Volví a casa entre el tráfico de la hora punta al habitual paso de tortuga, y admito que iba cavilando. Estaban sucediendo muchas cosas extrañas e incomprensibles a la vez: Samantha Aldovar, canibalismo en Miami, el colapso emocional de Deborah y la preocupante reaparición de mi hermano Brian. Y tal vez lo más extraño de todo era el Nuevo Dexter que plantaba cara a todos estos desafíos. Se acabó el Astuto Maestro de los Placeres Oscuros, transformado de manera asombrosa ahora en Papimán, Campeón de los Hijos y la Vida Familiar.
Y no obstante, estaba pasando mi tiempo lejos de la familia, en una búsqueda absurda de gente mala y una chica a la que no conocía. O sea, una cosa es el trabajo, pero ¿podía aducir como excusa del abandono de mi hija recién nacida el hecho de que debía apoyar la búsqueda freudiana de Deborah de una familia desaparecida? ¿No era bastante contradictorio?
Y ahora, cosa incluso más estrafalaria e inquietante, mientras meditaba sobre todo esto empecé a sentirme mal. Yo, el Oscuro y Muerto Dexter, no sólo sentía, sino que me sentía mal. Era algo alucinante. Me había estado dando palmaditas en la espalda por mi asombrosa transformación, y en realidad el Alegre Trinchador había dado paso a otro padre ausente, que no era más que un tipo diferente de maltrato. Aparte del hecho de que en los últimos tiempos no había matado a nadie, ¿de qué podía sentirme orgulloso?
Me abrumaron sentimientos de culpa y vergüenza. De modo que así eran los padres humanos reales. Yo tenía tres maravillosos críos, y ellos sólo me tenían a mí. Merecían mucho más. Necesitaban un padre que guiara sus pasos y les enseñara cosas de la vida, pero estaban sujetos a alguien que, por lo visto, estaba más preocupado por encontrar a la hija de otros que por jugar con los suyos. Era horrible, inhumano. No me había reformado nada. Sólo me había convertido en otro tipo diferente de monstruo.
Y los dos mayores, Cody y Astor… Todavía vivían en el deseo de la oscuridad. Querían que yo les enseñara a cazar entre las sombras. No sólo no había dejado de hacerlo, sino peor todavía, nunca había empezado a alejarles de ese deseo. Culpa tras culpa: sabía que debía dedicarles más tiempo, reconducirles hacia la luz, enseñarles que la vida deparaba placeres más profundos que cualquier cuchillo. Y a tal efecto, debía estar con ellos, hacer cosas con ellos, y había fracasado.
Pero quizá no era demasiado tarde. Tal vez podía dejarles todavía mi impronta. Al fin y al cabo, no podía cambiar tan por completo sólo con desearlo, salir de mi capullo de maldad como un padre humano nuevo. Aprender a ser humano exigía tiempo, y ya no digamos ser padre, y yo era todavía muy novato. Debía concederme cierto mérito: tenía mucho que aprender, pero me estaba esforzando. Y los niños perdonan con facilidad. Si podía empezar ahora y hacer algo singular y especial, como forma de demostrarles que la situación había cambiado y que su Padre Real había llegado, sin duda responderían con alegría y respeto.
Y con eso resuelto me sentí mejor al instante: Dex-Papi encarrilado de nuevo. Como para demostrar que las piezas estaban encajando tal como las deseaba un Universo sabio y compasivo, vi una gigantesca juguetería en un centro comercial a mi izquierda, y sin vacilar me desvié, aparqué y entré.
Paseé la vista a mi alrededor y lo que vi no me pareció muy alentador. Había filas y filas de juguetes violentos, casi como si hubiera entrado en una tienda pensada para los hijos del antiguo Dexter. Había espadas, cuchillos, sables de luz, ametralladoras, bombas, pistolas y rifles que disparaban balas de plástico, bolas de pintura y proyectiles de gomaespuma, cohetes que volatilizaban a tus amigos o a toda la ciudad de tus amigos… Pasillo tras pasillo de artefactos de entrenamiento para la matanza recreativa. No era de extrañar que nuestro mundo fuera un lugar tan malvado y violento, y no era de extrañar que hubiera gente como la que yo había sido. Si enseñamos a los niños que matar es divertido, ¿puede sorprendernos que, de vez en cuando, alguno sea lo bastante listo para aprender?
