Introducción

[La burguesía] ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio, y en lugar de las innumerables libertades, irrevocables y establecidas en fueros ha establecido una única libertad: el libre comercio.

Karl Marx, El manifiesto comunista, 1848.

En un comunicado desde la selva Lacandona, en Centroamérica, el subcomandante Marcos, portavoz de la revuelta de pueblos indígenas que saltó al mundo en el año 1994, se refirió a la Carta Magna. La genial revuelta postmoderna de México citaba una fuente premoderna y tediosa de la Inglaterra de 1215. Fue esa referencia la que dio origen a este libro. Lo cierto es que, de manera general, su génesis se encuentra dentro de una emergencia planteada por las agresiones autocráticas del régimen de Bush, pero lo que de hecho me animó a ponerme a escribir sobre este tema fue un error de traducción o, más bien, la ausencia de traducción, pues resultó que en México todo el mundo llama a la constitución la «carta magna». El error semántico reveló una verdad más profunda y es que, ciertamente, el camino hacia la Carta Magna se encontraba entre los dos vientos que Marcos describía: el viento de arriba (las fuerzas de los dirigentes) y el viento que sopla desde abajo (las fuerzas de los indígenas, los campesinos y los trabajadores). Marcos explica que el viento que sopla desde arriba extrae todos los días 92.000 barriles de petróleo, dejando tras de sí tan solo «destrucción ecológica, despojo agrario, hiperinflación, alcoholismo, prostitución y pobreza», mientras que el viento de abajo hace que los campesinos de Ocosingo talen la madera para sobrevivir[4]. El ejido, la propiedad comunal rural, ha sido destruido y su protección legal, el artículo 27 de la Constitución mexicana, se ha revocado.

Esta historia se repite por todo el mundo.

Nigeria. En el verano de 2003 cientos de mujeres tomaron la Chevron Escravos Oil Terminal (escravos significa «esclavos» en portugués). Los norteamericanos planeaban, a corto plazo, llegar a obtener el veinticinco por ciento de su petróleo en África. Los ingenieros de Chevron ensancharon el río Escravos en la Bahía de Benín, una acción que destruía el manglar y el pueblo de Ugborodo. Las mujeres ya no podían extraer madera para combustible o sacar agua para beber. La prostitución se convirtió en el único «trabajo decentemente pagado para una mujer»[5]. Las maderas, los bosques y el manglar fueron destruidos y sustituidos por propano, gasolina y queroseno. Como resultado del «avance», la gente está siendo expropiada.

Vietnam. En las aldeas de las tierras altas, las mujeres solían recoger leña, brotes de bambú, plantas medicinales y verduras de las zonas forestales. Algunos de estos productos se vendían en la zona pero la mayoría se utilizaba directamente. Con el bambú se hace carbón en Trang Tri. El arroz y la mandioca son alimentos básicos y ambos se obtienen gracias al cultivo por swidden (un término del dialecto de Yorkshire que se refiere a un terreno que ha sido preparado a base de cortar y quemar su cubierta vegetal). Los animales domésticos que pastan al aire libre proporcionan fuentes de proteína. Las reservas forestales han sido recientemente cercadas con una valla de metal y las mujeres de las aldeas son las que más sufren[6].

Nueva York. Para las comunidades de indios iroqueses y para los francocanadienses de las montañas Adirondacks, el movimiento conservacionista de la década de 1880 significó «la transformación de actividades que hasta entonces resultaban aceptables en actos ilegales: la caza y la pesca se redefinieron como furtivas, la recolección como allanamiento, encender hogueras como un acto incendiario y cortar árboles como robo de madera». Los habitantes de estos territorios eran acusados por los oficiales del Estado de entender el campo como «un trozo de propiedad común» o como «un granero público donde todos los que lo deseen pueden alimentarse» y la Comisión Forestal «se esforzó por aterrorizar a la gente que practicaba tales costumbres»[7].

Irlanda. Tras el expolio de las plantaciones y la historia de conquista de población y asentamientos que destruyó el orden gaélico y desnudó el paisaje durante el siglo XVII, los irlandeses se lamentaban:

¿Qué vamos a hacer sin nuestra madera?

