38

Samantha no parecía el tipo de pasajero que había visto a bordo del Vengeance cuando era pequeño. Aparte de no llevar algodón de azúcar ni sombrero de pirata, estaba derrumbada, tal vez inconsciente, quizás incluso muerta, su cuerpo colgando contra las cuerdas. Desde mi escondite en el pequeño acantilado podía ver bastante bien casi todo lo que había en la cubierta. Cerca de Samantha se alzaba una parrilla de barbacoa grande negra, y una delgada columna de humo se elevaba de debajo. Al lado, una olla de unos veinte litros descansaba sobre una base, y había una pequeña mesa donde varios objetos poco definidos pero de aspecto familiar brillaban cuando les daba la luz.

Por un momento, nada se movió, salvo la raída mitad de la Jolly Roger en lo alto del mástil. El barco estaba desierto, salvo por Samantha. Pero tenía que haber alguien más a bordo. Pese al gran timón falso de la popa, sabía que controlaban el barco desde el interior de la cabina. También había un salón, donde servían refrescos. Habría alguien al mando de los controles. Pero ¿cuántos? ¿Sólo Bobby Acosta? ¿O suficientes caníbales para poner las cosas difíciles a los buenos, que esta noche me incluían a mí, aunque resultara raro?

La bandera dejó de ondear. Un avión a reacción surcó el cielo con las ruedas bajadas, a punto de aterrizar en el aeropuerto de Fort Lauderdale. El barco se mecía con suavidad. Y entonces Samantha volvió la cabeza a un lado, otra andanada anémica brotó de los cañones, y la puerta de la cabina se abrió de golpe. Bobby Acosta salió a cubierta con un pañuelo anudado alrededor de la cabeza y una pistola Glock muy impropia de un pirata alzada en la mano.

—¡Yujú! —gritó, y disparó dos veces al aire, mientras una pequeña partida de juerguistas de ambos sexos muy animados, más o menos de su edad, le seguían a cubierta. Todos iban disfrazados de piratas, y todos se dirigieron sin vacilar a la gran olla que había al lado de Samantha, y empezaron a servirse tazas y a engullir el contenido.

Y mientras se entregaban a su alegre y despreocupado pasatiempo, sentí que una leve chispa de esperanza alumbraba en mi corazón. Eran cinco y nosotros sólo tres, pero eran pesos ligeros, y estaban atizándose algo que, sin duda, debía ser el ponche embriagador que tanto les gustaba. Dentro de unos momentos estarían cocidos, atontados y no plantearían ninguna amenaza. Con independencia de adónde hubiera ido el resto de la partida, este grupito sería fácil. Los tres podríamos salir de nuestros escondrijos y rodearles. Deborah obtendría lo que había ido a buscar, nos largaríamos y llamaríamos para pedir ayuda, y Dexter podría volver a reinventar su vida normal.

Y entonces la puerta de la cabina volvió a abrirse y Alana Acosta salió a cubierta.

La seguía el gorila de la coleta del Fang, y tres hombres de aspecto desagradable armados con escopetas, y el mundo se volvió oscuro y peligroso una vez más.

Sabía que Alana era una depredadora gracias a lo que el Oscuro Pasajero había susurrado cuando estábamos al lado de su Ferrari. Y ahora, al verla aquí al mando de la situación, supe que mi hermano Brian había estado en lo cierto: el líder del aquelarre era una mujer, y era Alana Acosta. Y no sólo se trataba de una trampa: era una invitación a cenar. Y si no se me ocurría algo realmente inteligente, yo iba a formar parte del menú.

Alana se encaminó a la barandilla y miró hacia el parque, más o menos entre donde estaba yo y donde suponía que estaría Deborah.

—¡Un, dos, tres, al escondite inglés! —gritó. Se volvió y cabeceó en dirección a su pandilla, cuyos miembros apuntaron sus escopetas a la cabeza de Samantha—. ¡O iremos a por vosotros! —chilló Alana muy contenta.

