35

Al principio, nadie dijo nada. Fue uno de esos momentos en que las palabras quedan flotando en el aire, y todo el mundo sabía lo que significaban las palabras, pero no conseguíamos combinarlas juntas para que significaran lo que creíamos. El ascensor descendía. Miré a Alana. Mis ojos estaban a la altura de su barbilla, y gozaba de una visión estupenda de su collar. El colgante era un anj, tal como yo había supuesto. Era algo alargado y terminado en una punta lo bastante afilada para perforar la piel. Me pregunté si le habría dejado alguna cicatriz. Y aunque no sabía gran cosa sobre diamantes, de tan cerca parecía auténtico, y era muy grande.

Por supuesto, Deborah no compartía mi punto de vista sobre las joyas, así que fue la primera en recuperarse.

—¿Qué coño significa eso? —preguntó.

Alana bajó la vista hacia Deborah. Tuvo que hacerlo debido a su elevada estatura, pero era algo más que eso. Concedió a Debs esa mirada de condescendencia risueña que sólo los ingleses son capaces de dominar.

—¿Qué le gustaría que significara, sargento? —preguntó.

Consiguió que «sargento» sonara como una especie de insecto raro, cosa que mi hermana no pasó por alto. Enrojeció.

—¿Qué es esto? ¿Una especie de broma? ¿Por qué dice que sabe dónde está su hijo cuando ambas sabemos que no me lo va a decir?

Dio la impresión de que Alana se lo estaba pasando en grande.

—¿Quién dice que no se lo voy a decir? —replicó.

Deborah se apartó a un lado y oprimió el gran botón rojo del panel de control del ascensor. El ascensor se detuvo con una sacudida y un timbre empezó a sonar al otro lado de la caja.

—Escuche —dijo Deborah, plantándose ante Alana, o ante su cuello, daba igual—, no tengo tiempo para chorradas. Hay una chica cuya vida está en peligro, y creo que se halla en poder de Bobby Acosta, o al menos que él sabe dónde está, y he de encontrarla antes de que la maten. Si sabe dónde está su hijo, dígamelo. Ahora. O me acompañará al centro de detención acusada de ocultar pruebas de un asesinato.

No pareció impresionar a Alana. Ésta sonrió, sacudió la cabeza y apretó el botón. El ascensor se puso en marcha de nuevo.

—La verdad, sargento, no es necesario que me amenace con látigos y cadenas. Se lo diré con mucho gusto.

—Entonces, déjese de rodeos y dígamelo.

—Joe tiene una propiedad que a Bobby le gusta mucho. Es bastante grande, más de cuarenta hectáreas, y está completamente desierta.

—¿Dónde? —preguntó Deborah entre dientes.

—¿Ha oído hablar de Buccaneer Land?

Mi hermana asintió.

—Lo conozco —dijo.

Y yo también. Buccaneer Land era el parque de atracciones más grande de South Florida, y ambos habíamos ido muchas veces de pequeños, y nos encantaba. Por supuesto, entonces éramos unos paletos que no conocíamos otras cosas, y cuando un competidor superagresivo abrió otro parque al norte de donde vivíamos, nos dimos cuenta de lo hortera que era Buccaneer Land. Como todo el mundo que vivía en South Florida, y Buccaneer Land cerró poco después. Pero todavía conservaba algunos recuerdos del lugar.

—Cerró hace años —comenté, y Alana me miró.

—Sí —dijo—. Y estuvo abandonado durante décadas, pero al final Joe lo compró por cuatro chavos. Es una buena propiedad comercial, pero no ha hecho nada con ella. A Bobby le gusta ir allí. A veces, conecta las atracciones para sus amigos.

—¿Por qué cree que está allí? —preguntó Debs.

Alana se encogió de hombros, un gesto elegante que era otro desaire.

—Es lógico —dijo, como si confiara en que Deborah conociera la palabra—. Está desierto, completamente aislado. Le gusta ir allí. Además, en la propiedad se alza la casa del antiguo cuidador, que ha mantenido arreglada. —Sonrió—. Creo que va con chicas ahí de vez en cuando.

El ascensor se detuvo. Las puertas se abrieron y una docena de personas se precipitó dentro.

—Acompáñenme a mi coche —dijo Alana por encima de la multitud, y avanzó entre los peatones con la absoluta seguridad de que se dispersarían en cuanto ella se acercara. Lo hicieron.

Deborah y yo la seguimos con ciertas dificultades, y yo recibí un codazo en las costillas propinado por una mujer gorda de edad madura, y después tuve que detener con la mano la puerta que se cerraba antes de lograr salir al vestíbulo del edificio. Debs y Alana ya habían llegado al otro lado del vestíbulo, y se encaminaban a buen paso hacia el aparcamiento, de modo que tuve que correr para alcanzarlas.

Las alcancé justo cuando estaban atravesando la puerta del aparcamiento, y oí el final de lo que parecía una pregunta bastante quejumbrosa por parte de Deborah.

