25

El club se hallaba en Ocean Drive, en South Beach, al borde de la zona que los programas de televisión siempre enseñan cuando quieren plasmar el rutilante mundo superguay de la vida nocturna de Miami. Todas las noches, entre semana, las aceras estaban abarrotadas de gente ataviada de la manera más sucinta, y la exhibición de cuerpos lograba dar la impresión de que había sido una buena idea. Paseaban y revoloteaban delante de hoteles art déco iluminados desde dentro con luces de neón, música a tope y multitudes de más gente parecida a la de fuera, que entraba y salía de los edificios en una especie de movimiento browniano ultrachic. Unos años antes, esos mismos edificios eran hoteles baratos para jubilados, llenos de ancianos que apenas podían andar y habían ido al sur para morir al sol. Ahora, una habitación que antes costaba cincuenta dólares la noche multiplicaba su precio por diez, y la única diferencia consistía en que los inquilinos eran más guapos y los edificios habían salido en la televisión.

Incluso a esta hora de la noche había gente en las aceras, pero eran los últimos supervivientes, los que habían prolongado demasiado la fiesta y no conseguían recordar cómo volver a casa, o aquellos que no querían dar por concluida la velada y echar a perder la sensación de bienestar, incluso después de que todos los clubes hubieran cerrado.

Todos salvo uno: Fang se encontraba al final de la manzana, en un edificio que no estaba tan oscuro y silencioso como los demás, aunque la fachada era discreta para South Beach. Pero en el callejón que se veía al final había un destello de luz negra y un cartel relativamente pequeño, que anunciaba FANG con una especie de letra neogótica y, por supuesto, la efe era igual que la exhibida en la ficha negra encontrada en la camisa de Deke. El cartel colgaba sobre una puerta tenebrosa que daba la impresión de estar pintada de negro y tachonada de clavitos plateados metálicos, como la puerta de una mazmorra imaginada por un adolescente.

Deborah no se molestó en buscar un sitio para aparcar. Subió el coche a la acera, bajó y se mezcló con la muchedumbre, cada vez más escasa. Yo bajé a toda prisa, pero ya estaba a mitad del callejón cuando la alcancé. Al acercarnos más a la puerta empecé a notar una vibración rítmica en los pliegues de mi cerebro. Era un sonido irritante e insistente que parecía proceder de mi interior y exigir que hiciera algo, ya, sin lanzar sugerencias concretas al respecto. Retumbaba sin cesar, al doble de la velocidad de un corazón sano, y se convirtió en un sonido real sólo cuando nos plantamos por fin ante la lustrosa puerta negra.

Había un pequeño letrero con letras doradas en relieve, con el mismo tipo de letra de la ficha y el letrero de encima de la puerta. Anunciaba: CLUB PRIVADO, SÓLO PARA SOCIOS, lo cual no pareció impresionar a Deborah. Agarró el pomo y lo giró. La puerta continuó cerrada. Le dio un empujón con el codo, pero no se abrió.

Pasé la mano por delante de ella.

—Perdón —dije, y oprimí el botoncito encajado en el marco de la puerta debajo del letrero. Ella frunció los labios irritada, pero no dijo nada.

Al cabo de escasos segundos la puerta se abrió, y padecí un brevísimo momento de desorientación. El hombre que nos abrió y que nos estaba mirando era casi un gemelo clavado de Lurch, el viejo mayordomo de la serie televisiva La familia Addams. Mediría casi dos metros diez e iba vestido de mayordomo, con chaqué y todo. Por suerte para mi sensación de irrealidad, cuando nos habló lo hizo con una voz aguda de fuerte acento cubano.

—¿Qué quielen? —preguntó.

Deborah alzó su placa. Tuvo que sostenerla en el aire estirando el brazo al máximo, para acercarla a la cara de Lurch.

—Policía —replicó—. Déjenos entrar.

Lurch apoyó un largo dedo nudoso sobre el cartel que decía CLUB PRIVADO.

—Es un clu privao —dijo.

