39

Einstein nos dice que nuestra noción del tiempo no es más que una ficción conveniente. Jamás he pretendido ser el tipo de genio que comprende esa clase de cosas, pero por primera vez en mi vida empecé a intuir lo que significaba. Porque cuando vi la cara de Chutsky, todo se detuvo. El tiempo ya no existía. Era como si estuviera atrapado en un solo momento eterno, o en una naturaleza muerta. Alana se recortaba contra las tenues luces de la barandilla del barco pirata de pacotilla, el rostro petrificado en una expresión de regocijo carnívoro. En el parque estaban las cinco figuras inmóviles en el charco de luz, Chutsky con la cabeza echada hacia atrás, la extraña figura de la capa negra detrás de ellos, sosteniendo la escopeta de Cesar. El grupo de piratas exhibía cómicas poses amenazadoras, como posturas animadas de vida sin movimiento. Ya no oía nada. El mundo se había reducido a una foto fija del fin de la esperanza.

Y entonces, a lo lejos, en dirección a la Carrera de Obstáculos, empezó a sonar el ritmo de la horrible música del Club Fang, capaz de inducir migrañas. Alguien gritó, y el tiempo normal empezó a regresar. Alana se dio la vuelta, poco a poco al principio, y después a velocidad normal, y una vez más oí que Samantha gemía, que la Jolly Roger aleteaba en el mástil y el violento latido de mi corazón.

—¿Esperabas a alguien? —me preguntó Alana afable, mientras todo volvía a la horrible normalidad—. Temo que no va a ser de mucha ayuda.

Ya se me había ocurrido esa idea, entre otras muchas, pero ninguna me ofrecía otra cosa que un comentario al borde de la histeria sobre la creciente sensación de impotencia que estaba inundando los cimientos del Castillo Dexter. Aún percibía el olor de la carne asada en la parrilla, y no hacía falta una gran imaginación para intuir que el precioso e irreemplazable Dexter estaría chisporroteando allí dentro de poco, pedazo a pedazo. En un guión muy bueno, con una perfecta estructura hollywoodense, éste sería el momento en que una idea fantástica acudiría a mi cerebro, y de alguna manera conseguiría cortar mis ligaduras, apoderarme de una escopeta y abrirme paso a balazos hacia la libertad.

Pero, por lo visto, yo no vivía en esa clase de guión, porque nada acudió a mi cerebro, salvo la triste y firme idea de que estaba a punto de ser asesinado y devorado. No veía escapatoria alguna, y era incapaz de acallar el estéril gimoteo en mi cerebro el tiempo suficiente para pensar en algo que no fuera la cuestión central: hasta aquí habíamos llegado. Final del juego, se acabó, fundido en negro. Dexter en la oscuridad. Se acabó mi maravilloso ser, adiós para siempre. Sólo quedaría un montoncito de huesos mordisqueados y tripas abandonadas, y una o dos personas atesorarían algunos recuerdos vagos de la persona que había fingido ser, ni siquiera el yo real, lo cual se me antojó profundamente trágico, y por poco tiempo. La vida continuaría sin mi fabulosa e inimitable persona, y aunque no era justo, era inevitable. El fin, se acabó, finito.

Supongo que habría podido morir en aquel mismo momento de pura desdicha y autocompasión, pero si esas cosas fueran fatales, nadie viviría más allá de los trece años. Yo vivía, y vi que arrastraban a Chutsky rampa arriba y lo tiraban sobre la cubierta con las manos atadas a la espalda con cinta adhesiva. La figura vestida de negro armada con la escopeta de Cesar se acercó a la parrilla para vigilarme a mí y a Chutsky, al cual Bobby y Cesar arrastraron hasta los pies de Alana y luego lo dejaron caer boca abajo como un guiñapo fláccido y tembloroso. Dos dardos sobresalían de su espalda, lo cual explicaba los temblores. Se habían deslizado a sus espaldas y le habían disparado con un arma de electrochoque, para después dejarle inconsciente mientras temblaba indefenso. Para que luego hablen de los servicios de rescate profesional de categoría.

—Es un bruto bastante grande —dijo Alana, al tiempo que le empujaba con el pie. Me miró—. ¿Es amigo tuyo?

—Define «amigo» —contesté. Al fin y al cabo, había contado con él, y tenía que ser bueno en este tipo de cosas.

—Sí —dijo, y miró a Chutsky—. Bien, no nos sirve de nada. Nada, salvo cartílago y tejido cicatricial.

—De hecho, me han dicho que es muy tierno en el fondo —dije esperanzado—. O sea, mucho más que yo.

