Contemplé los faros traseros del coche de Brian hasta que desaparecieron en la lejanía. Pero mi desdicha no se alejó con mi hermano. Se enroscó a mi alrededor y se elevó, mientras la luna se derramaba sobre mí y se mezclaba con la irritación, y una vez más la voz de serpiente empezó a adularme y persuadirme, y a lanzar traviesas sugerencias. Ven con nosotros, susurró en tonos almibarados de pura y perfecta lógica. Sal a la noche. Ven a jugar, y te sentirás mucho mejor…
Y yo la rechacé, me mantuve firme en las orillas de mi nuevo país, la paternidad humana…, pero la luz de la luna manó de nuevo y tiró con más fuerza y cerré los ojos un momento para repelerla. Pensé en Lily Anne. Pensé en Cody y Astor, y en el servil placer que expresaban al estar con Brian, y se alzó otra pequeña oleada de irritación. La rechacé, y pensé en Deborah y en su profunda infelicidad. Se había alegrado tanto de cazar a Victor Chapin, y se había sentido tan mal cuando tuvo que soltarle. Quería que fuera feliz. También quería que los chicos fueran felices…, y la vocecita malvada volvió a hablar y dijo: Yo sé cómo lograr que sean felices, y tú también.
Por un momento escuché, y todo encajó con perfecta agudeza y claridad, y me vi deslizándome en la noche con mi cinta adhesiva y un cuchillo…
Y me resistí una vez más, con determinación, y la imagen se quebró en mil pedazos. Respiré hondo y abrí los ojos. La luna seguía en el cielo, me miraba expectante, pero sacudí la cabeza con firmeza. Sería fuerte, no me dejaría convencer. Me alejé de la noche con frágil determinación y entré en casa a grandes zancadas.
Rita estaba en la cocina limpiando. Lily Anne hacía gorgoritos en el moisés, y Cody y Astor habían vuelto al sofá, delante de la televisión, y jugaban con la nueva Wii. Había llegado el momento de empezar, de dejar las cosas claras entre nosotros, de apagar las brasas de la influencia de Brian y sacar a los niños de la oscuridad. Era factible. Yo lo haría. Me dirigí hacia Cody y Astor y me interpuse entre ellos y la pantalla del televisor. Me miraron y dio la impresión de que era la primera vez que me veían en toda la noche.
—Eh —protestó Astor—. Te has puesto en medio.
—Hemos de hablar —dije.
—Hemos de jugar a la Espada del Dragón —propuso Cody, y no me gustó el tono de su voz. Le miré, miré a Astor, y los dos me miraron con suficiencia y santa indignación, y fue demasiado. Me incliné sobre la caja de control de la Wii y la desenchufé de la pared.
—¡Oye! —rugió Astor—. ¡Has estropeado la partida! ¡Ahora tendremos que empezar otra vez desde el nivel uno!
—El juego irá a parar a la basura —comenté, y ambos se quedaron boquiabiertos.
—No es justo —dijo Cody.
—No es una cuestión de que sea justo, sino de que sea correcto.
—Eso es absurdo —intervino Astor—. Si es correcto, también es justo, y tú has dicho… —Estaba a punto de continuar, pero vio mi cara y calló—. ¿Qué?
—Ni siquiera os gusta la comida china —dije con severidad. Dos rostros pequeños e inexpresivos me miraron, después se miraron entre sí, y oí el eco de lo que acababa de decir. Ni siquiera a mí me parecía lógico—. Me refiero a cuando salisteis con Brian —continué, y sus ojos se volvieron hacia mí—. Mi hermano. Tío Brian.
—Sabemos a quién te refieres —replicó Astor.
—Dijisteis a vuestra madre que fuisteis a un chino. Y es mentira.
Cody negó con la cabeza.
—Él se lo dijo —aclaró Astor—. Nosotros habríamos dicho pizza.
—Lo cual también habría sido una mentira —insistí.
—Pero, Dexter, tú nos lo dijiste —repuso Astor, y Cody asintió—. Mamá no debe saberlo. Todo eso otro. Así que hemos de mentirle.
—No. Lo que debéis hacer es no volver a hacerlo.
Vi que la estupefacción florecía en sus rostros. Cody meneó la cabeza perplejo.
—Pero eso no es… —soltó Astor—. Quiero decir… No puedes… ¿Qué quieres decir?
Por primera vez en su vida, pareció que era su madre quien hablaba.
Me senté en el sofá entre ambos.
