28

Es curioso la cantidad de sonidos que puedes percibir cuando crees que estás sumido en un silencio absoluto. Por ejemplo, notaba los latidos del corazón resonando en los oídos, y Samantha absorbió a mi lado una larga y lenta bocanada de aire, y además se oía el zumbido metálico del pequeño ventilador que arrojaba más aire frío en el interior del frigorífico empotrado, y hasta llegué a oír que algo se escabullía por encima de una hoja de papel debajo del catre sobre el que estaba sentado, tal vez una cucaracha.

Incluso con este ruido estruendoso, el más sobrecogedor fue el ruido blanco envolvente de las últimas palabras de Samantha, cuando estallaron y despertaron ecos en la pequeña habitación, y al cabo de un rato dejaron de tener sentido para mí, incluidas las sílabas individuales, y volví la cabeza para mirarla.

Samantha estaba inmóvil, con la sonrisa irritante puesta otra vez en su sitio. Tenía los hombros hundidos y la vista clavada al frente, no tanto para evitar el contacto visual como esperando a ver qué sucedía a continuación, y al final ya no pude aguantar más.

—Lo siento —dije—. Cuando dije que iban a comerte, y tú dijiste que eso es lo que deseas…, ¿qué coño querías decir?

Guardó silencio varios segundos, pero su sonrisa se difuminó por fin y compuso una expresión pensativa y soñadora.

—Cuando era muy pequeña —dijo por fin—, mi padre siempre estaba ausente, en un congreso o lo que fuera. Y cuando volvía a casa me contaba cuentos para congraciarse. Ya sabes, cuentos de hadas. Y llegaba a esa parte en la que el ogro o la bruja se come a alguien, y él hacía ruidos como de comer y fingía devorarme el brazo o la pierna. Y, o sea, yo sólo era una cría, y me encantaba, y decía: «Hazlo otra vez, hazlo otra vez». Y él lo hacía, yo reía como una loca y…

Samantha hizo una pausa y se retiró un mechón de pelos de la frente.

—Al cabo de un tiempo —continuó en voz más baja—, empecé a hacerme mayor. Y… —Sacudió la cabeza, de modo que el pelo volvió a caerle sobre la frente, y lo apartó de nuevo—. Me di cuenta de que no eran los cuentos lo que me gustaba tanto. Era… mi papá zampándose mi brazo. Y cuanto más pensaba en ello, más le daba vueltas a la idea de que alguien me comiera. De que una bruja, o quien fuera, me comiera lentamente, asara mi cuerpo lentamente, cortara pedacitos y me comiera…, y le gustara. Le gustara yo, mi sabor y…

Respiró hondo y se estremeció, pero no de miedo.

—Y llego a la pubertad y todo eso. Y todas las chicas comentaban «Oh, el chico ese, me gustaría hacer de todo con él, y le dejaría hacerme lo que quisiera», y no podía implicarme en ese rollo, las risitas, comparar a los chicos y… Porque sólo podía pensar en que quiero que me coman. —Empezó a cabecear rítmicamente y a hablar en voz baja y ronca—. Quiero que me asen poco a poco, pero viva todavía, para poder ver a esa gente masticándome y murmurando, «ñam ñam», y volver a por más hasta que…

Se estremeció de nuevo y se ciñó más la manta alrededor de los hombros, y yo intenté pensar en algo que decir, algo mejor que preguntar si había pensado en ver a un psicólogo. Pero no se me ocurrió nada, salvo uno de los comentarios favoritos de Deborah.

—Hostia puta.

Samantha, asintió.

—Sí, lo sé —replicó.

Daba la impresión de que no quedaba gran cosa que añadir, pero al cabo de un momento recordé que la ciudad de Miami me pagaba para investigar cosas.

—¿Tyler Spanos? —pregunté.

—¿Qué?

—Erais amigas, pero da la impresión de que no tenéis nada en común.

Asintió, y la sonrisa semisoñadora volvió a su cara.

—Sí. Nada excepto esto.

—¿Fue idea de ella?

—Oh, no. Esta gente lleva años aquí. —Indicó con un cabeceo los tarros de sangre y sonrió—. Pero Tyler es un poco alocada. —Se encogió de hombros y su sonrisa se ensanchó—. Era un poco alocada. Conoció a ese tipo en una fiesta gótica.

—¿Bobby Acosta?