El último de nuestros bosques ha desaparecido[8].

Los bosques eran el lugar de las visiones, las aisling, y de los fianna[9], los defensores de Irlanda, así que los conquistadores los talaron. Esta pregunta en el principio de la historia moderna ha sido parcialmente respondida en época más reciente con las minas de carbón y los surtidores de petróleo; estas son verdaderamente las tres eras de la Historia, al menos si se divide según las fuentes energéticas de hidrocarburos: la madera, el carbón y el petróleo.

India. Akbar el Grande consideraba la tala de bosques uno de los mayores logros de su avanzadilla hacia Cachemira. Cuando el gobierno colonial de Gran Bretaña tomó el control de las dharma khandams, las tierras de la comunidad, y reafirmó su control sobre la recogida de combustible, restos de hojas para compostaje y madera para utensilios agrícolas[10], una enorme escalada de robos de madera precedió a las revueltas nacionales de 1919-1920. Una canción nacionalista de la época se pregunta:

Hace trescientos años

El hombre de la Compañía llegó Tenías que estar callado

Robó a toda la nación

Decía que todos los bosques eran suyos

¿Vino su padre y los plantó?

Amazonas. Desde los años sesenta hasta nuestros días toda la región se ha visto conmocionada por un enorme movimiento de cercamientos[11]. Las máquinas excavadoras y las sierras mecánicas lideraron el ataque. Los trabajadores y los indios se enfrentaron a ellas. En 1976 idearon el empate, una forma de «plantar cara»[12], pero la lucha es vieja: el maestro del joven Chico Mendes del sindicato de trabajadores del caucho trabajó con Carlos Pretes, el revolucionario de los años veinte y treinta. Es vieja y es trasatlántica: se ha comparado el Forest People’s Manifesto [Manifiesto de la gente de la selva] de 1985 con Winstanley y los diggers, cuya defensa de los bosques comunales ingleses comentaremos en el tercer capítulo.

A partir de estas historias emergen tres tendencias. La primera es que, como resultado de los recientes cercamientos, los bosques están siendo destruidos en pos del beneficio comercial[13]. La segunda es que los productos derivados del petróleo se están convirtiendo en la mercancía fundamental de la reproducción humana y el desarrollo económico mundial. La tercera es que los pueblos indígenas (todos ellos comuneros) están siendo expropiados en todo el planeta. Michael Watts ha denominado «petro-violencia» al terror, el desplazamiento, la separación, la pobreza y la contaminación asociadas a la extracción de petróleo. La guerra intensifica estas tendencias: en Iraq, la petro-violencia de los campos de petróleo[14] de Basra ha exterminado la ecología comunal de «la gente del cañaveral», los llamados árabes de las marismas.

La voz indígena de la selva Lacandona sugiere que la Carta Magna tiene que ver tanto con los derechos jurídicos de cualquier acusado como con la extracción de recursos energéticos de hidrocarburos. ¿Cómo es esto posible? Marcos tiene razón. En Runnymede se le impusieron dos cartas al rey Juan: además de la célebre carta con la que estamos vagamente familiarizados[15], existía una segunda carta conocida como la Carta del Bosque. Mientras que la primera se encargaba, en su mayor parte, de los derechos políticos y jurídicos, la segunda lidiaba con la supervivencia económica. Los historiadores siempre han sabido de la existencia de la Carta del Bosque, pero muchos de sus términos, por ejemplo los estovers (productos de subsistencia madereros), parecen hoy extraños y arcaicos, y han impedido que el público general reconozca su existencia y comprenda su importancia[16]. El mensaje de las dos cartas y el mensaje de este libro es sencillo: los derechos políticos y legales solo pueden existir sobre una base económica. Para ser ciudadanos libres tendremos también que ser productores y consumidores en igualdad de condiciones. Lo que llamaré procomún (basado en la teoría que deposita toda la propiedad en la comunidad y organiza el trabajo para el beneficio común de todos) debe existir tanto en las formas jurídicas como en la realidad material cotidiana.

