33

Seguí el consejo de Rita y dormí hasta bien avanzada la mañana. Me desperté y oí los sonidos de una casa vacía: un goteo lejano en la ducha, el zumbido del aire acondicionado y el tictac del lavavajillas que cambiaba de velocidad en la cocina. Me quedé inmóvil unos minutos, disfrutando de la relativa tranquilidad y la entumecida sensación de fatiga que recorría mi cuerpo desde las puntas de los dedos de los pies hasta la lengua. Ayer había sido un día de no te menees y, en conjunto, pensaba que era estupendo haber sobrevivido. Tenía todavía el cuello un poco rígido, pero el dolor de cabeza había desaparecido y me sentía mucho mejor de lo que debería…, hasta que me acordé de Samantha.

Continué tumbado un rato más, mientras me preguntaba si podría hacer algo para convencerla de que no hablara. Existía una ínfima probabilidad de que pudiera razonar con ella, supongo. Lo había conseguido una vez, en el frigorífico del Club Fang, y alcanzado cumbres de retórica emotiva que jamás había hollado antes. ¿Podría repetir la jugada, y funcionaría por segunda vez? No estaba seguro, y mientras calculaba mis posibilidades, aquel verso apolillado sobre «las lenguas de hombres y de ángeles» se materializó en mi cabeza. No recordaba cómo terminaba, pero creo que no era un final feliz. Ojalá no hubiera leído nunca a Shakespeare.

Oí que se abría la puerta de la calle y Rita entraba con sigilo en casa, después de dejar a los niños en el colegio. Atravesó la sala de estar y entró en la cocina, haciendo todos los ruidos de alguien que intenta ser silencioso. Oí que hablaba en voz baja con Lily Anne mientras le cambiaba el pañal, y luego volvió a entrar en la cocina, y un momento después oí que la cafetera carraspeaba y empezaba a hervir. Al poco, el olor a café recién hecho se coló en el dormitorio y empecé a sentirme un poco mejor. Estaba en casa, con Lily Anne, y todo iba bien, al menos de momento. No era un sentimiento racional, pero, tal como estaba aprendiendo, los sentimientos nunca lo son, y lo mejor es disfrutar de los buenos mientras te sea posible. No abundan, y no duran mucho.

Me senté en el borde de la cama por fin y giré poco a poco el cuello para eliminar parte del dolor. No funcionó, pero tampoco era excesivo. Me levanté, lo cual me costó algo más de lo debido. Tenía las piernas rígidas y un poco doloridas, de modo que me metí en la ducha y dejé correr el agua durante diez largos y lujosos minutos, y fue un Dexter renovado y casi normal quien se vistió por fin y se encaminó hacia la cocina, donde una combinación de olores y sonidos celestiales me advirtió de que Rita se estaba esforzando de lo lindo.

—Oh, Dexter —dijo. Dejó la espátula y me dio un beso en la mejilla—. Te oí en la ducha, así que pensé… ¿Te apetecen unas crepes de arándanos? Tuve que utilizar las bayas congeladas, que no son tan… Pero ¿cómo te encuentras? Porque no es… Podría prepararte huevos y congelar las crepes para… Oh, cariño, siéntate. Pareces agotado.

Me senté en una silla con la ayuda de Rita.

—Las crepes me sentarán de maravilla —repliqué, y así fue. Comí demasiadas, y me dije que lo tenía bien merecido, y procuré no hacer caso del malvado susurro en mi oído interno, el cual decía que, al fin y al cabo, aquella bien podía ser la última vez, a menos que hiciera algo definitivo con Samantha.

Después de desayunar me quedé sentado en la silla y bebí varias tazas de café, con la vana esperanza de que haría honor al anuncio y me colmaría de energía. Era un café muy bueno, pero no disipó del todo la fatiga, de modo que me entretuve un poco más. Me senté y sostuve a Lily Anne un rato. Me vomitó encima una vez, y consideré extraño que no me molestara. Después se durmió en mis brazos y me quedé sentado un rato más, y eso también me gustó.