—Bobby, Vlad, da igual. Intenta impresionarla para ligar, ¿sabes? Y le suelta: «Estoy en este grupo. Lo que hacemos es increíble. Comemos gente». Y ella contesta: «Puedes comerme», y él cree que no lo ha pillado y dice: «No, me refiero a comer gente de verdad». Y Tyler responde: «Sí, vale, lo digo en serio, a mí y a mi amiga».

Samantha volvió a estremecerse y se abrazó con fuerza, mientras se mecía atrás y adelante.

—Habíamos hablado de buscar a alguien así. O sea, entramos en los grupos de chateo de Yahoo y todo eso, pero casi todo son chorradas y porno, y de todos modos, ¿cómo puedes confiar en alguien que conoces online? Y aparece ese tipo como de la nada y dice: «Comemos gente». —Se estremeció más, y esta vez pareció que iba en serio—. Tyler viene a verme y me dice: «No te vas a creer lo que pasó anoche». Cosa que repite mucho, y yo en plan: «Vale, ¿otra vez?». Y ella dice: «No, de veras», y me habla de Vlad y su grupo…

Samantha cerró los ojos y se humedeció los labios antes de continuar.

—Es como un sueño hecho realidad. O sea, es demasiado bueno. Al principio no la creo. Porque Tyler es, era, un poco ligera de cascos, y los tíos se daban cuenta y le decían cosas para, ya sabes, practicar el sexo con ella. Y estoy convencida de que se había atizado algo, así que ¿cómo puedo estar segura de que este tío es legal? Pero me presenta a Vlad, y él nos enseña fotos y cosas, y yo pienso: «Lo he encontrado».

Samantha me miró fijamente y se apartó el pelo de la frente. Tenía el pelo bonito, de un color castaño claro, pero limpio y reluciente, y parecía una adolescente normal que le estaba contando a un adulto receptivo algo interesante ocurrido en la clase de francés…, hasta que se puso a hablar de nuevo.

—Siempre supe que algún día lo haría. Encontraría a alguien que me comiera. Es lo que más deseaba. Pero pensaba que sería más adelante, ¿sabes?, después de la facultad o… —Se encogió de hombros y sacudió la cabeza—. Pero allí estaba él, y Tyler y yo pensamos: ¿Para qué esperar? ¿Para qué iba a gastar el dinero de mis padres en la universidad, cuando puedo conseguir lo que deseo sin él, ahora mismo? De modo que dijimos a Vlad: «Vale, en cuerpo y alma, estamos por la labor», y nos lleva a conocer al cabecilla del grupo, y… —Sonrió—. Aquí estoy.

—Pero Tyler no.

Samantha asintió.

—Siempre tuvo suerte. Tenía que ser la primera. —La sonrisa se ensanchó—. Pero yo soy la siguiente. Pronto.

Y su aparente ansiedad por seguir a Tyler a la olla se cargó todo mi celo profesional, y no tuve nada más que decir. Samantha se limitó a mirarme para ver qué iba a hacer, y por primera vez en mi vida, no tenía ni idea. ¿Cuál es la expresión facial correcta que debemos adoptar cuando alguien nos cuenta que su fantasía de toda la vida es ser devorado? ¿Debo escandalizarme? ¿No dar crédito a sus palabras? ¿Tal vez mostrar indignación moral? Estaba convencido de que el tema nunca se había suscitado en ninguna película o programa de televisión que había estudiado, y pese a que en ciertos círculos me consideran una persona inteligente y creativa, fui incapaz de imaginar nada apropiado.

De modo que miré, y Samantha me miró, y allí estábamos: un hombre casado y con tres hijos perfectamente normal, con una carrera prometedora por delante, a quien le gustaba matar gente, contemplando a una chica de dieciocho años perfectamente normal que iba a un buen colegio y le gustaba Crepúsculo, y deseaba ser devorada, sentados uno al lado del otro en un frigorífico empotrado de un club de vampiros de South Beach. En los últimos tiempos me había esforzado por llevar una vida normal, pero si normal era esto, pensé que prefería otra cosa. Exceptuando a Salvador Dalí, no puedo creer que la mente humana sea capaz de lidiar con algo tan radical.

Y por fin, hasta la mutua contemplación empezó a parecer demasiado extraña, incluso para dos no humanos tan esforzados como nosotros, y ambos parpadeamos y desviamos la vista.

—De todos modos, da igual —dijo.

—¿Qué da igual? ¿Desear que te coman?

Se encogió de hombros, un gesto adolescente extrañamente auténtico.

—Lo que sea. Quiero decir, pronto llegarán.

Experimenté la sensación de que alguien me estaba acariciando la columna vertebral con un carámbano.

