió que los peregrinos juraran no buscar «el beneficio particular para sí mismos […] sino ser apelados por la commonwealth». Sus líderes se llamaban Lord Poverty [pobreza], Capitan Pity [piedad] y Capitan Charity [caridad]. La primera mención a los York Articles [Artículos de York][89] de 1536 describía la supresión de los establecimientos religiosos como «un gran ataque a la riqueza común ya que muchas hermanas serán apartadas de sus modos de vida y abandonadas». Debemos hacer énfasis en esto ya que, como ha escrito Adrienne Rich, la experiencia de las mujeres ha sido «una experiencia negada y sin palabras»[90]. La expulsión de las tierras comunes tuvo enormes y múltiples consecuencias, conllevó la negación y el silenciamiento de la experiencia de las «numerosas hermanas» que fueron expulsadas de sus formas de vida y dejadas a la deriva al sufrir una doble pérdida, de subsistencia y de independencia, y preparó el camino para atemorizar el cuerpo femenino mediante la caza de brujas[91]. Las hogueras en llamas sustituyeron a los estovers del común y los pinchos del cazador de brujas y las branks (una especie de mordaza de hierro que se colocaba en la cabeza de las mujeres para castigarlas) las silenciaron y degradaron.
La retórica de la commonwealth se había vuelto peligrosa para el Estado. Dos párrafos de The Pilgrim’s Ballad [La balada del peregrino] de 1536[92] ilustran lo fácilmente que los poderes espirituales de la religión cristiana, con su énfasis en el valor redentor del sacrificio, podían ser utilizados por los que estaban inmersos en la rebelión armada para preservar sus comunes materiales:
Crist crucifyd!
For thy wounds wide
Us comons guyde!
Which pilgrames be
Thrughe Gods grace
For to purchache
Olde welth and peax
Of the Spiritualtie
Gret Gods fame
Doith Church proclame
Now to be lame
And fast in bounds
Robbyd, spoled and shome
From catell and come
And clene furth borne
Of housez and lands[93].
Más de una década después, dos rebeliones tuvieron lugar durante el verano de 1549: la Prayer Book Rebellion [Rebelión del libro de oraciones] en el West Country y la Kett’s Rebellion[94] en East Anglia, en las que decenas de miles de rebeldes establecieron campamentos por todas las tierras bajas de Inglaterra, en vez de marchar hacia Londres; por ello, fueron recordadas como el tiempo de las acampadas. Se planearon y coordinaron más de dieciocho acampadas, la más grande, con dieciséis mil mercaderes, vasallos y comuneros en Mousehold Heath, cerca de Norwich. Allí, bajo el Oak of Reformation [Roble de la Reforma], desarrollaron formas alternativas de gobierno, denunciando a los autores de los cercamientos que solo tenían en cuenta (citando un documento de la Cámara Estrellada) «el lucro privado y la mercancía particular […] para el deterioro y completa destrucción de la riqueza común». El primer artículo de los veintinueve que Robert Kett y sus seguidores rezaron (pues ellos no «demandaban») era, en cualquier caso, atrevido:
«Oramos […] para que a partir de ahora nadie cerque nada más». El tercer artículo: «Oramos a su gracia para que ningún señor de ningún feudo se pueda aprovechar de los comunes». Rezaron para que los precios y los alquileres volvieran al nivel en el que estaban bajo Enrique VIII. El artículo XI decía: «Oramos para que todos los freeholders y copyholders [los que poseían tenencia de tierras por tradición señorial] puedan aprovecharse de todos los bienes comunales, y que allí hagan común, y que los señores ni hagan común ni se beneficien de él». Quizás la demanda, u oración, más poderosa era la número XVI: «Oramos para que todos los hombres siervos puedan ser libres, pues Dios nos hizo a todos libres al derramar su preciosa sangre»[95]. «El común se ha convertido en rey», dijo la gente. Y con una indolencia digna de la realeza declararon: «Otórganos esto y nos iremos a casa»[96].
