30

—Tengo sed —dijo Samantha.

Capté una nota quejumbrosa en su voz. La consideré irritante, pero no dije nada. Yo también tenía sed. ¿De qué servía repetirlo? Ambos teníamos sed. Hacía rato que teníamos sed. El agua se había terminado. Ya no quedaba más. Ése era el más insignificante de mis problemas: la cabeza me dolía y estaba encerrado dentro de un remolque en los Everglades, y acababa de hacer algo que no acertaba a comprender. Ah, y alguien iba a venir a matarme, encima.

—Me siento taaaan estúpida —dijo Samantha.

Y una vez más, había poco que decir a modo de respuesta. Ambos nos sentíamos estúpidos, el efecto de lo que contuviera el agua había desaparecido, pero por lo visto le costaba admitir que habíamos actuado bajo la influencia de las drogas. Cuando habíamos recuperado el sentido común, Samantha empezó a sentirse cada vez más incómoda, después nerviosa, y al fin alarmada, y empezó a buscar por el remolque prendas de vestir que habían sido descartadas con entusiasmo. Pese a que me puso algo violento, decidí que era la idea adecuada. Yo también busqué y me puse mi ropa.

Y una pizca de inteligencia regresó junto con mis pantalones. Me levanté y examiné el remolque de un extremo a otro. No tardé mucho. Mediría unos nueve metros de largo. Todas las ventanas estaban clausuradas con contrachapado marino de unos dos centímetros de grosor. Golpeé las tablas. Lancé todo mi peso sobre ellas. Ni se movieron. Estaban reforzadas por fuera.

Sólo había una puerta. La misma historia: incluso cuando la ataqué con el hombro, no conseguí otra cosa que aumentar mi dolor de cabeza. Ahora sufría el mismo dolor en el hombro. Me senté durante unos minutos para ver si disminuía. Fue entonces cuando Samantha empezó a lloriquear. Por lo visto, vestirse le había infundido la idea de que podía quejarse de casi todo, porque no bastó con el agua. Y gracias a un taimado efecto de acústica, o por pura mala suerte, el tono agudo de su voz se hallaba en perfecta resonancia con mi dolor de cabeza. Cada vez que se quejaba enviaba un latido extra de dolor opaco a las profundidades de la baqueteada materia gris de mi cráneo.

—Aquí huele… chungo.

Sí que olía chungo, una combinación de sudor muy antiguo, perro mojado y moho. Pero era absurdo mencionarlo, puesto que no podíamos hacer nada al respecto.

—Voy a buscar mi bolsita de hierbas —dije—. Está en el coche.

Ella desvió la vista.

—Podrías ahorrarte el sarcasmo —protestó.

—Sí, pero he de salir de aquí.

Ella no me miró, y además carecía de respuesta, lo cual se me antojó una pequeña bendición. Cerré los ojos e intenté aplacar mi descomunal angustia. No funcionó, y al cabo de un momento Samantha me interrumpió de nuevo.

—Ojalá no hubiéramos hecho eso —dijo. Abrí los ojos. Ella siguió con la vista clavada en un rincón del remolque. No contenía nada, pero por lo visto constituía una visión mejor que yo.

—Lo siento —repliqué.

Ella se encogió de hombros, sin mirarme.

—No es culpa tuya —dijo, lo cual consideré muy generoso, aunque acertado—. Sabía que el agua debía contener algo. Siempre ponen alguna sustancia. —Volvió a encogerse de hombros—. Nunca había tomado éxtasis.

Tardé un momento en comprender que se refería a la droga.

—Yo tampoco. ¿Era eso?

—Estoy convencida. Vamos, por lo que me han contado. Tyler me lo explicó. Toma un montón… Tomaba un montón. —Sacudió la cabeza y se ruborizó—. Da igual. Decía que te da ganas de…, o sea, de tocar a todo el mundo y… Ya sabes. De ser tocada.

