Vince Masuoka ya estaba metido en faena cuando llegué al laboratorio.
—Hola —dijo—. He efectuado mi análisis de éxtasis a esa muestra de los Everglades.
—Maravilloso —repliqué—. Justo lo que iba a sugerir.
—Y es positivo. Pero contiene algo más, y en gran cantidad. —Se encogió de hombros y levantó las manos en señal de impotencia—. Es orgánico, pero eso es lo único que he averiguado.
—Persistencia. Lo encontraremos, mon frère.
—¿Otra vez con el francés? ¿Hasta cuándo seguirás dándole al francés?
—¿Hasta que lleguen los donuts? —pregunté esperanzado.
—Bien, no van a llegar, de modo que zoot alours para ti —dijo, al parecer sin darse cuenta de que no se expresaba bien en ningún idioma, no digamos ya en francés. Pero no era responsabilidad mía educarle, así que lo dejé correr y nos dedicamos a trabajar en la muestra del ponche de la fiesta caníbal.
A mediodía, habíamos efectuado casi todos los análisis posibles en nuestro pequeño laboratorio, y descubierto una o dos cosas útiles. En primer lugar, el brebaje básico se derivaba de una de esas bebidas energéticas de alto octanaje tan de moda. Habían añadido sangre humana y, aunque era difícil afirmarlo con certeza absoluta a partir de la pequeña y degradada muestra, yo estaba bastante seguro de que procedía de varias fuentes. Pero el último ingrediente, la materia orgánica, se nos escapaba.
—Bien —propuse al fin—. Vamos a enfocarlo de una manera diferente.
—¿Cómo? ¿Con un tablero de güija?
—Casi. ¿Qué te parece si probamos la lógica inductiva?
—Vale, Sherlock. Más divertido que la cromatografía gaseosa.
—Comerse a tus congéneres humanos no es natural —apunté mientras intentaba ponerme en el lugar de algún invitado a la fiesta, pero Vince interrumpió mi lento trance.
—¿Estás de broma? ¿No sabes nada de historia? El canibalismo es lo más natural del mundo.
—No en el Miami del siglo veintiuno. Diga lo que diga el Enquirer.
—De todos modos, es algo cultural.
—Exacto. Tenemos un enorme tabú en contra que debería superarse de alguna manera.
—Bien, beben sangre, de modo que el siguiente paso no es tan grande.
—Tienes una multitud —dije, con la intención de cerrarle la boca a Vince e imaginar la escena—. Se están poniendo como una moto con la bebida energética, ciegos de éxtasis y enloquecidos con el espectáculo, y estará sonando una música hipnótica…
Me interrumpí un momento cuando oí lo que había dicho.
—¿Qué pasa? —preguntó Vince.
—Hipnótica. Falta algo que coloque a la multitud en un estado mental receptivo, algo que se combine con la música y todo lo demás para conseguir sugestionarles de la forma apropiada.
—Marihuana. Siempre me da hambre.
—¡Mierda! —exclamé, cuando un pequeño recuerdo acudió a mi mente.
—No, la mierda no serviría. Además, sabe mal.
—No quiero saber que sabes a qué sabe la mierda —repliqué con mi ingenio habitual—. ¿Dónde está ese álbum de los boletines de la DEA?
Encontré el álbum, un cuaderno de tres anillas en el cual se guardaban las noticias interesantes que nos enviaba la DEA. Después de hojearlo unos minutos, localicé la página que recordaba.
—Aquí está —dije.
Vince miró donde yo señalaba.
—Salvia divinorum —comentó—. ¿Eso crees?
—Sí. Hablando desde un punto de vista puramente lógico-inductivo.
Vince cabeceó poco a poco.
—Tal vez deberías decir, «elemental».
—Es algo relativamente nuevo —dije a Deborah. Estaba sentada a una mesa del centro de la fuerza operacional conmigo. Vince y Deke, se hallaban detrás de ella. Me incliné y di unos golpecitos sobre la página del álbum de la DEA—. Hace un par de años cultivaban salvia ilegal en el condado de Dade.
