Siempre he considerado un grave defecto mental de algunas personas creer que es seguro conducir a gran velocidad mientras hablas por el móvil. Pero Deborah era una de esas personas, y la familia es la familia, de modo que no le dije nada cuando sacó el teléfono. Mientras corríamos por la I-95 sujetaba el volante con una mano mientras marcaba un número con la otra. Fue sólo un número, por lo cual supuse que era un botón de marcado rápido, y tenía bastante claro a quién llamaba, cosa que se confirmó en cuanto habló.
—Soy yo —dijo—. ¿Sabes ir a Buccaneer Land? Sí, al norte. Vale, nos encontraremos delante de la puerta principal, lo antes posible. Trae algo de armamento. Te quiero —dijo, y colgó.
Sólo había cinco personas vivas a las que Debs quería, y eran todavía menos las que admitía querer, de modo que estaba seguro de a quién había llamado.
—¿Chutsky se reunirá con nosotros allí? —pregunté.
Asintió y guardó el teléfono en la funda.
—Apoyo —contestó, y después, por suerte para mi tranquilidad mental, sujetó el volante con ambas manos y se concentró en sortear el tráfico. Eran unos veinte minutos de trayecto por la autopista hasta el lugar donde Buccaneer Land se estaba desmoronando, y Deborah lo recorrió en veinte minutos, tomó volando la rampa de salida y entró en la carretera secundaria que conduce hasta la puerta principal, a una velocidad que me pareció mucho más que imprudente. Y como Chutsky todavía no había llegado, habríamos podido ir a una velocidad razonable y aún nos habría quedado un montón de tiempo para esperarle. Pero Debs continuó dándole al pie hasta que avistamos la puerta, y sólo entonces disminuyó la velocidad y salió de la carretera al lado de lo que había sido la puerta principal de Buccanner Land.
Mi primera reacción fue de alivio. No sólo porque Deborah no nos había matado, sino porque Roger, el pirata de ocho metros que recordaba tan bien de la infancia, seguía custodiando el lugar. Casi toda la capa de pintura chillona había desaparecido. El tiempo y el clima se habían llevado el loro posado sobre su hombro, y faltaba la mitad de su espada alzada, pero aún conservaba el parche en el ojo, como también el brillo malvado y alegre de su único ojo. Bajé del coche y miré a mi viejo amigo. De niño, siempre había sentido una complicidad especial con Roger. Al fin y al cabo, era un pirata, y eso significaba que tenía permiso para navegar en un gran velero y trinchar a quien le diera la gana, lo cual se me antojaba en aquel entonces una vida ideal.
De todos modos, era muy extraño estar allí a su sombra de nuevo, y recordar lo que este lugar había sido en otro tiempo, y lo que había significado para mí Roger el Pirata. Le debía algún tipo de homenaje, incluso en su ruinoso estado. Así que le miré un momento y dije: «Aaaarrrjjj». No contestó, pero Debs me miró de una forma extraña.
Me alejé de Roger y miré a través de la valla de tela metálica que rodeaba el parque. El sol se estaba poniendo, y con las últimas luces del día no se podía ver gran cosa desde donde estábamos. El mismo amasijo de letreros chillones y atracciones que recordaba, ahora estropeadas y muy descoloridas después de tantos años de abandono bajo el cruel sol de Florida. Sobre todo ello se alzaba la torre nada piratesca que habían llamado el Palo Mayor. De ella colgaban media docena de brazos metálicos, con una góndola oscilando en el extremo. Nunca había entendido qué relación guardaba con los bucaneros, pese a los numerosos letreros y banderas que la cubrían, pero Harry me había palmeado la cabeza cuando se lo había preguntado y dijo que les reportaba una buena pasta, y que había sido divertido subir hasta lo alto. Desde allí se gozaba de una vista estupenda, y si cerrabas un ojo y murmurabas: «Yo, ho, ho», casi podías olvidar el aspecto moderno del trasto.
Ahora, toda la torre parecía algo inclinada a un lado, y todas las góndolas estaban rotas o habían desaparecido. De todos modos, hoy no pensaba subir a ninguna atracción, así que no me pareció importante.
