26

Y así es como me encontré sentado en el coche de Deborah unas horas después, mientras vigilaba la puerta del club Fang. Al principio, no hubo gran cosa que ver. La gente iba saliendo a cuentagotas, y se alejaba por la calle o subía a un coche y se marchaba. Por lo que vi, nadie se convirtió en murciélago ni salió volando en una escoba. Nadie se fijó en nosotros, pero Deborah había aparcado el coche en un lugar oscuro al otro lado de la calle, a la sombra de una furgoneta de reparto subida a la acera. No dijo gran cosa, y yo continuaba demasiado molesto para intercambiar trivialidades.

Era el caso de Deborah, y era la corazonada de Deborah, pero no obstante era yo quien se estaba preparando para cometer una estupidez. Ni siquiera estaba de acuerdo con ella en que era menester hacerlo, pero sólo porque era su hermano, y adoptivo, encima, tenía que hacerlo. No pido justicia, no soy tan ingenuo. Pero ¿las cosas no deberían ser lógicas, al menos? Vivo y trabajo a destajo para pasar desapercibido, obedecer las normas y ser comprensivo, y sin embargo, cuando llega el momento de que el puro estalle, siempre soy yo el que le está dando caladas.

Pero era absurdo seguir discutiendo. Si me negaba a entrar en el club, lo haría Deborah, y tenía razón: como agente de la ley, iría a la cárcel si la pillaban, mientras que yo sería condenado probablemente a prestar servicios a la comunidad, recoger basura en un parque o enseñar a hacer calceta a chicos descarriados. Y la estancia de Deborah en la UCI debido a la cuchillada era demasiado reciente para permitir que corriera algún peligro, lo cual, estoy seguro, ella ya había sopesado. De modo que era Dexter lanzado por la borda, y punto.

Justo antes de amanecer, el letrero situado encima de la puerta del club se apagó y mucha gente salió al mismo tiempo, y después no pasó nada de nada durante media hora. Hacia el horizonte el cielo empezó a iluminarse y un pájaro se puso a cantar, lo cual demostraba lo poco que sabía. El primer corredor pasó por Ocean Drive, y una furgoneta de reparto se alejó con un bramido. Y por fin la puerta negra se abrió y salió Lurch, seguido de los dos gorilas, Bobby Acosta y un par de esbirros que no había visto antes. Unos minutos después, Kukarov en persona salió, cerró con llave la puerta y subió a un Jaguar aparcado a media manzana de distancia. El coche se encendió a la primera, lo cual contradecía todo lo que yo había oído sobre los Jaguars, y Kukarov se alejó en el amanecer en busca de Morticia y un plácido día de descanso en su cripta.

Miré a Deborah, pero se limitó a negar con la cabeza, de modo que esperé un poco más. Un brillante dedo de luz anaranjada asomó sobre el mar, y de repente nació un nuevo día. Tres jóvenes con bañadores diminutos pasaron hablando en alemán y se encaminaron hacia la playa. Cavilé sobre el sol naciente y, en un arranque de optimismo inspirado por la aurora, decidí que contaba con una probabilidad entre tres de que no fuera mi último día sobre la tierra.

—De acuerdo —dijo Deborah por fin, y la miré—. Ha llegado la hora.

Miré el club. A mí no me parecía que fuera la hora; tal vez hora de acostarse, en todo caso, pero no de entrar a hurtadillas en la guarida del dragón, y menos a plena luz del día. Dexter necesita sombras, oscuridad, chorros de luz de luna. No una luminosa mañana en la Titilante Capital del Mundo Occidental. Pero, como de costumbre, no se me brindaba otra alternativa.

—Podría haber alguien dentro. Un guardia —dijo—. De modo que ten cuidado.

No me sentía con ganas de honrar un comentario de esa guisa con una respuesta, de modo que me limité a respirar hondo y a tratar de convocar la oscuridad para prepararme.

—Tienes el teléfono, ¿verdad? —continuó Debs—. Si hay problemas, o si la ves y está, digamos, vigilada, llama al nueve-uno-uno y sal de ahí. Debería ser sencillo.

—No tan sencillo como estar sentado en el coche —repliqué, y admito que estaba irritado. Para colmo, Debs había desarrollado de repente verborragia. ¿Cómo puede alguien llamar a su Pasajero si todo el mundo quiere charlar?

—Vale. Lo único que digo es que seas precavido, ¿de acuerdo?

Estaba muy claro que el parloteo no iba a parar, de modo que apoyé la mano en la puerta.

