Hacía frío dentro del frigorífico. Parece obvio, pero la obviedad no aporta el menor calor, y había estado temblando desde que se me pasó la sorpresa de la traición de Samantha. Hacía frío, y el pequeño espacio estaba lleno de tarros de sangre, y no había forma de escapar, ni siquiera con la ayuda de mi palanca. Había intentado romper el cristal de la ventanilla de la puerta, lo cual demuestra lo bajo que había caído debido a la insensatez inducida por el pánico. El cristal tenía tres centímetros de grosor y estaba reforzado con alambre, y aunque hubiera logrado romperlo, el hueco apenas dejaba espacio para una de mis piernas.
Por supuesto, había intentado llamar a Deborah por el móvil, y por supuesto, naturalmente, no había cobertura dentro de la jaula aislada con gruesas paredes metálicas. Sabía que eran gruesas, porque después de que desistiera de romper la ventana, y doblara a continuación la palanca al intentar abrir la puerta, las había golpeado durante varios minutos, una verdadera pérdida de tiempo. La palanca se dobló un poco más, las filas y filas de tarros de sangre daban la impresión de cerrarse sobre mí, y empecé a respirar con dificultad…, mientras Samantha continuaba sentada y sonriente.
Y Samantha, ¿por qué estaba sentada con su sonrisa de Mona Lisa de satisfacción perfecta? Tenía que saber que, en algún momento de un futuro no muy lejano, se convertiría en el plato fuerte de una comida. Y no obstante, cuando yo había llegado a lomos de mi caballo blanco con una armadura resistente, ella había cerrado la puerta de una patada y nos había dejado atrapados a ambos. ¿Era por culpa de las drogas que, sin la menor duda, le suministraban? ¿O era tan ingenua como para creer que ella no seguiría los pasos de su mejor amiga, Tyler Spanos?
Poco a poco, cuando el impulso de atacar las paredes se calmó y los temblores se apoderaron de mí, empecé a interrogarme acerca de ella cada vez más. No había prestado la menor atención a mis débiles y cómicos esfuerzos por salir de una gigantesca caja de acero con un ridículo pedazo de hierro (en este caso tendrían que haberlo llamado «palanqueta»), y se limitó a sonreír, con los ojos entrecerrados, incluso cuando me rendí, me senté a su lado y dejé que el frío se apoderara de mí.
Aquella sonrisa estaba empezando a irritarme. Era el tipo de expresión que ves en alguien que ha tomado demasiados tranquilizantes después de forrarse como agente inmobiliario. Embargada de una relajada sensación de absoluta satisfacción consigo misma, por todo lo que había hecho, y por la forma en que había moldeado el mundo, y empecé a desear que se la hubieran comido antes.
De modo que me senté a su lado, temblé y alterné la angustia con terribles pensamientos sobre Samantha. Como si no se hubiera portado ya bastante mal, ni siquiera se ofreció a compartir su manta conmigo. Intenté olvidarme de ella, algo difícil de conseguir en una habitación pequeña y muy fría, sentado al lado de lo que deseas olvidar, pero lo intenté.
Miré los tarros de sangre. Todavía me revolvían el estómago, pero al menos apartaron de mi mente la traición de Samantha. Tanta materia pegajosa y horrible… Desvié la vista, y descubrí por fin un fragmento de pared metálico en el que clavar la vista, desprovisto de sangre o de Samantha.
Me pregunté qué iba a hacer Deborah. Fue egoísta por mi parte, lo sé, pero confié en que hubiera empezado a preocuparse por mí. A estas alturas, ya me había ausentado demasiado tiempo, y estaría sentada en el coche y rechinando los dientes, tamborileando con los dedos sobre el volante, consultando su reloj, preguntándose si era demasiado pronto para hacer algo y, si no, qué podía hacer. Me elevó los ánimos un poco, no sólo la idea de que iba a hacer algo, sino de que estaba preocupada por ello. Eso le serviría de lección. Confié en que rechinara tanto los dientes que necesitara asistencia odontológica. Tal vez podría visitarse con el doctor Lonoff.
Sólo porque estaba angustiado y aburrido, saqué el móvil e intenté llamarla otra vez. No funcionó.
—Aquí no funcionan —confirmó Samantha en voz baja y risueña.
—Sí, lo sé —contesté.
—Pues deberías dejar de intentarlo.
Sabía que ahora tenía sentimientos humanos, pero estaba convencido de que el que me inspiraba la joven era irritación, a punto de transformarse en odio.
—¿Es eso lo que has hecho? —pregunté—. ¿Rendirte?
Negó con la cabeza poco a poco, con una especie de risita grave de dos sílabas.
—Ni hablar —dijo—. Yo no.
—Entonces, por el amor de Dios, ¿por qué haces esto? ¿Por qué me has encerrado aquí, y te limitas a sonreír con aire de suficiencia?
Volvió la cabeza hacia mí y tuve la sensación de que me prestaba atención por primera vez.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
No se me ocurrieron motivos para no decírselo. Claro que tampoco se me ocurrían motivos para no abofetearla, pero eso podía esperar.
—Dexter. Dexter Morgan.
