Como casi toda la gente que vivía en Miami, yo sabía un montón de cosas sobre Joe Acosta, gracias a lo que había leído en los periódicos. Por lo visto, había sido comisionado del condado desde siempre, incluso antes de que pequeños fragmentos de la historia de su vida hubieran aparecido en los medios de vez en cuando. Era el tipo de historia que proporcionaba una lectura maravillosa y reconfortante, un auténtico relato del chico que se hace a sí mismo.
Joe Acosta había llegado a Miami desde La Habana en uno de los primeros Vuelos de la Libertad de Pedro Pan. En aquel tiempo, era lo bastante joven para que su transición a Estados Unidos fuera fácil, pero fue un gusano[5] los años suficientes para situarse en un lugar destacado de la comunidad cubana, y le había ido muy bien. Se había dedicado al negocio de los bienes raíces durante el auge de los años ochenta, e invertido todos sus beneficios en una de las primeras urbanizaciones importantes de South Miami. Se había vendido en seis meses. Y ahora el negocio de construcción y urbanizaciones de Acosta era uno de los más grandes del sur de Florida, y cuando te desplazabas por la ciudad veías su nombre en casi todas las obras. Tenía tanto éxito que ni siquiera la crisis económica actual parecía haberle afectado en exceso. Por supuesto, no dependía tan sólo del negocio de la construcción. Siempre podía recurrir a su sueldo de sesenta mil dólares al año como comisionado del condado.
Joe llevaba diez años casado por segunda vez, y daba la impresión de que ni siquiera el divorcio le había borrado del mapa, porque todavía vivía bien y era famoso. Aparecía con frecuencia en la sección de habladurías sobre las celebridades de los periódicos, retratado con su nueva esposa. Era una belleza inglesa responsable de algunos éxitos de tecnopop espantosos durante la década de 1990, y después, cuando el público se dio cuenta de lo horrible que era su música, fue a Miami, conoció a Joe y se decantó por una vida cómoda como mujer florero.
Acosta tenía una oficina comercial en Brickell Avenue, y allí fue donde le localizamos. Era propietario del último piso de uno de los rascacielos más recientes que estaban transformando la línea del horizonte de Miami en algo semejante a un gigantesco espejo caído del espacio exterior y desmenuzado en fragmentos altos y mellados, clavados en el suelo a intervalos aleatorios. Dejamos atrás al guardia del vestíbulo y subimos en un suntuoso ascensor. Hasta la sala de espera de Acosta, ultrachic y construida en acero y cuero, gozaba de una vista maravillosa de Biscayne Bay, lo cual jugó en nuestro favor. Tuvimos mucho tiempo para disfrutar de ella, porque Acosta nos hizo esperar tres cuartos de hora. Al fin y al cabo, es absurdo tener influencias si no las utilizas para conseguir que la policía se sienta incómoda.
Y funcionó a las mil maravillas, al menos con Deborah. Yo me senté y hojeé un par de revistas de pesca, pero mi hermana estaba nerviosa, abría y cerraba los puños, tensaba y destensaba la mandíbula, cruzaba y descruzaba las piernas, y tamborileaba con los dedos sobre el brazo de la butaca. Parecía una adicta a la espera de que abrieran el ambulatorio de metadona.
Al cabo de un rato, ni siquiera era capaz de concentrarme en las lustrosas fotos de hombres ridículamente ricos con un brazo alrededor de una modelo en bikini y el otro alrededor de un pez enorme, de modo que bajé la revista.
—Debs, por el amor de Dios, estate quieta. Gastarás la butaca.
—Ese hijo de puta me hace esperar porque está tramando algo —susurró.
—Ese hijo de puta es un hombre ocupado. Además de rico y poderoso. Encima, sabe que vas a por su hijo. Y eso significa que puede hacernos esperar tanto tiempo como le dé la gana. Así que relájate y disfruta de la vista. —Levanté la revista y se la ofrecí—. ¿Has visto este número de Cigar Aficionado?
Debs apartó la revista de un manotazo, que produjo un ruido anormal en la elegancia silenciosa y clínica de la sala de espera.
—Le concedo cinco minutos más —rugió.
—Y luego ¿qué? —pregunté.