No cabía duda de que el curioso sonsonete debía ser una especie de ritual infantil inglés, una llamada a que todos se reunieran: final del juego, volved a la base de operaciones. Pero debía pensar que éramos niños, y niños muy lerdos, si suponía que íbamos a salir obedientes de nuestro refugio tan duramente currado y caer en sus garras. Sólo el bobo más bobo cometería ese tipo de estupidez.

Y mientras yo me preparaba para lo que suponía un largo juego del gato y el ratón, oí un grito a mi derecha, y un momento después vi horrorizado a Deborah. Por lo visto, estaba tan obsesionada con salvar a Samantha (¡otra vez!) que ni siquiera había dedicado dos segundos a pensar en las consecuencias de lo que estaba haciendo. Saltó como impulsada por un resorte de su escondite, corrió hacia el barco y se paró al lado del muelle para rendirse. Se quedó inmóvil debajo de mí con aire desafiante, y después, con movimientos muy decididos, desenfundó la pistola y la tiró al suelo.

Alana disfrutó con la actuación. Se acercó más para recrearse contemplando a Debs, y después se volvió y dijo algo al gorila. Un momento después, el hombre tiró la decrépita rampa de embarque por un costado y la apoyó sobre el muelle.

—Ánimo, querida —dijo Alana a Deborah—. Utiliza la rampa.

Deborah miró a Alana sin moverse.

—No hagas daño a esa chica —replicó mi hermana.

La sonrisa de la mujer se ensanchó.

—Pero ella quiere que le hagamos daño. ¿No lo ves?

Debs negó con la cabeza.

—No le hagas daño —repitió.

—Vamos a hablar del tema, ¿de acuerdo? Sube a bordo.

Deborah la miró y no vio otra cosa que un reptil muy complacido. Cabizbaja subió la rampa, y un momento después dos de los lacayos armados con escopetas la sujetaron, le pusieron los brazos a la espalda y los inmovilizaron con cinta adhesiva. Una voz malvada sugirió desde el fondo de mi cabeza que era justo, puesto que hacía muy poco ella se había limitado a mirar mientras hacían lo mismo conmigo. Pero emergieron pensamientos más piadosos que expulsaron al anterior, y empecé a pensar en cómo podría liberar a mi hermana.

Alana, por supuesto, no albergaba la menor intención de permitirlo. Esperó un momento, con la vista clavada en el otro lado del parque, y después hizo bocina con las manos.

—¡Estoy convencida de que tu encantador acompañante anda por ahí! —gritó. Miró a Deborah, quien seguía inmóvil con la cabeza gacha, sin decir nada—. Le vimos en el tiovivo, querida. ¿Dónde está ese cabrón? —Mi hermana no se movió. Alana esperó un momento, con una sonrisa de agradable impaciencia en la cara, y después volvió a gritar—. ¡No seas tímido! ¡No podemos empezar sin ti!

Me quedé donde estaba, petrificado entre los espinos.

—Bien, pues —dijo risueña. Se volvió y extendió una mano, y uno de los lacayos depositó una escopeta sobre ella. Por un momento, me sentí desgarrado por la angustia, y fue peor que los espinos. Si amenazaba con disparar a Debs… Pero de todos modos iba a matarla… ¿Por qué iba a permitir que me matara a mí también? Pero no podía dejar que hiciera daño a Debs…

Levanté mi pistola de manera inconsciente. Era una pistola muy buena, extremadamente precisa, y desde esta distancia tenía un veinte por ciento de probabilidades de alcanzar a Alana. Las probabilidades de darle a Debs eran más o menos las mismas, o de agujerear a Samantha, y mientras pensaba, la pistola se alzó sola, como si poseyera voluntad propia.

Por supuesto, esas cosas no ocurren nunca en un mundo justo, pero éste no lo es, y este pequeño movimiento quizá provocó que una de las luces que todavía funcionaban en el parque se reflejara en el arma, un brillo suficiente para atraer la atención de Alana. Cargó la escopeta, con habilidad suficiente para disipar las dudas acerca de si sabía usarla, la alzó hasta el hombro, me apuntó casi directamente y disparó.

Sólo tenía un segundo para reaccionar, y apenas conseguí zambullirme detrás de la palmera más cercana. Aun así, noté el viento de las balas cuando se hundieron en el follaje que me había acogido momentos antes.