—Caramba —dijo, con otra sílaba de aquella risa insufrible—. Un nombre raro.
—Sí, de lo más estrambótico.
—Da igual. Dexter. ¿Deseas algo en la vida con todas tus fuerzas?
—Me gustaría salir de aquí.
Ella sacudió la cabeza.
—Pero eso es algo totalmente, totalmente, mmm… ¿prohibido? ¿Equivocado? Pero lo deseas, es como… O sea, ni siquiera puedes hablar de ello con nadie, pero ¿es lo único en lo que puedes pensar a veces?
Pensé en el Oscuro Pasajero, y se removió levemente cuando lo hice, como para recordarme que nada de esto habría ocurrido si le hubiera hecho caso.
—No, de ninguna manera —dije.
Me miró un largo momento, sus labios se abrieron, pero continuó sonriendo.
—Vale —dijo, como si supiera que yo estaba mintiendo y le diera igual—. Pero yo sí. O sea, existe algo. Para mí.
—Es maravilloso tener un sueño, aunque ¿no sería más fácil que se convirtiera en realidad si saliéramos de aquí?
Negó con la cabeza.
—Mmm…, no. Es así. Tengo que estar aquí. O, ya sabes. No he de…
Se mordisqueó el labio de una forma rara y volvió a sacudir la cabeza.
—¿Qué? —pregunté, y su numerito de timidez me dio todavía más ganas de batirle las muelas a bofetadas—. ¿Qué no has de hacer?
—Es difícil decirlo, incluso ahora. Es como… —Frunció el ceño, lo cual significó un cambio agradable—. ¿No guardas algún secreto…, algo que no puedes evitar, pero que te hace sentir vergüenza?
—Claro. Vi toda una temporada de American Idol.
—Pero eso lo ha hecho todo el mundo —dijo, al tiempo que desechaba la idea con un ademán y hacía una mueca—. Todo el mundo. Quería decir algo que… Ya sabes, la gente quiere integrarse, ser como los demás. Y si hay algo dentro de ti que te impulsa a… Sabes que está mal, que es raro. Nunca serás como los demás, pero aun así lo deseas. Y eso duele, y te obliga a ser más cauto. Cuando intentas integrarte. Lo cual quizá sea más importante a mi edad.
La miré un poco sorprendido. Había olvidado que tenía dieciocho años, y se rumoreaba que era inteligente. Tal vez las drogas que le habían administrado estaban perdiendo su efecto, y tal vez estaba contenta de poder hablar con alguien desde hacía tiempo. Fuera cual fuera el caso, estaba demostrando por fin un poco de profundidad, lo cual eliminaba, al menos, una pequeña capa de tortura del cautiverio.
—No. Es importante toda la vida —dije.
—Pero el dolor se siente mucho más. Cuando eres joven, es como si se estuviera celebrando una fiesta y no hubieras sido invitado.
Desvió la vista, no hacia la sangre, sino hacia la pared de acero desnuda.
—De acuerdo —dije—. Sé a qué te refieres. —Me miró como dándome ánimos—. Cuando tenía tu edad, yo también era diferente. Tuve que esforzarme mucho para fingir que era como los demás.
—Lo dices por decir algo.
—No, es verdad. Tuve que aprender a comportarme como los chicos guay, y a fingir que era duro, incluso a reír.
—¡Cómo! —exclamó, con otra de sus risitas de dos sílabas—. ¿No sabes reír?
—Ahora sí.
—Vamos a verlo.
Compuse una de mis caras de felicidad perfectas, y le dediqué una carcajada muy realista.
—Muy bien, oye —dijo.
—Años de práctica —comenté con modestia—. Al principio, sonaba fatal.
—Ajá, bien. Yo todavía continúo practicando. Y para mí es muchísimo más difícil que aprender a reír.
—Eso es típico de la adolescencia. Crees que todo es más difícil para ti, sólo porque eres tú. Pero la verdad es que resulta muy difícil vivir como un ser humano, y siempre lo ha sido. Sobre todo si crees que no lo eres.
—Yo creo que sí lo soy —observó en voz baja—. Pero de una especie muy diferente.
—Vale —dije, y admito que estaba empezando a sentirme un poco intrigado. Estaba descubriendo que era una persona muy especial—. Pero eso no es malo. Y si le concedes un poco de tiempo, puede que al final se convierta en algo bueno.
—Sí, vale.
—Y no lo conseguirás si no sales de aquí. Quedarse aquí es una solución permanente a un problema provisional.
—Qué cuco.
Volvía a mostrarse displicente, lo cual me ponía de mis nuevos nervios humanos. Había empezado a parecer interesante, y yo me había abierto, había empezado a gustarme, incluso a sentir auténtica empatía con ella, y ahora se había vuelto a poner su disfraz distante y adolescente, tipo «y tú qué sabes», lo cual me irritó y me entraron ganas de sacudirle.
—Por el amor de Dios —dije—. ¿No comprendes por qué estás aquí? ¡Esta gente va a guisarte y comerte!
Desvió la vista de nuevo.
—Sí, lo sé —dijo—. Eso es lo que quiero. —Me miró de nuevo, con ojos grandes y húmedos—. Ése es mi gran secreto.