—¿Qué hicisteis con tío Brian aquella noche? Cuando dijisteis que habíais ido a un chino.
Intercambiaron una mirada, y toda una conversación se entabló entre ellos, sin palabras audibles. Después Cody me miró.
—Perro callejero.
Asentí, y una oleada de ira me recorrió. Brian se los había llevado y les había encontrado un perro callejero para que aprendieran y experimentaran. Yo ya imaginaba que había sido algo por el estilo, por supuesto, pero oírlo confirmó mi sensación de escándalo moral, con mi hermano y con los niños. Y por extraño que pareciera, incluso mientras me alzaba a lo alto de una torre de santa indignación, una voz menuda y malvada susurró que habría debido ser yo quien lo hiciera. Tendría que haber sido mi mano la que guiara las cuchilladas, mi sabia y paciente voz la que encauzara, explicara y enseñara cómo cazar y destripar, y después cómo limpiar una vez terminado el pasatiempo.
Pero eso era absurdo. Yo estaba aquí para alejarles de la oscuridad, no para enseñarles a disfrutar de ella. Sacudí la cabeza y dejé entrar un chorro de cordura.
—Lo que hicisteis estuvo mal —sentencié, y una vez más me miraron sin comprender.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Astor.
—Quiero decir que tenéis que parar…
—Oh, Dexter —exclamó Rita, mientras entraba en tromba en la sala secándose las manos con un paño—. No dejes que continúen jugando. Mañana es día de clase. Fíjate en la hora, por el amor de Dios, y ni siquiera habéis… Venga, vosotros dos. Preparaos para ir a la cama.
Se los llevó de la sala antes de que pudiera hacer algo más que parpadear. Cody se volvió a mirarme justo antes de que su madre le empujara hacia el pasillo, y su rostro era una mezcolanza de confusión, indignación e irritación.
Y mientras los tres se apretujaban en el cuarto de baño y yo oía los sonidos del agua del grifo y los cepillos de dientes, me di cuenta de que estaba rechinando los dientes de frustración. Nada estaba saliendo bien. Había intentado unir a mi pequeña familia, y mi hermano se me había adelantado. Cuando traté de plantarle cara, había salido pitando mientras las palabras todavía se estaban formando en mi boca. Y yo había iniciado por fin la importante tarea de alejar a los niños de la maldad, pero me habían interrumpido en el momento crucial. Ahora los niños estaban enfadados conmigo, Rita no me hacía caso y mi hermana estaba celosa de mí…, y ni siquiera sabía qué estaba tramando Brian.
Me había esforzado a fondo por ser el nuevo, pulquérrimo y recto hombre de familia que debía ser, y a cada intento me habían abofeteado, desdeñado y aplastado por completo. La irritación creció en mi interior y se metamorfoseó en ira, y después eso también empezó a cambiar, cuando sentí un frío y ácido baño de desprecio burbujear en mi interior: desprecio por Brian, por Rita, Deborah, Cody y Astor, por todos los idiotas babosos de todo el mundo…
… y, sobre todo, desprecio por mí, Dexter el Memo, quien quería pasear al sol, oler las flores y ver los arcos iris surcar el cielo teñido de rosa. Pero había olvidado que las nubes ocultan casi siempre el sol, que las flores tienen espinas y que los arcos iris están fuera de nuestro alcance. Ya podías soñar todo lo que quisieras el sueño imposible que siempre se había esfumado cuando despertabas. Lo estaba aprendiendo por las malas, y cada nuevo recordatorio aplastaba más y más mi nariz contra el suelo, y lo que deseaba de veras ahora era pillar algo por la garganta y estrujar…
El monótono parloteo de Rita y los niños rezando se oía desde el otro lado del pasillo. Aún no me sabía las oraciones, y era un recordatorio más de que no era en realidad Dex-Papi, y probablemente nunca lo sería. Pensaba que podría ser el primer leopardo de la historia en mudar sus manchas, pero en realidad no era más que otro gato callejero obligado a buscar su pitanza en la basura.