—¡Eso está mejor! —exclamó Alana, y lanzó otra descarga con la escopeta. Un pedazo del tronco de mi árbol protector desapareció—. ¡Cucú!

Un momento antes había sido incapaz de elegir entre abandonar a mi hermana a su suerte y meter la cabeza en el lazo. De pronto, mi decisión resultó mucho más fácil. Si Alana estaba dispuesta a cargarse los árboles de uno en uno, mi futuro era sombrío hiciera lo que hiciera, y como el peligro más inmediato procedía de la escopeta, me pareció una idea muchísimo mejor rendirme y confiar en mi intelecto superior para encontrar una forma de abandonar la cautividad. Además, Chutsky seguía suelto con su rifle de asalto, más que sobrado para competir con un par de aficionados armados con escopetas.

Pensándolo bien, no había mucho donde elegir, pero así estaban las cosas. Me levanté, refugiado tras un árbol, y grité:

—¡No dispare!

—¿Y estropear la carne? —contestó Alana—. Pues claro que no. Pero vamos a ver tu cara sonriente, con las manos en el aire.

Y movió la escopeta, por si acaso yo era un poco lento en pillar sus intenciones.

Como ya he dicho, la libertad no es más que una fantasía. Siempre que creemos contar con diversas alternativas, sólo significa que no hemos visto la escopeta apuntada a nuestro ombligo.

Dejé en el suelo mi pistola, alcé las manos tanto como me lo permitía la dignidad y salí de detrás del árbol.

—¡Encantador! —gritó Alana—. Acércate al río entre los árboles, cerdito.

Me dolió más de lo que debería. O sea, si tenías en cuenta todo lo demás, que me llamaran «cerdito» no era grave. Era una indignidad menor arrojada encima de otras calamidades de mayor calibre, pero tal vez mis sensibilidades semihumanas recién desarrolladas me alentaron a tomármelo más a la tremenda. ¿Cerdito? ¿Yo, Dexter? ¿Bien proporcionado, en plena forma física, y templado de manera excelente en el horno de los numerosos fuegos de la vida? Me ofendía, y envié un mensaje mental a Chutsky para que disparara contra Alana con precisión, con el fin de que agonizara y sufriera un poco.

Pero, por supuesto, también bajé poco a poco hasta la orilla del río con las manos en el aire.

Me paré un momento en la orilla, y miré a Alana y su escopeta. Me hizo señas alentadoras.

—Ven —dijo—. Pasea por la tabla, cabronazo.

No había forma de discutir con el arma, sobre todo desde esta distancia. Pisé la rampa. Ideas imposibles desfilaron por mi cabeza: ¿zambullirme bajo el barco, lejos del cañón de la escopeta de Alana? y después… ¿qué? ¿Contener la respiración durante varias horas? ¿Nadar a favor de la corriente y pedir ayuda? ¿Enviar más mensajes mentales y esperar que una banda de telépatas paramilitares me rescataran? No había otra cosa que hacer que subir por la rampa hasta la cubierta del Vengeance. Y así lo hice. Era de aluminio viejo y oscilaba, de modo que tuve que sujetarme a la raída cuerda que corría por el lado izquierdo. Resbalé una vez, y me así con fuerza a la cuerda cuando la rampa se inclinó de lado. Pero al cabo de muy poco tiempo me encontré en la cubierta, mirando las tres escopetas que me apuntaban, pero todavía más oscuros y mortíferos que los cañones de las armas eran los ojos azules y vacíos de Alana Acosta. Se acercó demasiado, mientras los demás ataban mis manos a la espalda con cinta adhesiva, y me miró con un afecto que me pareció muy inquietante.

—Brillante —dijo—. Esto va a ser divertido. Ardo en deseos de que empiece. —Se volvió y miró hacia la puerta del parque—. ¿Dónde está ese hombre?

—Ya vendrá —contestó Bobby—. Tengo su dinero.

—Será mejor que lo haga —rezongó Alana, y me miró—. No me gusta que me hagan esperar.

—A mí no me importa —dije.