Nicholas Sotherton fue un testigo contemporáneo de la «comunalización de Norfolk». Al igual que las mujeres del delta del río Níger que en 2004, cuando las grandes compañías petroleras se apropiaron de sus derechos comunes, protestaron mostrando sus traseros desnudos, los muchachos del Mousehold Heath llegaron «sin calzones y mostrando sus traseros» a las flechas de sus oponentes. Sotherton también cita la profecía que anunció el final de esta gran revuelta por la preservación de los comunes[97]:
The country guffers, Hob, Dick and Hick
With clubs and clouted shoone,
Shall fill Dussindale with blood
Of slaughtered bodies son[98].
Y así fue. Mientras los clouted shoone (zapatos remendados o rotos, o con clavos en las suelas) quedaron asociados con un bufón rural, pervivió una asociación despectiva con los comunes. Sin embargo, la memoria «del tiempo de las acampadas», de las rebeliones masivas, pervivió también.
El fantasma que acosaba a Europa era el de poseer todas las cosas en común. La primera revuelta proletaria de la historia moderna, la Revuelta Campesina de Alemania, en 1526, exigió la restauración de todos los derechos forestales tradicionales. Robert Crowley dirigió su petición a la Cámara de los Comunes en 1548[99]:
Difícilmente puedo confiar en que ninguna reforma sea posible a no ser que Dios trabaje ahora en los corazones de los que poseen este reino, tal y como lo hizo en la Iglesia primitiva […] Y, sin embargo, desearía que los que poseen algo consideraran quiénes fueron los que les dieron sus posesiones y cómo ellos deben también otorgarlas. Y entonces (no lo dudo) no debería ser necesario tener todas las cosas en común. Pues, ¿qué necesidad tiene el sirviente de la casa de desear tener las propiedades de su señor en común siempre que se administre a cada hombre las cosas que son necesarias para él?
Al igual que William Tyndale (que fue quemado en la hoguera por traducir la Biblia en 1536), Crowley era de Gloucestershire y, al igual que Tyndale, apelaba incluso «al muchacho que empuja el arado». Era el más elocuente de los escritores de la commonwealth, la conciencia social de Inglaterra. Era poeta e impresor, y se convirtió al puritanismo. Su Philargyrie (el título significa «amor a la plata») de 1550 atacaba la avaricia humana. En su célebre edición del Piers Ploughman de Langland, escrita dos siglos antes, declaraba: «Pues la inteligencia humana es como el agua, el aire y el fuego: no puede comprarse ni venderse. Estas cuatro cosas el Señor del Cielo las ha hecho para que sean compartidas en común en la Tierra». La tierra también era algo que se tenía en común tanto en 1300 (en la época de Langland) como en 1500 (en la de Crowley). Durante la hambruna de 1596, un magistrado de Somerset se quejó de las bandas de desempleados «de modo que los hombres se ven forzados a vigilar sus apriscos, sus pastos, sus bosques, sus campos de maíz, todas las cosas que crecen y son demasiado comunes»[100]. Crowley recriminó con terribles amenazas a los acaparadores de las granjas, a los rentistas extorsionadores, a los cercadores, a los cobradores de usufructos y a los usureros: «Si los hombres rectos caen en el robo, el hurto y la limosna, entonces ustedes serán la causa, pues ustedes atacan, cercan y les niegan la tierra que deberían cavar y de la que podrían labrar su supervivencia». Y reivindicaba la igualdad humana: «¿Quién de ustedes puede señalar para sí mismo una causa natural por la que deba poseer los tesoros de este mundo, sin que esa misma causa también se pueda encontrar en aquel que convierten en su esclavo?». «Una tiranía peor que la de Turquía» concluía, en una interpretación verdaderamente católica. Crowley arremetió contra las posesiones con una potencia profética:
Si yo pregunto al hombre pobre del campo qué es lo que cree que causa la sedición, sé lo que me contestaría. Me diría que son los grandes granjeros, los pastores, los carniceros ricos, los abogados, los mercaderes, los hidalgos, los caballeros, los señores, y no sé decir quién; hombres que no tienen nombre porque hacen todo aquello de lo que se obtiene ganancias. Hombres sin conciencia. Hombres sin ningún temor religioso. Sí, ¡hombres que viven como si Dios no existiera! Hombres que querrían tenerlo todo en sus manos; hombres que querrían no dejar nada para los otros; hombres que preferirían estar solos en la Tierra; hombres que nunca estarán satisfechos. Cormoranes, gaviotas avariciosas, sí, hombres que se comerían a otros hombres, mujeres y niños, ellos son la causa de la sedición. ¡Nos quitan las casas en las que nos cobijamos, suben nuestros alquileres, cobran multas (nada razonables) y cercan nuestras tierras comunales![101].