Me levanté. Necesitaba dar una vuelta, intentar calmarme, serenar mis pensamientos, domeñar esas extrañas, salvajes y nuevas emociones, antes de que me arrastraran en una pleamar de estupidez. Entré en la cocina, donde el lavaplatos ya estaba dando cuenta de los platos de la cena. La máquina de hacer hielo de la nevera chasqueaba. Entré en el pasillo de atrás, junto a la lavadora y la secadora. A mi alrededor, en toda la casa, todo era limpio y funcional, toda la maquinaria de la felicidad doméstica, en su sitio y preparada para hacer exactamente lo que debía…, todo excepto yo. No estaba hecho para encajar bajo la encimera, ni de ésta ni de ninguna casa. Estaba hecho para el centelleo bajo la luz de la luna de un cuchillo muy afilado, y el consolador sonido de la cinta adhesiva al desenrollarse, y el horror apagado de los malos en sus pulcras y cuidadosas ataduras cuando se encontraban con su aniquilador…
Pero había dado la espalda a eso, renunciado a todo cuanto era en realidad. Había intentado encajar en una imagen de algo que ni siquiera existía, como embutir por la fuerza un demonio en la portada del Saturday Evening Post, y no había conseguido otra cosa que quedar como un perfecto imbécil. No era de extrañar que Brian se hubiera agenciado con tanta facilidad a los niños. Nunca podría alejarlos del lado oscuro si era incapaz de ofrecerles una interpretación convincente de normalidad virtuosa.
Y con tanta maldad en el mundo, ¿cómo podía transformar mi brillante hoja en una apagada y funcional reja de arado? Había mucho por hacer todavía, tantos matones de tres al cuarto que necesitaban aprender las nuevas normas del juego, las normas de Dexter. Hasta había caníbales sueltos en mi propia ciudad. ¿De veras podía quedarme sentado en el sofá haciendo calceta, mientras imponían su horrible voluntad a las Samanthas Aldovar del mundo? Al fin y al cabo, era hija de alguien, y alguien sentía por ella lo mismo que yo sentía por Lily Anne.
Y cuando asimilé esa idea, una oleada de ira al rojo vivo estalló en mi interior y se llevó por delante todo mi cuidadoso control. Podría haber sido Lily Anne. Algún día, podría serlo, y yo no estaba haciendo nada por protegerla. Era un idiota que me engañaba a mí mismo. Me estaban atacando por todas partes, y me limitaba a dejar que sucediera. Estaba permitiendo a los depredadores acechar y matar, y si algún día iban a por Lily Anne (o a por Cody y Astor), sería culpa mía. Estaba en mis manos proteger a mi familia de un mundo muy desagradable, y en cambio estaba fingiendo qué pensamientos amables mantendrían a raya al dragón, mientras que en realidad estaba rugiendo ante mis puertas.
Me paré en la puerta de atrás y miré por la ventana la oscuridad del patio. Las nubes se habían acumulado, cubrían la luna y aportaban una oscuridad absoluta: una imagen perfecta de todo lo que era real; sólo oscuridad, que ocultaba algunas extensiones de hierba marrón y tierra. Nada funcionaba. Nada funcionaba ya, para nadie. Todo era oscuridad, podredumbre y tierra, y fingir que existía algo más sólo te causaba dolor, y yo no podía hacer nada al respecto. Nada.
Y las nubes se abrieron y un minúsculo rayo de luna se abrió paso entre la oscuridad, y el susurro sibilante me hizo cosquillas y me tomó el pelo una vez más, y dijo: Hay algo…
Y ese sencillo pensamiento era el único lógico de este mundo.
—Vuelvo enseguida —dijimos a Rita, cuando se sentó en el sofá con la niña apretada contra el pecho—. Me he dejado una cosa en el trabajo.
—¿Enseguida? —farfulló confusa—. ¿Quieres decir que te vas a…? ¡Pero si es de noche!
—Sí —dijimos, y dejamos entrever un frío destello de dientes en nuestra cara, al pensar en la acogedora oscuridad aterciopelada que nos aguardaba al otro lado de la puerta.
—Bien, pero no… ¿No puede esperar a mañana?
—No —dijimos, y la alegre locura de la perspectiva resonó en nuestra voz—. No puede esperar. Es algo que he de hacer esta noche.
La verdad se reflejó en nuestro rostro. Rita frunció el ceño.
—Bien, espero que… —se limitó a decir—. ¡Oh! Pero he vaciado el cubo de los pañales y es un poco… ¿Podrías llevarte la bolsa y…? —Se levantó de un brinco y fue al pasillo, y el ácido frío me sacó de quicio debido a la interrupción, pero regresó en cuestión de segundos, aferrando una bolsa de basura. Me la dio—. Al salir, si… ¿De veras has de irte? O sea, ¿tardarás mucho? Porque, o sea, conduce con cuidado, pero…
—No tardaré mucho —dijimos, y después se impuso la impaciencia y salimos a la noche acogedora, con sus delgados dedos de luz de luna filtrándose entre las nubes, con la promesa de aquel acontecimiento maravilloso que se llevaría por delante toda la desdicha acumulada de intentar ser algo que no éramos ni nunca seríamos. Ya con prisas, tiramos la bolsa de basura al suelo del asiento trasero, junto con nuestros juguetes, y subimos al coche.