—Sé lo que es la puta salvia —replicó ella—. Y nunca he oído que hiciera otra cosa que atontar a la gente durante unos cinco minutos.
Asentí.
—Claro, pero no sabemos cuál sería su efecto con dosis más potentes, sobre todo combinada con otras sustancias.
—Y por lo que sabemos —añadió Vince—, en realidad no hace nada. Tal vez alguien pensó que sería guay mezclarla con todo lo demás.
Deborah miró a Vince durante un largo momento.
—¿Tienes idea de lo poco convincente que suena eso? —preguntó.
—Un tipo de Syracuse fumó un poco —dijo Deke—. Intentó tirarse por el váter. —Vio que los tres le estábamos mirando y se encogió de hombros—. Ya sabéis, por el retrete.
—Si yo viviera en Syracuse, también lo intentaría —observó Deborah. Deke alzó las dos manos como diciendo, «como quieras».
—Ejem —intervine, en un valiente intento de ceñirnos al tema—. La cuestión no es por qué la utilizaron, sino que la utilizaron. Teniendo en cuenta el tamaño del grupo, utilizaron un montón. Probablemente más de una vez. Y si alguien está utilizando cantidades tan grandes…
—Deberíamos encontrar al camello con facilidad —terminó Deke.
—Soy capaz de sumar dos y dos —replicó Deborah con brusquedad—. Deke, ve a Vicio. Pídele al sargento Fine una lista de los camellos de salvia más importantes.
—Estoy en ello —dijo Deke. Me miró y guiñó un ojo—. Hay que demostrar un poco de iniciativa, ¿eh? —Hizo una pistola con la mano, me apuntó y dejó caer el pulgar—. Bum.
Sonrió cuando dio media vuelta, y cuando salió por la puerta estuvo a punto de toparse con Hood, quien se acercó a nuestro pequeño grupo con una sonrisa de suficiencia muy amplia y repelente.
—Estás en presencia de la grandeza —dijo a Debs.
—Estoy en presencia de dos chiflados y un capullo.
—Eh —protestó Vince—. No somos chiflados. Somos pirados informáticos.
—Espera y verás —dijo Hood.
—¿Veremos qué, Richard? —preguntó Debs con acritud.
—Tengo a esos dos haitianos. Te garantizo que van a alegrarte el puto día.
—Eso espero, Richard, porque la verdad es que necesito que alguien alegre mi puto día. ¿Dónde están?
Hood abrió la puerta y agitó la mano en dirección a alguien que estaba en el pasillo.
—Venid —llamó, y un grupo de gente empezó a desfilar por la puerta.
Los dos primeros eran negros y muy delgados. Llevaban las manos esposadas a la espalda, y un policía uniformado les obligaba a avanzar a empujones. El primer prisionero cojeaba un poco, y el segundo exhibía un ojo que, de tan hinchado, casi estaba cerrado. El policía les condujo hasta Deborah, y después Hood asomó la cabeza al pasillo, miró en ambas direcciones, y por lo visto localizó lo que quería al fin.
—¡Eh, Nick! ¡Ven aquí!
Un momento después, entró una última persona.
—Es Nichole —dijo a Hood—. No Nick.
Hood le dedicó una sonrisa de suficiencia y ella sacudió la cabeza, lo cual provocó que una lustrosa masa de pelo oscuro y rizado remolineara.
—De hecho, para ti soy la señorita Rickman.
Ella le miró a los ojos, pero Hood mantuvo la sonrisa de suficiencia, así que ella tiró la toalla y se acercó a la mesa. Era alta, iba vestida con elegancia y sostenía en una mano un bloc de dibujo, y en la otra un puñado de lápices. Era la dibujante del departamento forense. Deborah la saludó con un cabeceo.
—Nichole —dijo—. ¿Cómo estás?
—Sargento Morgan. Es estupendo dibujar a alguien que no esté muerto. —Miró a Debs con una ceja arqueada—. No está muerto, ¿verdad?
