31

Por fin, me quitaron la cinta adhesiva que inmovilizaba mis manos. Al fin y al cabo, estaba rodeado de policías, y habría sido un terrible error que tantos agentes de la ley me mantuvieran maniatado como si yo fuera una especie de… Bien, para ser sincero, era una especie de, pero me estaba esforzando por no volver a serlo. Y como no sabían lo que había sido, era lógico que tarde o temprano alguno se apiadara de mí y me soltara. Y uno de ellos lo hizo por fin: fue Weems, el gigantesco hombre de la policía tribal. Se acercó y me miró, con una sonrisa muy grande formándose en su cara muy grande, y sacudió la cabeza.

—¿Por qué sigue con las manos atadas? —preguntó—. ¿Nadie le quiere ya?

—Supongo que mi prioridad es muy baja. Salvo para los mosquitos.

Rió, un sonido agudo y gozoso que se prolongó durante varios segundos, demasiado, en mi opinión. Todavía maniatada, y justo cuando estaba pensando en decir algo mordaz, sacó una enorme navaja y abrió la hoja.

—Vamos a conseguir que vuelva a aplastar mosquitos —dijo, y me indicó con un movimiento de la hoja que diera la vuelta.

Accedí de buen grado, y al instante apoyó el borde del cuchillo en la cinta que sujetaba mis muñecas. Por lo visto, el cuchillo estaba muy afilado. Casi no sentí la menor presión, y la cinta se abrió. Coloqué las manos delante de mí y arranqué la cinta. Se llevó casi todo el vello de mis muñecas, pero como mi primer palmetazo en la nuca aplastó como mínimo a seis mosquitos, me pareció una buena compensación.

—Muchísimas gracias —dije.

—Ningún problema —contestó con voz queda y aguda—. Nadie debería estar vendado así.

Rió de su asombroso ingenio, y al pensar que lo mínimo que podía hacer era devolverle su amabilidad, le dediqué un pequeño ejemplo de mi mejor sonrisa falsa.

—Vendado —dije—. Ésa es buena.

Podría haberme esforzado un poco más, pues me sentía agradecido, pero la cabeza me dolía demasiado para pensar en algo ingenioso.

En cualquier caso, tampoco habría importado, porque Weems ya no me estaba prestando atención. Se había quedado muy quieto, con la nariz alzada, y tenía los ojos entornados como si alguien le estuviera llamando desde lejos.

—¿Qué pasa? —pregunté.

No dijo nada durante un momento. Después sacudió la cabeza.

—Humo —dijo—. Alguien ha encendido un fuego ilegal por ahí. —Proyectó la barbilla en dirección al corazón de los Everglades—. En esta época del año, eso está mal.

Yo no olía nada, salvo el habitual aroma margoso de los Everglades, además de a sudor y un leve rastro de pólvora que aún perduraba en el aire, pero no pensaba ponerme a discutir con mi rescatador. Además, tendría que haber discutido con su espalda, puesto que ya había dado media vuelta y se dirigía hacia el borde del claro. Le vi marchar, mientras me masajeaba las muñecas y me desquitaba terriblemente de los mosquitos.

Ya no había gran cosa que ver alrededor del remolque. Los policías normales se estaban llevando a los caníbales hacia su condena a presidio, y cuanto más larga mejor, en mi opinión. Los tipos del SRT rodeaban a uno de los suyos, probablemente el que había disparado y volatilizado la cara de Kukarov. Su expresión era una combinación de bajada de adrenalina y conmoción, y sus compañeros le contemplaban con aire protector.

En conjunto, la emoción se estaba diluyendo y no cabía duda de que había llegado el momento de la Partida de Dexter. El único problema, por supuesto, era que carecía de medio de transporte, y depender de la amabilidad de desconocidos suele ser incierto. Depender de la amabilidad de la familia suele ser mucho peor, por supuesto, pero aun así me pareció lo más adecuado, de modo que fui en busca de Deborah.

Mi hermana estaba sentada en el asiento delantero de su coche, intentando ser sensible, cariñosa y compasiva con Samantha Aldovar. Era algo que no le salía con naturalidad, y ya le habría resultado bastante difícil aunque Samantha le siguiera la corriente. No lo estaba haciendo, por supuesto, y las dos se estaban acercando a toda prisa a un punto muerto emocional cuando me acomodé en el asiento de atrás.

—No voy a ponerme bien —estaba diciendo Samantha—. ¿Por qué sigue repitiendo eso, como si fuera una especie de retrasada mental?

