Epílogo

Chutsky se había ido de verdad, Deborah tenía razón al respecto. Al cabo de unas semanas quedó claro que no iba a volver, y no pudo hacer nada para encontrarle. Lo intentó, por supuesto, con toda la destreza determinada de una mujer muy testaruda que también era una buena policía. Pero Chutsky había desarrollado toda su carrera en operaciones clandestinas, y nadaba a un nivel más profundo. Ni siquiera sabíamos si Chutsky era su apellido real. Al cabo de una vida de espionaje, él tampoco debía saberlo, y desapareció tan completamente como si jamás hubiera existido.

Deborah también tenía razón sobre lo otro. Pronto, todo el mundo se dio cuenta de que, de repente, los pantalones le quedaban demasiado apretados, y sus camisas, por lo general sosas, pasaron a ser cosas hawaianas holgadas, del tipo que jamás utilizaría por voluntad propia, ni siquiera para ir a la cárcel después de una noche de borrachera. Deborah estaba embarazada, y estaba decidida a tener el niño, con o sin Chutsky.

Al principio, me preocupó que su nueva situación de madre soltera perjudicara su carrera. Los policías suelen ser personas muy conservadoras. Pero, por lo visto, no me había informado bien sobre el neoconservadurismo. En la actualidad, los Valores Familiares significaban que quedar embarazada siendo soltera estaba bien, siempre que te mantuvieras en esa situación, y el prestigio de Deborah en el trabajo aumentaba a medida que su estómago crecía.

Cualquiera habría pensado que una detective embarazada habría sido capaz de convencer a todo el mundo de la maldad de una persona, pero en la vista para fijar la fianza de Bobby Acosta los abogados dieron la lata con el hecho de que Joe acababa de perder a su mujer, la madrastra de Bobby, quien le había criado y significaba tanto para él, ahora trágicamente fallecida, y olvidaron mencionar que había muerto en el acto de torturar y asesinar a diversas personas, como a mi maravilloso y preciado menda. El juez fijó una fianza de quinientos mil dólares, que era calderilla para la familia Acosta, y Bobby salió alegremente de la sala del tribunal para precipitarse en los brazos de su amantísimo padre, como todos habíamos sabido que pasaría.

Deborah se lo tomó mejor de lo que yo pensaba. Soltó un par de palabrotas, pero al fin y al cabo, era Deborah, y se limitó a decir «Bien, joder, así que el pedazo de mierda se libra», y después me miró.

—Bien, sí —contesté, y con eso bastó. Bobby gozaría de libertad hasta el juicio, lo cual podía significar años, teniendo en cuenta el calibre del abogado que su padre aportaría. Cuando Bobby se presentara al fin ante un jurado, todos los encantadores titulares sobre «Carnaval caníbal» y «Baño de sangre en Buccaneer», se habrían olvidado, y el dinero de Joe conseguiría reducir los cargos a caza furtiva, con una sentencia de veinte horas de servicios a la comunidad. Una píldora amarga de tragar, quizá, pero así es la vida al servicio de la vieja puta que es la Justicia de Miami, y ya nos lo habíamos esperado.

Y así, la vida recuperó sus ritmos normales, medida ahora por el crecimiento de la cintura de Deborah, la cantidad de pañales acumulados en el cubo de Lily Anne, y las cenas de los viernes por la noche con tío Brian, ahora uno de los platos fuertes de nuestra semana. La del viernes era una noche ideal, entre otros motivos porque era cuando Debs iba a clases de parto, lo cual reducía las probabilidades de que se dejara caer sin avisar y pusiera a mi hermano en una situación comprometida. Al fin y al cabo, desde un punto de vista puramente técnico, él había intentado matarla unos años antes, y yo sabía muy bien que ella no era proclive a olvidar y perdonar. Pero Brian pensaba quedarse una temporada. Por lo visto, le gustaba de verdad jugar a tío y hermano mayor. Y, por supuesto, Miami también era su hogar, y estaba convencido de que incluso en la actual situación económica era el mejor lugar para encontrar un nuevo trabajo adecuado a sus habilidades únicas, y en cualquier caso tenía dinero suficiente para mantenerse a flote durante un tiempo. Fueran cuales fueran sus demás defectos, Alana había recompensado el talento con mucha generosidad.

Y ante mi gran sorpresa y creciente inquietud, un nuevo ritmo había llegado a configurarse, incluso por encima de mi lento y firme florecimiento como ser humano. Lentamente, al principio de una manera tan sutil que no me di cuenta, empecé a notar un tironcito en la nuca, pero no en mi nuca física, ni en nada físico, tan sólo… algo ligeramente detrás y…

Y me daba la vuelta, confuso, y no veía nada, y lo descartaba como si fueran imaginaciones mías, poca cosa más que un caso aplazado de nerviosismo debido a lo que había padecido. Al fin y al cabo, el pobre y maltratado Dexter las había pasado canutas. Era de lo más natural que me sintiera inquieto, incluso nervioso, después de tantos traumas físicos y psíquicos. Muy comprensible, normal en todos los sentidos, nada de qué preocuparse, no lo pienses dos veces. Y continué mis asuntos humanos rutinarios de tiempo de trabajo-tiempo de ocio-tiempo de tele-tiempo de dormir, en el eterno ciclo inmutable, hasta que la siguiente vez que sucedió, interrumpí con brusquedad lo que estaba haciendo y me volví al oír la llamada de una voz muda.