En las próximas páginas, desarrollaré cuatro tipos de lectura de la Carta Magna: documental, legal, cultural y constitucional. En primer lugar, la lectura de los documentos encuentra importantes enmiendas a la carta de 1215, como los «estovers de las viudas» o la Carta del Bosque en su totalidad. Estas conducen al concepto de procomún, que es asido como un ancla de esperanza en la tormenta. Tanto la citada Carta como su adición [de 1217] fueron confirmadas el día 11 de septiembre del año 1217, como demuestra el primer capítulo.

En segundo lugar, y sobre todo en el séptimo capítulo, sigo una lectura legal de la historia de Estados Unidos mediante la interpretación del artículo XXXIX y el habeas corpus, el juicio con jurado, la prohibición de la tortura y el «debido proceso» de ley, todas ellas cuestiones derivadas de esta.

El tercer tipo de lectura es cultural. Toma como base la música, los murales, el teatro, la pintura, la arquitectura y la escultura. En ocasiones estas representaciones pueden ser icónicas o casi sagradas y han llevado fácilmente al chovinismo y a un sentimiento apenas disimulado de superioridad racial, cuyos orígenes se describen en el tercer y cuarto capítulo.

En cuarto lugar, la Carta Magna posee una historia constitucional debido a su carácter de armisticio entre poderes beligerantes, como un tratado que finaliza una rebelión. La Carta Magna expresaba un acuerdo entre la Iglesia y el Estado, los barones y el rey, los mercaderes urbanos y la realeza, las esposas y los maridos, los plebeyos y los nobles. Fue un digno producto de la rebelión, tal y como la Declaración de Independencia de Estados Unidos de 1776 fue resultado de la sugerencia de Tom Paine de una «carta magna» americana. En mayo del 2006, se realizó una encuesta a los británicos y su opción preferida para un nuevo «día nacional» fue el Día de la Carta Magna[17]. El décimo capítulo y las conclusiones tratan de renovar esta acepción.

Si queremos recuperar la Carta Magna en su plenitud, debemos incorporar todo lo que se pueda obtener de estas lecturas. La primera llama a abolir la forma-mercancía de la riqueza que bloquea el camino del procomún. La segunda nos protege de intrusiones por parte de privatizadores, autócratas y militaristas. La tercera nos previene contra los falsos ídolos. La cuarta renueva el derecho a la resistencia. En la década de 1620, Edward Coke, portavoz de la Cámara de los Comunes y fiscal general, proporcionó los análisis de estas cartas que sentaron las bases de la Revolución Inglesa de 1640. En 1759, William Blackstone, el magistral catedrático de derecho de Oxford, desarrolló el estudio de la Carta Magna que ayudaría a preparar la mente para la Revolución Americana de la década de 1770. Para ellos, las Great Charters of the Liberties of England [Grandes cartas de las libertades de Inglaterra] formaban un instrumento legal unificado. Este libro explora dicha unidad: los primeros capítulos presentan un problema, los seis capítulos centrales cuentan la historia y los últimos capítulos apuntan recursos para una solución.

Frente a la separación de derechos económicos o sociales y los derechos civiles o políticos a la que estamos acostumbrados gracias a la Declaración de Derechos Humanos de las Naciones Unidas de 1948 y al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966, en las dos cartas [de la Carta Magna] los derechos políticos encaminados a la restricción de la conducta autocrática iban en paralelo a los derechos comunes dirigidos a restituir los usufructos de subsistencia (bienes o usos requeridos para el bienestar). De este modo, las cartas limitaban la expropiación, por ejemplo, de la miel, el endulzante más común[18] y el artículo XIII de la Carta del Bosque declara: «Cualquier hombre libre podrá tener en sus propios bosques nidos de halcones, azores, gavilanes, águilas y hurones; y también podrá tomar la miel que se encuentre en sus bosques». Eso fue en el siglo XIII. En el siglo XIX, la gente se opuso a la Forest Bill of India [Ley forestal de la India] de 1878 ya que «los poderes que proponía dar a la policía son arbitrarios y peligrosos: el arresto sin garantías de cualquier persona sospechosa de haber estado, en un momento indeterminado, implicada en algún delito relacionado con el bosque (tomar la miel de las abejas silvestres o la piel de un animal muerto)»[19]. En la Kenia del siglo XX, Karai Njama, campesino involucrado en las luchas por la independencia, recordaba las expropiaciones familiares:

Un día estaba sentado en el pasto de nuestra hacienda cuando mi abuelo señaló una pequeña colina en medio del monte, justo encima del cruce del río Gura y el río Charangatha y me preguntó: «Nieto mío, ¿ves esa colina?». «Sí, abuelo», le respondí. «Ahí es donde solíamos ir a cazar antes de que llegaran los chomba [los europeos]». Esa colina todavía se llama la colina Karari. Si fueras hasta allí todavía podrías ver mis cacharros de cocina en mi cueva. Tengo muchas colmenas en esa colina que dan mucha miel… ¡Oh! Ahí se pudrirán mis amadas colmenas.

En los lamentos del abuelo de Njama, no escuchamos la «tragedia de los comunes», según la expresión del influyente texto del socio-biólogo norteamericano Garrett Hardin, cuyos argumentos biológicos y matemáticos concluían que «la libertad en los bienes comunes conduce a la ruina de todo» y que «la injusticia es preferible a la ruina total». Pero la premisa de Hardin se basa en el egoísmo absoluto y niega varios milenios de experiencias de mutualidad y de negociación sobre el hacer común[20]. Si hay algo que escuchamos en la voz del abuelo de Njama, son los lamentos de la víctima de un robo.

En 2004 se otorgó el Premio Nobel de la Paz a Wangari Maathai, de Kenia, quien llevó al Green Belt Movement [Movimiento del cinturón verde] a plantar treinta millones de árboles dedicados a la subsistencia (madera para combustible, vallas y construcción), restaurando la ecología del monte e impidiendo que Kenia se convirtiera en un seco desierto. El espíritu del movimiento se reflejaba en la palabra harambee, que significa «¡hagámoslo juntos!». Cada vez que se plantaba un árbol, la comunidad se comprometía a preservar para las futuras generaciones «el tesoro que es propiedad y derecho vitalicio de todos»[21]. El robo de la miel y el robo de nuestros derechos, el asalto al hacer común y la privación de libertades han ido de la mano. ¿Cómo se relacionan los derechos de subsistencia con los derechos civiles que nos protegen contra el encarcelamiento sin juicio?

El subcomandante Marcos nos pidió que recordáramos el ejido de la Constitución mexicana en la lucha contra el neoliberalismo. Esta voz de la selva Lacandona de Chiapas hizo que me preguntara qué dice realmente la Carta Magna. Mientras estaba pensando sobre ello, en el verano del 2001, los movimientos reunidos en torno a los eslóganes «Nuestro mundo no está en venta» y «¡Compensaciones!» sufrían un revés con el asesinato de Carlo Giuliani a manos de la policía durante las manifestaciones de Génova, en Italia, y con la retirada de Estados Unidos de la conferencia de las Naciones Unidas sobre racismo celebrada en Durban, Sudáfrica. Una semana después, unos aviones secuestrados volaron contra las torres gemelas del World Trade Center y el Pentágono, y el presidente Bush anunció una permanente «guerra contra el terror», que comparó con la Segunda Guerra Mundial, aunque al enumerar sus objetivos (las cuatro libertades) no mencionó la libertad de no sufrir penurias, ni la libertad de no vivir con miedo.

Con el asalto a Mesopotamia en 2003 llegó la imposición del neoliberalismo: el libre comercio, los beneficios sin restricciones y la infame Orden núm. 39 que privatizaba los servicios públicos de Iraq. En paralelo a esta infamia llegaron las pérdidas de libertades derivadas del olvidado artículo XXXIX de la Carta Magna: el habeas corpus se ha visto afectado especialmente, el juicio con jurado también ha sufrido ataques, la prohibición de la tortura languidece y el debido proceso legal se ha perdido en Guantánamo.

El presidente Bush no es el único que ha olvidado sus lecciones de historia. Nosotros, los historiadores británicos, tampoco hemos hecho nuestro trabajo. Tanto los historiadores neoconservadores como las feministas, los teóricos críticos del Derecho y los historiadores sociales y económicos hemos fallado en la tarea, ignorando la Carta Magna y plantando así los cimientos de su olvido. En cuanto a las disposiciones sobre los comunes que se establecen en la Carta de Libertades, han sido ignoradas como si se tratara de reliquias feudales pasadas de moda. Este libro sostiene que su momento ha llegado.