—Tengo muchas ganas de empezar —repitió Alana—. Esta noche vamos un poco justos de tiempo.

—No hagas daño a esa chica —insistió Deborah, esta vez entre dientes.

Alana volvió los ojos hacia Debs, lo cual me alivió, pero tuve la sensación de que mi hermana iba a pasar un rato muy desagradable.

—Somos como una gallina clueca con esa cochinita, ¿verdad? —dijo Alana, al tiempo que se acercaba a Deborah—. ¿Por qué, sargento?

—Sólo es una cría. Una niña.

La mujer sonrió, una amplia sonrisa llena de cientos de dientes blancos perfectos.

—Da la impresión de que sabe lo que quiere —comentó—. Y como es lo mismo que queremos nosotros… Nadie sale perjudicado.

—Es imposible que desee eso —susurró Deborah.

—Pero es así, querida. A algunos les gusta. Quieren que los coman, tanto como nosotros deseamos comerlos. —La sonrisa de Alana era muy grande, y esta vez casi real—. Casi consigue que creas en un Dios bondadoso, ¿verdad?

—No es más que una niña malcriada —manifestó Deborah—. Lo superará. Tiene una familia que la quiere, y toda una vida por delante.

—Y así, conmovida por los remordimientos y la belleza de todo eso, debería dejarla marchar —ronroneó Alana—. Familia, iglesia, cachorrillos y flores… Su mundo ha de ser maravilloso, sargento. Pero para los demás, es bastante más oscuro. —Miró a Samantha—. Por supuesto, tiene sus momentos.

—Por favor —dijo Deborah, con una expresión desesperada y vulnerable al mismo tiempo que yo nunca le había visto antes—. Déjela marchar.

—No creo —replicó Alana—. De hecho, con tantas emociones, me está entrando un poco de hambre.

Levantó un cuchillo muy afilado de la mesa.

—¡No! —exclamó Deborah con violencia—. ¡Maldita sea, no!

—Sí, me temo —dijo Alana, y la miró con frialdad y regocijo.

Dos guardias sujetaron a Debs y Alana contempló la refriega con satisfacción. Y sin dejar de mirar a mi hermana, se acercó a Samantha y alzó el cuchillo, como indecisa.

—Lo del despiece nunca me sale bien —comentó Alana. Bobby y su pandilla se congregaron a su alrededor, y lanzaron risitas con entusiasmo apenas reprimido, como niños que vieran a escondidas una película—. Ésta es la única razón de que soporte la tardanza de ese asqueroso hijo de puta. Es un especialista en estas cosas. Despierta, cerdita.

Abofeteó a Samantha en la cara. Ésta levantó la cabeza y abrió los ojos.

—¿Ya es la hora? —preguntó adormilada.

—Sólo un aperitivo —le contestó Alana, pero Samantha sonrió. Debido a su felicidad somnolienta estaba muy claro que habían vuelto a drogarla, pero al menos esta vez no era éxtasis.

—Vale, fantástico —dijo. Alana la miró, y después a nosotros.

—Vamos, adelante —intervino Bobby.

Alana le sonrió, y después extendió la mano y asió el brazo de Samantha con tal rapidez que apenas vi otra cosa que un destello borroso de la hoja, y antes de que pudiera parpadear ya había sajado casi todo el tríceps de la muchacha.

Samantha emitió un sonido a medio camino entre un gemido y un gruñido, ni de placer ni de dolor, sino de algo intermedio, un grito de culminación agonizante. Me puso los dientes largos, todo el vello de mi nuca se erizó, y entonces Deborah sufrió un estallido de furia demencial que envió a uno de sus guardias al suelo. El otro dejó caer la escopeta y aguantó hasta que el gigantesco gorila de la coleta intervino y derribó a Debs con una mano gigantesca. Se vino abajo como una muñeca de trapo y permaneció inmóvil.

—Llevad a la bondadosa sargento abajo —ordenó Alana—. Inmovilizadla bien.