Nos dirigimos hacia el norte entre el escaso tráfico, hacia el trabajo, como habíamos dicho, pero no el trabajo diurno de oficina y desorden. Íbamos a una tarea mucho más satisfactoria, que aparcaba el aburrimiento para adentrarse en el placer, dejamos atrás el aeropuerto, tomamos la rampa de salida que conducía a North Miami Beach, ahora más despacio, siguiendo la senda grabada en nuestra memoria, hasta cierta casa color amarillo pastel situada en un barrio modesto.
El club ni siquiera abre hasta las once, había dicho Deborah. Pasamos de largo con cautela y vimos las luces encendidas, dentro y fuera, y un coche en el camino de entrada que no estaba antes. El coche de la madre, por supuesto, y era lógico: iba a trabajar en coche. Más cerca de la casa, medio en sombras, estaba el Mustang. Él aún no se había ido. Todavía no eran las diez, y el trayecto hasta South Beach no era largo. Estaría dentro disfrutando de su injusta libertad y pensando que todo iba bien en su pequeño mundo, y así lo deseábamos. Teníamos mucho tiempo por delante, y experimentábamos la fría y agradable seguridad de que no nos llevaríamos una decepción.
Dimos la vuelta a la manzana, atentos a cualquier señal de que algo no funcionara como era debido, y no descubrimos nada. Todo estaba en silencio, y todas las casitas se veían limpias, iluminadas y amuralladas contra los colmillos afilados como cuchillos de la noche.
Seguimos conduciendo. A cuatro manzanas de distancia había una casa con un contenedor de basura en el patio invadido de malas hierbas, y eso era justo lo que deseábamos. Las casas cercanas también estaban a oscuras, aunque se veía una luz en una casa que se hallaba a dos puertas, pero por lo demás era una parte tranquila de nuestra noche, y la casa del contenedor era perfecta. Hipoteca ejecutada, vacía, a la espera de que alguien entrara con un nuevo sueño, y muy pronto alguien lo haría, pero no sería un sueño bonito. Descubrimos una farola rota a una manzana de distancia y aparcamos allí, al lado de un seto. Bajamos despacio, disfrutando de la anticipación, disfrutando como siempre con la alegre tarea de los preparativos, para que todo funcionara como era debido, y ahora funcionaría una vez más y, oh, muy pronto.
La puerta trasera de la casa está oculta a ojos curiosos y se abre en silencio, y deprisa. El interior de la casa está sumido en la más absoluta oscuridad, salvo por la cocina, donde una claraboya esparce rayos de luna sobre la encimera de madera maciza, y cuando la vemos, el susurro interior prorrumpe en un coro de satisfacción. Una señal de que ésta era la noche y de que había sido dispuesta para nosotros. Esta habitación era el lugar perfecto para lo que hemos de hacer, y como para subrayar el hecho de que todo se hallaba en concordancia con el mundo de la maldad, hay incluso media caja de bolsas de basura sobre la encimera.
Hay que darse prisa. El tiempo apremia, pero la pulcritud es fundamental. Cortar las costuras de las bolsas de basura y convertirlas en láminas de plástico lisas. Esparcirlas con cuidado sobre la encimera, el suelo que la rodea, las paredes cercanas, cualquier lugar donde una espantosa salpicadura roja pueda caer sin que nos apercibamos, entregados al dichoso abandono de nuestro pasatiempo, y no tarda en estar preparado.
Nos tomamos un respiro. Nosotros también estamos preparados.
Volvemos en un periquete a la casita amarilla. Las manos vacías, no necesitamos nada, excepto el pequeño lazo de nilón. Sedal con resistencia de cincuenta libras, perfecto para fabricar un líder, aún mejor para fabricar un seguidor a partir de algún travieso compañero de juegos, que oiría el silbido del leve y poderoso nudo rasgar el aire y posarse sobre su garganta, y ante su sorpresa le oiría hablar y decir: Ven con nosotros. Ven a descubrir tus límites. Y seguiría, porque no tendría otro remedio, mientras el mundo se sumía en las tinieblas, y hasta sus últimos suspiros vendrían acompañados de dolor y sólo cuando nosotros lo deseáramos.