El neoliberalismo es una doctrina económica de globalización y privatización que depende de regímenes policiales de seguridad y expolio. Apareció en el momento en el que Margaret Thatcher y Ronald Reagan llegaron al poder, en 1979 y 1980 respectivamente. Junto a la privatización y la mercantilización del neoliberalismo estaba su secuaz, el neoconservadurismo, que proporcionó la policía y el ejército; y el postmodernismo, estilo estético y cultural caracterizado por la ironía, el eclecticismo, la hipervelocidad, la subjetividad epistemológica (de ahí su compatibilidad con las «políticas identitarias») y la negativa a aceptar cualquier unidad en la historia. Lo que se excluyó de las políticas económicas del neoliberalismo y de las políticas culturales del postmodernismo fueron los cambios globales reales que se dieron en los noventa: las migraciones internacionales, los nuevos cercamientos, la feminización de la pobreza, el desarrollo del trabajo precario y la neoesclavitud. Margaret Thatcher había dicho «no hay alternativa» y la Carta Magna no parecía nada más que un elemento arcaico en una obsoleta «gran narrativa». En 1999 pareció que el postmodernismo y el neoliberalismo habían llegado a un punto de inflexión en Seattle, donde diferentes movimientos se reunieron para cuestionar las discusiones sobre «propiedad intelectual» de la Organización Mundial del Comercio.

Ese era el contexto del informe Stansky, que toma su nombre del presidente del comité que escribió el Report on the State and Future of British Studies in North America [Informe sobre el estado actual y el futuro de los estudios británicos en Norteamérica] que se publicó en 1999 y cuyas recomendaciones y omisiones llevan el sello del neoliberalismo y el postmodernismo. Por un lado, se trata de un documento gremial que define la historia británica como una parte tradicional pero en extinción del currículum de las universidades norteamericanas. Por otro, tiene que explicar el carácter anglófilo, tan de moda, de las relaciones anglo-americanas. Después de todo, el glamour inglés derrama sobre los asientos del poder su polvo de estrellas: un presidente que fue armado caballero en Buckingham Palace, otro presidente que estudió en Oxford y se rodea de antiguos estudiantes de la beca Rhodes, una república norteamericana que adora a una princesa inglesa y dos líderes que parecen los perros del imperialismo: un pit-bull y un caniche. «Tenemos que demostrar que la historia de Gran Bretaña no es solo la “historia de una isla”, sino una historia mundial», y continúa:

Hubo un tiempo en que la Historia Británica florecía porque era consistente con lo que muchos estudiantes y sus padres querían de una educación universitaria: una familiaridad con la tradición occidental que además ayudara a sus hijos a triunfar en la vida. El declive de esos valores en concreto es lo que ha mermado la popularidad del estudio de la Historia Británica[22].

Aquí el concepto de «tradición occidental» no se desarrolla, y acarrea unas connotaciones de cruzada que resultan siniestras y estúpidas[23]. En cuanto a los «valores en concreto», ni siquiera se especifican. ¿El lugar de nacimiento de la democracia? ¿El hogar de la libertad? ¿El gobierno de la ley? ¿La libertad de prensa? ¿El habeas corpus? ¿El juicio con jurado? ¿La tolerancia religiosa? ¿La commonwealth?[24]. Ya sabemos que todas estas expresiones son una farsa de políticos y cuando las escuchamos sospechamos que son palabrería, patrañas y «derechos burgueses», pero eso no es razón para menospreciarlas. Volvamos a pensar en ellas. Aunque el declive del habeas corpus, de los valores cooperativos de los comunes y la erosión del derecho a un juicio con jurado quizás hayan mermado la popularidad de los estudios de Historia Británica, ciertamente han dañado a la población del planeta.

