40

Como todo ser humano amante de los tópicos sabe, no hay mal que por bien no venga. En este caso, la pequeña ventaja de ser prisionero de caníbales es que siempre hay muchos estupendos cuchillos afilados cerca, y Brian me liberó muy deprisa. Quitarme la cinta adhesiva de las muñecas no dolió tanto esta segunda vez, puesto que no quedaba mucho vello que arrancar de raíz, pero tampoco fue muy divertido, y dediqué un momento a masajearme las muñecas. Por lo visto, fue un momento demasiado largo.

—Tal vez podrías masajearte más tarde, hermano —sugirió Brian—. No podemos demorarnos.

Indicó la pasarela con un cabeceo.

—He de encontrar a Deborah.

Emitió un suspiro teatral.

—¿Qué hay entre tú y esa chica?

—Es mi hermana.

Brian sacudió la cabeza.

—Ya me lo imaginaba, pero démonos prisa, ¿de acuerdo? El parque está infestado de esos tipos, y creo que lo mejor sería evitarlos.

Tuvimos que pasar por delante del palo mayor para llegar hasta la puerta de la cabina, y pese a las prisas de Brian me detuve junto a Samantha, con mucho cuidado de no pisar el charco de sangre que había a su derecha. La examiné con detenimiento. Su cara estaba increíblemente pálida, y ya no se mecía ni gemía, y por un momento pensé que había muerto. Apoyé una mano en su cuello para buscar el pulso. Aún había, pero muy débil, y cuando le toqué el cuello abrió los ojos. Los globos oculares se agitaron y no consiguieron enfocarme, aunque estaba claro que no me reconocía. Entornó los ojos de nuevo y dijo algo que no pude oír, de modo que me acerqué más.

—¿Qué has dicho? —pregunté.

—¿Estaba… buena…? —susurró con voz ronca. Tardé un momento, pero al final comprendí a qué se refería.

Nos suelen decir que es importante decir la verdad, pero por mi experiencia sé que la verdadera felicidad consiste en que la gente te diga lo que quieres creer, que por lo general no es lo mismo, y si más adelante hay que hacer hincapié en la verdad, pues vale. Para Samantha, no iba a haber más adelante, y siendo tal el caso, no descubrí que le guardara el rencor suficiente para decirle la verdad.

De modo que me incliné hacia su oído y le dije lo que deseaba oír.

—Estabas deliciosa.

Sonrió y cerró los ojos.

—No creo que tengamos tiempo para escenitas sentimentales —advirtió Brian—. Sobre todo si quieres salvar a esa maldita hermana tuya.

—De acuerdo. Lo siento.

Dejé a Samantha sin la menor reticencia, y sólo me detuve para coger uno de los estupendos cuchillos de Alana de la mesa situada junto a la parrilla.

Encontramos a Deborah detrás del mostrador de lo que había sido el puesto de comida, en la cabina principal del viejo barco pirata. Chutsky y ella estaban atados a un par de grandes tuberías que corrían desde una pila desaparecida hasta la cubierta. Tenían las manos y los pies inmovilizados con cinta adhesiva. Debo reconocer que él casi se había liberado una mano, la única mano, por supuesto, pero hay que reconocer el mérito.

—¡Dexter! —dijo—. Me alegro de verte. Todavía respira. Hemos de sacarla de aquí. —Vio a Brian detrás de mí por primera vez y frunció el ceño—. Oye, ése es el tipo de la pistola eléctrica.

—No pasa nada —dije en tono nada convincente—. Mmm…, de hecho es…

—Fue un accidente. —Se apresuró a intervenir Brian, como temeroso de que le presentara. Se había puesto la capucha de nuevo para cubrir su rostro—. De todos modos, le he rescatado, así que salgamos de aquí a toda prisa, antes de que aparezca alguien más, ¿de acuerdo?

Chutsky se encogió de hombros.

—Sí, claro, vale, ¿tienes un cuchillo?

—Por supuesto —dije. Me incliné sobre él, y sacudió la cabeza impaciente.

—No, joder, venga, Dex, primero Deborah.