Deborah le miró, y pese al hecho de que era casi sesenta centímetros más alto que ella e iba vestido de una manera mucho más elegante, retrocedió medio paso.

—Déjeme entrar, o volveré con una orden judicial y la migra, y se arrepentirá de haber nacido.

Y ya fuera por la amenaza de la migra o por la magia de la mirada de Deborah, el hombre se apartó a un lado y nos abrió la puerta. Mi hermana guardó la placa y entró como una exhalación, y yo la seguí.

Dentro del club, el sonido que había resultado irritante fuera se convirtió en una pura agonía de ruido abrumador. Sobre el ritmo torturante cabalgaba un sonido electrónico aflautado, dos notas tocadas juntas que no llegaban a armonizar del todo, pero que formaban una pauta de diez segundos repetida una y otra vez. Cada dos o tres veces que se repetía la pauta, una voz profunda distorsionada electrónicamente susurraba algo por encima de la música, grave, perverso y sugerente, y se parecía muchísimo a la voz que casi llegaba a oír del Pasajero.

Recorrimos un corto pasillo en dirección al lugar del que procedía el espantoso fragor, y cuando estuvimos más cerca vi las oscilaciones reflejadas de lo que parecía una luz estroboscópica, salvo que la luz era negra. Alguien gritó: «¡Uh!», y las luces viraron a un tono rojo vino, parpadearon con celeridad, y después, cuando una nueva y más horrible «canción» empezó, la luz cambió a un blanco deslumbrante, y luego a la ultravioleta de nuevo. El ritmo no se detenía ni se alteraba nunca, pero las dos notas aflautadas adoptaron una nueva pauta, acompañada de un chirrido pasmoso que podía ser una guitarra eléctrica distorsionada y mal afinada. Y después, otra vez la voz, en esta ocasión audible: «Bébelo», decía, y varias voces gritaron en respuesta: «¡Uh!», además de otras sílabas de aliento modernas, y cuando llegamos a la entrada, la profunda voz maligna lanzó una risita de película de terror antigua: «Moo-jajajajá», y entonces apareció ante nosotros la sala principal del club.

A Dexter nunca le han gustado mucho las fiestas: las concentraciones numerosas de gente consiguen que me sienta muy agradecido de no estar regido por impulsos humanos. Pero jamás había visto un ejemplo más convincente del error que supone intentar divertirse con los demás, y hasta Deborah se paró en seco un momento, en un vano intento de asimilar lo que estaba viendo.

A través de una espesa bruma de incienso vimos que la sala estaba atestada de personas, casi todas menores de treinta años, en apariencia, y todas vestidas de negro. Se retorcían en la pista al ritmo del horrible estruendo, los rostros contorsionados en expresiones de vidrioso delirio, y mientras la luz negra destellaba, iluminaba los colmillos afilados de muchos de los participantes, de manera que sus dientes centelleaban de una forma siniestra.

A mi derecha había una plataforma elevada, y de pie en medio de ella, que giraba poco a poco sobre dos placas giratorias enfrentadas la una a la otra, había dos mujeres. Ambas llevaban el pelo oscuro largo y tenían la piel muy pálida, que se teñía casi de verde por obra de las luces parpadeantes que las bañaban. Llevaban lustrosos vestidos negros que parecían pintados sobre su cuerpo, de cuello alto que cubría por completo su garganta, y delante exhibían un escote en forma de diamante que dejaba al descubierto la zona que separaba sus pechos. Estaban muy juntas, y cuando daban la vuelta sus caras se rozaban y se acariciaban las yemas de los dedos.

A un lado de la sala colgaban tres gruesas cortinas de terciopelo, y cuando miré, una de ellas se abrió y reveló un hueco que albergaba a un hombre adulto vestido de negro. Sujetaba a una joven del brazo y se secaba la boca con la otra mano. Por un momento, un destello de las luces se reflejó sobre algo que llevaba la mujer en el hombro desnudo, y una vocecilla me susurró que era sangre, pero la mujer sonrió al hombre y apoyó la cabeza sobre su brazo, y él la condujo hacia la pista de baile. Desaparecieron entre la muchedumbre.