Así continué durante varios meses, mientras la vida se hacía más aburrida y Debs se hacía más grande, hasta que estuvo lo bastante enorme para fijar la fecha de la fiesta de regalos para el niño que esperaba. Y la noche que sostuve esa invitación en la mano y me pregunté cuál sería el regalo perfecto para el Dichoso Acontecimiento, sentí de nuevo el tirón de aquel sonido sin voz, me di la vuelta y, esta vez, enmarcada en la ventana a la que daba la espalda, la vi.

La luna.

Llena, brillante, insolente, encantadora luna.

Cantarina, imperiosa, brillante y resplandeciente, maravillosa luna vocinglera, susurrando dulces naderías con sus tonos de reptil de acero y sigilo, pronunciando las dos sílabas de mi nombre con su misma voz de ojos oscuros amante de la noche, tan bien conocida de tantas veces anteriores, tan familiar y tan confortable, y ahora tan bienvenida de nuevo.

Hola, vieja amiga.

Una vez más, siento el batir de las alas correosas, que se despliegan en el oscuro sótano, oigo el regocijado susurro del Pasajero, que olvida mis desaires y solicita una venturosa reunión.

Ya es hora, dice, con un leve escalofrío al darse cuenta de que las cosas van a volver a ser como siempre. Ya es hora.

Y lo es.

Y aunque pensaba que ya pasaba de todo esto, alejado del barullo y las cuchilladas del Pasajero, estaba equivocado. Aún lo siento, lo siento ahora más fuerte que nunca, me atrae desde la gran luna gorda rojo sangre que cuelga en la ventana con su sonrisa burlona y lasciva, retándome a hacer lo que hay que hacer, y ahora.

Ahora.

Y en los diminutos confines todavía húmedos de mi nueva alma humana sé que no puedo, no oso, no debo (tengo obligaciones familiares). En una mano sostengo la invitación a la fiesta de regalos de Deborah. Pronto habrá un nuevo Morgan, una nueva vida que proteger, una obligación que no se debe tomar a la ligera, sobre todo en este mundo malvado y peligroso. Y esa voz de luna líquida y metálica susurra con astucia que es verdad; claro que sí. El mundo es maldad y peligro, muy cierto. Nadie lo ha negado jamás. Por lo tanto, es algo estupendo lograr que el mundo sea un poco mejor y más seguro, pedazo a pedazo, sobre todo cuando podemos hacer esto y cumplir las obligaciones familiares al mismo tiempo.

Y sí, la idea llega poco a poco y se desenrosca, con una lógica acerada y perfecta. Es cierto, muy cierto, oh, muy cierto y, oh, tan pulcro además, dar sentido a tantas piezas desordenadas que hay que poner en fila y obligar a comportarse, y al fin y al cabo están esas obligaciones familiares, y en cualquier caso está esa voz, esa hermosa voz de sirena, cuyo cántico es demasiado potente, con su risueña voz metálica, para que me niegue ahora.

De modo que vamos al armario de mi polvoriento despacho y guardamos algunas cosas en una bolsa de gimnasia.

Y vamos a la sala de estar, donde Rita y los niños están viendo la tele, y sobre el regazo de Rita está Lily Anne…

Y por un momento me paro en seco, mirándola, su rostro acurrucado en la ternura de su madre, y durante varios largos latidos de corazón su presencia es más fuerte que cualquier canción que la luna pueda cantar. Lily Anne…

Pero al final respiramos, y la profunda melodía de esta noche perfecta vuelve a mí con el aire y me acuerdo: es por su bien que vamos a hacer esto esta noche. Por Lily Anne, por todas las Lily Annes, para que el mundo en que crezcan sea mejor, y la desenfrenada felicidad regresa, y después el frío control, y nos agachamos para besar a mi mujer en la mejilla.

—He de salir un rato —decimos, con una muy buena imitación de la voz humana de Dexter. Cody y Astor se sientan muy tiesos cuando oyen nuestra voz y contemplan con los ojos abiertos de par en par la bolsa de gimnasia, pero nosotros les miramos y guardan silencio.

—¿Qué? Oh… Pero es… De acuerdo, si estás… ¿Podrías comprar leche de paso? —dice Rita.

—Leche —repetimos—. Adiós.

Y mientras Cody y Astor nos miran con ojos desorbitados, pues saben lo que va a suceder, salimos al manto cálido de la luz de luna metálica que abraza la noche de Miami y la prepara para nosotros, para nuestra noche de Necesidad e Inevitabilidad, porque es preciso hacer lo que vamos a hacer. Nos deslizamos de nuevo en la bienvenida oscuridad, en busca de ese regalo perfecto para la fiesta del niño, el maravilloso regalo para una hermana especial, la única cosa que su hermano sabe que desea, la única cosa que él puede conseguirle.

Bobby Acosta.