Los dos lacayos cogieron a Deborah y la arrastraron hacia la cabina. No me gustó nada la forma en que colgaba entre ellos, como carente de vida, y sin pensarlo di un paso hacia ella, pero antes de que pudiera hacer otra cosa que apuntar los pies en su dirección, el enorme gorila levantó la escopeta caída y la hundió en mi pecho, y me vi obligado a no hacer otra cosa que contemplar impotente cómo se llevaban a mi hermana hacia la cabina.

Y cuando el gorila me obligó a dar media vuelta para dejarme ante Alana, ésta levantó la tapa de la barbacoa y colocó el pedazo de Samantha sobre la parrilla, y un hilillo de humo se elevó de él.

—Oh —dijo Samantha, con voz apagada y lejana—. Oh. Oh.

Se removió lentamente contra sus ligaduras.

—Dale la vuelta dentro de dos minutos —ordenó Alana a Bobby, y después se acercó a mí—. Bien, cerdito —dijo, y me pellizcó la mejilla. No como haría una abuela cariñosa, sino como una clienta astuta que comprobara el estado de las chuletas. Intenté soltarme, pero no era tan fácil como parecía, con un hombretón clavándome una escopeta en la espalda.

—¿Por qué me llamas eso? —pregunté. Sonó más irascible de lo que debería, pues en aquel momento mi posición no era muy fuerte, a menos que tuviéramos en cuenta la moral elevada.

Mi pregunta pareció divertir a Alana. Esta vez, extendió ambas manos, agarró mis mejillas y me sacudió la cabeza cariñosamente de un lado a otro.

—¡Porque eres mi cerdito! ¡Y voy a devorarte, querido!

Y un pequeño y muy auténtico destello pasó por sus ojos, y el Pasajero agitó las alas alarmado.

Me gustaría decir que había estado en situaciones mucho más comprometidas, y siempre había encontrado una manera de zafarme. Pero la verdad era que no podía recordar una ocasión en que me hubiera sentido tan incómodamente vulnerable. Estaba de nuevo inmovilizado con cinta adhesiva e indefenso, con un arma en la espalda y una depredadora todavía más letal delante. En cuanto a mis acompañantes, Deborah estaba inconsciente o peor, y Samantha estaba a punto de convertirse en carne a la parrilla. De todos modos, todavía me quedaba un pequeño as en la manga: sabía que Chutsky andaba por allí, armado y peligroso, y mientras estuviera vivo no permitiría que le hicieran ningún daño a Debs y, por extensión, a mí. Si podía conseguir que Alana continuara hablando un rato más, Chutsky vendría a salvarnos.

—Tenéis a Samantha —dije en mi mejor tono razonable—. Hay suficiente para ir tirando.

—Sí, pero ella quiere que la coman. La carne siempre sabe mejor si es reticente.

Miró a Samantha, quien volvió a repetir: «Oh». Tenía los ojos abiertos de par en par, desorbitados por algo que yo no supe definir, y concentrados en la parrilla.

Alana sonrió y me dio unas palmaditas en la mejilla.

—Nos lo debes, querido. Por escapar y causarnos tantos problemas. Y en cualquier caso, necesitamos un cochinillo. —Me miró con el ceño fruncido—. Pareces un poco fibroso. Deberíamos marinarte unos cuantos días. Lástima que no queda tiempo, y me encantan las chuletas de hombre.

Admitiré que era un momento y lugar extraños para la curiosidad, pero al fin y al cabo estaba intentando entretenerla.

—¿Qué quiere decir que no queda tiempo? —pregunté.

Me miró inexpresiva, y la completa ausencia de emoción fue todavía más inquietante que su falsa sonrisa.

—Una última fiesta —contestó—. Después, me temo que deberé huir otra vez. Al igual que huí de Inglaterra cuando las autoridades decidieron que demasiados inmigrantes sin papeles habían desaparecido, como ahora aquí. —Sacudió la cabeza con tristeza—. Me había llegado a gustar el sabor de los trabajadores inmigrantes.

Samantha gruñó, y la miré. Bobby se había plantado delante de ella y estaba hurgando con la punta del cuchillo en su pecho expuesto parcialmente, como si intentara grabar sus iniciales en un árbol. Tenía la cara muy cerca de la de ella, con una sonrisa capaz de marchitar rosas.

Alana suspiró y sacudió la cabeza con cariño.

