Deborah no dijo gran cosa durante el trayecto hasta el centro de detención. Intentó llamar a Deke para que se reuniera con nosotros allí, pero por algún motivo no contestó, ni a su radio ni al móvil. Debs dejó el recado a la operadora de que se reuniera con nosotros, y aparte de eso circulamos en silencio, si ésa es la palabra adecuada cuando te ves obligado a escuchar un monólogo incoherente de diez minutos, consistente casi por completo en la palabra «joder». Chapin iba sujeto al asiento trasero (los coches de la unidad móvil contaban con anillas atornilladas al suelo a tal efecto), y se pasó todo el rato de cautividad mascullando, despotricando, amenazando y utilizando en exceso la misma palabrota. Por mi parte, me sentí emocionado cuando llegamos a nuestro destino, pero Debs parecía muy contenta de que la situación se prolongara indefinidamente. Cada vez que miraba a Chapin por el retrovisor, en su expresión asomaba la sombra de una sonrisa, y se mostró jubilosa cuando aparcamos el coche y le sacamos.
Una vez concluido el papeleo, Victor fue encerrado en una sala de interrogatorios, y Chambers, del FDLE, llegó para echar un vistazo a nuestra presa. Nos acompañó mientras mirábamos a Chapin, quien había apoyado los antebrazos sobre la mesa y estaba derrumbado sobre ellos, con la cabeza colgando a escasos centímetros sobre sus esposas.
—Muy bien —dijo Chambers—. Sé que no debo recordarle que debe atenerse estrictamente a las normas. —Deborah le dirigió una mirada de estupefacción, y el hombre continuó sin mirarla—. Ha hecho un buen trabajo, Morgan. Tiene aquí a un buen sospechoso, y si prestamos atención a las normas, con sólo un poco de suerte lograremos colgar a este tipo un par de delitos.
—Me importa una mierda lograr una condena —replicó Deborah—. Quiero rescatar a la chica.
—Todos lo queremos, pero sería estupendo, además, meter en la cárcel a este tipo.
—Escuche, no es una cuestión de política ni de relaciones públicas.
—Lo sé —concedió Chambers, pero Debs se abalanzó sobre él.
—Tengo a un tipo ahí que sabe algo —dijo—. Y le tengo con la sensación de estar solo, desnudo y muerto de miedo, y a punto de venirse abajo, y por Dios que lo voy a conseguir.
—Morgan, ha de hacer bien su trabajo y…
Deborah se revolvió contra Chambers como si él en persona retuviera a Samantha Aldovar.
—Mi trabajo es encontrar a esa chica —insistió, al tiempo que le daba golpecitos con el dedo índice en el pecho—. Y ese pequeño capullo me va a decir cómo.
Chambers asió con mucha calma el dedo de Deborah y lo apartó a un lado, lenta y deliberadamente. Apoyó una mano sobre su hombro y acercó su cara a la de ella.
—Confío en que nos diga lo que necesitamos saber —sentenció—. Pero lo haga o no, usted se ceñirá a las normas y no permitirá que sus sentimientos se impongan. ¿Entendido?
Deborah le miró furiosa, y él sostuvo su mirada. Ninguno de los dos parpadeó, respiró o dijo una palabra, y durante varios segundos fue la ira de ella contra la frialdad de pistolero de él: fuego contra hielo. Fue un cara a cara fascinante, y en otras circunstancias lo habría presenciado para ver quién ganaba, pero tal como estaban las cosas, pensé que ya se había prolongado bastante, de modo que carraspeé de una forma muy artificial.
—Ejem —mascullé, y ambos me miraron—. Lamento interrumpir. —Cabeceé en dirección a Chapin—. Pero el tiempo apremia, ¿verdad?
Ambos me miraron, y tuve la sensación de que un lado de mi cara se fundía y el otro se congelaba. Después Chambers miró a Debs con una ceja enarcada, ella le miró y asintió por fin, y el embrujo se rompió.
—¿Dónde está su compañero? —preguntó Chambers—. Debería estar aquí.
Deborah sacudió la cabeza.
—No contesta, y yo no puedo esperar.
—De acuerdo. Yo la acompañaré. —Se volvió a mirarme y el impacto de sus ojos azules casi me dolió—. Usted espere aquí —ordenó, y no experimenté el menor impulso de protestar.