—Estoy seguro de que todo saldrá bien. ¿Qué podría pasar por irrumpir en un nido de vampiros y caníbales que ya han secuestrado y asesinado a varias personas?

—Joder, Dexter —dijo Deborah, pero no sentí piedad.

—Al fin y al cabo, llevo un móvil. Si me pillan, amenazaré con enviar mensajes de texto.

—Vale, mierda.

Me dispuse a salir del coche.

—Abre el maletero —le dije.

Ella parpadeó.

—¿Qué?

—Abre el maletero del coche —repetí.

Intentó balbucear algo, pero yo ya había bajado del coche y me dirigía hacia el maletero. Lo abrí, cogí la palanca para desmontar neumáticos y la guardé en un bolsillo trasero del pantalón, al tiempo que ocultaba el mango con la falda de la camisa. Cerré el maletero y me acerqué a la ventanilla de Deborah. La bajó.

—Adiós, hermanita. Dile a mamá que morí como un hombre.

—Por los clavos de Cristo, Dexter —dijo, y yo crucé la calle, mientras ella continuaba mascullando blasfemias que expresaban su preocupación.

La verdad, confiaba en que fuera tan sencillo como Deborah creía. Entrar sería bastante fácil para alguien con mis modestas habilidades: había entrado por la fuerza en muchos sitios, con el ánimo de practicar mis inocentes pasatiempos, que parecían mucho más difíciles que éste, y la mayoría estaban habitados por monstruos de verdad, no como estos frikis de Halloween, con sus capas operísticas y falsos dientes. A la luz del sol de la mañana que se derramaba sobre South Beach, se me antojaba muy difícil tomarme en serio sus jueguecitos adolescentes.

También era sorprendentemente difícil conectarse online con el Oscuro Pasajero. Necesitaba de veras la suave voz que me guiara, la capa invisible de oscuridad interior, que sólo el Pasajero era capaz de proporcionar, pero a pesar del breve aleteo de alarma en el club, por lo visto el enfado no se había pasado. Me detuve al final de la calle y cerré los ojos, apoyé la mano sobre el poste del teléfono y pensé: Hola. ¿Hay alguien en casa? Alguien estaba en casa, pero no le apetecían visitas: percibí un lento y sedoso aleteo, como si se hubiera limitado a volver a cruzar las piernas y esperara a que pasara algo bueno. Venga, pensé. Pero nada.

Abrí los ojos. Un camión pasó por Ocean Drive, con la radio emitiendo salsa a un volumen excesivo. Pero fue la única música que oí. Por lo visto, me las tendría que apañar solo.

Vale, pues: cuando las cosas se complican, ya se sabe… Hundí las manos en los bolsillos y empecé a dar la vuelta al edificio como si no tuviera ningún sitio adonde ir y sólo estuviera paseando. Ostras, mira las palmeras. No hay nada parecido en Iowa. ¡Caray!

Di la vuelta al edificio una vez, y lo examiné sin dar otra impresión que la de pasear y admirar el lugar. Por lo que vi, nadie se tomó la molestia de quedarse impresionado por mi Inocente Actuación, pero nunca está de más ser cauteloso, de modo que seguí interpretando el papel de turista durante unos cuantos minutos más. El edificio ocupaba toda la manzana, y recorrí los cuatro lados. El punto vulnerable era evidente: en un callejón corto y estrecho situado al otro lado de la puerta del club había un contenedor de basura. Estaba al lado de una entrada que conducía sin duda a la cocina del club. La puerta estaba oculta a la vista, a menos que alguien se situara en la boca del callejón.

Saqué la mano derecha del bolsillo y dejé caer «por accidente» unas cuantas monedas sobre la acera y, cuando me agaché para recogerlas, paseé la vista a mi alrededor. A menos que hubiera alguien provisto de prismáticos en un tejado, nadie me estaba mirando. Dejé treinta y siete centavos en la acera y entré a toda prisa en el callejón.

La oscuridad era mayor en el estrecho callejón, pero eso no alentó al Pasajero a entablar conversación, y corrí hacia el contenedor más solo que la una. Llegué a la puerta de atrás en un periquete y la examiné. Tenía dos cerraduras con pestillo de resorte, lo cual era desalentador. Podría haberlas abierto fácilmente con un poco de tiempo y mi colección de herramientas muy especiales, pero no contaba con nada de eso, y la palanca no serviría: la puerta estaba descartada. Tendría que colarme dentro por otra entrada menos elegante.