Pero al final, la tenue e inoportuna voz del deber empezó a darme la lata, así que acosté a Lily Anne en la cuna, di un beso a Rita y salí a la calle.

El tráfico era escaso, y dejé que mi mente vagara un poco mientras circulaba por la Dixie Highway, pero cuando entré en la Palmetto Expressway empecé a experimentar una sensación muy inquietante de que algo no marchaba como era debido, de modo que conecté online el poderoso cerebro de Dexter y busqué el origen de dicha sensación. Fue una búsqueda muy rápida, no debido al poder de mi lógica, sino debido al poder del olor, que venía de detrás de mí, del asiento trasero del coche. Era un olor terrible, un olor de cosas viejas e innombrables que se descomponían, fermentaban, morían más a cada segundo que pasaba, y no sabía qué podía ser, aunque era espantoso y estaba empeorando.

No podía mirar detrás de mí mientras conducía, pese a que incliné el retrovisor, y le di vueltas al asunto mientras conducía hacia el norte, en dirección al trabajo, hasta que un autobús escolar que hacía eses delante de mí logró que volviera a concentrarme en la conducción. Aunque el tráfico era escaso, no debes apartar tu atención nunca de la carretera, sobre todo en Miami, así que bajé la ventanilla y me concentré en llegar vivo al trabajo.

Y cuando entré en el aparcamiento del trabajo y aminoré la velocidad para ocupar mi espacio reservado, el olor aumentó de nuevo y pensé en ello. La última vez que había conducido mi coche había sido justo antes de todo el follón de Samantha que había empezado en Fang, y antes de eso…

Chapin.

Había ido en coche a mi cita con Victor Chapin, y me había llevado los restos en bolsas de basura cuando terminé. ¿Era posible que algún pedacito se hubiera caído y siguiera en el asiento posterior, pudriéndose lentamente al calor del coche cerrado todo el día, y emitiera ahora aquel olor nauseabundo? Impensable, yo siempre era muy cuidadoso, pero ¿qué otra cosa podía ser? El olor era mucho más que horroroso, y ahora daba la impresión de que estaba aumentando, los gases aventados por mi pánico. Pisé el freno y di la vuelta al coche para mirar…

Una bolsa de basura. Se me había olvidado una, pero eso era imposible, no podía ser tan estúpido, tan descuidado…

Salvo que aquella noche había ido con prisas, para acabar cuanto antes y volver a la cama. Pereza, estúpida y egoísta pereza, y ahora estaba en la jefatura de policía con una bolsa de partes corporales en mi coche. Apagué el motor y bajé, y el sudor del pánico ya estaba empapando mi espalda y resbalando por mi cara cuando abrí la puerta de atrás y me arrodillé para mirar.

Sí, una bolsa de basura. Pero ¿cómo? ¿Cómo había llegado allí, al suelo del asiento trasero, cuando todas las demás bolsas habían ido a parar con todo cuidado al maletero, y después…?

Y entonces, un coche aparcó en el espacio contiguo y, después de una punzada de pánico absoluto, respiré hondo para calmarme. No se trataba de un problema, al menos para mí. Fuera quien fuera, le dedicaría un alegre hola, se iría y entraría en el edificio, y yo me llevaría la bolsa de Chapin. Poca cosa, yo era el bueno de Dexter, el chico de las salpicaduras de sangre, y no había nadie en todo el cuerpo que tuviera motivos para pensar lo contrario.

Nadie, excepto el hombre que bajó del coche y me fulminó con la mirada. O para ser exactos, dos tercios de un hombre. Sus manos y pies se habían esfumado, por supuesto, así como la lengua, y cargaba con un pequeño ordenador portátil que le ayudaba a hablar, y mientras yo me esforzaba por respirar, lo abrió y, sin apartar los ojos de mí, tecleó botones que formaron una frase electrónica.