Vi a través del cristal que los dos entraban en la habitación con Chapin. Oí por el altavoz todo lo que siguió, pero a juzgar por lo que se dijo, casi no valía la pena gastarse dinero en instalar micrófonos en la habitación.
—Estás metido en un montón de problemas, Chapin —dijo Deborah, y él ni siquiera levantó la vista. Ella se quedó a menos de un metro de él, con los brazos cruzados—. ¿A qué te referías cuando me dijiste que no comiste nada?
—Quiero un abogado —replicó el chico.
—Secuestro, asesinato y canibalismo —siguió Deborah.
—Es Vlad. Todo es culpa de Vlad.
—¿Vlad te obligó a hacerlo? ¿Te refieres a Bobby Acosta?
Chapin miró boquiabierto a Deborah, y después echó la cabeza hacia atrás.
—Quiero un abogado —repitió.
—Entréganos a Bobby, te tratarán bien. Si no… Serán unos quinientos años en la cárcel. Si te dejan vivir.
—Quiero un abogado —dijo Chapin. Levantó la vista de nuevo, y su mirada se clavó en Chambers, que estaba de pie al otro lado de la mesa—. Quiero un abogado —repitió, y después se levantó de un salto y gritó—: ¡Quiero un puto abogado!
La cosa se prolongó un par de minutos más, pero no fue nada instructivo. Chapin se puso a gritar en voz cada vez más alta que quería un abogado y, aparte de algunas palabrotas tediosamente repetidas, fue lo único que dijo. Chambers intentó calmarle y conseguir que volviera a sentarse, y Deborah se quedó inmóvil con los brazos cruzados y echando chispas por los ojos. Cuando Chambers logró que Chapin volviera a sentarse, tomó a Debs del brazo y la sacó de la habitación.
Me reuní con ellos en el pasillo justo a tiempo de oír decir a Chambers:
—… y usted sabe muy bien que tendremos que conseguirle uno ahora.
—¡Joder, Chambers! ¡Puedo saltarme el papeleo y retenerle veinticuatro horas!
—Ha pedido un abogado —contestó Chambers, como si le estuviera diciendo a un niño que no podía tomar una galleta antes de comer.
—Me está matando —dijo mi hermana—. Y está matando a esa chica.
Por primera vez vi que un destello de calor recorría el rostro de Chambers, y dio un breve paso para plantarse ante la cara de Deborah. Pensé que iba a ser testigo de otro atentado contra la vida de mi hermana y me puse en tensión, dispuesto a saltar para separarles. Pero Chambers respiró hondo y apoyó ambas manos sobre los brazos de Deborah.
—Su sospechoso ha pedido ver a un abogado, y la ley nos exige facilitarle uno. Ahora. —La miró, ella sostuvo su mirada, y después Chambers la soltó y dio media vuelta—. Iré a solicitar un abogado de oficio —dijo, y desapareció por el pasillo.
Deborah le siguió con la mirada, mientras una serie de pensamientos desagradables desfilaban por su cabeza de manera casi visible. Volvió a mirar a través de la ventana de la sala de interrogatorios. Chapin había vuelto a sentarse, en su postura de antes, inclinado sobre la mesa.
—Joder —refunfuñó Debs—. El maldito Chambers. —Meneó la cabeza—. Esto no habría pasado si el capullo de Deke hubiera estado aquí.
—Habría estado aquí si tú no te hubieras deshecho de él.
—Vete a tomar por el culo, Dexter —me espetó, y dio media vuelta y siguió a Chambers.
Miami es una ciudad con un sistema judicial saturado, y la oficina del defensor de oficio puede que vaya todavía más agobiada que el resto. Éste es uno de los buenos motivos por los cuales Dexter ha tenido la precaución de ahorrar dinero a lo largo de los años. Por supuesto, los casos capitales tienen prioridad, pero ésos abundan tanto que alguien enfrentado a una mera acusación de asesinato debería poder permitirse su propio abogado, porque la oficina del defensor de oficio, en otro tiempo un hormiguero de esforzados idealistas liberales, se ha convertido en una pequeña y provisional plataforma de despegue para jóvenes abogados ansiosos por dar el salto. Hace falta un caso muy especial para obtener algo más que atención aturullada a tiempo parcial.