—¿… debo creerla? —estaba diciendo.

Alana cruzó la puerta y entró en el aparcamiento.

—Pues sí, porque Bobby está poniendo en peligro todo aquello por lo que he trabajado.

—¿Trabajado? —preguntó Deborah ceñuda—. ¿No es una palabra un poco fuerte para lo que usted hace?

—Oh, le aseguro que se trata de trabajo. Empezando por el principio, con mi Carrera Discográfica. —Pronunció las palabras como si fuera el título de un libro estúpido y soporífero—. Pero créame, una carrera musical es un trabajo muy duro, sobre todo si careces de talento, como yo. —Sonrió con afecto a Debs—. Gran parte consiste en follar con gente de lo más desagradable, por supuesto. Estoy segura de que convendrá conmigo en que eso no es fácil.

—Mucho más difícil que entregar a su propio hijo, supongo.

—Hijastro, en realidad —dijo Alana sin inmutarse. Se encogió de hombros y se detuvo ante un Ferrari descapotable naranja vivo, aparcado junto a una señal de «prohibido aparcar»—. Bobby y yo nunca nos hemos llevado bien, piense lo que piense Joe. Y en cualquier caso, como usted ha indicado con tanta precisión, con el dinero y la influencia de Joe intactos, Bobby saldrá de ésta. Pero si dejamos que la situación se nos escape de las manos, podríamos perder todo eso. Y entonces, a Bobby le caerá una condena larguísima, Joe se desinteresará de los negocios y nos arruinaremos intentando sacarle de la cárcel, y yo tendré que buscar una nueva forma de ganarme la vida, cosa que ahora sería mucho más difícil, pues temo que ya no soy una jovencita.

Deborah me miró con el ceño fruncido, y yo le devolví la misma expresión. Lo que Alana decía era lógico, por supuesto, sobre todo para alguien a quien no le preocupaban los sentimientos humanos, como me pasaba a mí antes. Era un razonamiento clínicamente frío, retorcido pero claro, y concordaba con lo que estábamos averiguando sobre Alana. Y, no obstante, algo no acababa de encajar, ya fuera por su forma de expresarse o por otra cosa. Para mí, no acababa de tener sentido.

—¿Qué hará si Joe descubre lo que nos ha dicho? —pregunté a Alana.

Me miró, y entonces supe lo que no encajaba, porque vi algo muy oscuro y con alas correosas en el fondo de sus ojos, sólo un momento, antes de que la tapa de humor gélido volviera a cubrir su cara.

—Conseguiré que me perdone —dijo, y sus labios se alzaron en una maravillosa sonrisa falsa—. Además, no lo descubrirá, ¿verdad? —Se volvió hacia Deborah—. Será nuestro pequeño secreto, ¿de acuerdo?

—No puedo mantener esto en secreto —dijo mi hermana—. Si llevo al destacamento especial a Buccaneer Land, la gente se enterará.

—Ha de ir usted sola. Para investigar un chivatazo anónimo… ¿No lo dicen así? Vaya sola, sin decírselo a nadie. Y cuando aparezca con Bobby, ¿a quién le importará cómo averiguó dónde estaba?

Deborah miró a Alana, y yo estaba seguro de que iba a decirle que la idea era ridícula, que era preciso descartarla, una desviación inaceptable del procedimiento policial, y demasiado peligrosa. Pero la mujer curvó los labios y enarcó una ceja, y no cupo duda de que estaba lanzando un desafío. Y sólo para asegurarse de que una zopenca como Debs no lo pasara por alto, añadió:

—No tendrá miedo de un jovencito, ¿verdad? Al fin y al cabo, lleva una encantadora pistola, y él está solo y desarmado.

—Ésa no es la cuestión —replicó mi hermana.

El humor desapareció del rostro de Alana.

—No —dijo—. La cuestión es que ha de ir sola, o se montará un cirio monumental y Joe descubrirá que yo se lo he dicho, y la verdad es que no deseo correr ese riesgo. Y si insiste en ir con un destacamento y desencadenar un baño de sangre, advertiré a Bobby de que va a ir, y estará en Costa Rica antes de que usted pueda hacer algo al respecto. —Las alas oscuras aletearon en sus ojos una vez más, y después forzó una sonrisa, pero bastante desagradable—. ¿Cuál es la expresión? «Como digo yo y punto». ¿De acuerdo?

Se me ocurrían montones de opciones aparte de saltar al carro de Alana, y no me gustaba la idea de ir a un entorno desierto y hostil para intentar cazar a Bobby Acosta sin un apoyo considerable, sólo porque Alana decía que estaba solo y desarmado. Pero, por lo visto, Deborah estaba hecha de una materia más dura, porque al cabo de un momento asintió.

—De acuerdo —dijo—. Lo haré a su manera. Y si Bobby está allí, no tengo por qué explicar a Joe cómo lo descubrimos.

—Brillante —replicó Alana.