En el siglo XVI prevalecían dos conceptos enfrentados de moralidad social: la commonwealth y la mercancía. La commonwealth constituía una retórica específica en el vocabulario humanista y de la vida civil, se la relacionaba con la res publica e implicaba paternalismo y hospitalidad. En la mente de los Peregrinos de la Gracia por la Commonwealth, la ambigüedad del término se puso de manifiesto cuando los comuneros sin tierra trataron de poner remedio a su pérdida de tierras comunales[102] y al aumento que, para gran consternación de los pobres, habían sufrido los precios. Como escribió Hugh Latimer, obispo de Worcester[103]:
«Los hombres pobres que viven de su trabajo no pueden subsistir solo del sudor de su frente […] nos veremos en tremendas dificultades si hemos de pagar una libra por un cerdo». Todo el mundo sabía lo importante que era el cerdo y, sin duda, la costumbre del pannage estaba muy extendida, a pesar de que la Carta del Bosque y su artículo IX en especial («todo hombre libre […] tendrá su pannage») no eran muy conocidos. Se calcula que en el siglo XVII había en Inglaterra dos millones de cerdos. Cobbett observó de la gente del bosque de Dean, en Gloucestershire, que:
[…] cada casa tiene un cerdo o dos […] [los frutos del haya son] el mejor amigo del hombre pobre porque le permiten engordar a un cerdo o dos y con algo de ayuda a un puerco más grande, para producir el cerdo encurtido o el beicon, que le mantiene alejado de la tienda del carnicero durante la mayor parte del año, si no durante todo él.
El cerdo, junto al huerto y las parcelas comunes, constituía una de las tres defensas contra la miseria. Esto se mantuvo así hasta bien entrado el siglo XX, cuando el Small Pig Keeper’s Council [Consejo de pequeños criadores de cerdos] de 1940 reavivó los viejos recuerdos animando a reciclar las sobras de la cocina durante la crisis de ese año[104].
Hugh Latimer, que era hijo de labradores y creció en el Blackheath Common, entendía perfectamente la complejidad del sistema de agricultura mixta y se lo explicó al rey y a sus cortesanos con una mezcla de saber hacer comunero y humor negro. En su famoso «Sermón a los labradores» del 18 de enero de 1548, Latimer predicaba que existen dos tipos de cercamientos, del mismo modo que existen dos tipos de labranza: del cuerpo y del espíritu. Los clérigos ricos ordenan con prepotencia y hacen el holgazán mientras que los gigantes de la propiedad acumulan y cercan, pero la costumbre de comunalizar puede proporcionar apoyo mutuo, relaciones de vecindad, camaradería y familiaridad, con las obligaciones de confianza y las expectativas de seguridad que estas conllevan:
Deben tener puercos para comer, para hacer su beicon. Su beicon es todo su venado, pues ahora serán conducidos a un hangum tuum [«a la horca», en una parodia del lenguaje legal] si se procuran cualquier otro venado; así que el beicon será la carne necesaria de la que se alimentarán, que no pueden no tener. Deben tener otras reses, como caballos para arrastrar sus arados y para llevar cosas al mercado, y vacas por su leche y queso, de los que deben vivir y pagar sus alquileres. Estas reses deben poder pastar, si no tienen estos pastos el resto tampoco les será dado. Y no pueden tener pastos si la tierra es tomada y cercada para que no entren[105].