—¿Qué-hay-en-bolsa? —preguntó el sargento Doakes mediante su ordenador.

—¿Bolsa? —dije, y admito que no fue mi mejor momento.

Doakes me miró echando chispas, aunque ignoro si fue por el hecho de que me odiaba y sospechaba que yo era lo que era en realidad, o por mi aspecto culpable, acuclillado allí y manoseando una bolsa de restos. Fuera cual fuera el caso, vi un destello de algo horrible en sus ojos y, antes de que pudiera hacer otra cosa que mirar boquiabierto, Doakes se apoderó de la bolsa con su garra metálica.

Y mientras yo miraba horrorizado y temeroso, con una creciente sensación de mi inminente mortalidad, dejó su caja de voz artificial sobre el techo del coche, abrió la bolsa, introdujo la mano en el interior con una triunfal exhibición dental en mi honor… y sacó un repugnante, podrido y horrible pañal.

Y mientras veía que la cara de Doakes recorría todo el espectro entre el triunfo y el asco más profundo, me acordé. Cuando había salido para mi sesión improvisada con Chapin, Rita me había tirado la bolsa de los pañales sucios. Con las prisas, la había dejado para más tarde. Después, todo el asunto de la muerte de Deke, mi secuestro, el pavoroso episodio con Samantha, todo había expulsado de mi mente aquella diminuta bolsa de pañales carente de toda importancia. Pero cuando los recuerdos regresaron, sentí que venían acompañados de una oleada de felicidad, mucho más agradable todavía al darme cuenta de que Lily Anne, aquella niña mágica y maravillosa (Lily Anne, la reina de los pañales, la emperatriz de la caca), mi dulce Lily Anne me había salvado con sus pañales sucios. Y todavía mejor, de paso había humillado a Doakes.

La vida era estupenda. Una vez más, la paternidad significaba una maravillosa aventura.

Me levanté y miré risueño a Doakes.

—Sé que es tóxico —dije—. Y probablemente quebrantará también algunas ordenanzas municipales. —Extendí la mano para recuperar la bolsa—. Pero le suplico, sargento, que no me detenga. Prometo que me desharé de ella como es debido.

Doakes desvió la vista del pañal y me miró, con una expresión de odio y rabia tan intensa que por un momento se impuso al poder de la bolsa de pañales abierta.

—Nguggermukker —dijo después con mucha determinación, y abrió la garra que sostenía la bolsa. Cayó al suelo, y un momento después el pañal que sujetaba la otra garra le hizo compañía.

—¿Nguggermukker? —repetí risueño—. ¿Es holandés?

Pero Doakes ya había cogido su caja de voz plateada del techo del coche y dado media vuelta, y se alejaba de mí y de los pañales sucios sobre sus dos pies artificiales.

Sentí un inmenso alivio cuando le vi marchar, y después de que desapareciera al final del aparcamiento respiré hondo para relajarme, lo cual fue un inmenso error, teniendo en cuenta lo que había a mis pies. Tosí un poco, parpadeé para reprimir las lágrimas, me agaché y metí el pañal en la bolsa, la cerré y la llevé al contenedor de basura.

Era la una y media de la tarde cuando llegué por fin a mi escritorio. Toqueteé algunos informes de laboratorio, efectué un análisis rutinario en el espectómetro y padecí una taza de un café deleznable mientras las manecillas del reloj avanzaban hacia las cuatro y media. Y justo cuando pensaba que había finalizado sano y salvo mi primer día después de la esclavitud, Deborah entró con una horrible expresión en la cara. No fui capaz de descifrarla, pero sabía que había pasado algo espantoso, y daba la impresión de que se lo estaba tomando como algo personal. Y como he conocido a Deborah toda la vida y sabía cómo funcionaba su mente, supuse que eso significaba problemas para Dexter.