Y si se debatiera o revolviera más de lo debido, tiraríamos un poco más, hasta que se quedara sin aliento y sólo oyera el frenético golpeteo de los latidos de su corazón en los oídos, y el susurro del nilón diciendo: ¿Lo ves? Te hemos robado la voz y el aliento, y pronto te robaremos más cosas, muchas más, te lo robaremos todo, y después te transformaremos en polvo y oscuridad, y en unos cuantos paquetes pulcros de basura…
Y la idea llega con el aliento algo entrecortado, y nos detuvimos para recobrar la calma, para permitir que los dedos de hielo calmaran los nervios a flor de piel y los condujeran hacia el primer y cauteloso goteo de placer.
Preparados ahora: otra bocanada de aire hasta que recuperemos la frialdad y la seguridad, hasta saber que todo es disposición rutilante y cauta, y permitimos que la limpia y acerada conciencia se concentre en el único hecho verdadero de la noche: Esto va a suceder ahora. Esta noche.
Ahora.
Nuestros ojos se abren de golpe a un paisaje de sombras, y toda nuestra fría concentración salió arrastrándose e invadió hasta la última insinuación de oscuridad, en busca de movimientos, en busca del menor rastro de alguien que estuviera vigilando. No había nada, nadie, ni humano, ni animal, ni Otro como yo. Nada se removía o acechaba. Esta noche éramos el único cazador en la senda, y todo era como debía ser. Estábamos preparados.
Un cauteloso pie delante de otro, una imitación perfecta de pasear como si tal cosa, dando la vuelta a la manzana de la modesta casa amarilla. Pasamos de largo de la casa, muy cautelosos, y nos adentramos en la sombra del seto de la casa vecina, y después esperamos. Ningún sonido nos planta cara. Nada se mueve o espera con nosotros. Estamos solos, somos invisibles y nos vamos acercando poco a poco, con cuidado y sigilo, hasta que llegamos a la esquina amarilla de la casa y respiramos hondo, en silencio, y nos convertimos en una parte pequeña y silenciosa de las sombras.
Más cerca, todavía cautelosos y sigilosos, y todo está exactamente como debería, y entonces llegamos a la puerta del Mustang.
No está cerrada con llave (la despreciable bestia nos lo ha puesto demasiado fácil, nos deslizamos en el asiento trasero sigilosos y silenciosos, y nos fundimos con la oscuridad invisible del suelo del coche), y esperamos.
Segundos, minutos… El tiempo pasa y nosotros esperamos. Esperar es fácil, algo natural, parte de la cacería. Nuestra respiración es calma y firme, y todo en nosotros es frío y replegado, a la espera de que llegue el momento.
Y llega.
Un chillido lejano. La puerta de la calle se abre y escuchamos la parte final de la última discusión.
—¡… abogada dijo que lo hiciera! —dice, con su malvada vocecita rabiosa—. He de irme a trabajar, ¿vale?
Y cierra la puerta de golpe y se encamina hacia el Mustang a grandes zancadas. Su menuda y desagradable voz continúa mascullando cuando abre la puerta y se sienta al volante, y cuando introduce la llave en el encendido y pone en marcha el motor, las sombras del suelo trasero escupen una forma, y allá que vamos con nuestra silenciosa y calma velocidad, y el silbido del lazo de nilón que rodea su garganta y apaga todo pensamiento y también el aire.
—Ni un sonido, ni un movimiento —decimos con nuestra terrible y fría Otra Voz, y el hombre adopta una rigidez absoluta—. Escucha con atención y haz exactamente lo que decimos, y vivirás un poco más. ¿Entendido?
Asiente tirante, los ojos saltones a causa del terror, con la cara cada vez más amoratada por la falta de aire, y dejamos que lo sienta, que sienta lo que es dejar de respirar, un anticipo de lo que se avecina, una muestra del para siempre que se acerca, de la oscuridad eterna cuando toda respiración concluye.
Y tiramos un poco más, lo suficiente para informarle de que podríamos tirar con mucha más fuerza, hasta que todo se interrumpiera, y su rostro se amorata cada vez más, mientras sus ojos empiezan a saltar de su cara y brillan con la sangre…
… y le dejamos tomar aliento, disminuimos la fuerza del brazo, que se transmite al lazo de nilón, sólo un poco, lo suficiente para una seca y entrecortada bocanada de aire, y después apretamos de nuevo antes de que pueda toser y hablar.