—No juegues con tu comida, Bobby —dijo—. Tendrías que estar guisando. Dale la vuelta, querido. —El chico miró a Alana. Después bajó el cuchillo de mala gana, cogió un tenedor de mango largo y dio vuelta a la carne. Samantha volvió a gemir—. Y pon algo debajo de ese corte —dijo Alana, al tiempo que indicaba con un cabeceo el creciente charco de sangre roja que manaba del brazo de Samantha y se extendía sobre la cubierta—. Está convirtiendo la cubierta en un matadero.

—No soy la puta Cenicienta —replicó Bobby—. Para ya con esa mierda de madrastra malvada.

—Sí, pero intentemos ser un poco pulcros, ¿no?

Él se encogió de hombros, y estaba muy claro que se apreciaban tanto como sólo dos monstruos podían ser capaces. Bobby cogió una olla que había debajo de la parrilla y la puso debajo del brazo de Samantha.

—La verdad es que sí enderecé a Bobby —dijo Alana, con una pizca de algo que habría podido pasar por orgullo—. No sabía hacer nada de nada, y le estaba costando a su padre una pequeña fortuna encubrirle. Joe no podía entenderle, pobre corderito. Creía que le había dado todo a Bobby, pero no le había dado lo que en verdad deseaba. —Me miró con una gran exhibición de dientes centelleantes—. Esto —explicó, y señaló a Samantha, los cuchillos, la sangre sobre la cubierta—. Una vez que probó el cerdo largo[10], y el poder que procura, aprendió a ser cauteloso. De hecho, ese horrible club, Fang, fue idea de Bobby. Una manera encantadora de reclutar miembros para el aquelarre, separando caníbales de vampiros. Y el pinche de cocina nos proporcionó una maravillosa fuente de comida.

Frunció el ceño.

—Tendríamos que habernos limitado a comer inmigrantes —dijo—. Pero le he tomado mucho cariño a Bobby, y suplicaba de una forma encantadora. Y las dos chicas también. —Sacudió la cabeza—. Estúpida de mí. Tendría que haberlo sabido. —Se volvió hacia mí, con la sonrisa radiante en su sitio—. Pero, por el lado positivo, esta vez tengo mucha más pasta para empezar de nuevo, además de algunas nociones de español, cosa que pienso aprovechar. ¿Costa Rica? ¿Uruguay? Algún lugar donde todas las preguntas puedan ser contestadas con dólares.

El móvil de Alana sonó, y le sobresaltó un momento.

—Y yo dale que dale a la sin hueso —dijo al tiempo que miraba la pantalla del teléfono—. Ah. Ya era hora, joder. —Se dio la vuelta y dijo unas cuantas palabras, escuchó un momento, volvió a hablar y guardó el teléfono—. Cesar, Antoine —llamó a los dos acólitos de las escopetas. Corrieron hacia ella—. Ya ha llegado. Pero… —Agachó la cabeza y añadió algo que no pude oír. Fuera lo que fuera, Cesar sonrió y asintió, y Alana miró a los juerguistas que estaban junto a la parrilla—. Bobby —dijo—, ve con Cesar y échale una mano.

El chico sonrió y levantó la mano de Samantha. Cogió un cuchillo de la mesa y lo levantó, mientras miraba expectante a Alana. La joven gimió.

—No hagas el bufón, cariño —dijo Alana—. Ve a ayudar a Cesar.

Bobby dejó caer el brazo de Samantha, y la joven gimió. Dijo «Oh» varias veces, mientras Cesar y Antoine bajaban por la destartalada rampa con Bobby y sus amigos, para luego desaparecer en el parque.

Alana los siguió con la mirada.

—Empezaremos con vosotros dentro de nada —dijo, dio media vuelta y se acercó a Samantha—. ¿Cómo te va, cerdita?

—Por favor —respondió Samantha con voz débil—, oh, por favor…

—¿Por favor? Por favor ¿qué? ¿Quieres que te deje ir…?

—No. Oh, no.

