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Es una verdad trillada que los policías se vuelven insensibles, un tópico tan sobado que hasta es habitual en la televisión. Todos afrontan cada día cosas horripilantes, brutales y extravagantes, que ningún ser humano normal sería capaz de soportar a diario sin perder la cordura. Y por eso aprenden a no sentir nada, a cultivar y mantener una cara de póquer ante todas las cosas sorprendentes que sus congéneres humanos se infligen mutuamente. Todos los policías practican los no sentimientos, y es posible que los de Miami sean mejores que los demás, puesto que cuentan con muchas oportunidades de aprender.

Por lo tanto, siempre es un poco inquietante llegar a una escena del crimen y ver las caras serias y perturbadas de los uniformados que rodean la zona acotada. Y peor todavía pasar por debajo de la cinta y ver a los cracks forenses Vince Masuoka y Angel Batista-Nada-Que-Ver pálidos y mudos a un lado. Son personas que consideran la visión de un hígado humano al descubierto una rara oportunidad de practicar su ingenio, pero al parecer lo que habían visto aquí debía ser tan horroroso que no había espoleado su sentido del humor.

Todos los policías desarrollan una capa de indiferencia ante la presencia de la muerte, pero por algún motivo, si la víctima es otro agente de la ley, la capa de insensibilidad se agrieta y las emociones fluyen como savia de un árbol. Aunque se trate de un policía que a nadie le importaba nada, como Deke Slater.

Habían tirado su cuerpo detrás de un pequeño cine de Lincoln Road, al lado de una pila de madera vieja, lonas y un barril que rebosaba de bolsas de basura de plástico. Estaba tendido de espaldas, de una forma bastante teatral, sin camisa, con las manos enlazadas sobre el pecho, aferrando el asta de lo que parecía una sencilla estaca de madera, hundida en el tórax cerca del corazón.

Su rostro era una máscara de dolor, seguramente a causa de que le habían hundido la estaca en la carne y el hueso mientras todavía estaba vivo. Pero no cabía duda de que era Deke, pese a los pedazos de carne arrancados de su cara y brazos. Las marcas de los mordiscos eran visibles desde tres metros de distancia. Y hasta yo experimenté una diminuta punzada de compasión por el hombre cuando miré los restos del irritante y ridículamente apuesto ex compañero de mi hermana.

—Encontramos esto —dijo Debs. Estaba a mi lado sosteniendo una bolsa de plástico de pruebas con una hoja de papel blanco dentro. Había una mancha marrón rojiza de sangre seca en una esquina, pero cogí la bolsa y miré: en el papel había escrito un breve mensaje, con una letra grande y vistosa que podía proceder de cualquier impresora del mundo. Decía: DISCUTIÓ CON ALGUIEN QUE SE LO COMIÓ.

—No sabía que los caníbales eran tan listos —comenté. Deborah me miró, y toda la leve desesperación que había estado reprimiendo en los últimos tiempos dio la impresión de asentarse sobre su rostro y empezar a arder.

—Sí —replicó—. Es muy divertido. Sobre todo para alguien como tú, aficionado a este tipo de cosas.

—Debs —protesté, mientras paseaba la vista a mi alrededor por si alguien la había oído. No había nadie cerca, pero a juzgar por su expresión, dudo que le hubiera importado.

—Por eso te necesito aquí Dexter —continuó, y había pasión en su voz cuando la alzó—. Porque se me ha agotado la paciencia con esta mierda, y se me han agotado los compañeros, y a Samantha Aldovar se le ha agotado el tiempo y necesito comprender esta mierda… —Hizo una pausa y respiró hondo, antes de proseguir en un tono más sereno—. Así que quiero coger a estos capullos y encerrarlos. —Me dio un golpe en el pecho con el dedo y bajó la voz, sin perder su intensidad—. Y ahí es donde entras tú. Tú —golpecito, golpecito— caes en trance, o hablas con el espíritu que te guía, o sacas tu tablero de güija, me da igual —apoyaba cada sílaba con un golpecito—, y-tú-lo-haces-ahora.

