Me hallaba muy lejos, en un lugar donde diminutas chispas de luz revoloteaban en un gran mar de oscuridad, y Dexter nadaba con piernas hechas de plomo y brazos que no se movían en absoluto, con una desagradable falta de sustentación fruto de las náuseas que me asaltaban, y no existía ningún pensamiento ni sensación, aparte de la de existir durante mucho tiempo, hasta que al fin, desde muy lejos, llegó un sonido perentorio cargado con una idea muy potente, que tomó forma en una sílaba clara como el cristal: ¡Ay! Y caí en la cuenta de que «ay» no era una palabra mística que se utilizara para meditar, ni un país perdido de la Biblia, sino, de hecho, la única forma de resumir sucintamente el Estado de Dexter, desde los hombros hacia arriba. Ay…
—Vamos, Dexter, despierta —dijo una suave voz femenina, y noté una mano fría sobre mi frente. No tenía ni idea de quién era la mano, ni de quién era la voz, y la verdad era que no me parecía tan importante como el hecho de que mi cabeza fuera un inmenso océano de dolor y no pudiera mover el cuello.
—Dexter, por favor —insistió la voz, y la mano fría palmeó mi mejilla con mucha más fuerza de la necesaria para resultar tan sólo amable, en el sentido estricto de la palabra, y cada pequeño pat-pat enviaba una oleada de ay a través de mi cabeza, hasta que encontré por fin los controles de mis brazos y moví uno para alejar la mano torturante.
—Ay —dije en voz alta, y sonó como el grito lejano de un ave grande y cansada.
—Estás vivo —dijo la voz, y entonces aquella maldita mano volvió a darme palmaditas en la mejilla—. Estaba muy preocupada.
Creí haber oído la voz antes, pero ignoraba dónde, y tampoco era una prioridad en aquel momento, teniendo en cuenta que mi cabeza estaba llena de harina de avena en llamas.
—Ayyyyy —repetí, con un poco más de fuerza. Era lo único que podía decir, pero daba igual, porque resumía la situación a las mil maravillas.
—Venga ya —dijo la voz—. Abre los ojos, Dexter. Vamos.
Pensé en esa palabra: «ojos». Estaba convencido de que la conocía. Algo relacionado con… ¿ver? ¿Localizado en o cerca de la cara? Eso sonaba bien, y experimenté una sorda y apagada oleada de placer: había acertado una. Buen chico.
—Dexter, por favor —repitió la voz femenina—. Abre los ojos, venga.
Noté que su mano se movía de nuevo, como para palpar mi mejilla, y la irritación de esa idea despertó un recuerdo: podía abrir los ojos así. Lo intenté. El derecho obedeció, mientras el izquierdo parpadeaba varias veces, antes de abrirse a un mundo borroso. Parpadeé con los dos varias veces, y la imagen se enfocó, pero carecía de lógica.
Estaba mirando una cara situada a menos de treinta centímetros de la mía. No era una cara desagradable, y estaba convencido de que la había visto antes. Era joven, femenina, y surcada de arrugas de preocupación en aquel momento, pero mientras parpadeaba y trataba de recordar dónde la había visto, formó una sonrisa.
—Hola, bienvenido —dijo—. Me tenías muy preocupada.
Parpadeé otra vez. Me costó muchísimo, y era lo único que podía hacer. Intentar pensar al mismo tiempo era dificilísimo, así que dejé de parpadear.
—Samantha —grazné, y me quedé muy satisfecho conmigo mismo. Era el nombre que acompañaba a la cara. Y su cara estaba tan cerca de la mía porque mi cabeza estaba apoyada en su regazo.
—La que viste y calza. Encantada de que hayas vuelto.
Las cosas se iban filtrando poco a poco a través de mi cerebro dolorido: Samantha, caníbales, frigorífico, puño gigantesco… Me costó cierto esfuerzo, pero empecé a conectar los pensamientos separados y la imagen se transformó lentamente en un recuerdo de lo sucedido, el cual me dolió mucho más que mi cabeza, de modo que volví a cerrar los ojos.
—Ayyy —dije.