Al fondo de la sala había una fuente gigantesca. Un líquido oscuro manaba de ella, iluminado desde abajo por una luz de colores que pulsaba y viraba de un color a otro al ritmo incesante de la música. Y de pie detrás de la fuente, e iluminado desde abajo por una terrible luz azul teatral, se hallaba nada más y nada menos que Bobby Acosta. Sostenía en alto con ambas manos una enorme copa dorada, cuya parte delantera estaba adornada con una enorme joya roja, y derramaba parte de su contenido en todas las copas que le acercaban los bailarines cercanos. Su sonrisa era un poco forzada, evidentemente para poder exhibir sus caras coronas puntiagudas obra del doctor Lonoff, y cuando levantó el cáliz sobre la cabeza y paseó la vista muy satisfecho alrededor de la sala, sus ojos se posaron en Deborah y se quedó petrificado, lo cual provocó por desgracia que el cáliz se derramara sobre su cabeza y se le metiera el contenido en los ojos. Varios participantes elevaron sus copas con un gesto imperioso y dieron saltitos en su sitio, pero Bobby continuó mirando a mi hermana, para después dejar caer el cáliz y salir corriendo por un pasillo.

—¡Cabrón! —gritó Deborah, y se lanzó hacia la pista de baile, y yo no tuve otro remedio que zambullirme en el rebaño enloquecido.

Los bailarines se movían en una misma dirección, formando una masa apretujada, y Deborah intentaba abrirse paso en línea recta para llegar al pasillo por el que había desaparecido Bobby Acosta. Nos agarraron varias manos, y una con uñas pintadas de negro acercó una copa a mi cara y derramó algo sobre la pechera de mi camisa. Miré a quién pertenecía y vi que se trataba de una esbelta joven vestida con una camiseta que decía TEAM EDWARD. Se humedeció los labios pintados de negro, y después me golpearon con fuerza por detrás, y me volví hacia mi hermana. Un tipo grandote y de mirada alelada, con capa y sin camisa, agarró a Debs e intentó abrirle la blusa. Ella se detuvo el tiempo necesario para plantar los pies y asestar un directo en la mandíbula del individuo, que se derrumbó. Varias personas cercanas emitieron chillidos de felicidad y empezaron a empujar con más fuerza, y el resto de la horda les oyó y dio la vuelta, y en un periquete estaban todos empujando en nuestra dirección y cantando rítmicamente: «¡Hai! ¡Hai! ¡Hai!», o palabras a tal efecto, y poco a poco nos vimos obligados a retroceder, de vuelta a la puerta custodiada por Lurch, la que habíamos utilizado para entrar.

Deborah se revolvió, y vi que sus labios se movían de la forma adecuada para formar algunas de sus palabras malsonantes favoritas, pero no sirvió de nada. Nos estaban expulsando lenta pero incesantemente de la pista de baile, y a medida que nos acercábamos al lugar por donde habíamos entrado, unas manos muy fuertes aferraron nuestros hombros por detrás y nos sacaron de la sala como si fuéramos niños, hasta depositarnos en el pasillo.

Me volví hacia nuestros rescatadores y vi a dos tipos de un tamaño excepcional, uno blanco y otro negro, ambos con enormes músculos esculpidos que sobresalían de sus camisas de esmoquin sin mangas. El negro llevaba una coleta negra y reluciente sujeta con lo que parecía una ristra de dientes humanos. El blanco tenía la cabeza afeitada y de una oreja le colgaba una calavera muy grande; daba la impresión de que ambos estaban dispuestos a separarnos la cabeza del cuerpo si alguien les daba la orden.