No tenía respuesta para eso, al menos con palabras, pero la mirada que me dirigió habría podido cuajar la leche.
Nunca llegué a averiguar qué habría hecho Debs al cabo de cinco minutos, porque transcurridos tan sólo tres y medio de contemplar a mi hermana rechinar los dientes y agitar las piernas como una adolescente, la puerta del ascensor se abrió y salió una mujer elegante. Era alta, incluso sin tacones de aguja, y su pelo rubio platino era corto, tal vez para que no ocultara el gigantesco diamante que colgaba alrededor de su cuello de una gruesa cadena de oro. La joya estaba engastada en el ojo de lo que parecía un anj, un amuleto egipcio, pero de punta afilada, como de cuchillo. La mujer nos dedicó una mirada presuntuosa y se encaminó hacia la recepcionista.
—Muriel —dijo, con un gélido acento inglés—, pídenos café, por favor.
Y sin detenerse en ningún momento pasó junto a la recepcionista, abrió la puerta del despacho de Acosta y entró, cerrando la puerta a su espalda.
—Ésa es Alana Acosta —susurré a Debs—. La esposa de Joe.
—Sé quién es, maldita sea —replicó ella, y volvió a rechinar los dientes.
Estaba claro que Deborah era incapaz de aceptar mis miserables esfuerzos de proporcionarle consuelo y alegría, de modo que cogí otra revista. Ésta se hallaba dedicada a exhibir el tipo de ropa que has de llevar en barcos lo bastante caros para comprar un país pequeño. Pero aún no la había hojeado lo suficiente para descubrir por qué unos pantalones cortos de mil doscientos dólares eran mejores que los que cuestan quince en un Walmart, cuando la recepcionista nos llamó.
—¿Sargento Morgan? —preguntó, y Deborah se levantó de la silla como impulsada por un resorte—. El señor Acosta la recibirá ahora —dijo la recepcionista, y nos indicó la puerta del despacho.
—Ya era hora, joder —masculló Deborah, pero creo que Muriel la oyó, porque le dedicó una sonrisa de superioridad cuando mi hermana pasó a su lado como una tromba, seguida de mí.
El despacho de Joe Acosta era lo bastante grande para albergar una convención. Toda una pared estaba ocupada por la televisión de pantalla plana más grande que había visto en mi vida. Un cuadro que debería estar en un museo custodiado por un guardia armado cubría toda la pared opuesta. Había un bar, con cocina y todo, una zona de conversación con un par de sofás, y un puñado de butacas que parecían salidas de un club masculino del antiguo imperio británico, y que costaban más que mi casa. Alana Acosta estaba sentada en una de las butacas, bebiendo de una taza de café de porcelana china. No nos ofreció.
Joe Acosta estaba sentado ante un enorme escritorio de acero y vidrio, delante de una pared de cristal tintado que enmarcaba Biscayne Bay como si fuera la casa particular de Joe en el bosque. Pese al tintado, la luz del atardecer se reflejaba en las aguas y llenaba la habitación de un resplandor sobrenatural.
Acosta se levantó cuando entramos, y la luz que entraba por la ventana le rodeó de un aura brillante, lo cual dificultaba mirarle sin entornar los ojos, pero le miré de todos modos, y hasta sin el halo era impresionante.
No desde un punto de vista físico. Acosta era un hombre delgado y de aspecto aristocrático, de pelo y ojos oscuros, y llevaba lo que parecía un traje caro. No era alto, y estoy seguro de que su mujer le superaba en estatura con tacones de aguja, pero quizá pensaba que el poder de su personalidad era tan potente como para superar algo tan ínfimo como ser treinta centímetros más bajo que ella. O quizás era el poder de su dinero. Fuera lo que fuera, lo poseía. Nos miró desde detrás del escritorio, y experimenté el repentino impulso de arrodillarme, o al menos de darme golpes en la frente.
—Siento haberla hecho esperar, sargento —dijo—. Mi esposa deseaba estar presente. —Indicó con el brazo la zona de conversación—. Vamos a sentarnos para hablar.
Rodeó el escritorio y se sentó en el butacón situado frente a Alana.