—¿Quién? —pregunté.

—Alguien del aquelarre —contestó, y volvió a mirarme—. Así lo llaman. El, ya sabes, el grupo que… come gente.

Pensé en el archivo que había visto en el ordenador. Aquelarre. Ojalá lo hubiera copiado y enviado a casa.

—¿Cómo sabes que van a venir?

Volvió a encogerse de hombros.

—Han de alimentarme. Tres veces al día, ya sabes.

—¿Para qué? Si van a matarte, ¿por qué han de cuidar de ti?

Me miró como diciendo, qué tonto eres, y sacudió la cabeza.

—Van a comerme, no a matarme. No quieren que me ponga enferma y flaca. Debo estar, ya sabes. Rellenita. Entradita en carnes. Para estar más rica.

Entre mi trabajo y mi pasatiempo, debo decir sin fanfarronadas que tengo un estómago bastante resistente, pero esto me estaba poniendo a prueba. La idea de que se zampaba alegremente tres comidas al día para que su carne supiera mejor era demasiado antes del desayuno, y desvié la vista de nuevo. Pero por suerte para mi apetito, una idea práctica se abrió paso en mi mente.

—¿Cuántos vendrán? —pregunté.

Me miró, y después apartó la vista.

—No lo sé. Por lo general, son dos. Por si, ya sabes, me da por cambiar de opinión y huir. Pero… —Me miró. Y luego se contempló los pies—. Creo que esta vez Vlad les acompañará —dijo por fin, y no me pareció un pensamiento alegre.

—¿Por qué lo crees?

Meneó la cabeza, pero sin alzar la vista.

—Cuando le iba a tocar a Tyler, empezó a venir con ellos. Y le hacía, ya sabes…, cosas. —Se humedeció los labios, pero tampoco alzó la vista—. No sólo, ya sabes… Sexo no. O sea, sexo normal no. Él… Como si eso le pusiera, y… —Se estremeció, y levantó la vista por fin—. Creo que por eso ponen cosas en mi comida, alguna especie de tranquilizante. Para así mantenerme, ya sabes, tranquila y apaciguada. Porque de lo contrario… —Desvió la vista de nuevo—. A lo mejor no vienen.

—Pero vendrán dos tipos como mínimo, ¿no?

Asintió.

—Sí.

—¿Van armados? —pregunté, y me miró sin comprender—. Ya sabes, cuchillos, pistolas, bazucas. ¿Llevan algún tipo de armas?

—No lo sé. O sea, yo sí las llevaría.

Pensé que yo también, y aunque quizá fuera poco caritativo, también pensé en que me habría fijado en qué clase de armas llevaban mis captores. Por supuesto, no me consideraba un banquete, porque eso afectaría sin duda a mis poderes de observación.

De modo que serían dos, probablemente armados, lo cual significaría probablemente pistolas, puesto que estábamos en Miami. Y también podía significar Bobby Acosta, quien portaría algún tipo de arma, puesto que era un fugitivo rico. Y yo estaba en una habitación pequeña sin ningún sitio donde esconderme, con el lastre añadido de Samantha, quien probablemente les chillaría «¡Cuidado!» si yo intentaba sorprenderles. Por el lado positivo, mi corazón era puro y contaba con una palanca doblada.

No era gran cosa, pero he aprendido que si examinas la situación con detenimiento, casi siempre puedes encontrar una forma de mejorar tus posibilidades. Me levanté y paseé la vista alrededor de la habitación, pensando que tal vez alguien habría olvidado un rifle de asalto en una estantería. Hasta me obligué a tocar los tarros y mirar detrás de ellos, pero no hubo suerte.

—Oye —dijo Samantha—, si estás pensando en, ya sabes… O sea, no quiero que me rescaten ni nada por el estilo.

—Me parece maravilloso, pero yo sí. —La miré acurrucada en su manta—. No quiero que me coman. Tengo una vida y una familia. Tengo una hija recién nacida, y quiero volver a verla. Quiero verla crecer, y leerle cuentos de hadas.

Ella se encogió un poco, vacilante.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—Lily Anne.

Samantha volvió a desviar la vista, y me di cuenta de que intentaba abrirse paso entre su mar de dudas, de modo que insistí un poco.

—Samantha, con independencia de lo que tú desees, no tienes derecho a imponérmelo por la fuerza.

Me sentí de lo más hipócrita con aquella prédica, pero al fin y al cabo había mucho en juego, y en cualquier caso había estado practicando la hipocresía durante toda mi vida adulta.