—No te dejo ir, de acuerdo. Entonces, ¿qué, cariño? No se me ocurre qué. —Levantó uno de los afiladísimos cuchillos—. Quizá pueda ayudarte a hablar más fuerte, cerdita —dijo, y hundió la punta en el estómago de Samantha, no mucho, pero repetida y deliberadamente, lo cual se me antojó más terrible, y la chica gritó y trató de zafarse, cosa imposible, por supuesto, ya que estaba atada al palo—. ¿No tienes nada que decirme, querida? ¿De veras? —Samantha se derrumbó por fin, y una horrible sangre roja manó de demasiados sitios—. Muy bien, te concederemos un poco de tiempo para pensar. —Alana dejó el cuchillo sobre la mesa y levantó la tapa de la barbacoa—. Qué fastidio, temo que se ha quemado.

Desvió la vista un momento hacia Samantha para asegurarse de que estaba mirando, cogió el tenedor de mango largo y tiró el pedazo de carne al agua.

Samantha emitió un leve aullido de desesperación y se derrumbó. Alana la miró muy complacida, y después me miró a mí con su sonrisa de serpiente.

—Ahora te toca a ti, queridísimo —dijo, y se acercó a la barandilla.

La verdad, me alegró verla alejarse, pues me estaba costando mucho aguantar su actuación. Aparte del hecho de que no me gustaba ver a los demás infligir dolor y sufrimiento a los inocentes, sabía muy bien lo que me esperaba. No quería ser el siguiente, ni quería convertirme en comida, cosa en la que me iba a convertir si Chutsky no hacía acto de aparición pronto. Estaba convencido de que acechaba en la oscuridad, dando vueltas alrededor de nosotros para atacar desde un ángulo inesperado, intentando encontrar una forma de mejorar las probabilidades, dispuesto a perpetrar una maniobra extraña y mortífera que sólo conocían los soldados veteranos, antes de caer sobre nosotros escupiendo fuego. En cualquier caso, esperaba que se diera prisa.

Alana continuaba mirando hacia la puerta. Daba la impresión de estar un poco distraída, lo cual ya me convenía. Me proporcionaba la oportunidad de reflexionar sobre mi vida disipada. Me parecía terriblemente triste acabar ahora, tan pronto, mucho antes de haber conseguido algo importante, como llevar a Lily Anne a clases de ballet. ¿Cómo se las arreglaría en la vida sin mi guía? ¿Quién le enseñaría a montar en bicicleta, quién le leería cuentos de hadas?

Samantha volvió a emitir un gemido débil, y la miré. Estaba debatiéndose contra sus ligaduras con una especie de ritmo lento y espástico, como si sus baterías se fueran agotando poco a poco. Su padre también le había leído. Le leía cuentos de hadas, había dicho. Tal vez yo no debería leer cuentos de hadas a Lily Anne. Con Samantha, no había funcionado muy bien. Tal como estaban las cosas ahora, no iba a leer nada a nadie, por supuesto. Esperaba que Deborah se encontrara bien. Pese a su extraño comportamiento de los últimos tiempos, era dura, pero había recibido un buen golpe en la cabeza, y estaba como sin vida cuando la arrastraron abajo.

—Ajá —oí que decía Alana, y me volví a mirar.

Un grupo de figuras estaba avanzando hacia uno de los charcos de luz arrojados por una lámpara. Esta nueva pandilla de jóvenes disfrazados de pirata había entrado en el parque para reunirse con Bobby, y tuve tiempo de preguntarme, ¿cuántos caníbales habría en Miami? El grupo daba vueltas en círculo como una bandada de gaviotas, al tiempo que agitaba pistolas, machetes y cuchillos. En el centro del círculo, aparecieron cinco figuras más. Una de ellas era Cesar, el hombre al que Alana había enviado al parque. Con él iba Antoine, el otro guardia, así como Bobby. Entre ellos arrastraban a otro hombre. Por lo visto, estaba inconsciente. Detrás de ellos había un tipo vestido de negro, con una túnica con capucha que ocultaba su cara.

Y mientras los juerguistas daban vueltas y graznaban, el hombre inconsciente echó la cabeza hacia atrás y la luz iluminó su cara, de forma que pude distinguir sus facciones.

Era Chutsky.