Si había sido éxtasis, tendría que mostrarme de acuerdo. También debería decir que, o bien habíamos tomado demasiado, o era una droga muy potente. Casi enrojecí cuando recordé lo que había dicho y hecho. Intentar ser un poco más humano era una cosa, pero esto había sido como revolcarse en el barro de la estulticia y la estupidez humanas. Tal vez la droga debería llamarse exceso-tasis. Ahora que lo pienso, me alegro de poder echar la culpa a una droga. No me gustaba pensar que me había comportado como un personaje de dibujos animados.

—En cualquier caso, tenía que hacerlo —prosiguió Samantha, todavía ruborizada—. No lo echaré mucho de menos. —Otro encogimiento de hombros—. No fue tan estupendo.

No tengo mucha idea de lo que se llama popularmente «conversaciones íntimas en la cama», pero creía que este tipo de sinceridad no se consideraba adecuada. Por lo poco que sabía, estaba convencido de que debías hacer comentarios halagadores, aunque pensaras que era una equivocación. Decías cosas como «Ha sido maravilloso. No mancillemos el recuerdo intentando igualar esa magia». O «Siempre nos quedará París». En este caso, «Siempre nos quedará este horroroso remolque maloliente en los Everglades» no sonaba igual, pero al menos podría haberlo intentado. Tal vez Samantha se estaba vengando por el monstruoso malestar que experimentaba, o quizás era cierto que ella, debido a su inmadurez, ignoraba que no debía decir cosas semejantes.

En cualquier caso, combinado con mi dolor de cabeza, activó una vena maligna que no conocía.

—No, no fue tan estupendo —dije.

Me miró con una expresión que se acercaba a la ira, pero guardó silencio, y al cabo de un momento desvió la vista de nuevo, así que me estiré, masajeé los músculos de mi cuello y me levanté.

—Tiene que haber una forma de salir de aquí —comenté, más para mí mismo que para ella, pero Samantha contestó de todos modos.

—No. Es como una fortaleza. Siempre tienen a alguien encerrado aquí, y nadie escapa nunca.

—Si siempre están drogados, ¿quién lo va a intentar?

Entrecerró los ojos y sacudió poco a poco la cabeza para indicar que yo era estúpido, y desvió la vista. Y puede que yo fuera estúpido, pero no lo bastante para sentarme a esperar que vinieran y me comieran, al menos sin intentar escapar.

Examiné una vez más el remolque. No había nada nuevo que ver, pero lo miré todo con más detenimiento. No había muebles, pero al final había un banco incorporado que, sin duda, había servido de cama. Una sábana gris raída cubría una estrecha capa de gomaespuma. Deposité el colchón sobre el suelo. Debajo había un cuadrado de contrachapado encajado en un hueco. Tiré hacia arriba del contrachapado. Debajo había algo que debía ser un compartimento cerrado. Dentro había una almohada muy fina, cubierta con una funda a juego con la sábana. Daba la impresión de que el compartimento abarcaba todo el ancho del remolque, aunque no pude ver el otro lado debido a la oscuridad.

Saqué la almohada. No había nada más dentro, excepto un fragmento de madero, que tal vez mediría medio metro de largo. Un extremo tenía una punta muy roma y lisa, y la parte afilada estaba cubierta de polvo. En el otro extremo había muescas grabadas en cada lado, y una hendidura practicada en la madera, posiblemente por obra de una cuerda. Habrían utilizado el madero como estaca por motivos ignotos, y lo habrían clavado en el suelo para sujetar lo que fuera con la cuerda. Tenía incluso un clavo viejo y doblado en la parte superior para fijar la cuerda. Saqué la estaca y la dejé al lado de la almohada. Introduje la cabeza en el compartimento todo lo que pude, pero no había nada que ver. Palpé el fondo y noté que cedía un poco, así que empujé con más fuerza y fui recompensado al notar que algo metálico endeble cedía.

