El policía uniformado condujo a los dos prisioneros a una celda. Nichole recogió sus cosas y se fue. Deborah volvió a sentarse y contempló el dibujo de Bobby Acosta. Vince me miró con un encogimiento de hombros, como diciendo: Y ahora ¿qué? Mi hermana le miró.
—¿Aún estás ahí? —le preguntó.
—No, me fui hace diez minutos.
—Esfúmate —le espetó Deborah.
—No tendría que esfumarme si esperaras un momento.
—Desaparece ¡ya! —replicó Debs, y Vince salió con una de sus horrorosas carcajadas artificiales.
Mi hermana le siguió con la mirada, y como yo la conocía muy bien, supe lo que se avecinaba, de modo que no me quedé sorprendido cuando llegó.
—Muy bien —dijo, cuando hacía medio minuto que Vince se había esfumado—. Vámonos.
—Oh —dije, procurando fingir que no me lo esperaba—, ¿quieres decir que no vas a esperar a tu compañero, tal como la política del departamento y una orden concreta del capitán Matthews han sugerido?
—Saca tu culo por la puerta.
—¿Y mi culo? —preguntó Hood.
—Ponlo a hervir —replicó Deborah, al tiempo que saltaba de la silla en dirección a la puerta.
—¿Qué le digo a tu compañero?
—Dile que investigue a los camellos de salvia. Vamos, Dex.
Se me ocurrió que dedicaba demasiado tiempo a seguir obediente a mi hermana a todas partes. Pero no se me ocurrió cómo lograr dejar de hacerlo, así que la seguí.
Deborah condujo hasta la Dolphin Expressway, y después fue hacia el norte por la 95. No me comunicó ninguna información, pero no era tan difícil imaginar adónde íbamos, de modo que para romper el silencio empecé a hablar.
—¿Has pensado en alguna manera de localizar a Bobby Acosta, que no sea sólo mirando fijamente su dibujo?
—Sí —replicó, de muy mal humor. Deborah nunca había digerido bien el sarcasmo—. La verdad es que sí.
—Caramba —dije, y pensé en ello un momento—. ¿La lista del dentista? ¿Los tipos que se pusieron colmillos de vampiro?
Deborah asintió, al tiempo que adelantaba a una camioneta baqueteada con remolque.
—Exacto.
—¿No los investigaste a todos con Deke?
Me miró, lo cual se me antojó una mala idea, puesto que corríamos a ciento treinta y cinco kilómetros por hora.
—Queda uno —contestó—. Pero es éste. Lo sé.
—Cuidado —dije, y Deborah miró la carretera justo a tiempo de adelantar a un camión cisterna que había decidido cambiar de carril por ningún motivo concreto.
—¿Crees que el último nombre de la lista podrá decirnos cómo encontrar a Bobby Acosta? —pregunté, y ella asintió vigorosamente.
—Tuve una corazonada sobre éste desde el primer momento —contestó, mientras se desviaba hacia el primer carril de la derecha con un dedo.
—¿Y lo has reservado para el final? ¡Deborah! —grité, cuando un par de motoristas nos adelantaron bruscamente y empezaron a frenar para salir.
—Sí —dijo Debs, mientras volvía al carril central.
—¿Porque querías mantener el suspense?
—Es por Deke. —Me conmovió ver que ahora estaba concentrada en la carretera—. Es que… —Vaciló un momento, y después lo soltó—. Tiene mala suerte.
Hasta el momento, siempre he vivido rodeado de policías, y supongo que el resto de mi vida será igual, sobre todo si algún día me pillan. Por lo tanto, sé que la superstición puede hacer acto de aparición en momentos y lugares curiosos. Aun así, me quedé sorprendido por lo que acababa de oír.
—¿Mala suerte? Debs, ¿quieres que llame a un santero? Tal vez sacrifique un pollo y…
—Sé que suena raro, maldita sea, pero ¿qué puede ser si no?