—Sí, ya lo habías dicho —repuso Samantha—. No tengo aspirinas ni nada, pero esto podría ayudarte. Toma. —Noté que se daba la vuelta y abrí los ojos. Sostenía una botella de agua grande de plástico, y desenroscó el tapón—. Toma un sorbo. Despacio. No demasiada, podrías vomitar.
Bebí. El agua estaba fría, con un sabor muy tenue que fui incapaz de identificar, y cuando tragué me di cuenta de que tenía la garganta seca y dolorida.
—Más —dije.
—Poquito a poco —aconsejó Samantha, y me dejó tomar otro sorbo.
—Estupenda —dije—. Estaba sediento.
—Caramba. Tres palabras seguidas. Te estás recuperando.
Ella tomó también otro sorbo, y después dejó la botella en el suelo.
—¿Podría tomar un poco más? Son cinco palabras.
—Ya lo creo —dijo, y parecía contenta por mi nuevo talento maravilloso de utilizar múltiples palabras. Acercó la botella a mis labios y tomé otro sorbo. Tuve la impresión de que relajaba los músculos de mi garganta y aliviaba una pizca mi dolor de cabeza, pero también me despertaba a la realidad de que algo no iba nada bien.
Volví la cabeza para mirar a mi alrededor, y como recompensa recibí una punzada de dolor electrizante que recorrió la distancia entre mi cuello y la tapa de los sesos. Pero también me permitió ver algo más del mundo que no fuera la cara y la camisa de Samantha, y lo que vi no fue alentador. Había una luz fluorescente en el techo, que iluminaba una pared verde. En el lugar donde la razón dictaba que debería haber una ventana, había una sencilla tabla sin pintar de contrachapado. Y no podía ver más sin continuar moviendo la cabeza, cosa que no deseaba hacer, teniendo en cuenta el terrible dolor que acababa de experimentar tras moverla hasta aquel punto.
Devolví poco a poco la cabeza a su sitio y traté de pensar. No reconocí mi entorno, pero ya no estaba en el frigorífico, al menos. Oía cerca un ruido mecánico, y lo reconocí, como cualquier ciudadano de Florida, como el sonido de un aparato de aire acondicionado empotrado en una ventana. Pero ni eso ni el contrachapado me informaron de algo importante.
—¿Dónde estamos? —pregunté a Samantha.
La chica sorbió un poco de agua.
—En un remolque. En algún lugar de los Everglades, no sé. Uno de los tipos del aquelarre tiene veinte hectáreas de terreno, en el que guarda este trasto, un remolque, para cazar. Y nos han traído aquí, totalmente aislados. Nadie nos encontrará jamás.
Parecía muy contenta, pero al menos recordó componer cierta expresión culpable, e intentó disimular tomando otro sorbo de agua.
—¿Cómo? —pregunté, otro graznido, y cogí la botella de agua. Tomé otro trago, esta vez más grande—. ¿Cómo nos sacaron del club? Sin que nadie nos viera.
Ella movió una mano, y el movimiento afectó a mi cabeza como una pequeña sacudida, pero el dolor fue mucho más grande.
—Nos envolvieron en alfombras. Vinieron dos tíos con mono, sacaron las alfombras, con nosotros dentro, nos tiraron dentro de la camioneta y se fueron. LIMPIEZA DE ALFOMBRAS GONZÁLEZ, ponía. Fácil.
Esbozó una sonrisa, hizo como que se encogía de hombros, y tomó un sorbo de agua.
Medité al respecto. Si Deborah había continuado vigilando, ver que sacaban dos bultos grandes habría despertado sus sospechas, y por ser Debs, si se habían despertado sus sospechas habría salido con el arma desenfundada y detenido a los malos ipso facto. De modo que no estaba vigilando, pero ¿por qué no? ¿Iba a abandonar a su querido hermano? ¿Abandonarme a un destino peor que la muerte, aunque casi sin la menor duda la incluyera? No creí que lo hubiera hecho, al menos por voluntad propia. Tomé otro sorbo de agua y seguí pensando.