Bingo. Empujé con más fuerza y el metal se dobló visiblemente. Saqué la cabeza y me levanté, y entré en el compartimento con ambos pies. Apenas cabía en el hueco, pero era suficiente, y empecé a saltar con todas mis fuerzas. Se produjo un sonido ensordecedor, y al séptimo estruendo Samantha se acercó a ver el origen del ruido.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó, lo cual se me antojó tan estúpido como irritante.

—Escapar —contesté, y di un salto más. ¡Bum!

Me miró mientras continuaba saltando, y después sacudió la cabeza y alzó la voz cuanto pudo, de modo que percibí su negatividad por encima del ruido.

—No creo que puedas salir así —comentó.

—El metal es delgado aquí. No es como el del suelo.

—Es resistencia a la tracción —observó en voz alta—. Como la superficie de cohesión en un vaso de agua. Lo estudiamos en física.

Tardé un segundo en maravillarme del tipo de clase de física que enseñaba a sus estudiantes la resistencia a la tracción del suelo de un remolque cuando estás escapando de un aquelarre de caníbales, y después me detuve a mitad de un salto. Tal vez tenía razón. Al fin y al cabo, Ransom Everglades era un colegio muy bueno y debían enseñar cosas que jamás se reflejaban en el programa de estudios de la enseñanza pública. Salí del compartimento y contemplé mis logros. Poca cosa. Había una abolladura visible, pero nada capaz de inspirar una verdadera esperanza.

—Llegarán mucho antes de que hayas podido salir —dijo, y alguien que careciera de caridad tal vez hubiera insinuado que se estaba refocilando.

—Es posible —contesté, y mi vista se posó en el madero. No llegué a decir «¡ajá!», pero sí tuve uno de esos momentos en que la bombilla se enciende. Recogí el pedazo de madera y extraje el clavo. Encajé la cabeza en una grieta de la punta de la estaca, y apoyé la punta en el centro de la abolladura que había practicado. Después, con una mirada significativa a Samantha, golpeé sobre el extremo de la estaca con todas mis fuerzas.

Dolió. Conté tres astillas en mi mano.

—Ja —dijo Samantha.

Dicen que detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer, y por extensión podemos decir que detrás de cada Dexter en fuga hay una irritante Samantha, porque su dicha al verme fracasar me elevó a nuevas cimas de inspiración. Me quité el zapato, lo coloqué sobre la estaca y aporreé a modo de experimento. No dolió tanto, y me quedé convencido de que podría golpearlo con fuerza suficiente para practicar un agujero en el suelo del armario.

—Ja tú —dije a Samantha.

—Como quieras —contestó, y volvió a la parte del centro del remolque, donde había estado sentada.

Yo volví al trabajo, o sea, a golpear la suela de mi zapato con todas mis fuerzas. Me detuve al cabo de un par de minutos y miré. La abolladura era mucho más profunda, y había señales de tensión en los bordes. La punta del clavo se había hundido en el metal, y al cabo de pocos minutos distinguí un pequeño agujero. Redoblé mis esfuerzos. Pasados otros dos minutos, el tono del golpeteo dio la impresión de cambiar, de modo que saqué la estaca y eché otro vistazo.

Había un pequeño hueco que atravesaba el suelo, lo bastante grande para ver la luz del día debajo del remolque. Con un poco más de tiempo y esfuerzo, estaba seguro de que podría ensanchar el agujero y salir.

Hundí la punta de la estaca en el hueco lo máximo posible y golpeé con más fuerza todavía. Vi que se iba hundiendo poco a poco, y de repente la estaca descendió varios centímetros de golpe. Paré de golpear y empecé a mover el madero de un lado a otro, con la idea de agrandar el agujero lo máximo posible. Lo ataqué con saña y clavé la estaca de lado, y hasta volví a colocar el zapato encima y le di patadas, y durante veinte minutos el metal del remolque resistió, pero al final abrí una vía de escape.

Hice una pausa y contemplé el agujero. Estaba agotado y dolorido y empapado de sudor, pero me encontraba a un paso de la libertad.

—Voy a salir —grité a Samantha—. Ésta es tu última oportunidad de huir.