Se me ocurrieron un montón de cosas, pero no me pareció diplomático decirlo, de modo que al cabo de un momento Deborah continuó.
—Muy bien, puede que esté cargada de puñetas, pero necesito un poco de suerte con este caso. Hay un reloj haciendo tictac, y esa chica…
Hizo una pausa, casi como si experimentara una fuerte emoción, y la miré sorprendido. ¿Emoción? ¿La Sargento Corazón de Hierro?
Deborah no me miró. Se limitó a sacudir la cabeza.
—Sí, lo sé. No debería permitir que me afectara. Es que… —Se encogió de hombros y volvió a componer una expresión malhumorada, lo cual me tranquilizó un poco—. Supongo que he estado un poco… No sé. Rara, últimamente.
Pensé en los últimos días, y me di cuenta de que era cierto: mi hermana se había mostrado vulnerable y emocional de una forma inusitada.
—Pues sí —dije—. ¿A qué crees que se debe?
Deborah exhaló un profundo suspiro, otro acto muy poco propio de ella.
—Creo… No sé. Chutsky dice que es la puñalada. —Meneó la cabeza—. Dice que es como una depresión posparto, que siempre te sientes mal durante un tiempo después de una herida grave.
Asentí. Era bastante lógico. Hacía poco que habían apuñalado a Deborah, y había estado tan cerca de morir debido a la pérdida de sangre que la diferencia había consistido en unos pocos segundos en la ambulancia. Y Chutsky, su novio, sabía de esas cosas, por supuesto. Había sido una especie de agente de inteligencia antes de quedar inválido, y su cuerpo era un mapa de carreteras en relieve de tejido cicatricial.
—Aun así, no puedes permitir que este caso te preocupe hasta tal punto.
En cuanto lo dije, me preparé para recibir un puñetazo en el brazo, pero Deborah me sorprendió una vez más.
—Lo sé —dijo con voz queda—, pero no puedo evitarlo. Es una cría. Una niña. Buenas notas, familia afable, y esos tipos… Caníbales… —Se sumió en un sombrío y pensativo silencio, un contraste sorprendente con el hecho de que corríamos a toda velocidad entre el espeso tráfico—. Es complicado, Dexter —dijo por fin.
—Supongo.
—Creo que empatizo con la chica. Tal vez porque es tan vulnerable como yo en este preciso momento. —Clavó la vista en la carretera, pero dio la impresión de que no la veía, lo cual me alarmó un poco—. Y ese otro asunto. No sé.
Tal vez porque me aferraba como un poseso a la vida en un vehículo que surcaba el tráfico a velocidad lumínica no la entendí del todo.
—¿Qué otro asunto? —pregunté.
—Ah, ya sabes —dijo, aunque yo había dejado muy claro que no era así—. Esa mierda de la familia. O sea… —Frunció el ceño de repente y me miró—. Si dices una puta palabra a Vince o a quien sea de mi reloj biológico, juro que te mataré.
—Pero ¿está haciendo tictac? —pregunté, algo sorprendido.
Deborah me fulminó con la mirada un momento, y después, por suerte para todos, volvió a fijar la vista en la carretera.
—Sí —respondió—. Creo que sí. Deseo tener una familia, Dex.
Supongo que habría podido decirle algo consolador basado en mi experiencia: tal vez la familia estaba sobrevalorada y los hijos no eran más que aparatos siniestros diseñados para conseguir que envejeciéramos y enloqueciéramos prematuramente. Pero pensé en Lily Anne, y de repente deseé que mi hermana tuviera una familia, para que pudiera sentir todo lo que yo estaba aprendiendo a sentir.
—Bien —dije.
—Mierda, la salida —bramó Deborah, y dio un volantazo hacia la rampa, lo cual no sólo alteró la atmósfera distendida, sino que logró distraerme por completo de lo que iba a decir. La señal que destellaba, en apariencia a escasos centímetros de mi cabeza, me dijo que nos dirigíamos hacia North Miami Beach, a una zona de casas y tiendas modestas que habían cambiado muy poco durante los últimos veinte años. Parecía un barrio muy raro para un caníbal.