—Buenas tardes —saludé alegre, con la esperanza de que, si me mostraba lo bastante risueño, el problema desaparecería, fuera cual fuera. No fue así, por supuesto.

—Samantha Aldovar —dijo mi hermana, mirándome a los ojos, y toda la angustia de la noche anterior se derramó sobre mí, y supe que la chica ya había hablado y Deborah venía a detenerme. Mi irritación con la muchacha aumentó en varios puntos. Ni siquiera había podido esperar un intervalo decente a que me inventara una excusa a prueba de bomba. Era como si tuviera un resorte en la lengua y tuviera que estallar en una furiosa actividad en cuanto respiró libre por primera vez. Probablemente, habría parloteado sobre mí antes de que la puerta de su casa se cerrara a su espalda, y ahora todo recaía sobre mí. Estaba acabado por completo y, sin ganas de hacer juegos de palabras, jodido. Me sentí abrumado enseguida de aprehensión, alarma y amargura. ¿Qué había sido de la discreción a la antigua usanza?

En cualquier caso, todo había terminado, y Dexter no podía hacer otra cosa que dar la cara y afrontar las consecuencias. Así que respiré hondo y planté cara.

—No fue culpa mía —le dije a Deborah, y empecé a devanarme los sesos para proceder a la Fase Uno de la Defensa de Dexter.

Pero mi hermana parpadeó, y arrugas de confusión surcaron la inexpresividad de su cara.

—¿Qué coño quieres decir con que no fue culpa tuya? ¿Quién ha dicho algo acerca de…? ¿Cómo es posible que sea culpa tuya?

Una vez más, tuve la sensación de que todo el mundo trabajaba con un guión ensayado, y yo era el único que debía improvisar.

—Quería decir… Nada —repuse, sin saber cuál podía ser mi línea de guión.

—¿Por qué crees que gira todo siempre alrededor de ti?

Supongo que podría haber dicho: Porque siempre estoy en el centro de todo, por lo general sin querer, y por lo general porque tú me has metido en ello, pero la serenidad se impuso.

—Lo siento —dije—. ¿Qué pasa, Debs?

Me miró unos instantes más, y después sacudió la cabeza y se dejó caer sobre la silla que había al lado de mi escritorio.

—Samantha Aldovar —repitió—. Ha desaparecido otra vez.

A veces, creo que es estupendo haber practicado durante muchos años el arte de expresar en mi rostro sólo lo que quiero expresar, y ésta era una de aquellas veces, porque mi primer impulso fue gritar: ¡Yupi! ¡Buena chica!, y entonar una alegre canción. Por lo tanto, tal vez fue una de las grandes demostraciones del arte de Talía que nuestra era ha contemplado cuando conseguí aparentar estupefacción y preocupación.

—Estás bromeando —dije, aunque pensaba: Espero que no estés bromeando.

—Hoy no fue al colegio, sino que se quedó en casa descansando —explicó Deborah—. Quiero decir, lo pasó fatal. —Por lo visto, a mi hermana no se le ocurrió que yo lo había pasado mucho peor, pero nadie es perfecto—. De modo que a eso de las dos, su madre fue al súper. Volvió hace un rato, y Samantha se había ido. —Deborah sacudió la cabeza—. Dejó una nota: «No me busquéis. No voy a volver». Huyó, Dex. Se largó y huyó.

Me sentía tan recuperado que hasta conseguí reprimir el impulso de decir: Ya te lo dije. Al fin y al cabo, Debs se había negado a creerme cuando le dije que Samantha había aceptado de buen grado la cautividad caníbal, incluso con entusiasmo, la primera vez. Y como yo tenía razón al respecto, era lógico que se largara a las primeras de cambio. No era un pensamiento terriblemente noble, pero confié en que hubiera encontrado un buen escondite.

Deborah exhaló un profundo suspiro y volvió a sacudir la cabeza.