Ha habido varios momentos en los que estos «valores en concreto» han tenido que ser efectivamente «concretados», como durante la década de 1790, cuando se escribió la Carta de Derechos norteamericana, o durante los debates Putney de la Revolución Inglesa, otro momento de concreción, o en la década de los cuarenta, cuando Inglaterra se enfrentó en solitario al imperialismo nazi. Desde luego, 1215 también fue un momento en el que estos derechos se concretaron. Si hubiéramos tenido la costumbre de «concretar» estos valores, no estaríamos deteniendo a la gente sin juzgarla, haciéndoles pasar hambre para forzarles a hablar, vigilándoles mientras rezan, «abusando» de ellos en cámaras de tortura o buscando «nuestro» petróleo en «su» territorio aterrorizándoles con bombas.

La razón que se utiliza para justificar este declive es la siguiente: el colapso de la Unión Soviética y la aparente derrota del comunismo en 1990 convirtió en irrelevantes todas aquellas disciplinas cuyo ímpetu retórico dependía de probar o contradecir los paradigmas marxistas. Pero Marx era un historiador de la sociedad británica cuyos estudios sobre la duración de la jornada laboral en Gran Bretaña e Irlanda, sus análisis de las divisiones del poder, su descripción de la mecanización del trabajo, sus estudios de la recomposición del proletariado y su manera de entender la expropiación del común han formado las bases del análisis del capitalismo y proporcionan cinco puertas de entrada a la persistente relevancia de sus ideas. Puertas que dan paso a temas tales como la reclamación de los «estovers de las viudas» o la provisión para la subsistencia a través de los comunes de los que habla la Carta[25].

Nuestro fracaso a la hora de preservar la memoria de la Carta Magna se me hizo evidente, de manera inesperada, en el caso de Maher Arar, un ingeniero de software informático canadiense y padre de dos hijos que en septiembre de 2002, a su regreso de vacaciones en una escala en un aeropuerto de Estados Unidos, fue detenido por las autoridades estadounidenses. Lo esposaron, encadenaron y vendaron los ojos, lo llevaron a una celda sin cama y permanentemente iluminada, y le impidieron todo contacto con su familia o un abogado antes de «entregarlo» en secreto a Siria donde fue encarcelado durante doce meses en una celda de poco más de un metro y medio cuadrado y repetidamente golpeado con una cuerda de cable eléctrico. Arar fue el primero en presentar una demanda civil contra la «entrega extraordinaria»[26]. En el año 2005, el gobierno de Estados Unidos defendió esta práctica reivindicando el privilegio del «secreto de Estado». Yo había conocido a la abogada del Estado que dirigía el caso cuando era una niña; hace treinta y cuatro años trabajé con sus padres en prometedoras causas como la reforma de las prisiones tras la masacre de Attica, la campaña para traer a las tropas a casa durante la Guerra de Vietnam o en pro de la democracia en el sindicato de mineros del este de Kentucky.

Aunque aquellos que estábamos en el movimiento de reforma de las prisiones, en el movimiento pacifista y en los movimientos obreros luchábamos contra la opresión racial y la explotación de clase, nunca lo hicimos basándonos en la Carta Magna. Tampoco transmitimos ningún conocimiento de la Ley del Habeas Corpus de 1679, cuyo título completo, «An act for the better securing of the liberty of the subject, and for the prevention of imprisionments beyond the seas» [Una ley para mayor seguridad de la libertad del sujeto y para la prevención de encarcelamientos en Ultramar] se puede aplicar directamente a estas prácticas vergonzosas, conocidas eufemísticamente como «entregas extraordinarias». Tampoco conocíamos la carta magna estadounidense, la Declaración de Independencia de 1776, que enumera veintisiete razones para declarar la independencia respecto a Inglaterra, una de las cuales censura al rey Jorge III por permitir que se aprobaran unas leyes «para llevarnos más allá de los mares y ser juzgados por delitos falsos». No transmitimos este conocimiento, porque nosotros mismos no lo poseíamos, y así es como de aquel palo no salió ninguna astilla. Así y todo, sería inmoral dejar de rebatir las afrentas de Maher Arar.

Tres paladines han alzado, a ambos lados del Atlántico, el estandarte de la Carta Magna en la liza contra los poderosos. El primero fue Ian Macdonald, Queen’s Counselor [Consejero de la reina], quien en diciembre de 2004 dimitió de la Special Immigration Appeals Commission [Comisión especial de apelaciones de inmigración] del Reino Unido diciendo: «Encerráis a la gente indefinidamente y esto supone un importante recorte de una parte de la tradición cultural del Reino Unido. Algo que se remonta a la Carta Magna»[27]. La tradición cultural de la Carta de las Libertades estaba en entredicho, como demuestro en el octavo y noveno capítulo.