—Oooh —se quejó Chutsky—. Oooh, mierda…

—Eh, fíjate, tiene una buena mandíbula —dijo Cesar, y asintió para mostrar su aprobación—. Le di una buena. Debería seguir inconsciente todavía.

—¿Dónde está ella? —preguntó Chutsky, tembloroso—. ¿Se encuentra bien?

—Le di una buena —repitió Cesar a nadie en particular—. Antes boxeaba.

—Está aquí —le dije—. Inconsciente.

Chutsky llevó a cabo un enorme esfuerzo, y en apariencia muy doloroso, para girar el cuerpo y poder mirarme. Tenía los ojos enrojecidos y henchidos de angustia.

—La cagamos, colega —refunfuñó—. A base de bien.

Parecía demasiado evidente como para hacer comentarios, de modo que guardé silencio, y Chutsky recuperó su anterior postura temblorosa.

—Joder —rezongó con voz débil.

—Llevadle con la sargento Morgan —ordenó Alana, y Cesar y Bobby agarraron a Chutsky de nuevo, le pusieron en pie y fueron a la cabina—. Los demás, id a la Carrera de Obstáculos y comprobad que la hoguera arde. Pasadlo bien —dijo a la bandada de piratas congregados en la pasarela, y cabeceó en dirección a Antoine—. Llévate la ponchera.

Alguien lanzó un alarido, y los dos levantaron la ponchera de veinte litros por las asas. La figura de negro los rodeó con cautela, con la escopeta apuntada hacia mí, mientras los piratas bajaban por la pasarela y se alejaban hacia el parque. Se perdieron de vista y Alana me devolvió de nuevo su gélida atención.

—Bien, pues —dijo, y aunque sabía que era incapaz de sentir la menor emoción, un oscuro y espantoso regocijo emanaba de la cosa que vivía en su interior cuando me miró—. Y ahora, volvamos con mi cochinillo humano.

Cabeceó en dirección al gorila, que se desplazó hacia la barandilla sin dejar de apuntarme, y Alana avanzó.

Era una noche de primavera en Miami y la temperatura rondaría los veinticinco grados, pero cuando se acercó sentí que un viento helado soplaba sobre mí y a través de mí, y batía en los rincones más oscuros de mis partes más profundas, y el Pasajero se alzó sobre sus múltiples patas y lanzó un grito de furia impotente, y sentí que mis huesos se desmenuzaban y mis venas se convertían en polvo y el mundo se reducía a la firme y risueña locura que asomaba en los ojos de Alana.

—¿Sabes algo de gatos, cielo? —me preguntó, y casi estaba ronroneando. Parecía una pregunta retórica. En cualquier caso, sentí de repente la garganta muy seca y no tuve ganas de contestar—. Les encanta jugar con su comida, ¿verdad? —Palmeó mi mejilla con afecto, y luego me propinó una bofetada muy fuerte, sin cambiar de expresión—. Los contemplo durante horas. Torturan a sus ratoncitos, ¿no es cierto? ¿Sabes por qué, cariño? —Recorrió mi pecho y un brazo con una uña roja y muy larga, hasta encontrar un corte producido por los espinos de las serenoas. Frunció el ceño—. No es sólo crueldad, lo cual me parece una pena. Aunque estoy segura de que también hay algo de eso. —Hundió la uña en el corte—. Pero la tortura libera la adrenalina del ratoncito.

Alana hundió más la uña en la tierna carne abierta de mi brazo herido, y yo pegué un bote cuando sentí el dolor y la sangre empezó a manar. Cabeceó con aire pensativo.

—O en este caso, la adrenalina del cochinillo. La adrenalina fluye por todo el cuerpo de la pobre bestezuela timorata. ¿Y sabes una cosa, cielo? ¡La adrenalina es un maravilloso ablandador natural de carne!

Hundía la uña en el corte al ritmo de sus palabras, cada vez más, y retorcía la uña para abrir la herida más, y aunque dolía, ver el resultado era peor, y no podía apartar mis ojos del terrible rojo de la preciosa sangre de Dexter que manaba a gotas cada vez más numerosas, mientras ella hurgaba y hurgaba sin cesar.

—¡De modo que primero jugamos con nuestra comida, y después sabe mejor! Una diversión tremenda y relajante, que en la mesa ofrece su recompensa. ¿No es maravillosa la naturaleza?