Desde la verja no podía ver gran cosa del parque, pero como no había otra cosa que hacer que esperar a Chutsky, me entregué a la nostalgia. Me pregunté si el río artificial que serpenteaba a través del parque tendría agua todavía. En aquel río había una atracción que era un barco pirata: el orgullo y la alegría de Roger el Pirata, el malvado bajel Vengeance. Tenía cañones que disparaban desde ambos lados. Y en una orilla del río, había una de esas atracciones en que te sientas dentro de un tronco falso y caes por una cascada. Al otro lado, al final del parque, estaba la Carrera de Obstáculos. Al igual que la torre, la relación entre la Carrera de Obstáculos y los piratas siempre se me había escapado, pero era la atracción favorita de Debs. Me pregunté si estaría pensando en ella.
Miré a mi hermana. Estaba paseando de un lado a otro delante de la puerta, mirando la carretera y después el parque, luego se quedaba quieta y se cruzaba de brazos, luego volvía a caminar de un lado a otro. No cabía duda de que estaba a punto de estallar debido a los nervios, y pensé que tal vez sería un buen momento para calmarla un poco y compartir un recuerdo familiar, de modo que cuando pasó delante de mí hablé a su espalda.
—Deborah —dije, y se volvió en redondo a mirarme.
—¿Qué?
—¿Te acuerdas de la Carrera de Obstáculos? Te encantaba esa atracción.
Me miró como si le hubiera pedido que se lanzara desde lo alto de la torre.
—Por Dios —dijo—. No hemos venido para recorrer el camino de los putos recuerdos.
Y dio media vuelta y continuó caminando hasta el otro lado de la puerta.
Era evidente que mi hermana no estaba tan emocionada por los tiernos recuerdos como yo. Me pregunté si se estaría volviendo menos humana, mientras a mí me pasaba lo contrario. Pero, por supuesto, en los últimos tiempos manifestaba un mal humor extraño y muy humano, de modo que no parecía probable.
En cualquier caso, Debs debía pensar que pasear de un lado a otro y rechinar los dientes era más divertido que compartir felices recuerdos de nuestra infancia en Buccaneer Land, de modo que la dejé a su aire un rato mientras miraba a través de la verja cinco largos minutos más, hasta que Chutsky llegara.
Y llegó por fin, paró su coche detrás del de Deborah y bajó sosteniendo un maletín metálico, que dejó sobre el capó de su coche. Mi hermana se acercó como una exhalación y le dedicó su típico saludo cariñoso y tierno.
—¿Dónde coño estabas?
—Hola —dijo Chutsky. Intentó darle un beso, pero ella pasó de largo y cogió el maletín. Él se encogió de hombros y me saludó con un cabeceo—. Hola, colega.
—¿Qué traes? —preguntó Deborah. Chutsky recuperó el maletín y lo abrió.
—Dijiste armamento. No sabía qué esperabas, de modo que he traído una selección. —Levantó un pequeño rifle de asalto con culata plegable—. Lo mejor de Heckler & Koch —dijo, al tiempo que lo alzaba, depositaba sobre el capó, introducía la mano en el maletín y sacaba un par de armas mucho más pequeñas—. Una estupenda Uzi. —Dio una palmadita afectuosa a una de ellas con el garfio de acero que sustituía a su mano izquierda, y después la dejó y sacó dos pistolas automáticas—. Un par de modelos reglamentarios normales, nueve milímetros, diecinueve balas en el cargador. —Miró a Deborah con afecto—. Cualquiera de ellas es mucho mejor que el pedazo de mierda que llevas.
—Era de papá —dijo mi hermana al tiempo que levantaba una pistola.
Chutsky se encogió de hombros.
—Es un revólver de cuarenta años de antigüedad —dijo—. Casi tan viejo como yo, y eso no es bueno.
Deborah dejó caer el cargador de la pistola, comprobó el funcionamiento y echó un vistazo a la recámara.
—Esto no es el asedio de Khe Sanh[6], joder —dijo, y embutió el cargador en la pistola—. Me quedo con éste.
Chutsky asintió.
—Ajá, estupendo. —Introdujo la mano en el maletín—. Cargador extra —dijo, pero ella negó con la cabeza.
—Si he de necesitar más de uno, estaré muerta y jodida.
—Quizá. De todos modos, ¿qué esperas encontrar ahí?
Debs encajó la pistola en el cinto de sus pantalones.