—Pero… yo deseo esto —dijo—. O sea, toda mi vida…

—¿Lo deseas hasta el punto de condenarme a muerte? Porque eso es lo que estás haciendo.

Me miró, pero desvió la vista enseguida.

—No, pero…

—Sí, pero. Pero si no huyo de los tipos que vienen a darte de comer, moriré, y tú lo sabes.

—No puedo echarme atrás.

—No es necesario —dije, y me miró con atención—. Sólo has de dejarme escapar, y tú puedes quedarte aquí.

Se mordisqueó el labio inferior unos segundos.

—No sé. O sea, cómo voy a confiar en que no, ya sabes, ¿llames a la policía y entren a saco para rescatarme?

—Cuando yo regresara con la policía, ellos ya te habrían trasladado a otro lugar.

—Sí —dijo, y cabeceó poco a poco—, pero ¿cómo sé que no querrás sacarme de aquí por la fuerza? ¿Para salvarme de mí misma?

Hinqué una rodilla delante de ella. Fue melodramático, lo sé, pero era una adolescente, y pensé que probablemente se lo tragaría.

—Samantha, lo único que has de hacer es dejar que lo intente. No hagas nada, y no intentaré sacarte de aquí contra tu voluntad. Tienes mi solemne palabra de honor.

No retumbó ningún trueno, ni siquiera se oyó el sonido de una carcajada lejana, y pese a mi reciente epidemia de emociones desagradables, tampoco me sentí avergonzado. Y creo que lo hice de una manera muy convincente. De hecho, creo que fue la mejor actuación de mi vida. No decía en serio ni una sola palabra, por supuesto, pero debido a las circunstancias le habría prometido de buena gana dar un paseo en mi platillo volante con tal de salir de allí.

Y Samantha empezó a parecer más que convencida a medias.

—Bien… No sé. O sea, ¿qué? ¿Me quedo sentada aquí y no digo nada? ¿Eso es todo?

—Eso es todo. —Tomé su mano y la miré a los ojos—. Por favor, Samantha. Por Lily Anne.

Sin la menor vergüenza, lo sé, pero ante mi sorpresa descubrí que hablaba en serio, y todavía peor, sentí que cierta humedad se acumulaba en los rabillos de mis ojos. Tal vez era tan sólo un momento de actor del Método, pero interfirió en mi visión y fue de lo más desconcertante.

Y, por lo visto, de lo más efectivo.

—De acuerdo —dijo, y hasta me estrechó la mano—. No diré nada.

Se la estreché a mi vez.

—Gracias. Lily Anne te da las gracias.

Una vez más, un poco pasado de revoluciones, pero había muy pocas directrices para una situación como ésta. Me levanté y cogí la palanca. No era gran cosa, pero era mejor que nada. Me acerqué a la puerta e intenté apretarme contra el lado del marco, donde sería invisible si miraban antes por la ventanilla. Elegí el lado más próximo al tirador. La puerta se abría hacia fuera, y sería mucho más fácil para ellos ver la otra esquina. Debía confiar en que no se fijarían en nada, y en que después de mirar y ver a Samantha en su camastro, entrarían sin sospechar nada. Después, con algo de suerte, sería pim-pam, y Dexter cabalgaría de nuevo.

Llevaba acurrucado en mi sitio unos cinco minutos, cuando oí voces que se filtraban a través de la gruesa puerta. Respiré hondo, expulsé el aire poco a poco, y traté de encogerme todavía más en mi rincón. Miré a Samantha, y ella se humedeció los labios, pero asintió. Yo asentí a mi vez, y entonces oí que alguien tiraba de la manija de la puerta y ésta se abría.

—Hola, cerdita —dijo alguien, con una carcajada muy maligna—. Oink oink.

Un hombre entró cargado con una bolsa aislante de nilón rojo. Descargué con fuerza la palanca sobre su cabeza, y se derrumbó sin emitir el menor sonido. Como un rayo, rodeé su cuerpo y atravesé la puerta, la palanca en alto, preparado para todo… excepto para el enorme brazo que ya estaba volando contra mi cara y arrojándome contra la pared, y apenas pude distinguir al gigantesco gorila de la cabeza afeitada cuando me inmovilizó con el antebrazo sobre mi garganta, mientras Bobby Acosta, detrás de él, gritaba: «¡Mata a ese cabronazo!».

Y entonces el gorila lanzó un puño grande como un piano de cola contra mi barbilla y me sumí en las tinieblas.