Deambulé por la fábrica de estragos hasta que al final descubrí un pequeño rincón del almacén que anunciaba EDUCATIVOS. Había varias estanterías de manualidades, paquetes de ciencia, algunos juegos de mesa. Lo examiné todo con detenimiento, en busca de algo que me pareciera apropiado. Tenía que ser educativo, sí, pero no aburrido o friki, ni tampoco algo con lo que jugar en solitario, como las cometas. Necesitaba algo inspirador, pero divertido para todos nosotros.
Por fin me decidí por un juego de preguntas llamado Primero de la Clase. Una persona hacía preguntas y todos los demás contestaban por turno. Perfecto. Nos uniría como familia, y todos aprenderíamos mucho, y nos lo pasaríamos estupendamente. Hasta Cody tendría que contestar con frases completas. Sí, era esto.
Mientras me dirigía a caja, pasé ante una estantería atestada de audiolibros, de esos con una hilera de botones que pulsas para lograr efectos sonoros. Había varios con cuentos de hadas, y pensé de inmediato en Lily Anne. Una forma estupenda de iniciarla en una vida de placer lector. Yo le leería los cuentos mientras ella apretaba los botones correspondientes, y siempre leyendo cuentos de hadas clásicos. Era demasiado bueno para dejarlo pasar, y compré los tres cuentos de hadas más prometedores.
Llevé el estuche y los libros a caja y pagué. El juego costaba casi veinte dólares con impuestos, pero creí que valía la pena, un dinero bien gastado, y no me arrepentí del gasto.
Era ya de noche cuando giré el coche por la calle en que vivía. Tres cuartos de una luna solitaria brillaban en el horizonte a baja altura, y me llamó con voz anhelante, mientras lanzaba lastimeras y juguetonas sugerencias sobre lo que Dexter podía hacer con un cuchillo en una noche como ésta. Sabemos dónde vive Chapin, susurró. Podríamos abrirle en canal hasta los caninos y obligarle a decirnos muchas cosas útiles, y todo el mundo sería feliz…
Por un momento me dejé llevar por aquel seductor tirón, el embriagador remolino de la marea oscura cuando me rodeó y tironeó de mis pies. Pero entonces sentí el peso del juego y los libros que había comprado, el cual me rescató de la oleada de luz de luna y me devolvió al terreno baldío del Nuevo Dexter. Ya no. No cedería a las presiones de la voz lunar. Repelí con duras palabras al Pasajero, lo envié a las profundidades gélidas. Lárgate, le dije, y con un silbido reptiliano se enroscó en su guarida. Tenía que comprender que ya no era aquel hombre. Era Dex-Papi, el hombre que llega a casa henchido de anhelo por Lily Anne y todos los pulcros y vulgares consuelos de la vida doméstica. Yo era el sostén de la familia, el guía de los piececitos, el escudo contra todo mal. Yo era Dex-Papi, la roca sobre la cual se erigiría el futuro de Lily Anne, y llevaba el Primero de la Clase para demostrarlo.
Y cuando aminoré la velocidad para aparcar delante de mi casa y vi el coche de Brian ya aparcado, me di cuenta de que, por lo visto, también era Dex-Bobo, porque no tenía ni idea de qué estaba haciendo mi hermano otra vez aquí, pero no me gustaba, fuera lo que fuera. Representaba todo cuanto yo no quería volver a ser, y no lo quería cerca de Lily Anne.
Bajé del coche y rodeé poco a poco el pequeño coche rojo de Brian, y me sorprendí mirándolo como si entrañara un peligro real. Era una estupidez, por supuesto. El estilo de Brian no era conducir coches bomba, sino el veloz tajo con el cuchillo afilado, como mi antiguo yo. Y yo ya no era así, por más que notara el tirón cuando me acerqué a la puerta y oí alegres chillidos infantiles dentro de casa. De todos los crecientes despropósitos, éste era el peor: sentir resentimiento, suspicacia, incluso una rabia muy humana, porque los chicos se lo estaban pasando en grande sin mí.
De modo que un Dex-Papi muy confuso abrió la puerta y vio a su pequeña familia más el hermano congregados delante de la televisión. Rita estaba sentada en un extremo del sofá con Lily Anne en brazos, Brian en el otro extremo, con Astor entre ellos, todos con amplias sonrisas en la cara. Cody estaba de pie entre ellos y la tele, sosteniendo un chisme de plástico gris, que apuntaba a la tele mientras daba saltitos y los demás le jaleaban.
Cuando entré, todos los ojos, salvo los de Cody, se volvieron hacia mí, y después volvieron al televisor, sin haber apenas reconocido que era yo. Todos los ojos, salvo los de Brian, que continuaron clavados en mí, con su gran sonrisa falsa cada vez más amplia mientras me veía intentar, y fracasar, comprender qué estaba pasando en la sala de estar de mi hogar y lar.