—No lo sé —contestó—. Nos han dicho que está solo. —Él enarcó una ceja—. Varón blanco, veintidós años —explicó—. Metro setenta y cinco, unos setenta kilos, pelo oscuro, pero te lo juro por Dios, Chutsky, que no tenemos ni idea de si está ahí, de si está solo, y desde luego no confío en la zorra que nos dio el soplo.
—Vale, estupendo, me alegro de que me llamaras —dijo él, y cabeceó satisfecho—. En los viejos tiempos, habrías entrado ahí con la pistolita de juguete de tu papá. —Me miró—. ¿Dex? Ya sé que no te gustan las armas ni la violencia. —Sonrió y se encogió de hombros—. Pero no vas a entrar ahí desnudo, colega. —Inclinó la cabeza en dirección a su pequeño arsenal, expuesto sobre el capó del coche—. ¿Qué tal si le dices hola a mis amiguitos?
Era la peor imitación de Scarface que había oído en mi vida, pero de todos modos avancé para mirar. La verdad es que no me gustan las armas. Son ruidosas y complicadas, y roban todo la habilidad y el placer de las cosas. De todos modos, no había ido allí a divertirme.
—Si te parece bien —dije—, cogeré la otra pistola. Y el cargador extra.
Al fin y al cabo, si los necesitaba, los necesitaría de verdad, y diecinueve balas extras no pesan tanto.
—Sí, fantástico —replicó encantado—. ¿Estás seguro de saber utilizarla?
Era una pequeña broma entre nosotros, pequeña porque sólo Chutsky pensaba que era divertida. Sabía muy bien que yo era capaz de manejar una pistola, pero le seguí la corriente y la cogí por el cañón.
—Creo que se coge por este extremo y se apunta así —dije.
—Perfecto —repuso él—. No te dispares en las pelotas, ¿vale? —Levantó el rifle de asalto. Tenía una correa y se lo colgó al hombro—. Yo cogeré esta preciosidad. Y si al final se convierte en Khe Sanh, estoy preparado para tratar con Charlie[7].
Miró el arma un momento con la misma ternura que yo había contemplado a Roger el Pirata. No cabía duda de que le traía felices recuerdos.
—Chutsky —dijo Deborah.
Alzó la cabeza con brusquedad, como si le hubieran pillado viendo una película porno.
—Vale —dijo—. ¿Cómo quieres hacerlo?
—Entraremos por la puerta. Nos desplegaremos en dirección al otro extremo del parque, ¿de acuerdo? Allí estaba la zona de empleados antes.
Me miró, y yo asentí.
—Me acuerdo.
—Allí está la casa del vigilante. Y allí debería estar Bobby Acosta. —Señaló a Chutsky—. Tú entras por la derecha y me cubres. Dexter, tú irás por la izquierda.
—¡Cómo! —exclamó Chutsky—. No vas dar una patada en la puerta y entrar. Eso es una locura.
—Voy a decirle que salga. Quiero que crea que estoy sola. A ver qué pasa. Es una especie de trampa, y vosotros me cubrís las espaldas.
—Claro —protestó Chutsky, poco convencido—. Pero sigues corriendo peligro.
Ella sacudió la cabeza, irritada.
—No me pasará nada. Creo que la chica también está ahí, Samantha Aldovar. Así que id con cuidado. Nada de mierdas estilo Rambo.
—Ajá —replicó Chutsky—. Pero quieres vivo a ese chico, Bobby, ¿verdad?
Deborah le miró un momento demasiado largo.
—Por supuesto —respondió al fin. No resultó muy convincente—. Vamos.
Dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta. Chutsky la miró un segundo, después extrajo dos cargadores más del maletín y los guardó en el bolsillo. Cerró el maletín y lo tiró dentro del coche.
—Vale, colega —dijo. Se volvió y me miró, una mirada sorprendentemente húmeda—. No permitas que le ocurra nada —prosiguió, y por primera vez desde que le conocía, vi lo que parecía una auténtica emoción en su rostro.
—Descuida —repliqué, sintiéndome algo violentado.
Me dio un apretón en el hombro.
—Bien. —Me miró un momento más, y después dio media vuelta y salió tras Deborah.
Mi hermana había llegado a la puerta de la valla y buscaba un candado entre la malla.
—¿No debería decir alguien que estás a punto de entrar ilegalmente en una propiedad? —pregunté. Y si bien era cierto, estaba más preocupado por volver a encontrar a Samantha y soltarla en un mundo demasiado ansioso por escuchar sus escabrosas historias.
