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Estoy seguro de que todos hemos vistos suficientes películas antiguas para saber que la gente sensata evita parques de atracciones abandonados, sobre todo cuando el sol se está poniendo, tal como estaba sucediendo ahora. Cosas terribles acechan en esos lugares, y cualquiera que se adentre en ellos sólo se está precipitando hacia un espantoso final. Y tal vez yo me sentía un poco hipersensible, pero Buccaneer Land parecía más espeluznante que cualquier cosa que yo hubiera visto nunca, sin contar las películas malas. Había un eco casi audible de carcajadas lejanas colgando sobre los oscuros y semiderruidos edificios y atracciones, con un deje burlón, como si los largos años de abandono hubieran dotado de maldad a todo el lugar y estuviera ansioso por ver que algo pavoroso me sucedía.

Pero, por lo visto, Deborah no había hecho los deberes en el apartado de películas antiguas. Pareció no inmutarse cuando desenfundó el arma y se internó en el parque a grandes zancadas, como si hubiera entrado en la tienda de la esquina a comprar cortezas de cerdo. Chutsky y yo la alcanzamos cuando ya había avanzado unos treinta metros, y apenas nos miró.

—Desplegaos —ordenó.

—Tómatelo con calma, Debs —dijo Chutsky—. Danos tiempo para trabajar los flancos. —Me miró y cabeceó en dirección a la izquierda—. Da un rodeo a las atracciones, colega, sin prisas. Mira detrás de las taquillas, cobertizos, cualquier sitio donde alguien pueda esconderse. Escóndete y mira, colega. Mantén los ojos y los oídos abiertos, no pierdas de vista a Debbie, y ve con cuidado. —Se volvió hacia Deborah—. Escucha, Debs…

Pero ella movió la pistola en su dirección y le interrumpió.

—Hazlo, Chutsky, por el amor de Dios.

Él la miró un momento.

—Ve con cuidado —dijo, y después dio media vuelta y avanzó hacia la derecha. Era un hombre muy grande, y tenía un pie artificial, pero cuando se fundió con la oscuridad, los años y las heridas parecieron desvanecerse, y se transformó en una especie de sombra bien aceitada, con el arma moviéndose de un lado a otro de manera automática, y me alegré mucho de que estuviera aquí con el rifle de asalto y sus largos años de práctica.

Pero antes de que pudiera empezar a cantar Halls of Montezuma[8], Deborah me dio un codazo y me miró echando chispas.

—¿A qué cojones estás esperando? —preguntó. Y aunque yo habría preferido pegarme un tiro en el pie y volver a casa, me desplacé hacia la izquierda entre la creciente oscuridad.

Atravesamos con toda cautela el parque en el mejor estilo paramilitar, la última patrulla en misión al reino del cine de serie B. Debo reconocer que Deborah procedía con mucha cautela. Se movía con sigilo de un lugar a otro donde pudiera ponerse a cubierto, y con frecuencia miraba a Chutsky, a la derecha, y a mí, a la izquierda. Cada vez me costaba más verla, puesto que el sol se había puesto del todo, pero al menos eso significaba que para ellos también era más difícil vernos, fueran quienes fueran ellos.

Recorrimos de esta guisa la primera parte del parque, dejamos atrás el puesto de recuerdos, y entonces llegué a la primera atracción, un antiguo tiovivo. Se había desprendido del eje y estaba inclinado a un lado. Estaba estropeado y desteñido, y alguien había cortado las cabezas de los caballos y pintado con aerosol el conjunto de un verde y naranja fosforito, y era una de las cosas más tristes que había visto en mi vida. Lo rodeé con cuidado, la pistola preparada, mientras iba mirando detrás de cualquier objeto lo bastante grande para ocultar a un caníbal.

Al otro lado del tiovivo miré a mi derecha. Debido a la creciente oscuridad, apenas pude distinguir a Debs. Se había refugiado a la sombra de uno de los postes grandes que sostenían el tendido del teleférico que corría de un lado a otro del parque. No vi a Chutsky. Donde debería estar había una fila de casas de juguete derrumbadas que flanqueaban una pista de karts. Confié en que estuviera allí, vigilante y peligroso. Si algo saltaba y nos gritaba «¡Bú!», quería que estuviera preparado con su rifle de asalto.

Pero no vi señal de él, y mientras miraba, Deborah empezó a avanzar de nuevo, adentrándose en el parque en tinieblas. Una ráfaga de viento tibio y suave me acarició, y olí la noche de Miami: un lejano olor salobre impregnaba la vegetación podrida y los gases de escape. Pero incluso mientras inhalaba el olor familiar, sentí que el vello de mi nuca se erizaba y un leve susurro se alzaba hacia mí desde la mazmorra más profunda del Castillo Dexter, y un crujido de alas correosas se oyó en la muralla. Era un aviso muy claro de que algo no iba bien, y que era un momento estupendo para estar en otro sitio. Me quedé petrificado junto a los caballos decapitados, mientras buscaba lo que había disparado la alarma del Pasajero.