Me pareció que un hombre que sólo tiene una mano y un pie, atado de pie y mano, y sujeto a una tubería, no está en situación de dar órdenes en un tono de voz irritado, pero lo dejé pasar y me arrodillé al lado de Deborah. Corté la cinta de sus muñecas y levanté una mano. Noté el pulso fuerte y regular. Confié en que ello significara que sólo estaba inconsciente. Gozaba de muy buena salud, y era muy dura, y a menos que hubiera sufrido una fractura grave, suponía que se pondría bien, pero habría preferido que despertara y me lo dijera en persona.

—Venga, quita de ahí, colega —dijo Chutsky con el mismo tono malhumorado, de modo que corté la cuerda que sujetaba a Deborah a la tubería y la cinta que inmovilizaba sus tobillos.

—Hemos de darnos prisa —indicó Brian en voz baja—. ¿Hemos de llevarle también a él?

—Muy divertido —replicó Chutsky, pero yo sabía que mi hermano hablaba en serio.

—Me temo que sí —confirmé—. Deborah se enfadaría si le abandonáramos.

—Entonces, por el amor de Dios, suéltale y vámonos —dijo Brian.

Se acercó a la puerta de la cabina y se asomó, con la escopeta preparada. Solté a Chutsky y se puso en pie, literalmente, puesto que el otro era un recambio protésico, al igual que la mano. Miró a Deborah un segundo, y Brian carraspeó impaciente.

—Muy bien —dijo Chutsky—. Yo cargaré con ella. Ayúdame a salir, Dex.

Señaló a Deborah con un cabeceo. La levantamos entre los dos y la apoyé sobre el hombro de Chutsky. No pareció notar el peso. Se removió una vez para acomodarla mejor, y después avanzó hacia la puerta como si fuera de excursión con una mochila ligera.

Ya en la cubierta, se detuvo un momento al lado de Samantha, lo cual provocó que mi hermano Brian emitiera un silbido de impaciencia.

—¿Es ésta la chica que Debs estaba tan ansiosa por rescatar? —preguntó Chutsky.

Miré a mi hermano, que estaba dando saltitos en sus prisas por marchar. Miré a mi hermana, tirada sobre el hombro de Chutsky, y suspiré.

—Es ella —confirmé.

Él movió un poco el peso de Deborah para tocar a la muchacha con su mano real. La apoyó sobre la garganta de Samantha y mantuvo los dedos así durante unos segundos. Después negó con la cabeza.

—Demasiado tarde —dijo—. Está muerta. Debbie se va a disgustar mucho.

—Lo siento muchísimo —dijo Brian—. ¿Podemos irnos ya?

Chutsky le miró y se encogió de hombros, lo cual provocó que Deborah resbalara un poco. La atrapó (por suerte no fue con el gancho metálico) y reacomodó su peso.

—Sí, claro, vámonos —dijo, y abandonamos el barco por la rampa.

Bajar por la destartalada pasarela fue un poco difícil, sobre todo porque Chutsky estaba utilizando la mano para sujetar a Deborah y el gancho para cogerse a la cuerda. Pero nos las arreglamos, y una vez en tierra firme nos dirigimos a toda prisa hacia la puerta.

Me pregunté si debería sentirme mal por lo de Samantha. No creía que habría podido hacer algo por salvarla (ni siquiera había triunfado a la hora de salvarme a mí mismo, que era muchísimo más prioritario), pero me incomodaba abandonar su cuerpo en el parque. Tal vez era por culpa de tanta sangre, que siempre me ponía nervioso. O quizá se debía a que yo siempre era muy pulcro con mis restos. Desde luego no era porque considerara su muerte trágica o innecesaria, nada más lejos de ello. De hecho, me sentía algo aliviado por habérmela quitado de encima sin tener que cargar con la responsabilidad. Significaba que estaba libre. No había consecuencias que pagar, y mi vida podría regresar a sus raíles bien aceitados y confortables sin más preocupaciones por procedimientos judiciales frívolos. No, en conjunto, era estupendo que Samantha hubiera visto realizado su deseo, o casi todo. Lo único que me atormentaba era que me daban ganas de silbar, y eso no me parecía correcto.

Y entonces, caí en la cuenta: ¡me sentía culpable! ¡Yo, Dexter Muerto del Todo, Rey de la Insensibilidad! Estaba chapoteando en esa devastadora y definitiva autoindulgencia humana que tanto tiempo hacía perder: ¡la culpa! Y todo porque experimentaba una secreta felicidad por pensar que la prematura muerte de una joven era muy conveniente para mis intereses egoístas.