Deborah aminoró la velocidad y se internó entre el tráfico al final de la rampa de salida, todavía a excesiva velocidad. Recorrimos varias manzanas hacia el este, después algunas más hacia el norte, y después atravesamos seis o siete manzanas de casas cuyos residentes habían plantado hileras de setos para aislarse de todas las carreteras que pasaban, salvo una calle de entrada principal. Era una práctica común en esta parte de la ciudad, y se suponía que desalentaba el delito. Nadie me había dicho si funcionaba.
Atravesamos la entrada de una minicomunidad y recorrimos dos manzanas más, y después Deborah se subió a la hierba delante de una modesta casa de color amarillo claro, y el coche se detuvo.
—Aquí es —dijo, al tiempo que echaba un vistazo al papel que tenía al lado—. El tipo se llama Victor Chapin. Tiene veintidós años. La propietaria de la casa es la señora de Arthur Chapin, de sesenta y tres años de edad. Trabaja en el centro.
Miré la pequeña casa. Estaba algo descolorida y era muy vulgar. No había calaveras apiladas fuera, ni maleficios pintados en las paredes amarillas, nada indicador de que el mal habitara en ella. Un Mustang de diez años de antigüedad estaba aparcado en el camino de entrada, y todo en la casa era tranquilo y de clase media.
—¿Vive con su mamá? —pregunté—. ¿Los caníbales tienen permiso para eso?
Debs sacudió la cabeza.
—Éste sí —respondió, al tiempo que abría la puerta—. Vamos.
Bajó del coche y caminó a grandes zancadas hacia la puerta principal, y yo no tuve otro remedio que recordar que había estado sentado en el coche y mirando cuando se había acercado sola a otra puerta y la habían apuñalado, de modo que bajé a toda prisa y me reuní con ella justo cuando tocaba el timbre. Dentro de la casa oímos un complicado campanilleo, algo que sonaba muy dramático, aunque no pude ubicarlo.
—Muy bonito —comenté—. Creo que es Wagner.
Deborah meneó la cabeza y dio unas pataditas impacientes en la escalinata de cemento.
—Tal vez están trabajando los dos —sugerí.
—Imposible. Victor trabaja en un club nocturno. Un lugar de South Beach llamado Fang. No abren hasta las once.
Por un momento sentí una leve agitación en la planta baja de mi mazmorra más profunda y oscura. Fang. Ya había oído hablar de él, pero ¿dónde? ¿En el New Times? ¿En una de las historias de Vince Masuoka sobre sus andanzas nocturnas? No me acordaba, y se me fue de la cabeza cuando Deborah bramó y atacó el timbre de nuevo.
Dentro, la música resonó por segunda vez, pero esta vez, sobre el acorde más deslumbrante, oímos que alguien gritaba: «¡Joder! ¡Vale ya!», y unos segundos después la puerta se abrió. Una persona que debía ser Victor Chapin apareció y nos miró echando chispas. Era delgado, alrededor de un metro setenta, de pelo oscuro y barba de varios días, vestido con un pantalón de pijama y una camiseta sin mangas.
—¡Sí! ¿Qué? —vociferó beligerante—. ¡Estoy intentando dormir!
—¿Victor Chapin? —preguntó Deborah, y el tono oficial de su voz debió abrirse paso entre el malhumor del hombre, porque se puso tenso de repente y nos miró con más cautela. Se humedeció los labios, y por un segundo distinguí los colmillos obra del doctor Lonoff, mientras sus ojos se desplazaban de Debs a mí.
—¿Quiénes…? ¿Por qué?
—¿Es usted Victor Chapin? —repitió Deborah.
—¿Quién es usted?