El segundo personaje habló en el Parlamento inglés: el día 16 de diciembre de 2004 expuso que la detención de sospechosos de terrorismo sin juicio por parte del primer ministro Blair bajo la Antiterrorism, Crime and Security Act [Ley de antiterrorismo, crimen y seguridad] de 2001 (el equivalente británico de la Patriot Act norteamericana) era incompatible con los derechos humanos, tal y como se expresan en la Convención Europea de Derechos Humanos y, por lo tanto, ilegal[28]. Los sospechosos detenidos fueron puestos en libertad. En la House of Lords [Cámara de los Lores], Lord Hoffman explicó que se trataba del caso más importante al que el Parlamento se había enfrentado en muchos años: «Pone en cuestión la propia existencia de una libertad antigua de la que este país ha estado, hasta ahora, muy orgulloso: la libertad frente al arresto y la detención arbitrarias», y concluyó: «La verdadera amenaza a la vida de la nación […] no proviene del terrorismo, sino de leyes como estas». En sus argumentos, escuchamos los ecos del coronel Rainborough en un momento crucial de la Revolución Inglesa de octubre de 1647: «Yo dudaría de que fuera inglés quien dudara de tales cosas»; y continuaba planteándose si la vida de los más pobres valía lo mismo que la de los más ricos, o si el consentimiento era una condición del gobierno y, si no lo era, si la obediencia al gobierno era obligatoria. El contrato social había sido violado.

El tercer paladín de la Carta Magna es Michael Ratner, presidente del Center for Constitutional Rights (CRR) [Centro por los derechos constitucionales], que comenzó en el año 2001 una acción judicial contra las medidas draconianas del gobierno de Estados Unidos. El CCR se encargó de los casos de Guantánamo que cuestionaban la detención indefinida, la tortura, la desaparición o las entregas [extraordinarias]. El CCR obtuvo la victoria en el Tribunal Supremo en junio de 2004 en el caso Rasul contra Bush donde el juez Stevens, hablando por la mayoría del Tribunal, declaró:

El encarcelamiento ejecutivo ha sido considerado opresivo e ilegal desde que [el rey] Juan declaró en Runnymede que ningún hombre libre debía ser apresado, desposeído, declarado fuera de la ley o exiliado más que mediante el juicio de sus semejantes o la ley de su país (Shaughnessy contra Estados Unidos, 1953).

Por casualidad, en el momento de esta decisión del tribunal, yo me encontraba en Runnymede inspeccionando ese precioso prado (a solo un viaje en autobús del aeropuerto de Heathrow), donde encontré una peculiar distorsión del sentido de la Carta Magna (que analizo en el octavo capítulo): en un pequeño plinto de granito en una rotonda de columnas cubiertas de estrellas se habían grabado las palabras «LIBERTAD BAJO LA LEY». Ratner, sin embargo, expuso: «Debemos continuar luchando por nuestros valores fundamentales, por los derechos humanos y por la autoridad bajo la ley. Lo que está en juego es la Carta Magna»[29].

Ratner dijo que cuando comenzó a trabajar en el CCR, en 1972, pensaba en la ley como un agente del cambio social y que, para él, dedicarse a defender «leyes constitucionales básicas y derechos humanos muy básicos y fundamentales», tal y como estaba haciendo treinta y cuatro años más tarde, había sido «un gran cambio». Como declaró Macdonald en una entrevista para The Guardian: «Si alguien me hubiera dicho hace veinte años que luchar por los derechos de la Carta Magna o por el Estado de derecho se consideraría una conducta revolucionaria me hubiera reído». Este gran cambio nos puede llevar de vuelta al principio, pues las cartas pretendían preservar los derechos sociales y económicos. Asimismo, la conducta revolucionaria a la que se refiere Macdonald también tiene que ver con la Carta Magna, que fue el resultado de la rebelión y la guerra. No solo las astillas no han salido del palo, sino que el palo mismo se ha podrido.