No vi ni oí nada. Deborah había desaparecido en la oscuridad y nada se movía en ninguna parte, salvo una bolsa de plástico que la brisa agitaba. El estómago me dio un vuelco, y por una vez no era de hambre.

De pronto, mi pistola se me antojó muy pequeña e inadecuada, y deseé huir del parque más que respirar. Tal vez el Pasajero estuviera enfadado conmigo, pero no me dejaría en la estacada, y nunca se equivocaba, sobre todo cuando hablaba con tanta claridad. Tenía que apoderarme de Deborah y salir de allí antes de que nos liquidaran.

Pero ¿cómo podría convencerla? Estaba tan decidida a encontrar a Samantha y pescar a Bobby que no me haría caso, aunque descubriera una forma de explicarle cómo sabía que la situación era extremadamente peligrosa. Y mientras aferraba la pistola y titubeaba, me arrebataron la decisión de las manos. Se oyó una especie de estruendo gigantesco, las luces del parque empezaron a encenderse, el suelo tembló, se oyó un terrible chirrido de metal oxidado, oí un gruñido ronco…

Y los vagones del teleférico se pusieron en movimiento.

Dediqué un largo y precioso segundo a mirar boquiabierto hacia arriba e imaginar todas las cosas espantosas que podían llover sobre mi cabeza. Después llegó otro momento horroroso, durante el cual el más vil altruismo se impuso, y miré a mi derecha para ver si Deborah estaba bien. No había ni rastro de ella. Y luego, desde uno de los vagones que pasaban sobre mi cabeza, oí un disparo, además de un salvaje y alegre chillido, el grito de un cazador que ha visto a su presa, y recobré mi preciado interés en mí mismo y busqué refugio en la oscuridad bajo la marquesina del tiovivo. En mis prisas por ocultarme debajo de uno de los caballos, me golpeé la nariz contra un bulto grande y duro, que resultó ser una de las cabezas de fibra de vidrio seccionadas de los caballos. Cuando conseguí dejarla atrás y alzarme hasta el borde exterior del tiovivo, el chillido había enmudecido.

Esperé. No pasó nada. No se oyeron más disparos. Nadie abrió fuego con un obús. No llovieron bombas de napalm desde el teleférico. No se oía otro sonido que el estruendo disfuncional del antiguo y oxidado cable que corría a través de sus montantes. Esperé un poco más. Algo cosquilleó mi nariz y lo toqué. Vi mi mano cubierta de sangre, y la contemplé durante un largo y petrificado momento, incapaz de pensar, moverme o ver otra cosa que no fuera la espantosa mancha roja del preciado líquido de Dexter. Pero, por suerte para mí, mi cerebro volvió a conectarse online, me sequé la mano en la pernera del pantalón y expulsé el miedo de mi mente. No cabía duda de que había sucedido cuando me zambullí en busca de protección y me golpeé la nariz. Poca cosa. Todos tenemos sangre. El truco consiste en conservarla dentro.

Me removí con cautela hasta adoptar una posición en la que estuviera a salvo, pero en la que pudiera ver, y empujé pendiente arriba la cabeza del caballo para que me protegiera, y luego apoyé la pistola encima. A mi derecha, sobre el último lugar donde había visto a Deborah, un vagón roto avanzaba suspendido del cable. Sólo quedaba la pieza sujeta al cable y un pequeño pedazo de tubo metálico que había formado parte del asiento, y oscilaba y se agitaba locamente. Divisé el segundo vagón, y aunque estaba más entero, los paneles laterales también habían desaparecido y estaba vacío.

Vi que desfilaban más vagones rotos. Sólo uno de ellos parecía en buen estado, suficiente para albergar a un pasajero, pero pasó de largo sin señales de ningún humano, y empecé a sentirme un poco bobo, acurrucado debajo de un caballito de tiovivo dorado hecho trizas, con la pistola apuntada a una serie de vagones de teleférico destrozados y muy vacíos. Pasó otro vagón desierto y destartalado: nada. De todos modos, estaba seguro de haber oído que alguien pasaba por encima, y la advertencia del Pasajero había sido muy clara. El peligro aguardaba en el parque, al acecho entre los alegres recuerdos de Buccaneer Land. Y sabía que yo estaba allí.