Deborah vaciló un momento, y vi que parecía un poco insegura, como si por primera vez hubiera caído en la cuenta de que se iba a encarar con alguien que se encontraba a tan sólo unos pasos de Dios en la cadena de mando. Pero respiró hondo, se puso derecha y caminó hacia el sofá. Se sentó, y yo me senté a su lado.
Al parecer, el sofá estaba fabricado siguiendo los mismos principios de una Venus atrapamoscas, porque cuando me senté fui succionado al instante por un profundo y lujoso almohadón, y mientras me esforzaba por continuar erguido se me ocurrió que todo esto era a propósito, otro truquito que Acosta utilizaba para dominar al personal, como colocar el escritorio delante de la luminosa ventana. Por lo visto, Deborah llegó a la misma conclusión, porque vi que tensaba la mandíbula y se echaba hacia delante, hasta quedar apoyada de manera desmañada en el borde del sofá.
—Señor Acosta, he de hablar con su hijo —dijo.
—¿De qué? —preguntó el hombre. Se arrellanó en el butacón, con las piernas cruzadas y una expresión de educado interés en la cara.
—Samantha Aldovar. Y Tyler Spanos.
Acosta sonrió.
—Roberto tiene montones de novias. Yo ni siquiera intento mantenerme al día.
Deborah compuso una expresión airada, pero por suerte para todos consiguió controlarse.
—Como estoy segura de que sabrá, Tyler Spanos fue asesinada, y Samantha Aldovar ha desaparecido. Y creo que su hijo sabe algo de ambas.
—¿Por qué cree eso? —preguntó Alana desde la butaca opuesta a Joe. Otro truco: teníamos que mover la cabeza de un lado a otro para seguir la conversación, como si estuviéramos viendo un partido de ping-pong.
No obstante, Deborah la miró.
—Conoce a Samantha —contestó—. Y tengo de testigos a quienes les vendió el coche de Tyler. Eso es sustracción de vehículo y encubrimiento de asesinato, y no es más que el principio.
—No estoy enterado de que se hayan presentado cargos —intervino Acosta, y ambos volvimos la cabeza para mirarle.
—Todavía no. Pero se presentarán.
—En ese caso, tal vez deberíamos llamar a un abogado —sugirió Alana.
Deborah la miró un momento, y después devolvió su atención a Acosta y se dirigió a él.
—Antes quería hablar con usted. Antes de que intervengan los abogados.
Acosta asintió, como si esperara que un agente de policía mostrara esa clase de consideración por todo el dinero que tenía.
—¿Por qué? —preguntó.
—Bobby está metido en líos. Creo que él lo sabe. Y lo mejor que puede hacer en este momento es ir a mi despacho con un abogado y entregarse.
—Eso le ahorraría algo de trabajo, ¿verdad? —terció Alana con una sonrisa de superioridad.
Deborah la miró fijamente.
—No me importa trabajar —le espetó—. Y de todos modos, le encontraré. Y cuando lo haga, será muy difícil para él. Si se resiste a la detención, puede que resulte herido. —Miró a Acosta—. Sería muchísimo mejor para él que se entregara por voluntad propia.
—¿Por qué cree que sé dónde está? —preguntó Acosta.
Deborah le miró, y luego desvió la vista un momento hacia la luminosa ventana que daba a la bahía.
—Si fuera mi hijo —replicó—, yo estaría enterada de su paradero. O sabría cómo encontrarle.
—Usted no tiene hijos, ¿verdad? —preguntó Alana.
—No. —Debs miró a Alana durante un largo y embarazoso momento, y después se volvió hacia Acosta—. Es su hijo, señor Acosta. Si sabe dónde está y no lo dice cuando presente cargos contra él, eso será ocultar a un fugitivo.
—¿Cree que debería denunciar a mi propio hijo? ¿Le parece que eso está bien?
—Sí.
—«El comisionado defiende la ley, incluso cuando duele» —dije, con mi mejor voz de locutor. El hombre me miró con una ira casi física, y yo me encogí de hombros—. Puede inventarse algo mejor, si quiere.
Ni siquiera lo intentó. Se limitó a mirarme durante otro largo momento. No había nada que ocultar, de manera que sostuve su mirada, y por fin se volvió hacia Deborah.