Alcé la vista hacia al edificio. Sobre la puerta había una hilera de ventanas, espaciadas cada metro y medio o dos, que seguía el lado del edificio que daba a la calle. Era fácil alcanzar la segunda de mi izquierda desde lo alto del contenedor, y una persona ágil podría izarse y colarse a través de la ventana sin demasiadas dificultades. Ningún problema. Dexter es hábil, y suponiendo que pudiera abrir la ventana sería sencillo.

El contenedor tenía dos tapas, una al lado de la otra, y una estaba abierta. Apoyé ambas manos sobre el lado cerrado, y algo salió volando de la abertura con un horrible chillido y rozó mi oreja, y me quedé paralizado de terror hasta darme cuenta de que era un gato. Estaba hecho un asco, tiñoso y esquelético, pero aterrizó no muy lejos, arqueó el lomo y me maulló con pose perfecta de Halloween. Le miré, y por un segundo pensé que habían puesto de nuevo la música en el club, hasta caer en la cuenta de que el estruendo eran los latidos de mi corazón. El felino dio media vuelta y salió del callejón, yo me apoyé en el contenedor y respiré hondo, y el Pasajero se removió lo suficiente para dedicarme una risita como diciendo: Que eso te sirva de lección.

Tardé un momento en recuperarme, y entonces, sólo por si acaso, miré dentro del contenedor. Al parecer, no había nada más dentro, salvo basura, lo cual consideré un acontecimiento muy positivo. Me icé sobre el lado cerrado, miré una vez más hacia la boca del callejón para asegurarme de que nadie estaba observando, alcé la mano y toqué la ventana. La empujé y se movió un poco. Buena noticia: eso significaba que no estaba claveteada, o bien atrancada debido a demasiados años de manos de pintura descuidadas.

No veía la parte superior del marco de la ventana, pero tampoco distinguí ningún sensor de alarma, lo cual significaba otra buena noticia, aunque no demasiado sorprendente. Casi todos los sitios ahorran un poco de dinero en la suposición de que cualquier allanamiento tendrá lugar a través de la planta baja. Es agradable saber que hasta los vampiros pueden ser tacaños.

Cogí la palanca y estuve a punto de dejarla caer. Habría golpeado la tapa del contenedor con un estruendo suficiente para despertar a todo el barrio, y me di cuenta de que tenía las manos resbaladizas a causa del sudor. Esta experiencia era nueva para mí. Siempre había mantenido la frialdad y la calma, pero entre el malhumor del Pasajero y la levitación del gato asilvestrado tenía la impresión de estar sumergido en una especie de estofado. El sudor era comprensible, desde luego, estábamos en Miami. Pero ¿sudar a causa del miedo? ¿Dexter el Oscuro y Gallardo, el Rey de la Sangre Fría? No era una buena señal, y me detuve una vez más para respirar hondo, hasta que deslicé la palanca entre la ventana y la parte inferior del marco.

Tiré del mango de la palanca, al principio con suavidad, y después con fuerza cada vez mayor, cuando la ventana se negó a moverse. No quería tirar con demasiada violencia, pues cabía la posibilidad de que todo el marco cediera, lo cual destrozaría el cristal y haría tanto ruido como si arrojara una docena de palancas sobre la tapa del contenedor. Tiré durante unos diez segundos, aumentando poco a poco la presión, y justo cuando pensaba que debería probar otra cosa, se oyó un ¡pop! Y la ventana se elevó. Me quedé muy quieto un momento, escuchando por si detectaba movimientos, gritos o alarmas que se disparaban. Nada. Me icé, pasé a través de la ventana y la cerré a mi espalda.

Me levanté y paseé la vista a mi alrededor. Estaba en un vestíbulo que moría en la calle de mi izquierda y conducía a una esquina a la derecha. Había una puerta en el pasillo, y me acerqué a ella con sigilo. Tenía una cerradura con pestillo de resorte, pero sin pomo. Empujé con suavidad y la puerta se abrió. La habitación estaba completamente a oscuras, pero perduraba un tenue olor a Lysol y orina, y sospeché que se trataba de un lavabo. Entré, cerré la puerta y encontré un interruptor tanteando la pared. Lo encendí. De hecho, era un pequeño lavabo, con una pila, el retrete y un armario empotrado en la pared. Sólo por ser concienzudo abrí el armario y no descubrí nada más siniestro que papel higiénico. No había nada más en la habitación, ningún lugar en el que poder esconder un cuerpo, vivo o muerto, así que apagué la luz y volví al vestíbulo.