—La verdad, Deborah, no es tan sencillo.

Mi hermana era la única persona viva con la que había intentado hablar de mi Oscuro Pasajero, y creo que malentendía a propósito mi torpe descripción de aquella especie de voz que susurraba y acechaba en el sótano de mi inconsciente. Por supuesto, me había ayudado en el pasado con algunas buenas intuiciones, pero por lo visto Debs lo imaginaba como una especie de Sherlock oscuro al que podía convocar a mi capricho.

—Pues consigue que sea sencillo —replicó, y se alejó hacia la zona delimitada por cinta amarilla.

No hacía tanto me había considerado afortunado por tener una familia. Ahora, en el curso de una sola noche, había sido ninguneado por mi mujer y mis hijos, sustituido por mi hermano y arrojado a una sesión golfa de expectativas imposibles por mi hermana. Mi encantadora familia. Los habría cambiado a todos por un donut de mermelada decente.

De todos modos, continuaba al pie del cañón, y tenía que intentarlo. Así que respiré hondo y traté de expulsar mis nuevas emociones. Dejé en el suelo mi equipo y me arrodillé al lado del cuerpo desfigurado de Deke Slater, examiné con detenimiento las heridas de la cara y los brazos, casi con toda certeza causadas por dientes humanos y que presentaban algo de sangre seca…, lo cual significaba que las heridas habían sido infligidas mientras su corazón latía todavía. Comido vivo.

Había rastros de sangre que empezaban donde la estaca atravesaba el pecho y cubrían todo el torso desnudo, lo cual indicaba que también estaba vivo poco después de que se la clavaran. Era probable que la sangre hubiera empapado la camisa, y por eso se la habían quitado. O quizá les gustaban sus abdominales. Eso explicaría por qué faltaban algunos bocados.

Alrededor de las marcas de dientes en las heridas del estómago había una tenue mancha marrón. No creía que fuera sangre, y al cabo de un momento recordé el brebaje que habíamos encontrado en los Everglades. La bebida de la fiesta, un combinado de éxtasis y salvia. Saqué algunos instrumentos de recoger muestras del maletín, pasé con cuidado un cepillo sobre la mancha marrón y lo guardé en la bolsa de pruebas.

Examiné la herida del pecho, y después las manos, que aferraban con fuerza la estaca de madera. No había gran cosa que ver. Un pedazo de madera vulgar que podía proceder de cualquier sitio. Algunas uñas estaban sucias con algo oscuro, que tal vez había ido a parar allí durante la lucha, y mientras miraba e intentaba analizarlo a simple vista, me di cuenta de que me estaba comportando exactamente como el Oscuro Sherlock, y era una pérdida de tiempo. El resto del equipo forense peinaría la escena del crimen y haría esto mejor que yo a ojo de buen cubero. Lo que necesitaba, y lo que Deborah esperaba de mí, era una de mis intuiciones especiales, cierto entendimiento de las mentes retorcidas y malvadas que habían imaginado esta forma especial de matar a Deke. Siempre había sido capaz de ver estas cosas con algo más de claridad que los demás técnicos forenses, porque yo también era retorcido y malvado.

Pero ¿ahora? ¿Ahora que me había reformado, convertido en Dex-Papi? Que había ignorado y hasta desairado al Pasajero, ¿podría conseguirlo aún?

No lo sabía, y en verdad no quería averiguarlo, pero daba la impresión de que mi hermana no me había dejado otra alternativa. Como en cualquier otra situación que implicara a mi familia, mis limitadas opciones basculaban entre lo imposible y lo desagradable.

Así que cerré los ojos y escuché, esperé la astuta pista susurrada.

Nada. Ni un aleteo correoso, ni una insinuación de indiferencia ofendida, ni siquiera un rechazo enfurruñado casi silábico. El Pasajero estaba tan mudo como si jamás hubiera existido.