—Me perteneces —le decimos, y la fría verdad asoma en nuestra voz, y por un momento olvida que no puede respirar, mientras la verdadera forma de su futuro invade su mente y agita los brazos un solo segundo, antes de que volvamos a tirar, con un poco más de fuerza—. Basta —decimos, y el gélido silbido de nuestra voz autoritaria le paraliza de inmediato. Dejamos que su feo mundo se oscurezca otra vez, no mucho, sólo lo suficiente para que cuando volvamos a aflojar nuestra presa alumbre en él una pequeña esperanza, una frágil esperanza, una esperanza hecha de rayos de luna, una esperanza que vivirá lo bastante para mantenerle dócil y tranquilo, hasta que esa tranquilidad se prolongue eternamente—. Conduce —ordenamos, con un tironcito del lazo, y dejamos que tome aire.
Por un momento no se mueve, y tiramos del lazo.
—Ya —decimos, y con un espasmo nos comunica que está ansioso por complacer, pone el coche en marcha y salimos poco a poco del camino de entrada y nos alejamos de la casa amarillo pastel, lejos de su pequeña y sucia vida en la tierra, en dirección al oscuro y gozoso futuro de esta maravillosa noche iluminada por la luna.
Le guiamos hasta la casa desierta con el nilón anudado alrededor de su garganta, con celeridad y cautela le empujamos a través de la oscuridad hasta la habitación que hemos dispuesto, la habitación envuelta en plástico, donde rayos dorados de luz de luna se filtran por la claraboya e iluminan la encimera de madera maciza, como si fuera el altar de una catedral de dolor. Y lo es: un verdadero templo del sufrimiento, y esta noche somos su sacerdote, el maestro de los ritos, y le guiaremos en nuestro ritual hasta la epifanía final, hasta la definitiva liberación en la gracia.
Le sujetamos junto a la encimera y le dejamos respirar, sólo un momento, lo suficiente para que vea lo que le espera, y su temor aumenta cuando comprende que todo esto es sólo en su honor, y se gira para mirarnos y ver si tal vez se trata de una broma pesada…
—Oye —dice, con una voz ya casi estropajosa. Su rostro expresa que nos ha reconocido y sacude la cabeza un poco, tanto como el nudo se lo permite—. Eres ese policía —dice, y una nueva esperanza alumbra en sus ojos y se transforma en chulería cuando continúa con su nueva voz rasposa—. ¡Eres el puto policía que acompañaba a aquella puta poli demente! ¡Cabronazo, te has metido en un lío de mil pares de cojones! Meteré tu culo en la cárcel por esto, pedazo de mierda…
Y nosotros tiramos del nudo, con mucha fuerza, y el sonido de sus sucias palabras roncas se interrumpe como si un cuchillo lo hubiera cortado, y una vez más su mundo se sume en las tinieblas, y tira con movimientos débiles del nilón que ciñe su garganta, hasta que olvida para qué sirven los dedos y sus manos se desploman y cae de rodillas y se mece un momento, hasta que tiro con más fuerza, y más, y pone los ojos en blanco y cae al suelo como un saco.
Trabajamos con celeridad, le depositamos sobre la encimera, cortamos la ropa, le inmovilizamos y preparamos con la cinta antes de que se despierte, cosa que hace enseguida, sus ojos se agitan y abren, los brazos se revuelven contra la cinta mientras explora su nueva y definitiva posición. Los ojos se abren de par en par y procura liberarse con todas sus fuerzas, pero no lo consigue. Le contemplamos un momento, dejamos que el miedo aumente, y con él el goce. Así somos. Para esto servimos, el director del ballet oscuro, y esta noche se celebra nuestro concierto.
Y la música aumenta de intensidad y nos lo llevamos al escenario del baile, la exquisita coreografía de El Fin, con sus mismos pasos afilados y movimientos familiares, y sus olores a miedo entre los suaves sonidos de la cinta y el terror, y el cuchillo está afilado y es veloz y seguro esta noche, mientras corre al ritmo familiar de la música de la luna que se alza y da paso al coro final de satisfacción, hasta que el goce goce goce invade el mundo.
Justo antes del final hacemos una pausa. Un lagarto muy pequeño y espantoso de duda se ha entrometido en nuestro placer y se halla acuclillado sobre la aureola de nuestra felicidad, y le miramos mientras se retuerce con los ojos dilatados a causa del horror de lo que le ha sucedido, a sabiendas de que todavía queda más.