Por lo tanto, fue una excelente señal del elevado perfil de nuestro caso cuando, menos de una hora después, una hermosa joven recién salida de la Stetson Law School apareció para representar a Victor Chapin. Vestía un bonito traje sastre, el último modelo a lo Hillary Clinton. Caminaba con paso decidido y arrogante, heraldo de que ella era el Avatar de la Justicia Norteamericana, y cargaba con un maletín que debía valer más que mi coche. Lo llevó, junto con su actitud, a la sala de interrogatorios, se sentó delante de Chapin y, tras dejar el maletín sobre la mesa, dijo con brusquedad al guardia:
—Quiero que desconecten todos los micrófonos y aparatos de grabación, y lo quiero ahora.
El guardia, un tipo de avanzada edad con pinta de pasar de todo desde la dimisión de Nixon, se encogió de hombros.
—Sí, claro, vale —dijo, salió al pasillo y movió el interruptor, y el altavoz enmudeció.
«¡Joder!», dijo alguien a mi espalda, y comprendí que mi hermana había vuelto. Miré hacia atrás y, por supuesto, Deborah estaba mirando enfurecida la sala ahora silenciosa. No estaba seguro de si me había hablado a mí, puesto que había desobedecido su orden directa de ir a tomar por el culo, de modo que me volví y contemplé el espectáculo. Había muy poco que ver: la nueva abogada de Chapin se inclinó hacia él y habló con rapidez durante unos minutos. El joven levantó la vista con creciente interés, y al final contestó. La abogada sacó una libreta y tomó algunas notas, y después le formuló algunas preguntas, que él contestó cada vez más animado.
Al cabo de tan sólo diez minutos, la abogada se levantó y caminó hacia la puerta, y Deborah fue a recibirla cuando salió al pasillo. Miró a mi hermana de arriba abajo, con algo que no llegaba a ser aprobación.
—¿Es usted la sargento Morgan? —preguntó, y se formaron carámbanos en el aire cuando habló.
—Sí —contestó Deborah con hostilidad.
—¿Es usted la agente que le detuvo? —preguntó la abogada, como si fuera otra forma de decir «violadora de niños».
—Sí. ¿Y usted es?
—DeWanda Hoople, de la oficina del defensor de oficio —repuso la mujer, como si todo el mundo debiera conocer su nombre—. Creo que vamos a tener que dejar en libertad al señor Chapin.
Deborah negó con la cabeza.
—Yo no lo creo.
La señorita Hoople reveló una dentadura delantera de primera clase, aunque habría sido una exageración llamarlo sonrisa.
—Da igual lo que opine usted, sargento Morgan. En palabras llanas y sencillas, Usted No Tiene Caso.
—Ese pedazo de mierda es un caníbal —rugió Deborah—, y sabe dónde está la chica desaparecida.
—Oh, Dios. Supongo que tendrá pruebas de todo eso.
—Huyó de mí —dijo mi hermana, algo enfurruñada—, y después dijo que no había comido nada.
Hoople enarcó una ceja.
—¿Aclaró de qué? —preguntó, con la razón desbordando de su lengua.
—El contexto era claro.
—Lo siento. No estoy familiarizada con los estatutos relativos al contexto.
Conociendo a mi hermana tan bien como yo, me di cuenta de que estaba a punto de explotar, y de haber sido la señorita Hoople habría retrocedido con las manos extendidas delante de mí. Deborah respiró muy hondo y dijo entre dientes:
—Señorita Hoople, su cliente sabe dónde está Samantha Aldovar. Salvar su vida es lo único que importa.
Pero la sonrisa de la señorita Hoople se ensanchó todavía más.
—No es más importante que la Declaración de Derechos —replicó—. Tendrá que soltarle.
Deborah la miró y vi que casi temblaba debido al esfuerzo de controlarse. Si alguna vez existió una situación que exigía un puñetazo en la nariz, era ésta, y no era normal que mi hermana hiciera caso omiso de la llamada. Pero se esforzó y ganó.
—Señorita Hoople —dijo por fin.
—¿Sí, sargento?
—Cuando tengamos que decirle a los padres de Samantha Aldovar que su hija ha muerto y que este tipo pudo salvar su vida, pero tuvimos que soltarle, quiero que venga conmigo.
—Ése no es mi trabajo.
—Tampoco debería ser el mío —repuso Deborah—, pero usted se ha encargado de que así sea.
La señorita Hoople no pudo objetar nada a eso, y mi hermana dio media vuelta y se marchó.