No me abandonaría de buen grado. Por otra parte, no podía pedir apoyo. Su compañero había muerto, y desde un punto de vista técnico estaba haciendo algo un poco al margen de las normas del departamento y, a propósito, del Código Penal de Florida. ¿Qué habría hecho?
Tomé otro sorbo de agua. Quedaba menos de la mitad de la botella, pero daba la impresión de que estaba calmando un poco mi dolor de cabeza (no eliminaba el dolor, pero bueno), de modo que la situación no era tan horrible. O sea, el dolor significaba que estaba vivo, ¿y quién dijo aquello de que «mientras hay vida hay esperanza»? Tal vez Samantha lo sabía, pero cuando abrí la boca para preguntárselo cogió la botella de agua y tomó un gran sorbo, y recordé que estaba intentando pensar en qué habría hecho mi hermana, y en por qué eso conducía a mi presencia en aquel lugar.
Recuperé la botella y bebí agua. Deborah no me abandonaría así. Claro que no. Deborah me quería. Y entonces me di cuenta: yo también la quería. Tomé otro trago de agua. Es curioso el amor. O sea, darme cuenta de eso a mi edad era raro, pero estaba rodeado de mucho amor. Durante toda mi vida, el de mis padres adoptivos, Harry y Doris. No estaban obligados a quererme, porque no era su hijo, pero lo hicieron. Me quisieron, como muchos otros, hasta hoy, con Debs, además de Rita, Cody, Astor y Lily Anne. La hermosa, maravillosa y milagrosa Lily Anne, la última en darme su amor. Pero también estaban todos aquellos que me querían a su manera…
Samantha cogió la botella de agua y bebió, y en aquel momento llevé a cabo un tremendo descubrimiento: hasta Samantha me había demostrado un gran amor. ¡Lo había demostrado arriesgando todo cuanto significaba algo para ella, todo cuanto siempre había deseado, sólo para concederme la oportunidad de escapar! ¿Acaso no era un acto de amor puro?
Tomé otro sorbo de agua y me sentí rodeado por completo de todas aquellas personas maravillosas, personas que me querían pese a que había hecho cosas muy malas, pero, bueno, había parado de hacerlas, ¿no? ¿Acaso no estaba intentando ahora vivir una vida de amor y responsabilidad, en un mundo transformado de repente en un lugar de prodigios y dicha?
Samantha agarró la botella y dio un gran trago. Me la devolvió y la apuré con ansia. Deliciosa, la mejor agua que había probado en mi vida. O tal vez sólo estaba apreciando más las cosas. Sí. Al fin y al cabo, el mundo era un lugar asombroso, y yo encajaba en él a la perfección. Y también Samantha. Era una persona maravillosa. Había cuidado de mí cuando no debía hacerlo. ¡Y me estaba cuidando ahora! Me alimentaba y acariciaba mi cara con algo que sólo podía ser amor… ¡Era una chica maravillosa! Y si quería que la comieran… Caramba: tuve una revelación. La comida es amor, ¡de modo que desear ser comido era otra forma de compartir amor! Y así la había elegido Samantha, porque estaba tan henchida de amor que no confiaba en saber expresarlo, salvo de una forma tan extrema como ésa. ¡Asombroso!
Miré su cara como si la viera por primera vez. Era una persona maravillosa, entregada. Y aunque me dolía el cuello, tenía que demostrarle que comprendía lo que estaba haciendo y me daba cuenta de la persona maravillosa y bella que era, así que levanté el brazo y apoyé la mano en su cara. Noté su piel suave y tibia, vibrante de vida, y acaricié su mejilla un momento. Me miró sonriente y apoyó su mano sobre mi cara.