Me dirigí de puntillas a la esquina, donde me detuve y paseé la vista a mi alrededor con cautela. El vestíbulo se hallaba desierto, iluminado por una sola lámpara de seguridad empotrada sobre una puerta en mitad del mismo. Había otras dos puertas en el pasillo, y lo que parecía la parte superior de una escalera al final.

Doblé la esquina y me encaminé hacia la primera puerta de mi izquierda. Giré el pomo con lentitud y cautela, y se abrió. Entré y, una vez más, cerré la puerta a mi espalda y tanteé la pared en busca del interruptor de la luz. Lo localicé y accioné. La luz era más tenue que la de la lámpara de seguridad del vestíbulo, pero suficiente para iluminar una habitación particular. Había una pantalla plana de televisión en la pared izquierda y un sofá largo y bajo apoyado contra la derecha, con una mesita auxiliar delante. Detrás del sofá había una barra de bar de mármol verdoso, con una pequeña nevera debajo. Una cortina de terciopelo rojo colgaba sobre la pared del fondo.

Me acerqué a la barra. Había unas cuantas botellas, pero en lugar de vasos vi un estante con algo parecido a vasos de precipitados. Levanté uno. Era un vaso de precipitados de arcopal. En un lado había grabado: BANCO DE SANGRE FIRST NATIONAL en letras doradas.

Descorrí la cortina de terciopelo. Había una puerta detrás y la abrí, apartando la cortina para poder mirar en el interior. Era un pequeño armario, que sólo contenía útiles de limpieza: escoba, fregona y cubo, y una bolsa con trapos. Cerré la puerta y corrí la cortina.

La siguiente puerta del pasillo estaba a la derecha, sobre el dintel había una luz de seguridad. Estaba cerrada con llave, y la dejé para más tarde. Continué por el pasillo hasta la última puerta de la izquierda. La abrí. Entré y descubrí otra sala privada, un duplicado virtual de la primera.

Debía ocuparme de la puerta cerrada con llave. La razón me decía que cualquier cosa digna de verse estaría a buen recaudo, pero también me decía que la cerradura sería buena, y no conseguiría abrirla sin dejar diversos rastros de que había pasado por allí, y hasta era posible que alguna alarma se disparara. ¿Quería continuar siendo invisible, o si encontraba a Samantha Aldovar daría igual que alguien se enterara de mi intervención? No había hablado del asunto con Deborah, y acababa de convertirse en una pregunta importante. Medité al respecto, y al cabo de tan sólo un momento de devanarme los sesos, decidí que había ido para encontrar a Samantha y tenía que mirar en todas partes, sobre todo en sitios vedados a la curiosidad ajena, como detrás de esta puerta cerrada con llave.

De modo que me armé de valor y me dispuse a forzar la puerta con la palanca. Intenté ser silencioso y dejar las menos marcas posibles, pero triunfé antes en lo primero que en lo segundo, y cuando conseguí abrir la puerta daba la impresión de que había sido atacada por una manada de castores rabiosos. De todos modos, había conseguido mi objetivo, y entré.

En cuanto a secretos ocultos, la habitación habría resultado una cruel decepción para cualquiera que no fuera contable. No cabía duda de que era la oficina del club, con un escritorio de madera grande, un ordenador y un archivador de cuatro cajones. Habían dejado encendido el ordenador, así que me senté ante el escritorio y examiné a toda prisa el disco duro. Había algunos archivos Quicken, los cuales demostraban que el club obtenía pingües beneficios, algunos documentos de Word, cartas estándares a miembros del club y posibles miembros. Había un archivo bastante grande llamado «Aquelarre.wpd» encriptado con contraseña, con un programa de seguridad tan antiguo que habría podido romperlo en dos minutos. Pero no contaba con dos minutos, así que me limité a admirar su ingenuidad y continué mi tarea.

No había nada más interesante, ningún archivo llamado «Samantha.jpg» o algo parecido, capaz de revelarme dónde estaba la chica. Registré a toda prisa los cajones del escritorio y el archivador, y tampoco descubrí nada.

Muy bien: había destrozado el marco de la puerta sin ningún motivo. No me sentía culpable por ello, lo cual era un alivio, pero había desperdiciado mucho tiempo, y tenía que empezar a pensar en terminar mi misión y salir de allí. Podía llegar en cualquier momento una brigada de limpieza, o tal vez Kukarov regresara para admirar el marco de la puerta de su despacho.

Salí de la oficina y cerré la puerta, y después me encaminé hacia la escalera. Estaba bastante seguro de que no tenía que registrar las zonas públicas del club. Era imposible que todos los clientes tuvieran propensión al canibalismo. Era imposible que cientos de personas pudieran guardar un secreto semejante. De modo que si Samantha estaba en el edificio, estaría en una zona que poca gente viera.