Respiré hondo. Bobby también estaba allí, seguro, y daba la impresión de no estar solo. Pero no podían caber más de dos o tres personas en aquellos destartalados vagones antiguos. De modo que, si continuábamos con el plan original y atravesábamos el parque, los tres deberíamos ser capaces de echar el lazo a algunos chicos chiflados. Nada de qué preocuparse: seguir respirando, ceñirse al plan, en casa a tiempo para Letterman. Me arrastré hacia el borde del tiovivo, y ya había apoyado una pierna en la tierra cuando escuché de nuevo una especie de alarido primitivo, digno de una fraternidad, detrás de mí, en la dirección de la puerta principal, y descendí por el eje inclinado para protegerme tras mi caballo decapitado.

Unos segundos después, oí voces risueñas, el arrastrar de muchos pies, y me asomé cuando una multitud de ocho o diez personas empezaron a correr a mi lado. Eran casi todos de la edad de Bobby Acosta, el tipo de jóvenes monstruos de cara alegre que habíamos visto en Fang, tal vez los mismos, e iban vestidos con elegantes disfraces de bucanero, cosa que sin duda habría complacido a Roger el Pirata. Pasaron de largo muy entusiasmados y felices, camino de alguna fiesta, y al mando, con una espada de aspecto bastante mortífero en alto, iba el gorila de la coleta del Fang.

Miré desde detrás de mi caballo decapitado hasta que desaparecieron y el sonido de sus pasos se desvaneció, y pensé en ello, y no fueron unos pensamientos muy alegres. Las tornas habían cambiado, y la situación era muy diferente. No soy una persona muy sociable por naturaleza, pero parecía un momento excelente para buscar a mis compañeros y tratar de sobrevivir juntos.

Así que esperé otro minuto para asegurarme de que no hubiera rezagados, dejé atrás la cabeza de mi caballo y avancé poco a poco hacia el borde del tiovivo. Por lo que pude ver, se habían marchado y era como si el parque estuviera desierto por completo. Había un edificio delante, un poco a la izquierda, que reconocí de mi infancia. Había pasado varias aburridas y perplejas horas vagando por él, incapaz de comprender por qué decían que era divertido. Pero si me proporcionaba refugio, le perdonaría su nombre engañoso. Y así, con una última mirada al vagón todavía vacío, salí del tiovivo y corrí hacia la casa de los horrores.

La fachada del edificio se encontraba en un estado deplorable, y sólo perduraban algunas sombras vagas del mural que lo había adornado. Apenas conseguí distinguir la escena pintada de los alegres piratas saqueando y destruyendo una pequeña ciudad. Su pérdida fue un duro golpe para el arte mundial, pero ésa no era mi principal preocupación en aquel momento. Había una tenue luz que brillaba delante del edificio, de modo que di la vuelta hacia la parte de atrás algo acuclillado, intentando guarecerme en las sombras. Me condujo en dirección opuesta al último lugar donde había visto a Deborah, pero necesitaba encontrar un nuevo refugio. Quien estuviera en el funicular me habría visto refugiándome en el tiovivo, y necesitaba alejarme de él.

Di la vuelta con cautela a la casa de los horrores. La puerta de atrás colgaba de un gozne, con la mitad de un letrero todavía visible. Las letras rojas desteñidas aún indicaban con absoluta claridad SAL GENCIA. Me detuve junto a la puerta, con la pistola preparada. No creía que nadie estuviera escondido dentro, entre los antiguos espejos. Era un tópico excesivo, y hasta los caníbales deben albergar cierto orgullo. En cualquier caso, los espejos no habían engañado a nadie cuando se encontraban en buen estado. Después de tantos años de abandono, debían ser tan reflectantes como la suela de mi zapato. Pero no me arriesgué: pasé ante la puerta acuclillado, con la pistola preparada y apuntada al interior. No había nada al acecho, no se movió nada. Continué hasta el siguiente charco de sombras.

Me detuve de nuevo en la otra esquina del edificio y me asomé con cautela: nada. ¿Era posible que nadie me estuviera buscando con ahínco? Recordé algo que Doris, mi madre adoptiva, repetía con frecuencia: Huye el malvado sin que nadie le persiga. Era muy cierto en mi caso. Había pasado demasiado tiempo huyendo, y hasta el momento nadie me había perseguido. Pero sabía con absoluta certeza que estaban en el parque, y la única maniobra sensata era huir como si me fuera en ello la vida, pero sabía con la misma certeza que mi hermana jamás se iría del parque sin Samantha Aldovar y Bobby Acosta, y no podía permitir que lo hiciera sola.

Oí que el Pasajero mascullaba desabrido, y noté el frío viento de sus alas soplando a través de mí, y todas las vocecillas de la razón y el sentido común se alzaron sobre sus talones y me gritaron que corriera hacia las salidas…, pero no podía. Sin Deborah no.