—Nunca había oído hablar de un síndrome de Estocolmo tan fuerte que la víctima quisiera volver con los malos —dijo.

—Debs —repliqué, porque esta vez no pude evitarlo—, ya te lo dije. No es Estocolmo. Samantha quiere que se la coman. Es su fantasía.

—Chorradas —replicó irritada—. Nadie desea eso.

—Entonces, ¿por qué ha vuelto a escaparse? —pregunté, y ella sacudió la cabeza y se miró las manos.

—No lo sé. —Se contempló las manos, enlazadas sobre el regazo, como si la respuesta estuviera escrita en los nudillos, y después se enderezó—. Da igual. Lo que importa es adónde ha ido. —Me miró—. ¿Adónde habrá ido, Dex?

Para ser sincero, me importaba un pito adónde había ido Samantha, siempre que se quedara allí. De todos modos, tenía que decir algo.

—¿Qué hay de Bobby Acosta? —pregunté, por pura lógica—. ¿Le has localizado ya?

—No —contestó muy malhumorada, y se encogió de hombros—. No puede estar desaparecido eternamente. Le hemos dado mucha publicidad. Además —alzó las dos palmas—, su familia tiene dinero e influencias políticas, y deben imaginar que le sacarán las castañas del fuego.

—¿Pueden hacerlo?

Deborah se miró los nudillos.

—Quizá. Joder. Sí, lo más probable. Tenemos testigos que pueden relacionarle con el coche de Tyler Spanos, pero un buen abogado podría hacer trizas a esos dos haitianos en dos segundos si llegaran a testificar. Y huyó de mí, pero eso no es gran cosa. El resto, hasta el momento, son conjeturas y habladurías, y… Mierda, sí, supongo que podría librarse. —Asintió para sí y se miró las manos de nuevo—. Sí, seguro que Bobby Acosta saldrá bien librado —dijo en voz baja—. Otra vez. Y además nadie se la juega por este…

Estudió de nuevo sus nudillos con una expresión que yo no había visto nunca.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Deborah se mordisqueó el labio.

—Quizá —dijo. Desvió la vista—. No sé. —Me miró y respiró hondo—. Quizás haya algo. Algo que tú podrías hacer.

Parpadeé varias veces, y apenas conseguí reprimir el impulso de bajar la vista para comprobar si continuaba habiendo suelo bajo nuestros pies. Era imposible malinterpretar lo que estaba sugiriendo. En opinión de Debs, yo sólo hacía dos cosas, y mi hermana no estaba hablando de utilizar mis conocimientos forenses con Bobby Acosta.

Deborah era la única persona del mundo que sabía lo de mi pasatiempo. Yo pensaba que, al final, había llegado a aceptarlo, aunque fuera a regañadientes, pero el hecho de que sugiriera que lo utilizara con alguien estaba tan fuera por completo de los límites de la aprobación de mi hermana que la idea jamás se me había ocurrido, de forma que me quedé estupefacto.

—Deborah —dije, y el asombro debió notarse en mi voz. Pero se inclinó en su silla lo máximo posible sin caerse y bajó la voz.

—Bobby Acosta es un asesino —observó con salvaje intensidad—. Y va a salirse con la suya, otra vez, sólo porque tiene dinero e influencias. No es justo, y tú lo sabes. Tiene que ser una de esas cosas de las que papá quería que te ocuparas.

—Escucha —dije, pero aún no había terminado.

—Maldita sea, Dexter. He intentado con todas mis fuerzas comprenderte, y lo que papá deseaba de ti, y por fin lo he conseguido. Lo he pillado, ¿vale? Sé exactamente en qué estaba pensando papá. Porque soy policía como él, y todos los policías se topan con algún Bobby Acosta algún día, alguien que asesina y sale libre, aunque lo hagas todo bien. Y no puedes dormir, y rechinas los dientes, y quieres chillar y estrangular a alguien, pero tu trabajo es comerte la mierda y no puedes hacer nada al respecto. —Se levantó, apoyó el puño sobre el escritorio y acercó la cara a quince centímetros de la mía—. Hasta ahora. Hasta que papá solucionó este asunto, todo el puto embrollo. —Me golpeó con los dedos en el pecho—. Contigo. Y ahora necesito que seas lo que papá deseaba que fueras, Dexter. Necesito que te ocupes de Bobby Acosta.