—Has sufrido un shock muy fuerte, Samantha —insistió Debs, y pese al hecho de que estaba intentando tranquilizar a la chica, casi oí las comillas alrededor de sus palabras, como si estuviera leyendo el Manual de rehenes rescatados—. Pero ahora todo ha terminado.

—No quiero que termine, maldita sea. —Samantha me miró cuando cerré la puerta del coche—. Hijo de puta —me dijo.

—Yo no he hecho nada.

—Tú les has traído aquí. Todo fue una trampa.

Negué con la cabeza.

—No. No tengo ni idea de cómo nos encontraron.

—Ya ya —se burló la joven.

—De veras. —Me volví hacia Debs—. ¿Cómo nos encontraste?

Deborah se encogió de hombros.

—Chutsky vino a hacerme compañía mientras esperaba. Cuando llegó la camioneta de las alfombras, le colocó un rastreador. —Era lógico: su novio, Chutsky, un agente de inteligencia semirretirado, contaría con los juguetes adecuados para esas cosas—. Os secuestraron. Nosotros os seguimos a distancia. Cuando todos llegamos aquí, al pantano, llamé al SRT. Esperaba capturar a Bobby Acosta, pero no pudimos esperar. —Miró a la chica—. Salvarte era nuestra máxima prioridad, Samantha.

—No quería que me salvaran, joder —replicó la chica—. ¿Cuándo va a comprenderlo? —Deborah abrió la boca, pero ella no la dejó hablar—. Y si vuelve a decir que me pondré bien, juro por Dios que chillaré.

Para ser sincero, habría sido un alivio que hubiera gritado. Estaba tan harto de las quejas de Samantha que a mí también me habían entrado ganas de gritar, y me di cuenta de que mi hermana no me iba a la zaga. Pero, por lo visto, Debs alimentaba la fantasía de que había rescatado a una víctima reacia a vivir una experiencia terrible, y aunque vi que sus nudillos se ponían blancos debido al esfuerzo de reprimir sus deseos de estrangular a la joven, mantuvo la frialdad.

—Samantha —dijo en tono muy pausado—, es perfectamente natural que estés un poco confusa en este momento sobre tus sentimientos.

—No estoy nada confusa. Me siento muy cabreada, y ojalá que no me hubiera encontrado. ¿Eso también es perfectamente natural?

—Sí —contestó Deborah, aunque vi que ciertas dudas se insinuaban en su cara—. En una crisis con rehenes, es frecuente que la víctima empiece a sentir un vínculo emocional con sus captores.

—Parece que lo esté leyendo —le soltó Samantha, y tuve que admirar su perspicacia, aunque su tono me puso de los nervios.

—Voy a recomendar a tus padres que te lleven a un especialista… —sugirió Deborah.

—Oh, fantástico, un loquero. Eso es todo lo que necesito.

—Te será útil poder hablar con alguien de todo lo que te ha pasado.

—Claro, ardo en deseos de hablar de todo lo que me ha pasado —replicó Samantha, y se volvió a mirarme—. Quiero hablar de todo, porque algunas cosas sucedieron totalmente en contra de mi voluntad, y todo el mundo se va a enterar de eso.

Experimenté una profunda y muy desagradable sorpresa, no tanto por lo que había dicho, sino por el hecho de que me lo estaba diciendo a mí. No había forma de malinterpretar a qué se refería. Pero ¿contaría a todo el mundo nuestro pequeño interludio inspirado por el éxtasis y afirmaría que había sucedido contra su voluntad? No se me había ocurrido que sería capaz de eso. Al fin y al cabo, se trataba de algo privado, y también yo lo había hecho contra mi voluntad. Yo no había puesto las drogas en la botella de agua, y no era algo de lo que fuera a jactarme nunca.

Pero una espantosa sensación de zozobra empezó a florecer en mi estómago cuando la amenaza alcanzó su objetivo. Si afirmaba que había sido contra su voluntad… Técnicamente hablando, la palabra era «violación», y aunque estaba muy alejado de mi zona de intereses normal, estaba convencido de que la ley lo vería con malos ojos, casi tanto como otras cosas que yo había hecho. Si se corría la voz, sabía que ninguna de mis inteligentes y maravillosas excusas servirían de nada. Y no podía culpar a nadie por no creerlas: hombre mayor a punto de morir, encerrado con una chica joven, nadie se va a enterar… Era una imagen acompañada de su propio pie de foto. Perfectamente creíble, y totalmente imperdonable, aunque yo hubiera pensado que estaba a punto de morir. Nunca había oído una defensa de violación basada en circunstancias extenuantes, y estaba convencido de que no funcionaría.