Oh, venga, dije en silencio al lugar donde habitaba. Sólo estás malhumorado.

Por fin, percibí un alboroto de altivo despecho, como si no valiera la pena contestar.

¿Por favor…?, pensé.

Por un momento no hubo respuesta, y después casi oí una especie de Hmmmph reptiliano, un reordenar de alas, y después un eco sarcástico de mi propia voz (y mantente alejado), y luego el silencio, como si me hubiera colgado el teléfono.

Abrí los ojos. Deke seguía muerto y yo no tenía la más mínima idea de por qué lo habían matado al igual que antes de la frustrada minisesión con el Oscuro Pasajero. Me resultaba claro que en este asunto estaba solo.

Paseé la vista a mi alrededor. Deborah estaba detrás mío, a unos diez metros de distancia, y me miraba con airada expectación. No tenía nada que decirle, y si bien ignoraba qué haría cuando se lo dijera, tuve la intuición de que abandonaríamos el territorio de los porrazos en el brazo para adentrarnos en algo nuevo y mucho más doloroso en potencia.

Bien, pues: la ciencia forense era para los demás, no había tiempo para ser diligente y el Pasajero se hallaba en un paréntesis enfurruñado: sólo quedaba la chiripa. Miré alrededor del cadáver. No había huellas reveladoras de zapatos hechos a medida para zurdos, nadie había dejado caer una caja de cerillas única en su género o una tarjeta de visita, y por lo visto Deke no había garabateado con sangre el nombre de su asesino. Continué paseando la vista a mi alrededor, y por fin algo llamó mi atención. En el montón de bolsas de basura que rebosaban del cubo situado junto a la puerta, observé que todas las bolsas eran industriales, de un tono marrón amarillento y semitransparentes. Pero una de ellas, embutida en la pila hacia la mitad, era blanca.

Lo más probable era que no significara nada: el servicio de limpieza se habría quedado sin bolsas, o alguien se había traído la basura de casa. Aun así, si tenía que confiar en la suerte, lo mejor sería arrojar los dados. Me levanté, intentando recordar el nombre de la antigua diosa romana de la suerte (¿Fortuna?). Daba igual. Estaba convencido de que sólo hablaba latín, y yo no.

Me acerqué con cautela a la pila de basura, pues no quería contaminar ninguna posible prueba que hubiera en el suelo, y me acuclillé de nuevo, acercando la cara a escasos centímetros de la bolsa blanca. Era más pequeña que las demás, una bolsa de basura casera normal. Todavía más interesante, ni siquiera estaba llena hasta la mitad. ¿Por qué alguien tiraría una bolsa de basura casi vacía? Al final de un día laborable, quizá, pero ésta se hallaba encajada debajo de otras tres o cuatro. O la habían tirado en algún momento sin apenas aprovecharla…, o alguien la había encajado en la pila después. ¿Y por qué no tirarla encima del montón? Porque alguien con mucha prisa había querido esconder esta bolsa, y lo había hecho fatal.

Saqué un bolígrafo del bolsillo y apreté la bolsa con la punta. Lo que había dentro era blando y cedía. ¿Tela? Apreté con un poco más de fuerza y la parte interior de la bolsa topó con algo, de modo que pude ver manchas rojo oscuro en lo que había dentro, y me estremecí involuntariamente. Era sangre. Estaba convencido. Y si bien no era una de las corazonadas inspiradas por el Pasajero, estaba bastante seguro de que la sangre no era de alguien que se hubiera cortado el dedo con la máquina de palomitas del cine.

Me levanté y miré a mi hermana. Seguía en el mismo sitio, todavía fulminándome con la mirada.

—Deborah, ven a mirar esto.

Salvó a toda prisa el espacio que nos separaba, y cuando volví a acuclillarme, me imitó.

—Mira —dije—. Esta bolsa es diferente de las demás.

—Cojonudo. ¿Esto es lo mejor que has conseguido?

—No. Esto. —Apreté la bolsa con el bolígrafo, y una vez más aparecieron a la vista bajo el plástico blanco las espantosas manchas rojas—. Puede que sea una coincidencia.