El comunero ayuda al granjero a restituir los nitratos abonando la tierra con sus ovejas. El propietario del bosque compensa al comunero por la falta de ciervos permitiendo el pannage, la recolección de forraje para cerdos cuando llega la estación. Los balks (parcelas de terreno no labrado), las parcelas cultivadas al borde de un camino [verges] y los promontorios se convierten en lugares para que pasten las vacas que proporcionan leche a los comuneros y a los furtivos. Tanto si lo llamamos makeshift economy [economía informal de supervivencia], economía mixta del bienestar o economía de recursos diversificados, esto era algo que entendían bien todos aquellos que entonces se referían a ella como lo común[106]. La economía del campesino dependía del pasto para la leche, la mantequilla, el queso, los huevos y la carne. Y para poder mantener las tierras que debía arar, era indispensable que pudiera dar de comer a los caballos que tiraban de su arado y arrastraban sus cargas. De nuevo, Tawney nos dice: «Para trabajar en la tierra de labranza, uno debe tener la precaución de alimentar a las bestias del arado»[107]. La crisis precipitada por las grandes rebeliones de mediados de siglo, provocó el potente sermón de Latimer, dirigido a la cúspide del poder, acerca de los detalles más insignificantes de la agronomía de la comunalización mixta. Las rebeliones no podían ser sofocadas solo mediante el terror, como fue ampliamente demostrado en la Sturdy Beggars Act [Ley de vagabundos irreductibles] de 1547, por la que se castigaba el vagabundeo con la esclavitud, sino que el propio Estado intervino para regular la velocidad de los cercamientos y la «libertad» del mercado. Así pues, el baluarte legal del paternalismo de los Tudor que conocemos como «economía moral» fue el estatuto eduardiano contra el forestalling, el regrating y el engrossing (5 y 6 Eduardo VI, c. 14). Estas actividades eran inherentes a la moralidad capitalista de la mercancía: forestalling era la costumbre de retener los alimentos de un mercado con escasez para hacer que los precios subieran; engrossing consistía en monopolizar todo el mercado con el mismo propósito; y regrating (declarado el principal pecado de la economía mercantil) consistía en comprar para revender. En 1795, otro año de hambruna, Lord Kenyon dijo acerca de esta ley que era «coetánea a la Constitución»[108]. La economía moral se extendió en muchos aspectos hasta el siglo XIX, a pesar de que Adam Smith se esforzara por acabar con ella: expresaba el principio de que nadie debería enriquecerse hasta que todos se hubieran alimentado.
En 1548, Robert Crowley había pedido al Parlamento que acabara con la opresión de los comuneros pobres de ese reino. Se enfrentó al clero que robaba diezmos para su «propio beneficio» [private commodity] y que se llevaba los impuestos eclesiásticos, pero no los utilizaba para ayudar a los pobres, curar a los enfermos, consolar a los moribundos y enseñar a los niños, sino para su propio interés. Crowley alegaba que los possessioner[109] (aquellos con grandes propiedades que las querían transformar en mercancías al servicio de su propio beneficio) debían venderlas, tal y como se había hecho en la Iglesia cristiana primitiva. Les recordó tanto la venganza divina, como que «toda la tierra pertenece (por derecho de nacimiento) a los hijos del hombre» y que la historia misma no da continuidad a los títulos, rememorando la historia de Nabucodonosor, los faraones, el Imperio Romano y los godos. Lo único que puede ser reclamado es lo que «se consigue con el sudor de la frente».
Shakespeare escribió La vida y muerte del rey Juan en 1596, basándose, probablemente, en una versión suya anterior. Era fiel a la dinastía Tudor y a su Iglesia establecida; cualquier otra cosa era traición. La obra es dinástica (el complot contra la vida e intento de asesinato de Arturo, el heredero al trono), militar (la guerra en Francia, la pérdida de las provincias y la guerra en Inglaterra) y religiosa (Juan es excomulgado y después se arrodilla ante el papa poniendo a Inglaterra como feudo del Vaticano). Tanto el rey de Inglaterra como el rey de Francia se intercambian vilezas mientras que el legado del papa, Pandolfo, juega a un doble juego y la tierra se tiñe de rojo con la sangre de los hijos de las madres inglesas.