Tanto Macdonald como Ratner se iniciaron en la abogacía defendiendo la lucha de las personas de color para participar de manera igualitaria en la sociedad británica y norteamericana sin sufrir la brutalidad de la policía. En el caso de Macdonald, se trataba de la inmigración desde el Caribe anglófono; en el caso de Ratner, del Movimiento de Derechos Civiles. La historia de la Carta Magna está íntimamente ligada a la lucha contra la esclavitud y, en el hemisferio occidental, la cuestión de la esclavitud es inseparable del continente africano. Como mostraré en el cuarto capítulo, la Carta Magna ha sido esencial para la lucha por la libertad negra.

Casi todos los apelantes ante la Cámara de los Lores durante el caso en el que Lord Hoffman habló tan elocuentemente sobre la nación inglesa eran personas del Norte de África, sin nacionalidad inglesa. Su colega, Lord Bingham continuó: «La protección del habeas corpus se entiende a menudo como limitada a los “súbditos británicos”. ¿Realmente se limita a los que tengan nacionalidad británica? Baste con decir que la ley ha respondido con un enfático “no” a esta pregunta». Después citó la decisión de Lord Mansfield en el caso de Somerset, en 1772, de establecer el principio de que «cualquier persona dentro de la jurisdicción disfruta igualmente de la protección de nuestras leyes». Vemos esto reflejado de una manera curiosa en la heráldica inglesa: San Jorge, el patrón de Inglaterra, era de Palestina y se dice que su legendaria victoria sobre el dragón tuvo lugar en Libia. La bandera inglesa, la Union Jack, se basa en la cruz roja de San Jorge y en 1222, el día de San Jorge se estableció en el 23 de abril. Los símbolos de la nación inglesa se remontan a la Carta Magna y al norte de África[30]. ¿Avanza la historia? Puede que sí, pero también sabemos que retrocede. La edad de una ley refuerza su importancia, pero la antigüedad de una tradición puede hacer que quede desfasada. El atractivo de lo moderno nos aleja de la veneración de lo antiguo. Tendemos a pensar que las ideas, como la ley o la religión, dependen del modo de producción de una sociedad dada; no estamos acostumbrados a considerarlas invariables en medio de cambios tecnológicos y de una enorme producción material. Necesitamos una filosofía de la historia y ni el neoliberalismo ni el postmodernismo la pueden proporcionar, ya que están demasiado apegados a lo nuevo y a su «asistente de cámara», el olvido.

El sociólogo norteamericano C. Wright Mills recomendaba establecer «construcciones transhistóricas». Continuaba:

Examina en detalle los pequeños hechos y sus relaciones, y los acontecimientos grandes y únicos también. Pero no seas fanático: relaciona todo este trabajo, de forma continua y detallada, con el plano de la realidad histórica. No asumas que otra persona lo hará por ti en algún momento, en algún lugar. Asume que tu tarea es la definición de esta realidad; formula tus problemas en sus términos; trata de resolver estos problemas en sus mismos planos y, así, resolver los problemas y dificultades que suponen[31].

¿Cuál podría ser este «plano de realidad histórica» sino la praxis reprimida del procomún, en todas sus múltiples particularidades, a pesar de milenios de privatización, cercamientos y materialismo?

Uno de los objetivos de este libro es el de volver a situar el procomún en el centro del debate sobre la constitución política. Como problema económico, el procomún podría parecer un castillo en el aire, pero un riguroso estudio académico nos demuestra que, al contrario, tiene los pies firmemente en el suelo. El libro se dirige también a los comuneros del mundo, para decir que debemos comenzar a pensar constitucionalmente, como ya lo hacen en Venezuela, Bolivia y México. La Carta Magna es «radical», está cerca de la raíz de la constitución, y la raíz de la Carta Magna presupone el procomún. En octubre de 2006, Mahrer Arar aceptó el premio Letelier-Moffitt a los derechos humanos concedido por el Institute of Policy Studies [Instituto de Estudios Políticos] y dijo que lo que le mantenía con fuerzas era «la esperanza de que un día nuestro planeta Tierra quede libre de la tiranía, la tortura y las injusticias».