Mantuvo un poco más su larga y afilada uña clavada en mi brazo y me miró durante un largo momento con su espantosa sonrisa congelada. Oí que algunos juerguistas reían como locos a lo lejos, y Samantha gimió de nuevo, ahora con voz mucho más débil, y volví la cabeza hacia ella. Había perdido mucha sangre, y la olla que Bobby había colocado bajo su brazo había rebosado, de forma que la sangre caía sobre la cubierta, y entonces me mareé un poco e imaginé que la sangre de mi herida se sumaba a la de ella, hasta que cubrían la cubierta de una roja mezcla pegajosa y repugnante, como aquella lejana vez con mamá y mi hermano Brian en el contenedor, y la cabeza empezó a darme vueltas, y sentí que huía del dolor y me precipitaba a la oscuridad roja…

Y una nueva y peor punzada de dolor me devolvió a la realidad de la cubierta del falso barco pirata, mientras la muy real y elegante mujer caníbal intentaba atravesarme todo el brazo con la uña. Estaba convencido de que pronto atravesaría alguna arteria, y entonces mi sangre lo cubriría todo. Confié en que, al menos, estropearía los zapatos de Alana. No era una gran maldición, pero no daba más de mí.

Sentí que la presa de Alana sobre mi brazo aumentaba, que hundía mas la uña en mi carne, y por un momento el dolor fue tan espantoso que me dieron ganas de gritar, y entonces la puerta de la cabina se abrió de golpe, y Bobby y Cesar aparecieron en la cubierta.

—Tortolitos —se burló Bobby—. Él va del palo «Debbie, oh, Debbie», y ella continúa fuera de juego, y él dale que dale, «Oh, Dios, oh, Dios, Debbie, Debbie».

—Todo muy divertido —dijo Alana—, pero ¿lo tenéis bien amarrado, querido?

Cesar asintió.

—No irá a ninguna parte —observó.

—Brillante —dijo ella—. ¿Por qué no os vais a la fiesta? —Me miró con ojos entornados—. Voy a quedarme aquí para relajarme unos minutos.

Estoy seguro de que Bobby contestó algo que él consideró muy agudo, y también de que Cesar y él bajaron por la destartalada pasarela para unirse con los demás juerguistas en el parque, pero nada de eso quedó registrado en mi cerebro. Mi mundo se había reducido a las horribles imágenes formadas en el aire entre Alana y yo. Continuaba mirándome, sin parpadear, y sus intenciones estaban tan claras que empecé a pensar que la fuerza de su mirada iba a abrir una herida en mi cara.

Por desgracia, decidió no confiar en el poder de sus ojos para ablandarme. Se alejó de mí poco a poco, como burlándose, y caminó hacia la mesa donde la esperaba la hilera de cuchillos centelleantes. El hombre de negro estaba cerca de ellos, y el cañón de su escopeta nunca se desviaba de mí. Alana examinó los cuchillos y apoyó un dedo sobre su barbilla, mientras los contemplaba con aire pensativo.

—Tanto bueno donde elegir —dijo—. Ojalá tuviera más tiempo para hacer las cosas bien. Para llegar a conocerte a fondo. —Sacudió la cabeza con tristeza—. Tampoco tuve tiempo con aquel guapísimo policía que me enviasteis. Apenas pude saborearlo antes de abandonarle. Deprisa, deprisa, deprisa. Eso acaba con todo el placer, ¿verdad?

De modo que ella había matado a Deke. Y no pude evitar escuchar un leve eco de mis propias meditaciones, cuando practicaba mi pasatiempo, en sus palabras, lo cual no me pareció justo en un momento como aquél.

—Pero creo que tú y yo nos vamos a llevar muy bien, en cualquier caso. Éste.

Levantó un cuchillo grande y muy afilado, que parecía adecuado para cortar pan, y que sin duda le proporcionaría diversión de calidad. Se volvió hacia mí, alzó el cuchillo un poco, avanzó un paso y luego se detuvo.

Alana me miró de arriba abajo mientras ensayaba las cosas que iba a hacerme, y tal vez se deba a que tengo una imaginación exagerada, o puede que reconociera sus intenciones gracias a mi modesta experiencia, pero intuí cada movimiento que pensaba efectuar, cada corte y cada rebanada, y el sudor empezó a empapar mi camisa y a cubrir mi frente, y sentí que el corazón martilleaba contra las costillas, como si intentara abrirse paso entre los huesos y escapar, y allí estábamos, separados por tres metros de distancia, compartiendo un pas de deux mental del ballet clásico de la sangre. Alana dejó que su momento de goce se prolongara durante mucho tiempo, hasta que pensé que mis glándulas sudoríparas se habían secado y mi lengua se había hinchado hasta ocupar toda la boca. Y entonces dijo «De acuerdo» con voz ronca y suave y dio un paso adelante.