Casi hemos terminado, dice el susurro. No paremos ahora…
Y no lo hacemos: no podríamos. Pero sí una pausa. Contemplamos la cosa que se retuerce bajo nuestro cuchillo. Casi ha llegado a su final y la respiración es más lenta, pero todavía se remueve contra sus ligaduras con una última burbuja de esperanza que se forma y pugna por alzarse tras el terror y el dolor. Y hay una cosita que debemos saber antes de reventar esa burbuja, un diminuto detalle que necesitamos oír para completar el ritual, para volar las compuertas y dejar que nuestro placer inunde la tierra.
—Bien, Victor —decimos con nuestro siseo gélido y feliz—, ¿cómo sabía Tylor Spanos? —Y le arrancamos la cinta de los labios. Está demasiado sumido en el dolor verdadero para notar el tirón de la cinta adhesiva, pero respira hondo y lento y sus ojos se encuentran con los míos—. ¿Cómo sabía? —preguntamos de nuevo, y asiente con la aceptación final de lo que ha de ser.
—Sabía de maravilla —dice con voz rasposa, consciente de que no queda tiempo para nada, salvo para la verdad definitiva—. Mejor que las otras. Fue… divertido… —Cierra los ojos un momento, y cuando los abre de nuevo la leve esperanza todavía flota en sus ojos—. ¿Vas a dejarme ir ahora? —pregunta con una vocecilla ronca de niño extraviado, aunque sabe cuál ha de ser la respuesta.
El aleteo de las alas nos envuelve, y ni siquiera oímos nuestra voz cuando contestamos: «Sí, puedes irte», y muy poco después, lo hace.
Dejamos el Mustang de Chapin detrás de una tienda de Lucky 7 a un kilómetro de la casa, con la llave todavía en el encendido. Era demasiado tentador para que sobreviviera a la noche de Miami. Por la mañana ya lo habrían vuelto a pintar y se dirigiría en barco a Sudamérica. Tuvimos que apresurar las cosas con Victor un poco más de lo que deseábamos, teniendo en cuenta las circunstancias, pero ahora nos sentíamos muchísimo mejor, como siempre, y casi estaba tarareando una canción cuando bajé de mi querido coche y entré en casa.
Me lavé con esmero, y noté que el resplandor empezaba a apagarse. Debs sería un poco más feliz. Aunque no se lo iba a contar, por supuesto. Chapin se había ganado a pulso el papel de protagonista en el pequeño drama de aquella noche, y el mundo era un poquito mejor.
Y yo también me sentía más sereno, menos tenso, mucho más dispuesto a afrontar la precipitación y los tropiezos de los recientes acontecimientos. Era cierto que había intentado abandonar este tipo de cosas, y era cierto que había fracasado, pero se trataba de un resbalón pequeño y necesario, y ya me ocuparía de que fuera el último. Un pequeño paso atrás, una vez, no significaba gran cosa. Al fin y al cabo, nadie deja de fumar de golpe, ¿verdad? Ahora me sentía mucho más sereno y tranquilo, y esto no volvería a suceder. Fin del incidente, de vuelta a mi disfraz de oveja, esta vez de manera permanente.
Incluso mientras este pensamiento intentaba germinar a la luz del sol de mi nueva personalidad, oí un leve agitar de garras del Pasajero, y el pensamiento casi verbalizado: Por supuesto… hasta la próxima vez…
La repentina brusquedad de mi reacción nos sorprendió a ambos: un veloz destello de ira y mi grito mudo de ¡No! No habrá próxima vez. ¡Lárgate! Y esta vez lo decía en serio, con tal rotundidad que se produjo un estupefacto silencio, seguido de una sensación de inmensa y correosa dignidad, que se alejó por la escalera hasta desaparecer. Respiré hondo y expulsé el aire poco a poco. Chapin era la última vez. Un pequeño revés en mi nuevo y rutilante camino hacia el futuro de Lily Anne. No volvería a ocurrir. Y para remachar la idea añadí: ¡Y mantente alejado!
No hubo respuesta, sólo el lejano estruendo de una puerta al cerrarse de golpe en una elevada torre del Castillo Dexter. Me miré en el espejo del lavabo mientras me restregaba las manos. La cara de un hombre nuevo me miró. Todo había terminado, de una vez por todas, y nunca más volvería a entrar en ese lugar oscuro.