Debs me miró echando chispas durante varios segundos, mientras yo intentaba pensar en algo que decir. Y pese a mi bien ganada reputación de mucha labia e ingenio agudo, no encontré palabras. Lo digo en serio. Había intentado con todas mis fuerzas reformarme, vivir una vida normal, y por culpa de ello unos caníbales me habían drogado, obligado a participar en una orgía, insultado y aporreado, y ahora mi hermana, una agente de la ley que siempre se había opuesto a lo que yo más apreciaba, me estaba pidiendo que matara a alguien. Empecé a pensar si tal vez estaba tirado en alguna parte, atado y drogado, y todo era una alucinación. La idea era muy consoladora, pero mi estómago estaba gruñendo, y el pecho me dolía a causa de los golpecitos de Deborah, y me di cuenta de que algo tan desagradable debía ser cierto, y eso significaba que debía ocuparme de ello.

—Deborah —dije con cautela—, creo que estás un poco disgustada…

—Pues claro que estoy disgustada. Me la juego para rescatar a Samantha Aldovar, y ahora la chica ha vuelto a desaparecer, y apuesto a que Bobby Acosta la ha secuestrado, y va a salirse con la suya.

Por supuesto, Deborah habría debido decir en puridad que yo me la había jugado para rescatar a Samantha, pero no era el mejor momento para corregirla, y en cualquier caso yo sospechaba que estaba en lo cierto sobre Bobby Acosta. Samantha se había metido en aquel lío por su culpa, y era una de las últimas personas que quedaban capaz de convertir su sueño en realidad. Pero al menos ofrecía una oportunidad de salir de aquel incómodo momento. Si podía desviar la conversación hacia el paradero de Bobby Acosta, en lugar de qué hacer con él.

—Creo que tienes razón —dije—. Acosta fue quien la inició en todo esto. Habrá ido en su busca.

Deborah continuaba sin reclinarse en la silla, y todavía me miraba con manchas rojas en las mejillas y fuego en los ojos.

—De acuerdo —dijo—. Voy a encontrar a ese hijo de puta. Y después…

A veces, un breve paréntesis y un cambio de tema es lo mejor que puedes esperar, y no cabía duda de que yo estaba en ello. Sólo podía esperar que, durante el tiempo que Deborah tardara en encontrar a Acosta, se calmara un poco y decidiera que entregar el rufián a Dexter no era lo más prudente. Tal vez ella misma le mataría a tiros. En cualquier caso, me había librado, al menos de momento.

—Vale —dije—. ¿Cómo vas a encontrarle?

Deborah se enderezó y se pasó una mano por el pelo.

—Hablaré con su padre. Ha de saber que lo mejor que Bobby puede hacer es acudir a la policía con un abogado.

Eso debía ser bastante cierto, pero como Joe Acosta era un hombre rico y poderoso, y mi hermana una mujer dura y tozuda, el encuentro de ambas personas se desarrollaría con mucha más suavidad si al menos uno de los presentes manifestaba un poco de tacto. Deborah carecía por completo de él. Ni siquiera sabría deletrear la palabra. Y a juzgar por su reputación, Joe Acosta era el tipo de hombre que compraría tacto si lo necesitaba. De modo que sólo quedaba yo.

Me levanté.

—Te acompañaré. —Ella me estudió un momento, y pensé que tal vez iba a decirme «no» por pura obstinación. Pero asintió.

—Vale —dijo, y salió por la puerta.