Abrió la puerta del Ferrari, se acomodó en el asiento y encendió el motor. Aceleró dos veces para impresionar, y las gruesas paredes de hormigón del aparcamiento se estremecieron. Nos dirigió una última mirada fría y terrible, y una vez más, por un segundo, vi una sombra aletear detrás de sus ojos. Después cerró la puerta, puso en marcha el coche y se alejó con un chirrido de neumáticos.

Deborah la siguió con la mirada, lo cual me concedió un poco de tiempo para recuperarme de mi encuentro con la Alana interior. Me sorprendió que me impresionara descubrir un depredador en un envase tan frío y hermoso. Al fin y al cabo, era de lo más lógico. Por lo que yo sabía de esa mujer, su biografía contaba una historia despiadada, y como yo sabía muy bien, hace falta ser una persona especial para hundir el cuchillo tantas veces, y en apariencia tan bien.

Y, al final, el que traicionara a Bobby Acosta era lógico. Era precisamente el tipo de maniobra mediante la cual un dragón intentaría proteger su nido de oro ganado con mucho esfuerzo. Gracias a una hábil jugada, salvaguardaba el tesoro y eliminaba a un rival. Muy astuta e inteligente, y mi parte oscura admiró su forma de pensar.

Debs dio la espalda al ruido que hacía el Ferrari al desaparecer y entró de nuevo en el vestíbulo.

—Pongámonos manos a la obra —dijo sin volverse.

Atravesamos el edificio a toda prisa y salimos por la puerta que daba a Brickell Avenue sin hablar. Deborah había aparcado su coche en un sitio ilegal junto al bordillo, en un perfecto trabajo de Aparcamiento de Policía, y subimos. Pero pese a sus prisas por llegar al coche, no puso el motor en marcha enseguida. Apoyó los brazos sobre el volante y se inclinó hacia delante con el ceño fruncido.

—¿Qué pasa? —pregunté por fin.

Sacudió la cabeza.

—Algo no encaja —dijo.

—¿Crees que Bobby no está allí?

Hizo una mueca, sin mirarme.

—Es que no confío en esa zorra.

Lo consideré muy sensato. Sabía muy bien, tras haber vislumbrado a la Alana real, que sólo cabía esperar que hiciera lo más beneficioso para Alana, fueran cuales fueran las consecuencias para los demás. Pero ayudarnos en secreto a encarcelar a Bobby parecía encajar a las mil maravillas con sus intenciones.

—No hace falta que confíes en ella —aduje—. Actúa guiada por sus propios intereses.

—Cierra el pico, ¿vale? —dijo Debs, y obedecí. Vi que tamborileaba con los dedos sobre el volante, se humedecía los labios y se masajeaba la frente. Ojalá fuera capaz de encontrar algún tic similar para pasar el rato, pero no se me ocurrió nada. No me gustaba ni un pelo la idea de que los dos intentáramos acorralar a Bobby Acosta. No parecía particularmente peligroso, pero, por supuesto, casi todo el mundo pensaba lo mismo de mí, y mirad cuál ha sido el resultado.

Tal vez Bobby no fuera mortífero, pero desconocíamos muchos detalles de la situación y no podíamos confiar en el azar. Además, para ser sincero, lo cual es necesario a veces, pensaba que cualquier pequeña probabilidad de que Samantha guardara silencio desaparecería para siempre si yo volvía a aparecer con otra partida de rescate.

Por otra parte, sabía que no podía permitir que Deborah fuera sola. Eso rompería todas las normas que había aprendido en el curso de una vida estudiadamente perversa. Y ante mi sorpresa, descubrí que el Nuevo Dexter, el papá de Lily Anne, que tanto se estaba esforzando por ser humano, albergaba un sentimiento sobre el problema. Me sentía protector de mi hermana, no deseaba que le pasara nada malo, y si iba a afrontar algún peligro, yo quería estar a su lado para evitarle cualquier mal.

Era una sensación muy extraña, sentirme dividido entre las emociones contradictorias de preocupación por Deborah y, al mismo tiempo, un deseo muy real de desembarazarme de Samantha: polos opuestos, pero que me atraían considerablemente. Me pregunté si eso significaba que me encontraba a mitad de camino de mi viaje entre Dexter el Oscuro y Dex-Papi. ¿Papi-Oscuro? Tenía posibilidades.

Deborah me rescató de mi patética fuga dando un golpe sobre el volante.

—Maldita sea —dijo—. No confío en ella, joder.

Me sentí mejor: el sentido común se estaba imponiendo.

—¿No vas a ir? —pregunté.

Deborah sacudió la cabeza y puso en marcha el motor.

—Sí. Pues claro que voy a ir. —Embragó la marcha y se zambulló en el tráfico—. Pero no tengo por qué ir sola.

Supongo que tendría que haberlo dicho yo, puesto que estaba a su lado y no estaba técnicamente sola. Pero ya estaba acelerando a una velocidad que me hizo temer por mi vida, de modo que me puse el cinturón de seguridad y lo ceñí bien fuerte.