—Espero que no —contestó Deborah—. Es mi única esperanza de salvar a esa chica.
—Bien, pues, vamos a ello.
Nichole dejó el bloc y los lápices sobre la mesa, se sentó y empezó a prepararse para trabajar.
Entretanto, Deborah estaba examinando a los dos hombres que Hood había traído.
—¿Qué les ha pasado a estos dos? —preguntó a Hood.
Éste se encogió de hombros y compuso una ridícula expresión de inocencia.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
Debs miró a Hood unos momentos más. El hombre se encogió de hombros y se apoyó contra la pared, mientras ella devolvía la atención a los prisioneros.
—Bonjour —saludó.
Ambos permanecieron en silencio. Se limitaron a contemplar sus pies, hasta que Hood carraspeó. Entonces el del ojo hinchado levantó la cabeza con brusquedad y lo miró nervioso. El detective indicó con un cabeceo a Deborah, y el prisionero se volvió hacia ella y se puso a hablar en un veloz criollo.
Por alguna razón quijotesca, Deborah había estudiado francés en el instituto, y durante unos segundos debió pensar que eso iba a ayudarla a entender al hombre. Le miró mientras soltaba varias parrafadas a toda velocidad, y por fin negó con la cabeza.
—Je nais comprend… Maldita sea, no me acuerdo de cómo se dice. Dexter, trae a alguien que traduzca.
El otro hombre, el de la pierna dolorida, levantó al fin la vista.
—No hace falta —intervino. Hablaba con mucho acento, pero al menos se le entendía mejor que el presunto francés de Deborah.
—Bien —dijo mi hermana—. ¿Y tu amigo?
Indicó con la cabeza al otro hombre.
Pata Chula se encogió de hombros.
—Yo hablaré por mi primo —dijo.
—De acuerdo. Vamos a pedirte que describas al hombre que os vendió el Porsche…, porque era un hombre, ¿verdad?
El tipo volvió a encogerse de hombros.
—Un chico —dijo.
—Vale, un chico. ¿Cuál era su aspecto?
Otro encogimiento de hombros.
—Un blanc. Era joven…
—¿Qué edad? —interrumpió Deborah.
—No sabría decirlo. Lo bastante mayor para afeitarse, porque no… Unos tres o cuatro días.
—Vale —dijo Deborah, y frunció el ceño.
Nichole se inclinó hacia delante.
—Déjeme a mí, sargento —propuso.
Mi hermana la miró un momento, y después se reclinó en la silla y asintió.
—De acuerdo. Adelante.
Nichole sonrió a los dos haitianos.
—Tu inglés es muy bueno —dijo—. Sólo he de hacerte unas preguntas sencillas, ¿de acuerdo?
Pata Chula la miró con suspicacia, pero la mujer no dejó de sonreír, y al cabo de un momento se encogió de hombros.
—De acuerdo —contestó.
Nichole se lanzó a lo que a mí me pareció una serie de preguntas muy vagas. Yo miraba interesado, puesto que me habían dicho que era muy buena en lo suyo. Al principio, pensé que habían exagerado su reputación. No paraba de preguntar cosas como «¿Qué recuerdas de este tipo?». Y cuando Pata Chula contestaba, ella se limitaba a asentir, escribía en su bloc y murmuraba «ajá». Le arrancó la descripción de la persona que había entrado en su garaje con el Porsche de Tyler, lo que habían dicho, todos los aburridos detalles. No pude imaginar cómo nos conduciría eso a un dibujo de alguien vivo o muerto, y no cabía duda de que Deborah pensaba lo mismo. Empezó a removerse casi de inmediato, y después a carraspear como si intentara no interrumpir. Cada vez que lo hacía, los haitianos la miraban nerviosos.
Pero Nichole no le hacía caso y continuaba con sus preguntas generales, y muy poco a poco empecé a darme cuenta de que estaba consiguiendo una descripción bastante buena. Y justo en ese momento, pasó a cosas más concretas.
—¿Qué puedes decirme de la forma de su cara?
El prisionero la miró sin comprender.
—¿La forma…?