Mi hermana sacó la placa. En cuanto resultó obvio que, en efecto, era una placa, e incluso antes de abrirla, Chapin dijo: «¡Joder!», e intentó cerrar la puerta. Por un acto reflejo, interpuse el pie, y cuando la puerta volvió a abrirse hacia él, el tipo dio media vuelta y corrió hacia la parte posterior de la casa.
—¡La puerta de atrás! —gritó Deborah, mientras ya corría hacia la esquina de la casa—. ¡Quédate ahí!
Desapareció por la esquina. A lo lejos oí que una puerta se cerraba con estrépito, y después Deborah gritó a Chapin que se detuviera, y luego nada. Empecé a pensar de nuevo en esa vez que mi hermana había sido apuñalada hacía poco, y la horrible impotencia que sentí al ver su vida consumirse sobre la acera. Debs no podía saber si Chapin había huido hacia alguna puerta trasera. Igual habría podido ir a buscar un lanzallamas. Escudriñé la oscuridad de la casa, pero no había nada que ver, ni nada que oír, salvo el zumbido del aire acondicionado central.
Salí fuera y esperé. Después esperé un poco más. Aunque no sucedió nada, oí algo nuevo. A lo lejos, una sirena. Un avión sobrevoló la zona. Cerca, alguien rasgueó una guitarra y empezó a cantar «Abraham, Martin and John».
Justo cuando había decidido que ya no podía aguantar más y que tenía que ir a echar un vistazo, oí una voz irascible que se alzaba en el patio de al lado, y Victor Chapin apareció ante mi vista, con las manos esposadas a la espalda y Deborah detrás, empujándole hacia el coche. Había manchas de hierba en las rodillas del pijama, y tenía un lado de la cara encarnado.
—No puede… ¡Joder! Abogado… ¡Mierda! —protestó Chapin.
Era posible que se tratara de algún tipo de taquigrafía verbal utilizada por los caníbales, pero al parecer no impresionó a Debs. Se limitó a continuar empujándole y, cuando corrí a reunirme con ella, me dirigió una mirada casi feliz, como hacía tiempo que yo no le veía.
—¡Qué coño! —profirió Chapin, dedicándome su elocuencia.
—Sí, ¿verdad? —dije en tono afable.
—¡La habéis cagado!
—Sube al coche, Victor —le indicó Deborah.
—No puede… ¿Qué? ¿Adónde me lleva?
—Vamos a llevarte a un centro de detención.
—No puede detenerme, joder.
Mi hermana le sonrió. No he conocido a muchos vampiros, pero pensé que su sonrisa debía ser más aterradora que cualquier cosa imaginada por los chupasangres.
—Victor, te negaste a obedecer a la ley y huiste de mí. Eso significa que sí puedo detenerte. Y voy a detenerte, joder, y vas a contestar a mis preguntas, o vas a pasar a la sombra mucho tiempo.
El chico abrió la boca y respiró un momento. De pronto, sus bonitos colmillos relucientes ya no parecían tan amedrentadores.
—¿Qué tipo de preguntas?
—¿Has ido a alguna buena fiesta últimamente? —le pregunté.
Con frecuencia, he oído hablar o he leído acerca de que la sangre se retiraba de la cara de alguien, pero ésta era la primera vez que lo veía, salvo, por supuesto, en un sentido muy literal, en relación con mis actividades extracurriculares. Victor palideció más que su camiseta, y antes de que Deborah me fulminara con la mirada por hablar cuando no me tocaba, soltó:
—¡Juro por Cristo que yo no comí nada!
—¿Nada de qué, Victor? —preguntó Deborah en tono afable.
El chico estaba temblando, y agitaba la cabeza de un lado a otro.
—Me matarán —dijo—. Hostia puta, me matarán.
Deborah me dirigió una veloz mirada de triunfo y alegría absolutos. Después apoyó la mano sobre el hombro del chico y le empujó con delicadeza hacia el coche.
—Sube al coche, Victor —dijo.