Y entonces un gran estallido de vítores procedente de la multitud terminó en un prolongado «Auuuuuuuuuuuuuu…», y de repente un ceñudo Cody se alejó de la pantalla.
—Buen intento, chaval —comentó Brian sin apartar los ojos de mí—. Muy, muy bueno.
—He conseguido una puntuación alta —dijo Cody, un discurso asombrosamente largo para mí.
—Sí, en efecto —confirmó Brian—. Vamos a ver si tu hermana puede superarlo.
—¡Pues claro que sí! —gritó Astor, mientras saltaba en el aire y agitaba otro chisme de plástico—. ¡Estás acabado, Cody!
—¿Alguien quiere hacer el favor de decirme qué demonios está pasando aquí? —pregunté, y hasta a mí me sonó como un plañido desesperado.
—Oh, Dexter —intervino Rita, y me miró como si yo fuera algo muy vulgar y me viera hollar su alfombra por primera vez—. Brian acaba… Tu hermano ha traído una Wii a los niños, y es muy…, pero no puede… —Miró la televisión—. O sea, es demasiado cara y… ¿Puedes preguntarle? Porque… ¡Oh! ¡Buen disparo, Astor!
Rita dio un saltito de emoción, de modo que la cabeza de Lily Anne osciló un poco, y tuve claro que, aunque me desnudara y me prendiera fuego a lo bonzo, nadie me prestaría atención, salvo Brian.
—Es muy bueno para ellos —me dijo Brian con su sonrisa de Gato de Cheshire—. Muy buen ejercicio, y así desarrollan sus aptitudes motoras. Y —añadió con un encogimiento de hombros— es divertidísimo. Deberías probarlo, hermano.
Miré su enorme y falsa sonrisa burlona, y oí que la luna me llamaba desde la calle, prometiendo una satisfacción pulcra y feliz, de modo que me volví y vi a los niños y a Rita inmersos en la alegría de esta maravillosa experiencia nueva, y de repente la caja que llevaba bajo el brazo (Primero de la Clase, casi veinte dólares con impuestos) se me antojó tan pesada e inútil como un viejo bidón de aceite lleno de cabezas de pescado. La dejé caer al suelo, y en mi mente se formó una breve imagen de dibujos animados: Dexter huyendo de la habitación entre lágrimas para luego dejarse caer boca abajo sobre la cama y llorar hasta romperse su destrozado corazón.
Y por suerte para la imagen mundial de la paternidad severa pero afectuosa, la escena era tan ridícula que lo único que hice fue respirar hondo, decir «¡ay!» y agacharme para recoger el paquete.
No había sitio para mí en el sofá, de modo que pasé ante el acogedor grupito sentado en él, y vi que se retorcían para alargar la cabeza y no perderse ni un solo y emocionante segundo de la épica batalla de Astor con la televisión. Dejé el juego en el suelo y me senté intranquilo en el sillón. Notaba los ojos de Brian clavados en mí, pero no le miré. Me concentré en formar y mantener una fachada de educado entusiasmo, y al cabo de unos segundos mi hermano desvió la vista hacia el televisor, y desaparecí tan completamente como si nunca hubiera existido para el resto de la sala.
Vi que Cody y Astor se turnaban con su caro juguete nuevo. Pese a su animación, yo no sentía el menor entusiasmo. Cambiaron a un juego diferente que consistía en matar cosas con una espada en lugar de con una pistola, y ni siquiera el uso de una hoja despertó ningún fuego en mi pecho. Y por supuesto eran tan felices que sólo un verdadero cascarrabias podría protestar, lo cual sólo significaba que ahora podía añadir «cascarrabias» a mi CV. Dexter Morgan, Licenciado en Ciencias, analista de salpicaduras de sangre, asesino reformado. Empleado en la actualidad como aguafiestas. Casi deseé que Debs estuviera con nosotros. En primer lugar, porque Brian se largaría, pero lo más importante, para poder decir: «¿Ves lo que echas de menos? Críos, familia… ¡Ja!». Y lanzaría una carcajada amarga para subrayar la definitiva inconstancia de toda familia.
Astor dijo «Ooooooh» con voz muy alta y aguda, y Cody se puso en pie de un salto para jugar. Tuve claro que, hiciera lo que hiciera, nunca agradecerían o apreciarían lo que yo les ofrecía. Eran mucho más que inconstantes: eran insensibles, como gatitos, pequeños depredadores, distraídos por el primer hilo o chuchería brillante que rodara por el suelo, y nada de lo que dijera o hiciera podría hacer mella en su obstinada ignorancia.