Pero Debs tiró del candado y se le quedó en la mano. Me miró.
—Este candado está abierto —anunció con una voz que podría utilizar en el estrado de los testigos—. Alguien ha entrado en el parque, posiblemente de manera ilegal, y posiblemente para cometer un delito. Está clarísimo que mi deber es investigar.
—Eh, espera un segundo —dijo Chutsky—. Si ese chico está escondido ahí, ¿por qué el candado está abierto?
Estuve a punto de abrazarle, pero me contuve.
—Tiene razón, Debs. Es una trampa.
Ella sacudió la cabeza, impaciente.
—Sabíamos que podía serlo —dijo—. Por eso os he traído a los dos.
Chutsky frunció el ceño, pero no se movió.
—Esto no me gusta —comentó.
—No tiene por qué gustarte —replicó Debs—. Ni siquiera tienes que hacerlo.
—No voy a permitir que entres sola. Ni tampoco Dexter.
En circunstancias normales, me habrían entrado ganas de patear a Chutsky por ofrecer la tierna piel de Dexter en el altar de un peligro innecesario. Pero tal como estaban las cosas, me mostré de acuerdo con él, sólo por esta vez. Yo tenía muy claro que alguien con una pizca de sentido común debía acompañarles, y después de pasear la vista a mi alrededor, comprobé que sólo quedaba yo.
—Exacto —dije—. Además, siempre podemos pedir refuerzos si la cosa se pone fea.
Por lo visto, no debía decir eso. Deborah me miró echando chispas, se acercó a mí y se detuvo a un milímetro de mi cara.
—Dame tu teléfono.
—¿Qué?
—¡Ya! —bramó, y extendió la mano.
—Es un BlackBerry nuevo de trinca —protesté, pero estaba claro que, o se lo daba, o perdería el uso de ambos brazos bajo una lluvia de golpes, de modo que se lo di.
—Tú también, Chutsky —dijo, y se acercó a él. El hombre se encogió de hombros y le dio el teléfono.
—Mala idea, nena —replicó.
—No quiero que os dé uno de vuestros ataques de pánico y la caguemos, payasos —sentenció. Volvió corriendo a su coche y tiró los teléfonos en el asiento delantero (el de ella también), y se reunió de nuevo con nosotros.
—Escucha, Debbie, acerca de los teléfonos… —empezó Chutsky, pero ella le interrumpió al instante.
—Maldita sea, Chutsky. Debo hacer esto, y he de hacerlo ahora, a mi manera, sin preocuparme por leerles los derechos y toda esa mierda, y si no te gusta, cierras el pico y vuelves a casa. —Tiró de la cadena y se abrió—. Pero voy a entrar y voy a encontrar a Samantha, y voy a detener a Bobby Acosta. —Arrancó el cerrojo de la cadena y dio una patada a la puerta. Se abrió con un chirrido torturado, y mi hermana lanzó sendas miradas asesinas a Chutsky y a mí—. Hasta luego —dijo, y se coló por la puerta.
—Debs. Oye, Debbie, venga ya —dijo Chutsky. Ella no le hizo caso y entró en el parque. Chutsky suspiró y me miró—. Vale, colega. Yo me ocupo del flanco derecho y tú del izquierdo. Movamos el culo.
Siguió a Deborah.
¿Os habéis dado cuenta de que, por más que hablemos de libertad, da la impresión de que nunca se encuentra a nuestra disposición? Había pocas cosas en el mundo que deseara menos que seguir a mi hermana al parque, donde nos habían tendido una trampa más que obvia, y si todo iba bien, sólo podía confiar en que Samantha Aldovar arruinaría mi vida. Si de verdad gozara de libertad, habría cogido el coche de Deborah y conducido hasta la calle Ocho para atizarme un filete de palomilla y una Ironbeer.
Pero como todo lo demás en el mundo que suena bien, la libertad es una fantasía. Y en este caso, no me quedaba otra alternativa que la de un hombre atado a la silla, a quien le dicen que goza de libertad para seguir viviendo hasta que le den al interruptor.
Miré a Roger el Pirata. De repente, su sonrisa se me antojó algo maligna.
—Deja de reír —le reprendí. No contestó.
Seguí a mi hermana y a Chutsky al interior del parque.