—Contesta —terció Hood.
—No lo sé —replicó el hombre, y Nichole fulminó con la mirada al detective. Éste sonrió con suficiencia y se apoyó contra la pared, mientras ella se volvía hacia Pata Chula.
—Me gustaría enseñarte algunas formas —dijo, y sacó una hoja grande de papel con varias formas ovaladas—. ¿Te recuerda alguna de éstas la forma de su cara? —preguntó, y el prisionero se inclinó hacia delante y las estudió. Al cabo de un momento, su primo se acercó a mirar y dijo algo en voz baja. El primer hombre asintió.
—Ésa, la de arriba.
—¿Ésta? —preguntó Nichole, y la señaló con su lápiz.
—Sí, ésta.
Nichole cabeceó y se puso a dibujar, utilizando trazos rápidos y muy seguros. Paraba sólo para hacer más preguntas y enseñar más fotos: ¿qué me dices de la boca? ¿Y las orejas? ¿Una de estas formas? Y así sucesivamente, hasta que una cara real empezó a formarse en la hoja. Deborah mantuvo silencio y dejó que Nichole guiara a los dos hombres. A cada pregunta, ambos conferenciaban en criollo sin alzar la voz, y después el que hablaba inglés contestaba, mientras su primo asentía. En conjunto, entre la cháchara en criollo de los dos hombres esposados y la aparición casi mágica de una cara en la hoja, fue un espectáculo apasionante, y lamenté que terminara.
Pero al final concluyó. Nichole levantó el bloc para que los dos hombres lo estudiaran, y el que no hablaba inglés lo miró con detenimiento y empezó a asentir.
—Oui —dijo.
—Es él —comentó el otro, y dedicó de repente a Nichole una gran sonrisa—. Parece magia.
Pronunció la palabra a su manera, pero el significado estaba claro.
Deborah había estado reclinada en la silla, a la espera de que Nichole hiciera su trabajo. Se levantó y dio la vuelta a la mesa de conferencias para mirar el dibujo por encima del hombro de Nichole.
—Hijo de puta —maldijo. Miró a Hood, quien seguía de pie junto a la puerta con una leve sonrisa de suficiencia todavía en la cara.
—Trae el expediente —le ordenó Debs—. El de las fotos.
Hood se encaminó hacia el extremo de la mesa, donde había una pila de expedientes al lado del teléfono. Buscó entre los cinco o seis primeros, mientras Deborah se removía.
—Venga, maldita sea —dijo, y Hood asintió, levantó una carpeta y se la acercó.
Mi hermana diseminó una pila de fotografías sobre la mesa, las clasificó a toda prisa, eligió una y la enseñó a Nichole.
—No está mal —comentó, mientras la artista levantaba la foto y la colocaba al lado de su dibujo. Nichole asintió.
—Sí, no está nada mal —dijo. Miró a Deborah con una sonrisa de felicidad—. La verdad es que soy muy buena.
Devolvió la foto a mi hermana, quien la cogió y la levantó para que los dos haitianos la vieran.
—¿Es éste el hombre que os vendió el Porsche? —les preguntó.
El tipo del ojo hinchado ya estaba asintiendo.
—Oui.
Su primo fingió que examinaba con gran detenimiento la foto, y afirmó con absoluta autoridad:
—Sí. Ya lo creo. Es él.
Deborah miró a los dos.
—¿Estáis seguros? ¿Ambos?
Y los dos asintieron vigorosamente.
—Bon —dijo Debs—. Très beaucoup bon.
Los dos haitianos sonrieron, y el del ojo hinchado dijo algo en criollo.
Deborah miró al primo para que le tradujera la frase.
—Dice que haga el favor de hablar en inglés, para que pueda entenderla —dijo el hombre con una sonrisa todavía más amplia, y Vince y Hood rieron por lo bajo.
Pero mi hermana estaba demasiado contenta con el dibujo para permitir que una pulla sin importancia la molestara.
—Es Bobby Acosta —dijo, y me miró—. Tenemos a ese hijo de puta.