—Mierda —exclamó Debs con cierta violencia. Se levantó y miró hacia la barricada—. ¡Masuoka! ¡Ven aquí! —Vince la miró como un ciervo deslumbrado por los faros de un coche—. ¡Muévete!

El hombre se acercó a toda prisa.

El procedimiento habitual está a un paso de distancia de ser un ritual, por eso siempre lo he considerado reconfortante. Me gusta hacer cosas que cuenten con reglas concretas y un orden establecido, porque eso significa que no he de preocuparme por fingir algo apropiado para la situación. Puedo relajarme y seguir los pasos correctos. Pero esta vez la rutina se me antojó pesada, absurda y frustrante. Quería abrir aquella bolsa, y me di cuenta de que estaba dando saltitos de impaciencia, mientras Vince la espolvoreaba lenta y metódicamente en busca de huellas dactilares: todo el cubo de basura, la pared de detrás, y después cada bolsa de basura que había sobre la blanca. Tuvimos que levantar cada una con las manos enguantadas, espolvorearlas, examinarlas con luz normal y después con ultravioleta, y después abrirlas con cuidado, sacar y examinar cada elemento. Trastos, basura, desperdicios, mierda. Cuando atacamos por fin la bolsa blanca, tenía ganas de chillar y cubrir de basura la cabeza de Vince.

Pero llegamos a ella por fin, y la diferencia quedó clara de inmediato, hasta para Vince, en cuanto la espolvoreó.

—Limpia —anunció, y me miró sorprendido. Las demás bolsas eran mosaicos de huellas dactilares grasientas y emborronadas. Ésta estaba tan inmaculada como si la hubieran acabado de sacar de la caja.

—Guantes de goma —dije, y mi impaciencia estalló—. Vamos, ábrela. —Me miró como si le hubiera insinuado alguna indecencia—. ¡Ábrela!

Vince se encogió de hombros y empezó a desatar con cuidado el nudo de plástico.

—Qué impaciente —comentó—. Has de aprender a esperar, Pequeño Saltamontes. La paciencia es la madre de…

—Limítate a abrir la maldita bolsa —dije, lo cual me sorprendió a mí más que a Vince. Volvió a encogerse de hombros y quitó el lazo, al tiempo que lo guardaba con cuidado en una bolsa de pruebas. Me di cuenta de que me había acercado demasiado y me incorporé…, para toparme con Deborah, que estaba inclinada sobre mí. Ni siquiera parpadeó, sólo adoptó la postura que yo había dejado.

—Vamos, maldita sea —rezongó.

—Debéis ser parientes, o algo por el estilo —comentó Vince. Pero antes de que pudiera propinarle una patada, abrió la parte superior de la bolsa y empezó a despegarla poco a poco. Introdujo la mano con cautela y, con una falta de celeridad verdaderamente irritante, empezó a sacar…

—La camisa de Deke —dijo Debs—. La llevaba esta tarde.

Me miró y yo asentí: recordaba la camisa, una guayabera beis salpicada de palmeras verde claro. Pero ahora exhibía un nuevo motivo, un espantoso remolino empapado de sangre, que se había mantenido húmedo dentro de la bolsa cerrada.

Vince extrajo lenta y cuidadosamente la camisa ensangrentada, y cuando estuvo del todo fuera, algo cayó al suelo con un ruido metálico y rodó hasta la puerta posterior del edificio.

—¡Mierda! —exclamó Deborah, y se puso en pie de un salto para seguir al objeto, hasta que se detuvo a escasa distancia. La seguí y, como llevaba guantes, me agaché y lo recogí.

—Déjame ver —dijo mi hermana, y yo lo extendí sobre la palma de mi mano.

No había mucho que ver. El objeto parecía una ficha de póquer, perfectamente redonda, con los bordes estriados como un engranaje. Pero era negra como el azabache, y en una cara había un símbolo dorado estampado en relieve. Recordaba a un siete, excepto por una raya que partía la pata vertical.