Y después, crecerían… ¿y en qué se convertirían? En mortíferos farsantes de ojos muertos como Brian y yo, dispuestos a apuñalarse mutuamente en la espalda, literal o figuradamente, a las primeras de cambio. ¿Cuál era el sentido? Porque atravesarían la infancia dejando una estela de caos aleatorio, y cuando fueran lo bastante mayores para comprender mis consejos, ya sería demasiado tarde para que cambiaran. Era suficiente para impulsarme a renunciar a mi nueva humanidad, salir a la luna líquida y buscar a alguien a quien descuartizar: ni delicadeza, ni selección cuidadosa, sólo salvajismo y liberación instantáneos y purificadores, tal como hacía Brian.
Miré a mi hermano, sentado en mi sofá, con mi mujer, alegrando a mis hijos más de lo que yo parecía ser capaz. ¿Era eso lo que deseaba? ¿Convertirse en mí, pero mejor? Algo se insinuó en mí ante aquel pensamiento, algo a medio camino entre la bilis y la ira, y tomé la decisión de plantarle cara aquella noche, exigir saber qué creía estar haciendo y lograr que lo dejara correr. Y si no me hacía caso… Bien, siempre estaba Deborah.
De modo que continué sentado de mal humor, con una cortés y falsa medio sonrisa cosida en la cara durante media hora más de dragones, puños mágicos y berridos de felicidad. Hasta Lily Anne parecía contenta, lo cual se me antojó la traición definitiva. Parpadeaba y agitaba los puños en el aire cuando Astor gritaba, y después se desplomaba de nuevo sobre el pecho de Rita, con más entusiasmo del que le había visto hasta el momento, salvo cuando mamaba. Y por fin, cuando creía que no conseguiría mantener mi compostura artificial ni un segundo más, carraspeé y pregunté:
—Rita, ¿tienes algún plan para la cena?
—¿Qué? —replicó sin mirarme, absorta por completo en el juego—. ¿Tienes…? ¡Oh, Cody! Lo siento, Dexter, ¿qué has dicho?
—He dicho —contesté, destacando muy bien las sílabas— que si Tienes Algún Plan para la Cena.
—Sí, por supuesto —dijo, con la vista clavada en la televisión—. Sólo he de… Oh —exclamó con auténtica alarma, y esta vez no era por algo relacionado con el juego, sino porque alzó la vista y miró el reloj—. ¡Oh, Dios mío, son más de las ocho! Ni siquiera he… ¡Astor, pon la mesa! ¡Oh, Dios mío, y mañana es día de colegio!
Vi con leve satisfacción que Rita saltaba del sofá por fin y, al tiempo que me entregaba a Lily Anne, corría hacia la cocina sin dejar de hablar.
—Por el amor de… Oh, ya sé que se ha quemado, en qué estaría… ¡Cody, saca los cubiertos! Nunca había sido tan… ¡Astor, no te olvides de poner un cubierto para el tío Brian!
Y después un estrépito incesante durante varios minutos, mientras abría el horno, distribuía a su alrededor ollas y sartenes, y reconducía la vida hacia la normalidad.
Cody y Astor intercambiaron una mirada, nada convencidos de abandonar su nuevo universo televisivo para cenar, y después, todavía sin pronunciar palabra, miraron al unísono al tío Brian.
—Bien, vamos —dijo éste con su horrorosa alegría falsa—, tenéis que obedecer a vuestra madre.
—Yo quiero jugar más —protestó Cody, con más sílabas seguidas de las que le había oído encadenar en mucho tiempo.
—Pues claro —dijo Brian—, pero ahora no puedes.
Les dedicó su gran sonrisa, y me di cuenta de que se estaba esforzando mucho en aparentar solidaridad, pero no resultaba nada convincente, porque no era ni la mitad de bueno que yo. Pero, al parecer, Cody y Astor le aceptaron a pies juntillas. Se miraron, asintieron y se encaminaron a la cocina para ayudar a preparar la cena.
Brian les siguió con la mirada, y después desvió la vista hacia mí, con las cejas enarcadas, como expectante de una manera artificial. Por supuesto, era incapaz de adivinar lo que deseaba decirle, pero cuando tomé aliento para empezar, se me ocurrió que era incapaz. Pensaba que tenía que acusarle de algo, pero ¿de qué? ¿De comprar un juguete caro, cuando yo había comprado uno mucho más barato? ¿De llevar a los niños a un chino y, probablemente, a otra cosa algo más siniestra? ¿O de intentar suplantarme porque estaba demasiado ocupado para interpretar mi papel? Imagino que el antiguo Dexter se habría limitado a decir: «No sé qué estás tramando, pero olvídalo». Pero el nuevo no podía despegar la lengua, debido a las numerosas cosas (sentimientos) complicadas que remolineaban en mi interior. Y para empeorar todavía más la situación, cuando me senté con el cerebro parado y la boca abierta, Lily Anne emitió una especie de borboteo y, de repente, mi camisa se cubrió de un budín de leche agria como resultado de un eructo infantil.