Supongo que esa idea Nueva Era de que todo acaba por equilibrarse debe de tener algo de cierto, o sea, aparte del hecho de que iba a probar un poco de mi propia medicina, lo cual carece de importancia. Lo que quiero decir es que aquella noche ya había vivido un periodo en que el tiempo se enlentecía y detenía, y ahora, sólo para equilibrar la situación, cuando Alana se volvió hacia mí y levantó el cuchillo, todo pareció acelerarse y suceder a la vez, en una especie de danza espasmódica acelerada.

En primer lugar, se produjo un estrépito espantoso, y el enorme gorila de la coleta estalló en mil pedazos. Su estómago desapareció literalmente en un horripilante chorro de sangre, y el resto salió volando sobre la barandilla del barco, con una expresión de rencor atontado en su cara, y se desvaneció con tal celeridad que fue como si un omnipotente montador cinematográfico lo hubiera eliminado de la escena.

En segundo, y tan veloz que pareció coincidir con el gorila que salió volando por encima de la barandilla, Alana giró en redondo con el cuchillo alzado y la boca abierta de par en par, y saltó contra el hombre de negro, quien amartilló la escopeta y disparó, llevándose por delante el brazo levantado con el cuchillo de la mujer. Y después, amartilló de nuevo, se volvió, más deprisa de lo que parecía posible, y disparó contra el último de los guardias, que acababa de alzar su arma. Y entonces Alana cayó a los pies de Samantha, el guardia se desplomó contra la barandilla y cayó al agua, y se hizo un repentino silencio en la cubierta del malvado bajel Vengeance.

Y después la ominosa y melodramática figura vestida de negro amartilló una vez más la escopeta y se volvió hasta apuntarme con el cañón humeante. Por un momento, todo volvió a petrificarse. Miré la máscara oscura y el arma todavía más oscura apuntada, cómo no, a mi estómago, y me pregunté, ¿habría cabreado a Alguien De Allí Arriba? O sea, ¿qué había hecho para ser condenado a aquel interminable smorsgarbord de muerte? En serio, ¿cuántos finales diferentes, e igualmente horribles, puede soportar un hombre relativamente inocente en una sola noche? ¿Es que no existe justicia en este mundo? Aparte de ésa en la que estoy especializado, quiero decir.

Una y otra vez… Me habían aporreado, abofeteado, pellizcado, torturado y amenazado con cuchillos, y amenazado con ser devorado, apuñalado y tiroteado…, y ya estaba hasta el gorro. Ya no podía más. Ni siquiera fui capaz de disgustarme por aquella suprema indignidad. Me había quedado sin adrenalina. Mi carne estaba reblandecida al máximo, y casi significaría un alivio acabar de una vez por todas. Todo gusano ha de rendirse al fin, y Dexter había llegado al punto de no poder aguantar más.

Así que me alcé en toda mi estatura y permanecí inmóvil, dispuesto a dar la cara y afrontar mi destino final con auténtica valentía y viril determinación…, y una vez más, la vida me deparó una buena sorpresa.

—Bien —dijo la figura encapuchada—, da la impresión de que tendré que sacarte las castañas del fuego una vez más.

Y cuando levantó la escopeta, pensé: Yo conozco esa voz. La conocía, y no supe si prorrumpir en vítores, llorar o vomitar. Antes de que pudiera hacer nada de eso, el hombre dio media vuelta y disparó contra Alana, quien había reptado lenta y penosamente hacia él, dejando un espeso rastro de sangre. Desde una distancia tan corta, el disparo la expulsó de la cubierta y estuvo a punto de cortarla en dos mitades, antes de que las dos elegantes piezas cayeran formando un confuso guiñapo.

—Zorra asquerosa —dijo el hombre al tiempo que bajaba la escopeta, se echaba hacia atrás la capucha y se quitaba la máscara—. De todos modos, la paga era excelente y el trabajo me iba que ni pintado: soy muy bueno con los cuchillos. —Yo tenía razón. Conocía esa voz—. La verdad, tendrías que haberlo imaginado —dijo mi hermano Brian—. Te proporcioné suficientes pistas, la ficha negra en la bolsa, todo.

—Brian —dije, y aunque era una de las cosas más estúpidas que había dicho en mi vida, no pude evitar añadir—: Estás aquí.

—Pues claro que estoy aquí —contestó con su espantosa sonrisa falsa, y en aquel momento no se me antojó tan artificial—. ¿Para qué está la familia?

Pensé en los últimos días: primero Deborah me rescataba del remolque en los Everglades y ahora esto, y sacudí la cabeza.

—Por lo visto, la familia está para rescatarte de los caníbales.

—Bien, pues aquí estoy —dijo Brian.

Y por una vez su espantosa sonrisa falsa se me antojó muy real y bienvenida.