¿Había desarrollado por fin un alma?

¿Era Pinocho un chico de verdad al fin?

Era ridículo, imposible, impensable…, y no obstante, lo estaba pensando. Tal vez era cierto; tal vez el nacimiento de Lily Anne y el haberme convertido en Dex-Papi, más todos los acontecimientos imposibles de las últimas semanas, habían matado de una vez por todas al Oscuro Bailarín que siempre había sido. Tal vez incluso las últimas horas de terror paralizante bajo la mirada de reptil de los ojos azules muertos de Alana habían contribuido, removido las cenizas hasta que una semilla había brotado. Tal vez era un nuevo ser, preparado para transformarse en un humano feliz y sensible, capaz de reír y llorar sin fingir, y de ver un programa de televisión sin preguntarse en secreto qué aspecto tendrían los actores sujetos a una mesa con cinta adhesiva… ¿Era posible? ¿Era un Dexter recién nacido, dispuesto a ocupar al fin su lugar en un mundo de gente real?

Era una especulación de lo más interesante, y como suele suceder cuando uno se mira el ombligo, estuvo a punto de matarme. Mientras me maravillaba de mí mismo, atravesamos el parque hasta la pista de karts, y yo me había adelantado algo a los demás, sin fijarme en nada por culpa de estar tan absorto en mí. Rodeé el cobertizo situado al borde de la pista y casi me di de bruces contra dos piratas arrodillados en el suelo que intentaban poner en marcha un kart de treinta años de antigüedad. Me miraron y parpadearon estúpidamente. En el suelo, a su lado, había dos vasos grandes de ponche.

—Eh —dijo uno de ellos—. Es la carne.

Introdujo la mano bajo su fajín rojo brillante de pirata, y nunca sabremos si intentaba sacar un arma o un chicle porque, por suerte para mí, Brian rodeó el cobertizo justo a tiempo de dispararle, y Chutsky propinó una patada al otro en la garganta, con tanta fuerza que pude oír el crujido, y el chico cayó hacia atrás y emitió ruidos como si se ahogara, con la mano aferrando su tráquea.

—Bien —dijo Brian, mientras miraba a Chutsky con algo cercano al afecto—, veo que no sólo eres un bombón.

—Sí, soy tremendo, ¿eh? Muy útil.

Chutsky parecía algo apagado, teniendo en cuenta que había salido ileso de una orgía caníbal, pero tal vez la pistola eléctrica dejaba secuelas emocionales.

—En fin, Dexter —dijo Brian—. Deberías mirar dónde pisas.

Llegamos a la puerta principal sin más incidentes, lo cual fue un alivio, puesto que tarde o temprano se nos acabaría la suerte y nos toparíamos con un número elevado de piratas, al menos los que se mantuvieran sobrios, y lo íbamos a pasar muy mal. No tenía ni idea de cuántos proyectiles le quedaban a Brian en su escopeta prestada, pero no creía que fueran muchos. Por supuesto, debían quedar muchas patadas en el pie de Chutsky, pero no podíamos confiar en que los malos nos atacaran arrodillados. En conjunto, me sentí muy contento de poder cruzar la puerta y llegar hasta el coche de Deborah.

—Abre la puerta —dijo Chutsky en un tono exigente, y extendí la mano hacia la manija del coche—. La puerta de atrás, Dexter —añadió irritado.

No intenté corregir sus modales. Era demasiado mayor y gruñón para aprender y, al fin y al cabo, la tensión de haber fracasado debía estar afectando a su etiqueta básica. Me limité a tirar de la manija de la puerta trasera. Naturalmente, estaba cerrada con llave.

—¡Joder! —rezongó Chutsky cuando me volví, y vi que Brian enarcaba una ceja.

—Vaya lenguaje —comentó mi hermano.

—Necesito la llave —dije.

—Bolsillo de atrás —me señaló Chutsky.

Vacilé un momento, lo cual fue estúpido. Al fin y al cabo, era muy consciente de que hacía varios años que vivía con mi hermana. Pero aun así me quedé sorprendido por la idea de que la conociera tan bien, de que supiera automáticamente dónde guardaba las llaves. Y se me ocurrió que la conocía de otras maneras inalcanzables para mí, que conocía otros pequeños detalles domésticos de su vida, y por algún motivo ese pensamiento me hizo vacilar un momento, lo cual no fue una decisión muy popular, por supuesto.