—Oh, vaya —comentó Brian, con una compasión tan real como todas sus demás emociones.
Me puse en pie y recorrí el pasillo, sosteniendo a Lily Anne en una especie de posición de «presenten armas». En el dormitorio había un cambiador con una pila de toallas guardadas en un estante de abajo. Cogí dos, una para limpiar el desastre, y la segunda para colocarla debajo de la niña con el fin de proteger lo que quedara de mi camisa.
Volví al sillón y me senté, extendí la segunda toalla sobre mi hombro y coloqué a Lily Anne boca abajo, mientras le daba palmaditas en la espalda. Brian volvió a mirarme, y yo abrí la boca para hablar.
—A cenar —anunció Rita, mientras entraba en tromba en la sala con una bandeja sostenida entre dos mitones grandes—. Temo que no es… O sea, no es que se haya quemado, pero no… Está demasiado reseco y, Astor, pon el arroz en el cuenco azul. Siéntate, Cody.
La cena fue muy alegre, al menos en lo tocante a los guerreros de vídeo. Rita no dejaba de disculparse por el pollo a la naranja, cosa que era de justicia. Era uno de sus platos estrella, y lo había dejado resecar por completo. Pero Cody y Astor consideraron muy divertido que se sintiera avergonzada, y empezaron a jugar con ella con una pizca de crueldad.
—Está seco —observó Cody después de la tercera disculpa de Rita—. No como de costumbre.
Y lanzó una mirada de complicidad a Brian.
—Sí, lo sé, pero… Lo siento muchísimo, Brian —dijo Rita.
—Oh, está delicioso. No te preocupes por eso, querida dama —contestó él.
—No te preocupes por nada, querida mamá —coreó Astor con altivez, y Brian y ella rieron. Y así continuó la cosa hasta que la cena terminó y los niños se levantaron para despejar la mesa, espoleados por la promesa de quince minutos más de Wii antes de ir a la cama. Rita fue a cambiar los pañales de Lily Anne, y por un momento Brian y yo nos quedamos solos a la mesa. Era el momento de hablar, de aclarar las cosas entre nosotros, y me incliné hacia delante para aprovechar la oportunidad.
—Brian —dije.
—¿Sí?
Enarcó una ceja expectante.
—¿Por qué has vuelto? —pregunté, procurando que no sonara como si le estuviera acusando de algo.
Me dirigió una mirada estupefacta propia de dibujos animados.
—Pues para estar con mi familia, por supuesto. ¿Por qué, si no?
—Yo no lo sé —dije, aún más irritado—. Pero algo habrá.
Brian negó con la cabeza.
—¿Por qué piensas eso, hermano?
—Porque te conozco.
—No creo. —Sostuvo mi mirada—. Sólo conoces una pequeña parte de mí. Y yo creía… Oh, maldición —dijo, cuando las notas metálicas de la «Cabalgata de las Valkirias» surgieron de su bolsillo. Sacó el móvil y echó un vistazo a la pantalla—. Vaya. Temo que he de irme pitando. Pese al placer de nuestra conversación, será mejor que vaya a despedirme de tu señora.
Se puso al instante en pie y entró en la cocina, donde le oí repartir sus floridos cumplidos y disculpas.
Toda la familia le siguió hasta la puerta, pero yo conseguí aislarlos saliendo con Brian y cerrando con firmeza la puerta a nuestras espaldas.
—Brian, hemos de hablar más —dije.
Se volvió a mirarme.
—Sí, hermano, hablaremos. Una buena charla a la vieja usanza. Ponernos al día y todo eso. Dime, ¿cómo va la investigación de la chica desaparecida?
Sacudí la cabeza.
—No me refiero a eso —dije, decidido a llegar hasta el final y sacarlo todo a la luz. Pero su teléfono inició de nuevo su frenético coro wagneriano, lo miró y lo cerró.
—En otro momento, Dexter. He de irme.
Y antes de que yo pudiera protestar, me dio una torpe palmadita en el hombro y corrió hacia su coche.
Le vi alejarse, y mi único consuelo fue que el hombro que había palmeado estaba algo húmedo a causa del eructo de Lily Anne.