—¿Qué coño es esto? —preguntó Debs con la vista clavada en el símbolo.

—¿Tal vez un siete europeo? Los hacen así a veces, con un palito horizontal.

—Vale, ¿y qué coño significa un siete europeo?

—No es un siete —dijo Vince. Se había colocado detrás de nosotros y estaba fisgando por encima del hombro de Deborah. Ambos le miramos—. Es una efe cursiva —explicó, como si fuera una verdad evidente.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Deborah.

—Lo he visto antes. Ya sabes, en un club.

—¿Qué quieres decir? —insistió Debs, y Vince se encogió de hombros.

—Pues eso, la vida nocturna de South Beach. He visto estas cosas. —Contempló la ficha negra y dio unos golpecitos sobre ella con un dedo enguantado—. Efe.

—Vince —dije, y reprimí el ansia de rodear su garganta con las manos y estrujarla hasta que se le salieran los ojos de las órbitas—. Si sabes qué es esto, haz el favor de decírnoslo antes de que Deborah te pegue un tiro.

El hombre frunció el ceño y levantó ambas manos.

—Tómatelo con calma. Joder. —Le dio otro golpecito—. ¿Conoces Fang?[4] ¿El club? —Algo me hizo cosquillas en el fondo de mi mente cuando lo dijo, pero antes de que pudiera rascarme, Vince dio otro golpecito a la ficha y continuó hablando—. No puedes entrar sin una de estas cosas, y es difícil conseguirlas. Yo lo intenté. Porque es un club privado. Está abierto toda la noche, después de que todos los demás cierran, y he oído que se montan unas fiestas de órdago.

Deborah contemplaba la ficha como si estuviera esperando a que hablara.

—¿Qué hacia Deke con esto? —preguntó.

—Tal vez le gustaba ir de parranda —sugirió Vince.

Mi hermana lo miró, y después miró el cadáver de Deke.

—Sí. Parece que estuvo en una fiesta rave de cojones. —Se volvió hacia Vince—. ¿Hasta qué hora está abierto ese local?

Él se encogió de hombros.

—Toda la noche. Hace honor a su nombre, pues ya sabes que los vampiros viven de noche. Y es privado, sólo para miembros. Así que pueden hacerlo.

Deborah asintió y me agarró el brazo.

—Vamos —dijo.

—¿Adónde?

—¿A ti qué te parece? —rugió.

—No, espera un momento. —Esto era absurdo—. ¿Cómo llegó la ficha a la camisa de Deke?

—¿Qué quieres decir?

—La camisa no tiene bolsillo. Y no es el tipo de objeto que sujetas en la mano mientras te deshaces de un cadáver. Así que alguien metió la ficha en la bolsa. A propósito.

Deborah permaneció inmóvil un momento, sin ni siquiera respirar.

—Podría haber caído sin querer y…

Calló, cuando se dio cuenta de la estupidez que había dicho.

—Imposible —dije—. Eso no te lo crees ni tú. Alguien quiere que vayamos a ese club.

—Muy bien. Pues iremos.

Negué con la cabeza.

—Eso es una locura, Debs. Tiene que ser una trampa.

Ella tensó la mandíbula y compuso una expresión testaruda.

—Samantha Aldovar está en ese club —dijo—. Voy a rescatarla.

—No sabes dónde está.

—Está allí —replicó entre dientes Debs—. Lo sé.

—Deborah…

—Joder, Dexter. Es la única pista que tenemos.

Una vez más, daba la impresión de que era el único capaz de ver la locomotora lanzada a toda velocidad hacia nosotros.

—Por el amor de Dios, Debs, es demasiado peligroso. Alguien puso esa ficha ahí para que fuéramos al club. O es una trampa, o es una pista falsa para despistarnos.

Pero Deborah se limitó a sacudir la cabeza y tiró de mi brazo.

—Me da lo mismo que sea una pista falsa. Es la única con la que contamos.