Y entre ellos, mientras nos miraban con una especie de aburrida atención, se interpuso alguien que parecía capaz de sugerir aquello. Si el portero era Lurch, aquí estaba Gómez Addams en persona: cuarentón, pelo negro, el traje de raya diplomática, la rosa rojo sangre ceñida en la solapa y el bigotito. Pero se trataba de un Gómez muy enfadado, y señaló con el dedo a Deborah mientras gritaba para hacerse oír por encima de la música.

—¡No tienen derecho a entrar aquí! ¡Esto se llama acoso y le meteré una demanda de cojones!

Me miró y desvió la vista, y después volvió a mirarme y nuestros ojos se quedaron trabados un instante, y de repente una corriente de aire gélido se insinuó en el aire viciado del club, y un tenue jadeo correoso vibró en mi interior cuando el Pasajero se incorporó y susurró una advertencia, y algo negro y reptiliano se formó en el aire entre nosotros y una pequeña pieza de un rompecabezas abandonado aleteó en mi cerebro. Recordé dónde había oído hablar de Fang antes: en mi archivo recién triturado de posibles compañeros de juegos. Y ahora ya sabía quién era este otro depredador.

—George Kukarov, supongo.

Vi que Deborah me miraba sorprendida, pero daba igual. Lo único que importaba era que los dos Oscuros Pasajeros se habían encontrado y estaban intercambiando advertencias sibilantes.

—¿Quién coño eres tú? —preguntó Kukarov.

—Voy con ella —dije, y aunque lo dije en tono dócil, la frase contenía un mensaje que sólo podía captar otro depredador, y el mensaje era: Déjala en paz o te las verás conmigo.

Kukarov me miró, y capté un rugido lejano, inaudible, de monstruos ocultos.

—¡Dile a este gilipollas que me quite las manos de encima! —dijo Deborah—. ¡Soy agente de policía!

Y el hechizo se rompió cuando Kukarov arrancó sus ojos de mí y desvió la vista hacia Debs.

—No tiene derecho a estar aquí —siseó, y luego se puso a gritar, para obrar un mejor efecto—. ¡Esto es un club privado y usted no está invitada!

Deborah utilizó el mismo volumen y escupió su veneno.

—Tengo motivos para creer que se ha producido un delito en este establecimiento… —empezó, pero Kukarov la interrumpió.

—¿Tiene un motivo justificado? —rugió—. No lo tiene. —Deborah se mordió el labio—. ¡Mis abogados se la comerán viva! —El gorila blanco pensó que el comentario era muy divertido, pero Kukarov le fulminó con la mirada, borró su sonrisa de suficiencia, y el hombre volvió a clavar la vista en el frente—. ¡Salga de mi club ahora mismo!

Indicó la puerta. Los dos gorilas avanzaron, nos agarraron por los codos a Deborah y a mí y nos llevaron más o menos a rastras por el corto pasillo. Lurch abrió la puerta y nos arrojaron a la acera. Ambos conseguimos evitar caer de cabeza, pero por poco.

—¡Manténgase alejada de mi club! —gritó Kukarov, y me volví a mirar justo a tiempo de ver que Lurch exhibía una amplia sonrisa y cerraba la puerta de golpe.

—Uf —dijo mi hermana—, parece que te equivocaste.

Lo dijo con tal calma que la miré muy preocupado, pensando que se habría dado un golpe en la cabeza durante la escaramuza…, porque las dos cosas que más le importaban en el mundo eran la autoridad de su placa y no permitir que nadie la chuleara, y ambas cosas habían sido pisoteadas. No obstante, estaba de pie en la acera y se sacudía el polvo como si no hubiera pasado nada, y yo estaba tan estupefacto que sus palabras tardaron un momento en registrarse en mi cerebro. Cuando lo hicieron, no me parecieron las pertinentes.

—¿Qué me equivoqué? —pregunté, con la sensación de haberme enzarzado en un diálogo para besugos—. ¿Qué quieres decir?

—¿A quién echan a patadas de una trampa? —preguntó. Tardé un segundo en comprender a qué se refería, y para entonces ella ya había continuado—. ¿Qué clase de pista falsa viene aderezada con un par de gorilas que nos ponen de patitas en la calle al cabo de dos minutos?