Por eso bajé la escalera y crucé la pista de baile sin mirar a mi alrededor. Al fondo, tras la zona elevada sobre la que se había erguido Bobby con su cáliz, había un pequeño vestíbulo. Conducía a la zona de la cocina y a la puerta trasera que había admirado desde fuera. No se trataba de una cocina compleja, tan sólo de un horno pequeño, microondas, una pila y un estante metálico colgante con ollas y varios cuchillos muy bonitos. Al fondo de la cocina había una puerta metálica grande que daba la impresión de permitir el acceso a un frigorífico empotrado. Nada más, ni siquiera una despensa cerrada con llave.

Más por la compulsión de ser meticuloso que por otra cosa, me acerqué al frigorífico. Había una ventanilla a la altura del ojo hecha de lámina de vidrio gruesa y, ante mi sorpresa, reveló que había una luz encendida dentro. Siempre había creído que la luz se apaga cuando cierras la puerta, de modo que pegué la nariz al cristal y eché un vistazo.

El frigorífico mediría un metro ochenta de ancho y tenía una profundidad de dos metros y medio. Había filas de estantes a cada lado, la mayoría cargados de una serie de grandes tarros con capacidad para un galón, y embutido contra la pared del fondo había algo que no se suele ver en un frigorífico: un viejo catre plegable.

Y por extraño que parezca, el catre estaba ocupado. Sentado en silencio acurrucado dentro de una manta, había un bulto que parecía una mujer joven. Tenía la cabeza gacha y no se movía, pero mientras miraba alzó la cabeza poco a poco, como si estuviera exhausta o drogada, y sus ojos se encontraron con los míos.

Era Samantha Aldovar.

Sin pensarlo ni un momento así la manija de la puerta y tiré. No estaba cerrada, aunque observé que no podía abrirse desde dentro.

—Samantha —llamé—. ¿Te encuentras bien?

Me dirigió una sonrisa cansada.

—Estupendamente —dijo—. ¿Ya es la hora?

No tenía ni idea de a qué se refería, de modo que no hice caso.

—He venido a rescatarte —dije—. A llevarte a casa con tus padres.

—¿Por qué? —preguntó, y decidí que estaba drogada hasta las cejas. Era lógico. Las drogas la mantendrían calmada y reducirían la cantidad de trabajo necesario para vigilarla. Pero también significaba que tendría que sacarla en volandas.

—De acuerdo —dije—. Espera un momento.

Busqué a mi alrededor algo que impidiera que la puerta se cerrara, y me decanté por una olla con capacidad para veinte litros que colgaba del estante situado sobre el horno. La cogí, la encajé entre la puerta del frigorífico y el marco, y entré. Sólo había dado dos pasos cuando caí en la cuenta de lo que contenían todos los tarros que llenaban los estantes.

Sangre.

Tarro tras tarro, litro tras litro, estaban llenos de sangre, y durante un momento muy largo contemplé la sangre y fui incapaz de moverme. Pero respiré hondo, exhalé el aire y la realidad se impuso. Era sólo un líquido, encerrado donde no podía hacer daño a nadie, y lo más importante era sacar a Samantha de allí. De modo que me acerqué al catre y la miré.

—Vamos —dije—. Te vas a casa.

—No quiero.

—Lo sé —repliqué en tono tranquilizador, pensando que era un clarísimo ejemplo del síndrome de Estocolmo—. Vámonos.

La rodeé con un brazo, la levanté del catre y no opuso resistencia. Le pasé el brazo alrededor del hombro y la acompañé hacia la puerta y la libertad.

—Espera un momento —dijo, arrastrando un poco las palabras—. Necesito mi bolso. Encima de la cama.

Movió la cabeza en dirección al catre, se soltó de mi brazo y se apoyó contra la estantería.

—De acuerdo —dije, y me acerqué al catre y miré. No vi ningún bolso, pero sí oí un ruido metálico, y cuando me volví vi que Samantha había apartado la olla de veinte litros de una patada, y que estaba cerrando la puerta del frigorífico—. ¡Alto! —grité, lo cual se me antojó todavía más estúpido de lo que parece, y supongo que Samantha debió pensar lo mismo, porque no me hizo caso, y antes de que pudiera alcanzarla había cerrado la puerta y me estaba mirando con una expresión medio vidriosa de triunfo en la cara.

—Ya te lo dije —explicó—. No quiero volver a casa.