Me sequé, tiré mi ropa en la cesta y me encaminé de puntillas hacia el dormitorio. El reloj de la mesita de noche anunciaba las 2:59 cuando me metí en silencio en la cama.
Los sueños llegaron enseguida, casi en el mismo instante en que me deslicé en las tinieblas. Estoy de pie cerniéndome sobre Chapin de nuevo, levanto el cuchillo para un corte perfecto…, pero ya no es Chapin quien está sobre la mesa. Es Brian, Brian atado con cinta a mi lado. Me dirige una sonrisa tan amplia y falsa que la puedo ver a través de la cinta adhesiva, y levanto más el cuchillo…, y entonces Cody y Astor aparecen a mi lado. Levantan sus controladores de plástico de la Wii y me apuntan con ellos, disparan furiosamente, y me siento controlado por ellos, bajo el cuchillo, me alejo de Brian y apunto el cuchillo hacia mí, hasta que la hoja se apoya en mi garganta y un terrible aullido surge de la mesa detrás de mí, y veo a Lily Anne sujeta con cinta y extendiendo hacia mí sus dedos diminutos y perfectos…
… y Rita me está dando codazos, diciendo: «Dexter, por favor, venga, despierta», y al fin lo hago. El reloj despertador anuncia las 3:28, y Lily Anne está llorando.
Rita rezongó a mi lado.
—Es tu turno —dijo, y se dio la vuelta y se cubrió la cabeza con la almohada. Me levanté, con la sensación de que mis extremidades estaban hechas de plomo, y me tambaleé hasta la cuna. Mi hija estaba agitando los pies y las manos en el aire, y por un oscuro y terrible momento no logré diferenciar lo que contemplaba del sueño que acababa de tener, y me quedé allí de pie, sintiéndome vacilante y estúpido, mientras esperaba a que todo adquiriera sentido. Pero el rostro pequeño y encantador de Lily Anne empezó a cambiar y vi que estaba a punto de lanzarse a un concierto de aullidos a todo volumen, de modo que sacudí la cabeza para despejarme. Un sueño estúpido. Todos los sueños son estúpidos.
Levanté a mi hija y la deposité con cuidado sobre el cambiador, mientras murmuraba tonterías para calmarla, que sonaron extrañas y muy poco consoladoras al surgir de mi voz ronca a causa del sueño. Pero se fue tranquilizando cuando le cambié el pañal, y cuando me acomodé con ella en la mecedora que había al lado del cambiador, se removió unas cuantas veces y se durmió de nuevo. La sensación de miedo que perduraba de mi estúpido sueño empezó a desvanecerse, y estuve meciéndola y canturreando en voz baja unos minutos, disfrutando mucho más de lo que parecía adecuado, y cuando me quedé convencido de que Lily Anne estaba dormida como un tronco, me levanté y la deposité con cuidado en la cuna, y la rodeé con la manta hasta convertirla en un pequeño nido.
Me acababa de acurrucar en mi propio nido, cuando el teléfono sonó. Al instante, Lily Anne se puso a llorar.
—Oh, Dios mío —dijo Rita, algo muy sorprendente viniendo de ella.
Teniendo en cuenta la hora, no cabía duda de quién podía ser. Era Deborah, por supuesto, que me llamaba por culpa de una nueva y espantosa emergencia, y conseguiría que me sintiera culpable si no saltaba al instante de la cama y corría a su lado. Por un momento, acaricié la idea de no contestar. Al fin y al cabo, era una mujer adulta, y ya era hora de que aprendiera a valerse por sí misma. Pero el deber y la costumbre me reanimaron las neuronas, combinados con un codazo de Rita.
—Contesta, Dexter, por el amor de Dios —me conminó, y lo hice por fin.
—¿Sí? —dije, y dejé que el mal humor asomara a mi voz.
—Te necesito aquí, Dex —anunció Deborah. Había auténtica fatiga en su voz, y también algo más, un rastro del dolor que había demostrado en los últimos tiempos, pero se trataba de un estribillo antiguo, y yo ya me había cansado de la canción—. Paso a recogerte ahora.
—Lo siento, Deborah —contesté con verdadera firmeza—. El horario laboral ha terminado y necesito estar con mi familia.
—Han encontrado a Deke —dijo, y por la forma de decirlo supe que no deseaba oír el resto, pero ella prosiguió de todos modos—. Está muerto, Dexter. Muerto, y devorado en parte.