Y dijera lo que dijera, aunque la elocuencia de Dexter desbordara los límites del discurso humano y consiguiera conmover a la estatua de mármol de la justicia hasta reducirla a las lágrimas, el mejor resultado sería él dijo/ella dijo, y yo seguiría siendo el tipo que se había aprovechado de una indefensa chica cautiva, y sabía muy bien lo que todo el mundo pensaría de mí. Al fin y al cabo, yo había lanzado gritos de júbilo cada vez que me enteraba de que hombres casados mayores perdían el trabajo y la familia por practicar el sexo con mujeres más jóvenes…, y eso era exactamente lo que yo había hecho. Aunque convenciera a todo el mundo de que las drogas me habían inducido a ello, y de que no era culpa mía, estaría acabado. Una juerga sexual inducida por las drogas con una adolescente sonaba más como el titular de la prensa sensacionalista que como una explicación.

Y ni siquiera el mejor abogado de todos los tiempos lograría que Rita me perdonara. Todavía había muchas cosas que no entendía de los seres humanos, pero ya había presenciado suficientes dramas cotidianos para saber el desenlace. Tal vez Rita no creyera que había cometido violación, pero eso daría igual. Le daría igual que hubiera estado atado de pies y manos, drogado y obligado a practicar el sexo a punta de pistola. Se divorciaría de mí cuando lo averiguara, y criaría a Lily Anne sin mí. Yo me quedaría más solo que la una, sin Cody y Astor, sin una Lily Anne que alegrara mis días. Dex-Papi Abandonado.

Sin familia, sin trabajo… Nada. Tal vez Rita llegaría al extremo de solicitar la custodia de mis cuchillos de trinchar. Era terrible, espantoso, impensable. Todo cuanto quería, arrebatado, toda mi vida lanzada al contenedor de basura…, ¿y todo porque me habían drogado? Era de lo más injusto. Y algo de esto debió reflejarse en mi cara, porque Samantha no paraba de mirarme, y empezó a cabecear.

—Exacto —dijo—. Piénsalo bien.

La miré y lo pensé bien. Y me pregunté si, sólo por esta vez, podría deshacerme de alguien por algo que no había hecho todavía: jugueteo proactivo.

Pero por suerte para Samantha, antes de que pudiera coger la cinta adhesiva, Deborah decidió imponerse en su papel de rescatadora compasiva.

—De acuerdo —terció—. Esto puede esperar. Ahora vamos a llevarte a casa con tus padres.

Apoyó la mano sobre el hombro de la chica.

Por supuesto, Samantha apartó la mano como si fuera un insecto odioso.

—Fantástico —le espetó—. Ardo en putos deseos.

—Ponte el cinturón —le ordenó Deborah, y después se volvió hacia mí, como si se le hubiera ocurrido en aquel instante—. Supongo que puedes venir.

Estuve a punto de decirle: No, no te molestes, me quedaré aquí y daré de comer a los mosquitos, pero en el último segundo recordé que Deborah era negada para el sarcasmo, de modo que me limité a asentir y a abrocharme el cinturón.

Mi hermana llamó a la agente radioperadora.

—Tengo a la chica Aldovar. La llevo a casa.

—Mierda —masculló Samantha.

Deborah la miró con algo que parecía un rictus, pero que en realidad quería ser una sonrisa tranquilizadora, y después puso el coche en marcha, y durante poco más de media hora gocé de poder ir sentado en el asiento de atrás imaginando mi vida estallando en un millón de astillas decorativas. Era una imagen terriblemente deprimente. Dexter Privado del Derecho a Voto, arrojado a la basura, desprovisto de su disfraz tan cuidadosamente trabajado y todas sus cómodas ventajas, lanzado desnudo y sin amor al mundo frío y solitario, y no veía forma de evitarlo. Tenía que hincarme de rodillas y rezar para que Samantha no hiciera nada mientras yo intentaba escapar…, y se había mostrado neutral hasta aquel momento. Ahora que estaba picada conmigo, no podía hacer nada para impedir que lo contara todo, salvo tal vez la vivisección. Ni siquiera podía devolverla a los caníbales. Con Kukarov muerto y el resto del grupo capturado o en fuga, no quedaba nadie para comérsela. La imagen era sórdida y muy clara: la fantasía de Samantha había terminado, ella me echaba la culpa y se vengaría de una forma terrible…, y yo no podía hacer nada al respecto.