—Adiós —me contestó—. Buen viaje.

Se me antojó un poco cruel después de lo que habíamos compartido, pero eso sería probablemente lo máximo que iba a sacar de ella.

—Vale —dije, y entré en el compartimento, pasando las piernas por el agujero que había abierto. Mis pies tocaron suelo y salí del todo. Era muy estrecho, y noté que primero mis pantalones, y después la camisa, se enganchaban con los bordes metálicos y se desgarraban. Sostuve las manos por encima de la cabeza y seguí retorciéndome, y al cabo de un momento estaba sentado en la tierra tibia y húmeda de los Everglades. Percibí que empapaba mis pantalones, pero me pareció una sensación maravillosa, mucho mejor que el suelo del remolque.

Respiré hondo. Estaba libre. A mi alrededor se encontraba el bloque de hormigón que constituía la base del remolque y lo mantenía alzado del suelo. Presentaba dos boquetes, uno cercano y situado enfrente de la puerta del remolque. Rodé sobre el estómago y me arrastré hacia él. Y justo cuando mi cabeza asomaba a la luz del día y empezaba a pensar que iba a escapar, una mano enorme me agarró del pelo.

—Hasta aquí has llegado, capullo —gruñó una voz, y sentí que me izaban casi en vertical, con sólo una breve pausa para que mi cabeza golpeara contra el remolque. A través de las luces brillantes que se encendían en mi ya dolorida cabeza vi a mi viejo amigo, el gorila de la cabeza rapada. Me arrojó contra el lado del remolque y, como había hecho cuando me dejó sin sentido en el frigorífico, me inmovilizó con el antebrazo sobre la garganta.

Detrás de él vi que el remolque estaba situado en un pequeño claro, rodeado de la exuberante vegetación de los Everglades. Un canal corría a un lado, y los mosquitos zumbaban y se lanzaban en picado sobre nosotros alegremente. Un pájaro cantó cerca. Y por un sendero que empezaba al final del claro venía Kukarov, el gerente del club, seguido de otros dos hombres de aspecto desagradable, uno de los cuales cargaba con una fiambrera hermética y el otro con una bolsa de herramientas de cuero.

—Bien, cerdito —dijo Kukarov con una sonrisa pavorosa—. ¿Adónde te crees que vas?

—Tengo cita con el dentista —dije—. No puedo fallar.

—Sí que puedes —dijo Kukarov, y el gorila me abofeteó con fuerza. Encima de la creciente colección de dolores de cabeza que iba acumulando, me dolió mucho más de lo debido.

La gente que me conoce bien os dirá que Dexter nunca pierde la calma, pero ya era suficiente. Levanté el pie y propiné una patada al gorila en la entrepierna con fuerza suficiente para que me soltara y se doblara en dos, y fue presa de un ataque de náuseas. Y como había sido muy fácil y gratificante me volví hacia Kukarov con las manos levantadas en posición de combate.

Pero sostenía una pistola, y me apuntaba entre los ojos. Era una pistola muy grande y cara, una Magnum 357, a juzgar por su aspecto. Tenía el percutor amartillado, y lo único más oscuro que el agujero del cañón era la expresión de sus ojos.

—Adelante —dijo—. Inténtalo.

Era una sugerencia interesante, pero decidí desecharla y levanté las manos. Me observó un momento, y después retrocedió unos pasos sin dejar de mirarme y llamó a los demás.

—Atadle —ordenó—. Dadle unas cuantas hostias, pero no estropeéis la carne. Utilizaremos un cerdito masculino.

Uno de ellos me agarró y me retorció los brazos a la espalda, con fuerza suficiente para que doliera, y el otro empezó a sacar cinta adhesiva de un rollo. Acababa de pasar varios lazos alrededor de mis muñecas, cuando oí el que tal vez sea el sonido más hermoso de mi vida: el chirrido de un megáfono, seguido de la voz amplificada de Deborah.

—Policía —dijo—. Están rodeados. Tiren las armas y échense de cara al suelo.