—No delataré a mi propio hijo, sargento —declaró con una voz que era casi un susurro—. Da igual lo que usted crea que ha hecho.
—Lo que creo es que está implicado en tráfico de drogas, asesinato y algo peor. Y no es la primera vez.
—Eso se terminó. Es cosa del pasado. Alana lo enderezó.
Debs miró a Alana, quien le dirigió otra sonrisa de superioridad.
—No se ha terminado —dijo Deborah—. Ha empeorado.
—Es mi hijo —insistió Acosta—. Es un crío.
—Es un bicho —replicó Deborah—, no un crío. Mata a personas y se las come. —Alana resopló, pero Acosta palideció y trató de decir algo. Debs no se lo permitió—. Necesita ayuda, señor Acosta. Psiquiatras, tratamiento, todo ese rollo. Le necesita a usted.
—Maldita sea —replicó Acosta.
—Si permite que eso se prolongue, saldrá malparado. Si viene por su propia…
—No entregaré a mi hijo —repitió Acosta. Estaba claro que se esforzaba por mantener el control, y daba la impresión de que lo estaba consiguiendo.
—¿Por qué no? —preguntó Deborah—. Sabe muy bien que puede sacarle del apuro. Ya lo ha hecho antes. —Habló con mucha determinación, lo cual pareció sorprender a Acosta. La miró y movió la mandíbula, pero no emitió ningún sonido, y Debs continuó con voz práctica y decidida—. Con sus contactos y su dinero, puede conseguir los mejores abogados del estado. Bobby saldrá de ésta con una palmadita en la muñeca. No es justo, pero es una realidad, y ambos lo sabemos. Su hijo saldrá libre, como las demás veces. Pero no a menos que se entregue voluntariamente.
—Eso dice usted, pero la vida es incierta. Y pase lo que pase, yo habré vendido a mi hijo. —Me fulminó con la mirada de nuevo. Miró a Deborah—. No lo haré.
—Señor Acosta… —dijo Deborah, pero el hombre levantó una mano para interrumpirla.
—En cualquier caso, no sé dónde está.
Se miraron un momento, y para mí quedó claro que ninguno de los dos sabía cómo rendirse, y ellos también se dieron cuenta enseguida. Deborah se limitó a mirarle, y después sacudió la cabeza poco a poco y se levantó del sofá con un esfuerzo. Se quedó un momento mirando a Acosta, y después cabeceó.
—Muy bien —dijo—. Si así es como quiere proceder. Gracias por su tiempo.
Se volvió y caminó hacia la puerta, y antes de que yo pudiera librarme de la presa del sofá carnívoro ya tenía la mano en el pomo. Cuando me puse en pie, Alana Acosta desplegó sus largas piernas y se levantó de la butaca. El movimiento fue tan repentino y dramático, que me detuve a mitad de camino y vi que se alzaba en toda su estatura y se acercaba a Acosta.
—Ha sido bastante aburrido —dijo.
—¿Vas a casa? —preguntó él.
Ella se inclinó y le dio un beso en la mejilla. El enorme diamante en forma de anj se balanceó hacia delante y también tocó su mejilla. No le produjo un corte, y a él no pareció importarle.
—Sí —dijo ella—. Hasta la noche.
Se encaminó hacia la puerta y, al cabo de un momento, al darme cuenta de que continuaba mirando, me puse en movimiento y la seguí.
Deborah estaba ya junto al ascensor, con los brazos cruzados y dando pataditas en el suelo, impaciente. Y sin darse cuenta de que la situación era embarazosa, Alana se plantó a su lado. Mi hermana la miró. Tuvo que torcer el cuello hacia arriba para mirarla a la cara, y después desvió la vista cuando una campanilla sonó y las puertas del ascensor se abrieron. Alana entró, y Deborah, rechinando los dientes, la siguió, sin dejarme otra opción que saltar entre ellas y confiar en poder impedir la lucha a cuchillo.
Pero no hubo lucha. Las puertas se cerraron, el ascensor descendió, y antes de que Deborah pudiera volver a cruzarse de brazos, Alana dijo:
—Sé dónde está Bobby.