Jamás me había sentido inclinado hacia la ironía, pero no dejaba de percibirla: después de todo lo que yo había hecho, de buena gana y con alegría, ¿me iban a detener por culpa de una jovencita enfurruñada y una botella de agua? Todo era de un ridículo tan sutil que sólo los franceses podrían apreciarlo.

Sólo para subrayar mi apuro y su determinación, Samantha se volvía y me fulminaba con la mirada cada pocos kilómetros, mientras recorríamos el largo y depresivo camino hacia su casa, primero por la Ruta 41, después por LeJeune, hasta llegar al Grove y a casa de los Aldovar. Y sólo para recordarme que hasta el peor chiste tiene su remate, cuando doblamos por la calle de Samantha y nos acercamos a su casa, Deborah murmuró: «Mierda», y yo me incliné hacia delante y vi a través del parabrisas lo que parecía un carnaval delante de la casa.

—Ese maldito hijo de puta —dijo Deborah, y golpeó el volante con la palma de la mano.

—¿Quién? —pregunté, y admito que estaba ansioso por que pusieran a caldo a otro.

—El capitán Matthews —rugió—. Cuando llamé, convocó a toda la prensa aquí para poder abrazar a Samantha y proyectar su puta barbilla hacia las cámaras.

Y por supuesto, cuando Deborah detuvo el coche delante de la casa de los Aldovar, el capitán Matthews se materializó ante la puerta del pasajero como por arte de magia y ayudó a bajar del coche a una Samantha todavía malhumorada, mientras los flashes destellaban y la horda de reporteros en estado salvaje prorrumpía en un «Ooooooooh». El capitán pasó una mano protectora sobre sus hombros, y después indicó con un ademán autoritario a la multitud que se apartara y les dejara pasar, un momento grandioso en la historia de la ironía, puesto que Matthews había convocado a todos aquí para presenciar aquel momento exacto, y ahora fingía desear que les dejaran en paz mientras consolaba a Samantha. Admiré la interpretación hasta el punto de que, durante un minuto entero, sólo me sentí preocupado por mi futuro dos o tres veces.

Deborah no parecía tan impresionada como yo. Seguía a Matthews con el ceño fruncido, y propinaba empujones a cualquier reportero lo bastante estúpido para interponerse en su camino, y por lo general se comportaba como si hubiera sido acusada de haber practicado el submarino a un detenido. Yo seguí al pequeño y risueño grupo entre la multitud hasta que Matthews llegó a la puerta de la casa, donde el señor y la señora Aldovar estaban esperando para cubrir de abrazos, besos y lágrimas a su díscola hija. Fue una escena de lo más conmovedora, y el capitán Matthews la interpretó a la perfección, como si la hubiera estado ensayando durante meses. Se plantó al lado del grupo de familia y le dedicó una sonrisa radiante, mientras los padres gimoteaban Samantha fruncía el ceño y, por fin, cuando intuyó que los reporteros estaban agotando su margen de atención, se colocó delante de ellos y levantó una mano.

Justo antes de que hablara a las masas, se inclinó hacia Deborah.

—No se preocupe, Morgan. No la obligaré a decir nada esta vez.

—Sí, señor —contestó ella entre dientes.

—Procure aparentar orgullo y humildad —dijo el capitán, palmeó su hombro y le sonrió mientras las cámaras rodaban. Deborah les enseñó los dientes, y el capitán se volvió hacia la multitud.

—Les dije que la encontraríamos —informó Matthews a la muchedumbre con un rugido varonil—, ¡y la hemos encontrado!

Dio media vuelta y miró al trío Aldovar, mientras los reporteros tomaban una foto de él regodeándose y dedicándoles una mirada protectora. Después se volvió y pronunció un breve panegírico de sí mismo. Por supuesto, no hubo ni una palabra acerca del terrible sacrificio de Dexter, ni siquiera sobre la diligencia de Deborah, pero tal vez habría sido esperar demasiado. Sin salirse del guión, se prolongó un poco más, aunque al final los Aldovar entraron en casa, los reporteros se hartaron de la barbilla del capitán y Deborah asió mi brazo, tiró de mí entre la multitud en dirección a su coche y me llevó a casa.