—Eres guapa —dije—. O sea, pronunciar simplemente la palabra «guapa» no lo resume todo, salvo de una forma superficial que sólo habla de lo externo y no refleja la verdad, las profundidades absolutas de lo que quiero decir con «guapa», sobre todo en tu caso, porque creo que acabo de comprender lo que estás haciendo con todo este asunto del «cómeme». Quiero decir, también eres hermosa por fuera. No es mi intención negarlo, porque sé que es importante para una chica. Una mujer. Tienes dieciocho años. Eres una mujer, lo sé, porque has tomado una decisión muy adulta en lo tocante al futuro de tu vida, y no hay vuelta atrás, lo cual significa que esa decisión es muy adulta, y estoy seguro de que comprendes las consecuencias de tu decisión, y no puede existir mejor definición de ser un adulto que ésa, tomar una decisión de consecuencias definitivas, y tú sabes que no hay vuelta atrás, y te admiro por eso. Y también porque, como ya he dicho, eres muy, muy hermosa.
Su mano acarició mi cara, descendió por mi cuello, se deslizó bajo el cuello de la camisa y acarició mi pecho. La sensación me gustó.
—Sé exactamente lo que estás diciendo, y eres la primera persona que, en mi opinión, comprende lo que significa para mí pasar por todo esto… —Apartó la mano de mi pecho para agitarla en el aire, indicando todo cuanto nos rodeaba, y me apoderé de ella para volver a posarla sobre mi pecho, porque era una sensación estupenda y quería seguir experimentándola. Sonrió y volvió a acariciar mi pecho con suavidad—. Porque no es algo fácil de comprender, lo sé, y ése es el motivo de que creyera que nunca podría hablar de esto con nadie, y de que haya estado tan sola durante casi toda mi vida, porque ¿quién podría comprender algo semejante? O sea, si le digo a alguien «quiero que me coman», la respuesta será: «Oh, Dios mío, tendremos que llevarte a un loquero», y nadie volverá a mirarme como si fuera normal, y yo creo que esto es de lo más normal, una expresión normalísima de…
—Amor.
—¡Lo comprendes! —dijo, y bajó la mano hasta mi estómago, y luego volvió a subirla hasta el pecho—. Oh, Dios, sabía que lo entenderías, porque incluso cuando estábamos en el frigorífico capté que eras diferente de cualquier persona que había conocido en mi vida, y pensé que quizá sólo una vez antes de que suceda podría hablar con alguien que lo comprendiera de verdad, y que no me miraría como si fuera un monstruo enfermo, perverso y retorcido.
—No, no, tú sólo eres hermosa. Nadie podría pensar eso de ti, tu rostro es asombroso…
—No, pero no es eso…
—No, lo sé, no me refiero a eso. Pero es parte de lo que te convierte en lo que eres, y ver esa parte conduce a comprender el resto. O sea, si no eres un idiota total, es imposible mirar tu cara sin pensar, caramba, es una persona increíble, y cuando te das cuenta de que lo de dentro es todavía más hermoso, resulta asombroso. —Y como las simples palabras no podían expresarlo en su totalidad, y yo deseaba que comprendiera lo que quería decir, acerqué su cara a la mía y la besé—. Eres bonita por dentro y por fuera.
Sonrió con una calidez y gratitud increíbles, lo cual me produjo la sensación de que, en lo sucesivo, todo sería maravilloso.
—Tú también —dijo, y bajó la cara y volvió a besarme, y esta vez el beso fue más largo y dio paso a otro tipo de sentimiento que era nuevo para mí, y presentí que para ella también, pero ninguno de nosotros quiso ponerle trabas, hasta que se tendió a mi lado en el suelo y nos besamos, y al cabo de mucho rato ella se detuvo un segundo—. Creo que pusieron algo en el agua —dijo.
—No me parece importante. Porque lo que hemos empezado a comprender no surge de nada que puedas poner en el agua, porque surge de nuestro interior, el interior real, y es auténtico, y sé que tú también te has dado cuenta.
La besé y ella me besó durante un minuto, hasta que paró y apoyó ambas manos sobre mis mejillas.
—En cualquier caso —dijo—, aunque haya algo en el agua da igual, porque siempre he pensado que esto es importante. Me refiero al amor, no sólo el que sientes, sino el que haces, y se me ha ocurrido, tengo dieciocho años. Debería hacerlo al menos una vez antes de marcharme, ¿no crees?
—Al menos una vez —confirmé, y ella sonrió y cerró los ojos, y acercó su cara a la mía y lo hicimos.
Más de una vez.