Los dos esbirros se alejaron de mí y miraron boquiabiertos a Kukarov. El gorila seguía de rodillas, presa de las náuseas.

—¡Mataré a ese capullo! —bramó Kukarov, y vi que su dedo se cerraba sobre el gatillo, al tiempo que levantaba la pistola.

Un sólo disparo hendió el aire y la mitad de la cabeza de Kukarov desapareció. Cayó de costado como si tiraran de él con una cuerda y se derrumbó en el suelo hecho un guiñapo.

Los otros dos caníbales se lanzaron al suelo al unísono, y hasta el gorila se puso boca abajo, y mientras yo miraba, Deborah salió como una exhalación de la vegetación y corrió hacia mí, seguida por una docena, como mínimo, de agentes de policía, incluido un grupo del SRT, el Equipo Especial de Respuesta, armados hasta los dientes y con chalecos antibalas, y el detective Weems, el gigante de ébano de la Policía Tribal de Miccosukee.

—Dexter —gritó Deborah. Me agarró por los brazos y me miró a la cara un momento—. Dex —repitió, y fue gratificante distinguir un poco de angustia en su cara. Me palmeó los brazos y casi sonrió, una exhibición muy rara en su caso. Por supuesto, como era Debs, tuvo que estropear el efecto de inmediato—. ¿Dónde está Samantha?

Miré a mi hermana. La cabeza me dolía, mis pantalones estaban desgarrados, la garganta y la cara me dolían debido a los malos tratos del gorila, estaba avergonzado por lo que había hecho un rato antes, seguía con las manos atadas con cinta adhesiva a la espalda… y tenía sed. Me habían aporreado, secuestrado, drogado, aporreado de nuevo y amenazado con un revólver muy grande, todo ello sin una queja…, pero Debs sólo podía pensar en Samantha, que estaba bien alimentada y sentada dentro con la comodidad del aire acondicionado, sentada de buena gana, incluso con entusiasmo, quejándose de molestias sin importancia, mientras yo había intentado sin conseguirlo esquivar todas las hondas y flechas y, me di cuenta, un creciente número de mosquitos que no podía aplastar con las manos atadas a la espalda.

Pero, por supuesto, Deborah era mi familia, y de todos modos no podía utilizar las manos, de manera que abofetearla estaba descartado.

—Estoy bien, hermanita —contesté—. Gracias por preguntar.

Como siempre, Deborah no captó la ironía. Me agarró de los brazos y me sacudió.

—¿Dónde está la chica? —insistió—. ¿Dónde está Samantha?

Suspiré y tiré la toalla.

—Dentro del remolque. Se encuentra bien.

Deborah me miró un segundo, y después dio la vuelta al remolque en dirección a la puerta. Weems la siguió y oí un ruido apabullante cuando, por lo visto, arrancó la puerta de sus goznes. Un momento después pasó de largo, con la puerta colgando por el pomo de su mano enorme. Debs le seguía con un brazo alrededor de Samantha, en dirección al coche.

—Ya te tengo, ahora todo saldrá bien —murmuraba en su oído a una Samantha muy cabreada, que caminaba encorvada y mascullaba: «Déjame en paz».

Paseé la vista alrededor del pequeño claro. Un puñado de policías con uniforme del SRT estaban esposando a los chicos de Kukarov, con muy poca gentileza. La situación se estaba relajando, salvo por un nuevo y frenético estallido de actividad de los nueve millones de mosquitos que habían descubierto mi cabeza desprotegida. Intenté ahuyentarlos. Empresa imposible, por supuesto, con las manos atadas a la espalda. Sacudí la cabeza para asustarlos, pero tampoco funcionó, y me dolió tanto que ni siquiera valió la pena intentarlo de nuevo. Traté de sacudirles con los codos, algo también imposible, y creí oír a los mosquitos reírse de mí y frotarse las patitas de placer, mientras llamaban a sus amigos para que acudieran al festín.

—¿Alguien podría desatarme las manos, por favor? —pedí.