Como todos los demás dramas históricos de Shakespeare, este está escrito a partir de los relatos propios de los Tudor. Enrique VIII disolvió los monasterios, llamó a Tomás Moro «cura metomentodo» y a sí mismo la «cabeza suprema». Así que Shakespeare muestra a Juan zarandeando a los abades ricachones y acaparadores, refiriéndose al papa como un «cura entrometido» y a sí mismo como la «cabeza suprema», prohibiendo los diezmos papales y burlándose de las indulgencias. Hay gran cantidad de rebeliones entre bastidores, «los inquietos humores de esa tierra» (2.1.66), que proporcionan un trasfondo de miedo y ansiedad y, más adelante, el rey habla de la «inundación de un humor rojo y furioso» (5.1.12). En aquella época, «humor» era un término médico, como si la rebelión fuera una enfermedad y no un sano proceso cuya resolución pudiera traer beneficios duraderos como la economía moral o la Carta Magna. Además de que, entre 1594 y 1595, cuando Shakespeare estaba trabajando en El rey Juan, sexto de sus dramas históricos, la rebelión estaba demasiado cerca para que fuera cómoda para la corte isabelina. Los Tudor se sentían inseguros respecto a sus derechos al trono aunque ellos, como el rey Juan, lo ocupaban gracias a su «firme posesión»[110]. El ahorcamiento y la tortura están muy presentes tanto en el discurso como en el imaginario del drama. En el centro de la obra se sitúa una escena de tortura en la que unas planchas calientes van a ser aplicadas sobre los ojos de Arturo mientras en la cámara de tortura un verdugo se prepara para cortarle la lengua. En esta escena de horror se plantea el dilema entre seguir las órdenes del soberano o la llamada de la conciencia que se rebela contra la crueldad. Esta crisis de conciencia tiene lugar sobre el trasfondo de una rebelión que Shakespeare no puede hacer más que sugerir y desde luego lo consigue.
Un murmullo plebeyo indefinido sigue a la escena de la tortura. Hombres y mujeres ancianas emiten peligrosas profecías, susurrando entre sí «con ceños fruncidos, con asentimientos y los ojos en blanco» cuando otro «flaco y sucio artificiero» se une a la discusión, el herrero deja que su plancha se enfríe en el yunque y el sastre se pone las zapatillas en el pie equivocado. Un profeta canta «en rimas toscas y soeces». El rey Juan ordena el ahorcamiento. Peor que la rebelión o un complot para reemplazar al monarca o a la dinastía, era el peligro de una revolución que pusiera el mundo boca abajo[111]. En el centro de la narración del reinado del rey Juan que ofrece Shakespeare no se encuentra la Carta de Libertades. En lugar de ello encontramos dos temas relacionados (el rumor de disturbios proletarios y la práctica de la tortura) así como un gran discurso sobre la mercancía. La mercancía, el comprar y vender, está en la matriz de todos los temas: la salvación espiritual, el amor matrimonial y la guerra entre las naciones. Posee un vector religioso, otro comercial y otro monárquico. La palabra en sí contiene conspiración política y ruptura del juramento. Del mismo modo que el valor de una mercancía puede cambiar, también el valor de las palabras puede cambiar, incluso el de aquellas pronunciadas bajo solemne juramento. La mercancía significa interés propio, tal y como la introduce el Bastardo, un hijo ilegítimo de Ricardo I, una figura del coro que, sin embargo, siempre se encuentra en el centro de los acontecimientos, aunque distanciado, dando consejos al rey y comentando la acción simultáneamente.
No es que Shakespeare haga caso omiso de la Carta Magna porque sea una vergüenza para la reina Isabel y los possessioners ingleses, sino que la sustituye por una peculiar disquisición sobre la mercancía, un largo soliloquio casi incomprensible que pronuncia el Bastardo (2.1.561-98) y que comienza hablando sobre la locura: «¡Loco mundo! ¡Locos reyes! ¡Loca composición!». La locura de la mercancía surge de su contradicción inherente: el dilema de que, por un lado, resulta útil, conveniente o cómoda y, por otro, se compra y se revende para lograr beneficio una y otra vez. La astucia acaba sustituyendo al simple comercio. Nadie parece más honesto que el ratero, ningún amor más sincero que el de la prostituta. El altruismo y la avaricia parecen idénticos. Caveat emptor: el mundo está lleno de ladrones [cheats]. En inglés, el término cheat resulta de la contracción de escheat, la multa que se debía pagar al señor del feudo como castigo por alguna falta.