Así que respiré hondo, mientras me preguntaba cuántas veces más podría hacerlo, y corrí hacia el siguiente refugio, pequeño y derruido. Había sido una atracción para niños muy pequeños, de ésos con grandes góndolas cerradas que dan vueltas poco a poco en círculo, mientras tú giras un gran volante en el centro. Sólo quedaban dos góndolas, y ambas en muy mal estado. Me acurruqué a la sombra de la azul y esperé un momento. Todo el grupo de piratas se había evaporado, y no se veía ni oía nada que prestara atención a mis movimientos de tortuga. Teniendo en cuenta la atención que me estaban prestando, igual habría podido atravesar todo el parque al frente de una orquesta de metales y un ejército de armadillos vivos.

Pero tarde o temprano nos encontraríamos, y tal como estaba la situación, quería verles antes. Así que me puse a cuatro patas y me asomé por la esquina de la góndola.

Había llegado al final de la zona de las atracciones para niños pequeños, y veía ahora el río artificial que había albergado en su momento la atracción del barco pirata. Aún tenía mucha agua, aunque no era del tono más atractivo que había visto en mi vida. Incluso desde donde estaba podía ver que el agua era de un verde apagado y repugnante debido a los años de abandono. Entre el río y yo había tres de los postes que sostenían el funicular. Cada uno contaba con lámparas colgantes, pero sólo una funcionaba. Estaba a mi derecha, en la dirección donde había visto por última vez a Deborah. Justo enfrente había un claro en tinieblas, de unos treinta metros de largo, que terminaba en el siguiente refugio, un bosquecillo de palmeras que crecían sobre un risco que dominaba el agua. El bosquecillo no era muy grande, apenas lo bastante para ocultar a unos cuantos pelotones de talibanes que esperaban para tenderme una emboscada. Pero no había otra protección a la vista, así que salí de detrás de la góndola y corrí agachado hacia el claro.

Sentirse desprotegido era una sensación espantosa, y tuve la impresión de que tardaba varias horas en cruzar el terreno despejado y carente de sombras hasta llegar al bosquecillo de palmeras. Me detuve al lado de la primera palmera. Ahora que contaba con la pequeña seguridad del tronco, volví a preocuparme por lo que pudiera estar escondido al otro lado. Abracé el árbol y escudriñé entre los árboles. Había crecido entre ellos una gran cantidad de maleza y arbustos, y como muchos tenían ramas afiladas y puntiagudas, no parecía un lugar muy atractivo donde esconderse. Veía lo bastante para estar razonablemente seguro de que nada acechaba entre los espinosos arbustos, y no quería correr el riesgo de dejarme la piel por su culpa. Empecé a alejarme del tronco para buscar una protección mejor.

Y entonces, desde el río que corría a mi izquierda, oí el inconfundible sonido de un disparo de cañón ficticio. Miré hacia el sonido y, con un estruendo de tela desgarrada y vergas medio rotas, el barco pirata dobló el recodo.

Era tan sólo un cascarón podrido de lo que había sido. Pedazos de madera colgaban del casco. Los restos raídos de sus velas aleteaban con tristeza, y menos de la mitad de la descolorida Jolly Roger[9] ondeaba todavía en lo alto del mástil, pero aun así el bajel avanzaba con orgullo, tal como yo lo recordaba. Otra débil andanada surgió de los tres cañones encarados hacia mí, pillé el mensaje y me zambullí en la maraña de arbustos, entre las palmeras.

Lo que unos momentos antes se me había antojado algo que debía evitar ahora me parecía muy seguro, y repté entre los arbustos más espesos. Casi al instante, me quedé enredado en la vegetación y los espinos se cebaron en mi piel. Intenté zafarme de la planta que me había atacado, y retrocedí penosamente hasta una pequeña serenoa. Cuando conseguí liberarme, estaba sangrando debido a diversos cortes en los brazos, y tenía la camisa desgarrada. Pero quejarse nunca sirve de nada, y estaba seguro de no haber traído suficientes tiritas, de manera que me seguí arrastrando.

Fui avanzando poco a poco entre la maleza, dejando más pequeños y valiosos fragmentos de carne en los arbustos carnívoros, hasta que llegué al borde del bosquecillo, donde me refugié tras un abanico de hojas de serenoa y miré el río. El agua se agitaba como si una mano subterránea gigantesca la hubiera puesto a girar, y después se calmó hasta formar una corriente lenta y constante, como si fuera un río de verdad en lugar de un estanque circular.

Y mientras miraba, el orgullo de Buccaneer Land, el terror de los siete mares, el malvado barco Vengeance apareció ante mi vista y se detuvo en el viejo y podrido muelle que penetraba en el río desde la orilla, justo debajo de mí y a la derecha. El agua volvió a revolverse, se transformó en un lento caudal y el Vengeance osciló un poco, pero sin moverse del muelle. Y si bien no había ni rastro de la canallesca tripulación del bajel, había al menos una pasajera a bordo.

Atada al palo mayor estaba Samantha Aldovar.