—Venga, colega, por el amor de Dios, vuelve a la puta realidad —refunfuñó Chutsky.

—Dexter, por favor —añadió Brian—, hemos de irnos de aquí.

No cabía duda de que esta noche iba a ser el chivo expiatorio de todo el mundo, un absoluto desperdicio de protoplasma. Pero cualquier protesta significaría más tiempo perdido. Además, era casi imposible oponerse a algo que pudiera poner de acuerdo a ese par. Me acerqué a Deborah, tumbada sobre el hombro de Chutsky, y saqué las llaves del bolsillo trasero de sus pantalones. Abrí la puerta de atrás del coche para que Chutsky pudiera depositar a mi hermana en el asiento.

Llevó a cabo un veloz examen paramédico de Deborah, que le resultó más difícil de lo normal porque sólo tenía una mano.

—¿Linterna? —preguntó sin volverse, y cogí la enorme Maglite reglamentaria de Debs del asiento delantero y la sostuve mientras Chutsky le levantaba los párpados y examinaba la reacción de sus ojos a la luz.

—Ejem —dijo Brian a nuestra espalda, y me volví a mirarle—. Si no te importa, me gustaría desaparecer. —Sonrió, su vieja sonrisa falsa de nuevo, y cabeceó en dirección al norte—. Mi coche está a un kilómetro de distancia, en un centro comercial. Me desharé de esta pistola, y de esta cursi túnica, y ya nos veremos después. ¿Mañana a la hora de cenar, tal vez?

—Por supuesto —dije, y creedlo o no, tuve que reprimir un auténtico deseo de abrazarle—. Gracias, Brian. Muchísimas gracias.

—De nada —contestó. Sonrió de nuevo, y después dio media vuelta y se alejó en la oscuridad.

—Se pondrá bien, colega —dijo Chutsky, y vi que seguía acuclillado al lado de la puerta trasera abierta del coche. Levantó la mano de Deborah, con apariencia de sentirse agotado—. Se pondrá bien.

—¿Estás seguro? —pregunté, y él asintió.

—Sí, estoy seguro. Deberías llevarla a urgencias para que la examinaran, pero se encuentra bien, no gracias a mí y…

Desvió la vista y, durante un largo momento, no dijo nada, tiempo suficiente para que yo empezara a sentirme incómodo. Al fin y al cabo, habíamos convenido en que debíamos marcharnos de allí. ¿Eran éstos el lugar y el momento de dedicarnos a la contemplación?

—¿No vienes al hospital? —pregunté, más para agilizar la situación que por deseo de compañía.

Él no se movió ni dijo nada. Continuó con la vista clavada en la lejanía, en el parque, donde todavía se oían sonidos de parranda y el ritmo de la música que nos traía la brisa nocturna.

—Chutsky —dije, y sentí que mi angustia aumentaba.

—La cagué —dijo por fin, y vi horrorizado que una lágrima resbalaba por su mejilla—. La cagué a base de bien. La dejé tirada cuando más me necesitaba. Habrían podido matarla, y yo no habría podido impedirlo, y…

Inhaló una entrecortada bocanada de aire, pero siguió sin mirarme.

—Me he estado engañando, colega. Soy demasiado viejo para ella, y no sirvo de nada, ni a ella ni a nadie. No con… —Levantó el garfio y se dio golpes en la frente con él. Apoyó la cabeza sobre el apéndice metálico y contempló su pie artificial—. Ella quiere una familia, lo cual es una estupidez para un tío como yo. Viejo. Hecho una mierda, tullido… Y no puedo protegerla, ni siquiera… No es a mí a quien necesita. Soy un desastre total, un vejestorio…

Se oyó una carcajada femenina histérica en el parque, y el sonido devolvió a Chutsky a la realidad. Movió la cabeza hacia delante, respiró hondo de nuevo, con un poco más de decisión, y contempló la cara de Deborah. Después besó su mano, un largo beso con los ojos cerrados, y se levantó.

—Llévala a urgencias, Dexter —dijo—. Y dile que la quiero.

Se alejó hacia su coche.

—Eh —dije—. ¿No vas a…?

No, por lo visto. Hizo caso omiso, subió al coche y se marchó.