Gilbert Walker explica en su Manifest Detection de 1552 que «la causa primera y original del robo es la falsa compostura de todas las cosas». Esto explica el título de su panfleto, así como el de A Notable Discovery of Cozenage [Un notable descubrimiento del timo], tratado de Robert Greene de 1591. La literatura subversiva de la era isabelina incluía muchas obras que detectaban y descubrían todo lo que estaba enmascarado y velado. La «falsa apariencia» era inherente a la forma de la mercancía, que establecía «relaciones materiales entre personas y relaciones sociales entre las cosas». El soliloquio del Bastardo continúa con una larga presentación de una mercancía personificada: «Ese caballero de rostro liso, la mercancía cosquilleante».
Gilbert Walker dejó muy claro que la explotación era el fundamento de la mercancía. El timador vive «saqueando y depredando, devorando los frutos del trabajo de otros hombres». ¿Cuál es la relación entre la violencia sexual y la engañosa forma de la mercancía? El soliloquio del Bastardo comienza con una perorata contra la violencia y la mala fe, comparando al mercader con el demonio, un demonio que gana a todos sus oponentes: «Los reyes, los mendigos, los viejos, los jóvenes» y las mujeres jóvenes:
Thomas Dekker tiene un capítulo «sobre la manera de deshacer a un caballero sobre la base de adquirir mercancías». Robert Greene describe a las personas que presentan sus «mercancías engañosas». El marido que vende a su mujer como prostituta la llama «mercancía». La prostituta es llamada «tráfico». La mercancía retiene este significado sexual, por lo menos en el habla popular, hasta bien entrado el siglo XVIII, cuando su significado se expandió para convertirse en «las partes íntimas de una mujer modesta y las partes públicas de la prostituta».
La devaluación del trabajo de la mujer y la degradación de su cuerpo tienen que ver directamente con los cercamientos de los campos abiertos, la pérdida de los comunes y la despoblación de las aldeas. La prostitución se convierte en la sinécdoque de la producción de mercancías. Mujer proletaria (no posee «nada externo que perder») que es, al mismo tiempo, prostituida y estafada por la mercancía. A diferencia de Thomas Dekker, que llamaba a todas las prostitutas «mercancías», Robert Crowley se centró en el origen de la prostitución de las personas jóvenes y lo situaba directamente en los possessioners y los lease-mongers [tratantes de arrendamientos] que arrendaban las tierras a rentas dobles y triples, enviando a los jóvenes «de cabeza hacia la perversión: los chicos acaban en la cárcel y las chicas en la perpetua pobreza miserable como mujeres de mala vida» y finalmente «se postran y mueren en la calle llenas de plagas y de penurias».
Los burdeles y las mancebías, compartían el mismo barrio que el Rose y el Globe[113]. Shakespeare podía observar las escenas proletarias callejeras pero no las interiores donde, sobre todo en los suburbios, el putting-out system estaba sustituyendo al arte y misterio de los gremios artesanales[114]. La pobreza crónica así como la devaluación y extensión del trabajo de las mujeres se generalizó e invisibilizó. Las mujeres fueron las que más sufrieron los cambios económicos del siglo XVI, sus «estovers razonables del común» fueron olvidados. Lo que Shakespeare expresa es un tercer significado de mercancía: la anterior alienación y deshumanización de los cuerpos de las mujeres.
Con este juego de palabras, el Bastardo se desplaza desde la misoginia a la física. La gravedad misma está gobernada por la mercancía, un mundo que de otro modo se apoyaría en el equilibrio; se da cuenta de que su propósito y destino están siendo determinados por la mercancía, dominada por la alcahueta y el rufián. El Bastardo está celoso, quiere ser seducido por su propia mercancía privada:
And why rail I in this commodity?