—Bien…

—¡Maldita sea, Dexter! ¡Algo está pasando ahí dentro!

—Muchas cosas, en realidad —admití, y me atizó un puñetazo en el brazo. Era estupendo ver que había recuperado los ánimos, pero por otra parte me dolía mucho.

—¡Hablo en serio! O alguien la pifió y esa ficha cayó por accidente, lo cual es una estupidez, o bien…

Hizo una pausa y comprendí a qué se refería. No cabía duda de que teníamos entre manos un «o bien», pero ¿cuál? Esperé cortésmente a que me lo proporcionara, y como no lo hizo, intervine por fin.

—O bien… alguien relacionado con esto quiere que investiguemos lo que está pasando sin que nadie más se entere.

—Exacto —dijo Deborah, y se volvió para mirar con furia la lustrosa puerta negra. La puerta ni siquiera se inmutó—. Lo cual significa que tú vas a volver a entrar —dijo con aire pensativo.

Abrí la boca, pero sólo salió aire, y al cabo de un momento me vi obligado a creer que no la había entendido bien.

—¿Perdón? —dije, y admito que la voz me salió un pelín aflautada.

Deborah asió mis brazos y me sacudió.

—Vas a volver a entrar en el club para descubrir lo que ocultan.

Liberé mis brazos de su presa.

—Debs, esos dos gorilas me matarán. Para ser sincero, con uno solo de ellos bastaría y sobraría.

—Por eso entrarás más tarde —dijo, casi como si estuviera sugiriendo algo razonable—. Cuando el club esté cerrado.

—Ah, bueno. Así no entraré ilegalmente ni me darán una paliza. Sólo será allanamiento de morada y me matarán a tiros. Estupenda idea, Deborah.

—Dexter —insistió, y me miró con una intensidad que no había empleado conmigo desde hacía mucho tiempo—. Samantha Aldovar está ahí. Lo sé.

—No puedes saberlo.

—Pero lo sé. Lo presiento. Maldita sea, ¿crees que eres el único que tiene una voz dentro? Samantha Aldovar está ahí dentro, y se le está acabando el tiempo. Si nos rendimos, la matarán y la devorarán. Y si perdemos el tiempo y seguimos las vías reglamentarias, y luego pedimos un Equipo de Respuesta Especial y todo lo demás, la chica desaparecerá y acabará muerta. Lo sé. Ella está ahí, Dex. Es un presentimiento muy fuerte. Nunca he estado más segura de algo.

Todo era fascinante, pero aparte de uno o dos problemas sin importancia de su razonamiento (cómo lo sabía, por ejemplo), existía un error garrafal.

—Debs, si estás tan segura, ¿por qué no hacerlo bien, obtener una orden judicial? ¿Por qué he de ser yo?

—Es imposible conseguir una orden judicial a tiempo. No hay causa probable —dijo, y me alegró saberlo, pues podía significar que no estaba loca del todo—. Pero puedo confiar en ti.

Me dio unas palmaditas en el pecho, y noté cierta humedad. Bajé la vista y observé que había una mancha marrón grande en la pechera, y recordé la chica que había derramado la bebida encima de mí en la pista de baile.

—Escucha —dije, y señalé la mancha—. Ésta es la misma materia que encontramos en los Everglades: salvia y éxtasis. Sé que es la misma materia —dije, para demostrarle que dos podían jugar al mismo juego—. Y es ilegal. Con esta muestra, tienes causa probable, Debs.

Pero ya estaba negando con la cabeza.

—Obtenida de manera ilegal. Y cuando acabemos de discutir la jugada delante de un juez, será demasiado tarde para Samantha. Es la única forma, Dex.

—Pues hazlo tú.

—No puedo. Si me pillaran, perdería mi empleo, tal vez incluso iría a parar a la cárcel. A ti sólo te caerá una multa…, y yo la pagaré.

—No, Debs. No pienso hacerlo.

—Es necesario, Dex.

—No. De ninguna manera.