No me quedé a ver desaparecer sus faros traseros en la noche. Sujeté a Deborah con el cinturón de seguridad y subí. Recorrí unos tres kilómetros, lo suficiente para sentirme a salvo, y paré. Cogí mi móvil, pero después me lo pensé mejor y cogí el de Chutsky, que estaba en el asiento donde Deborah lo había tirado. Su teléfono estaría protegido de detalles sin importancia como identificación de llamada. Marqué.

—Novecientos once —contestó la operadora.

—Será mejor que envíen un montón de chicos a Buccaneer Land ahora mismo —dije, con mi mejor voz de patán sureño.

—Señor, ¿cuál es la naturaleza de la emergencia? —preguntó la mujer.

—Soy un veterano. He estado dos veces en Irak y reconozco un tiroteo cuando lo oigo, y estoy convencido de que se está produciendo un tiroteo en Buccaneer Land.

—Señor, ¿está diciendo que ha oído disparos?

—Más que eso. Fui a echar un vistazo, y había cadáveres por todas partes. Diez, veinte cadáveres, y gente bailando a su alrededor como si fuera una fiesta.

—¿Ha visto diez cadáveres, señor? ¿Está seguro?

—Y después, alguien le dio un mordisco a uno y empezó a devorarlo, y yo huí. Nunca había visto algo tan espantoso en toda mi vida, y eso que estuve en Bagdad.

—Ellos… ¿devoraron el cadáver, señor?

—Será mejor que envíen cuanto antes a los chicos del SWAT —dije, colgué y puse en marcha el coche. Tal vez no detuvieran a toda la gente que había en el parque, pero sí a la mayoría, suficientes para hacerse una idea de lo que había sucedido, y eso bastaría para echar el guante a Bobby Acosta de una forma u otra. Esperaba que con eso Deborah se sintiera mejor por lo de Samantha.

Entré en la I-95 y empecé a conducir hacia Jackson. Había varios hospitales más cercanos, pero si eres un policía de Miami, sueles dirigirte a Jackson, porque tiene una de las mejores unidades de trauma del país. Y como Chutsky me había asegurado que la visita era sólo preventiva, pensé que lo mejor era acudir a los expertos.

Así que conduje hacia el sur lo más rápido que pude, en silencio durante los diez primeros minutos, y justo antes de desviarme por la Dolphin Expressway oí sirenas, y después más sirenas, y una columna de vehículos de emergencia lo bastante larga para hacer frente a una invasión de gran envergadura apareció en dirección contraria. Iba seguida de muy cerca por otra columna de camiones provistos de antenas parabólicas, de los departamentos de noticias locales, todos en dirección norte, cabía suponer que hacia Buccaneer Land. Momentos después de que el ruido se disipara, oí movimientos en el asiento de atrás, y unos segundos después Deborah habló.

—Joder —rezongó, una primera palabra que no podía sorprenderme, teniendo en cuenta el origen—. Oh, joder.

—Te encuentras bien, Deborah —dije, y torcí el cuello para verla por el retrovisor. Estaba tumbada con las manos enlazadas sobre el estómago y una expresión de pavor entumecido en la cara—. Vamos camino de Jackson, sólo para que te echen un vistazo. No hay nada de qué preocuparse: estás bien.

—¿Samantha Aldovar?

—Mmm… No lo consiguió.

Miré otra vez por el espejo. Deborah cerró los ojos y se masajeó el estómago.

—¿Dónde está Chutsky?

—Bien, ah, la verdad es que no lo sé. O sea, está bien, ya sabes, no resultó herido. Dijo «Dile a Deborah que la quiero», y se largó, pero…

Un camión grande dio un bandazo delante de mí, aunque yo iba en el carril de ocupación múltiple, y tuve que dar un volantazo y frenar. Cuando volví a mirar por el retrovisor, ella seguía con los ojos cerrados.

—Se ha ido —comentó—. Cree que me ha fallado, así que le dio un ataque de nobleza y me ha dejado. Justo cuando más le necesitaba.

La idea de necesitar a Chutsky, dejando aparte el «más», se me antojó casi increíble, pero le seguí la corriente.

—Te vas a poner bien, hermanita —dije, en busca de las palabras tranquilizadoras exactas—. En Jackson te echarán un vistazo, pero estoy seguro de que estás bien, y volverás al trabajo mañana y todo te parecerá normal, y…

—Estoy embarazada —dijo, lo cual me dejó sin habla.