But for because he hath no woo’d me yet
Not that I have the power to clunch my hand
When the fair angels would salute my palm[115].
Al hablar de «bellos ángeles» no se refiere a ningún heraldo celestial portador de nuevas divinas, sino a una moneda de oro inglesa de la época de Eduardo VI que valía diez chelines. La divinidad y la sexualidad quedan reducidas al dinero. Tanto el interés privado como la conveniencia política infringen el vínculo feudal en el que la lealtad personal sirve como fundamento del honor, la fe y la verdad.
But for my hand, as unattempted yet,
Like a poor beggar raileth on the rich
Well, whiles I am a beggar, I would rail
And say there is no sin but to be rich
And being rich, my virtue then shall be
To say there is no vice but beggary[116].
Estas líneas expresan la volatilidad de la fortuna: la estructura social gira como la rueda de la fortuna (ahora mendigo, ahora rico) y la moralidad puede girar de forma igualmente rápida y caprichosa. La lucha de clases se reduce a los vicios enfrentados de la avaricia y la envidia entre los poseedores y los pobres, los que tienen algo y los que no tienen nada.
Since kings break faith upon commodity
Gain, be my Lord, for I will workship thee![117]
Cuando el Bastardo se arrodilla como signo de su devoción a la mercancía, Shakespeare anticipa la teoría del valor-trabajo de Karl Marx, pero mientras que Marx encuentra un valor en el tiempo de trabajo socialmente necesario, Shakespeare reduce la mercancía a la mujer sexualmente activa.
La doble naturaleza de la mercancía oculta este jeroglífico social en el que «una clara relación social entre la gente asume a sus ojos la forma fantástica de una relación entre cosas». Es esto lo que vuelve opaca la mercancía. En El rey Juan de Shakespeare, el término [mercancía] significa traición, avaricia, mala fe, egoísmo, agresión y sexualidad. El Bastardo vuelve transparentes las relaciones sociales de la mercancía. El rufián, el proxeneta, el traficante y el usurero actúan en nombre de la mercancía. La violación es la realidad que la mercancía oculta.
Más o menos en la época en la que Shakespeare llegó a Londres por primera vez, una hilandera organizaba otra forma de resistencia colectiva en un suburbio londinense. La historia comienza recordando que «el combustible o la leña son cosas necesarias en la commonwealth» porque había aparecido un carbonero estafador que vendía carbón «por sacos» pero sus sacos contenían un cuarto de carbón menos. De este modo, metiendo piedras en el fondo del saco, el vendedor practicaba una economía de la mercancía. Al descubrir el engaño, la hilandera reunió a dieciséis de sus vecinas que también habían sido estafadas. La siguiente vez que el carbonero fue a descargar el carbón en su carbonera, las mujeres lo rodearon rápidamente. Aunque estaban armadas con garrotes bajo sus delantales, se abstuvieron de darle una paliza. En su lugar, formaron un jurado, acusándolo de estafa, escucharon las evidencias y examinaron los sacos antes de pronunciarlo culpable. Entonces lo condenaron a una paliza y a su expulsión sin dinero, ni carbón, ni sacos. El vecindario, en comunidad, preservó precios asequibles en la energía de los hidrocarburos[118].
A otros principios de la Carta Magna no les fue tan bien en tiempos de los Tudor: el movimiento contra los cercamientos se mantuvo de forma prolongada y, aunque fracasó, fue uno de los temas más importantes de su época; los bienes comunales que garantizaban la subsistencia encontraron su archienemigo en el hambre y la mercancía; las restricciones al poder estatal se hicieron cada vez más escasas; el exilio y el derecho de retorno eran a menudo unidireccionales y ni siquiera la Iglesia oficial, mucho menos las puritanas, pidieron ninguna compensación por la pérdida de las tierras monásticas. Después de un «curioso intervalo» de abandono en el siglo XVI, la Carta Magna se transformó y se volvió fundamental para la lucha revolucionaria del Imperio. Edward Coke, contemporáneo de Shakespeare, hizo que la Carta Magna y la mercancía fueran compatibles.