18

Si el primer hombre que entró por la puerta era el señor Spanos, entonces el padre de Tyler era un culturista de veintiocho años con coleta y un bulto sospechoso debajo del brazo izquierdo. Eso significaría que había engendrado a Tyler a la edad de diez años, lo cual parecía un poco exagerado, incluso en Miami. Pero fuera quien fuera aquel hombre, tenía el semblante muy serio, y examinó la habitación con detenimiento, lo cual incluyó dedicarnos miradas furibundas a Deke y a mí, antes de asomar la cabeza al pasillo y cabecear.

El aspecto del siguiente hombre que entró en la habitación se acercaba más a lo que cabía esperar del padre de una adolescente. Era de edad madura, relativamente bajo y algo regordete, de pelo ralo y mantenía la boca abierta, como si tuviera que jadear en busca de aliento. Entró tambaleándose en la habitación, paseó una mirada desvalida a su alrededor un momento y después se plantó delante de Deborah, parpadeando y respirando con dificultad.

Una mujer entró a toda prisa detrás de él. Era más joven y varios centímetros más alta, con cabello rubio rojizo y joyas demasiado buenas. La seguía otro joven culturista, éste con el pelo al cero en lugar de coleta. Cargado con una maleta de aluminio de tamaño medio, cerró la puerta a su espalda y se apoyó contra el marco. La mujer avanzó hacia Deborah, acercó una silla y guió al señor Spanos hacia ella.

—Siéntate —ordenó—. Y cierra la boca.

El señor Spanos la miró, parpadeó varias veces más y después permitió que le bajara hasta la silla, aunque no cerró la boca.

La mujer paseó la vista a su alrededor y localizó otra silla en la mesa de conferencias, que colocó al lado del señor Spanos. Se sentó, le miró y sacudió la cabeza, antes de dedicar su atención a Deborah.

—Sargento… ¿Morgan? —dijo, como si no estuviera segura acerca del apellido.

—Exacto —contestó Deborah.

La mujer miró fijamente a mi hermana un momento, como con la esperanza de que se metamorfoseara en Clint Eastwood. Se humedeció los labios y respiró hondo.

—Soy Daphne Spanos —dijo—. La madre de Tyler.

Deborah cabeceó.

—Mi sentido pésame.

El señor Spanos sollozó. Fue un sonido muy húmedo, y pilló por sorpresa a Deborah, porque le miró como si se hubiera puesto a cantar.

—Basta —le reconvino Daphne—. Has de controlarte.

—Mi niña —masculló el hombre, y quedó muy claro que no estaba consiguiendo controlarse.

—También es mi niña, maldita sea —susurró Daphne—. Deja de lloriquear.

El señor Spanos contempló sus pies y sacudió la cabeza, pero al menos no emitió más ruidos húmedos. En cambio, respiró hondo, cerró los ojos y se sentó muy tieso, mientras miraba a Deborah.

—Usted es la responsable de encontrar al animal que hizo esto —dijo a Debs—. El que asesinó a mi niña.

Pensé que iba a gimotear de nuevo, pero tensó la mandíbula y no se oyó otra cosa que una respiración entrecortada.

—Hemos desplegado una fuerza operacional, señor Spanos. Tenemos un equipo compuesto por agentes de todas las diferentes ramas de…

El señor Spanos levantó la mano y la interrumpió con un ademán.

—Me da igual el equipo. Han dicho que usted estaba al mando. ¿Es cierto?

Deborah miró a Álvarez, quien desvió la vista con una expresión de absoluta inocencia. Miró a Spanos.

—Exacto —dijo.

El hombre la miró durante un largo momento.

—¿Por qué no un hombre? —preguntó—. ¿Es políticamente correcto poner a una mujer al mando?

Vi que Álvarez se esforzaba por controlarse. Deborah no tuvo que controlarse. Estaba acostumbrada a estas cosas, lo cual no quiere decir que le gustaran.

—Estoy al mando —replicó— porque soy la mejor y me lo he ganado. Si tiene un problema con eso, lo lamento.

Spanos la miró y sacudió la cabeza.

—No me gusta esto —dijo—. Debería ser un hombre.

—Señor Spanos —insistió Deborah—, si tiene algo que decir, escúpalo. Si no… Intento atrapar a un asesino, y usted me está haciendo perder el tiempo.

Deborah le fulminó con la mirada, y el hombre vaciló. Miró a su esposa, quien apretó los labios y asintió. Entonces Spanos se volvió hacia el señor Coleta.

—Despeja la habitación —ordenó, y Coleta avanzó un paso hacia Deke.

—Atrás —bramó Deborah, y Coleta se quedó petrificado—. No vamos a despejar la habitación. Estamos en una comisaría de policía.

—Hay algo que debo decirle sólo a usted —manifestó Spanos—. Algo confidencial.

—Soy policía —replicó Debs—. Si quiere decir algo confidencial, llame a un abogado.

—No. Sólo debe saberlo el jefe de la investigación, no esta gente.

—Las cosas no funcionan así.

—Sólo esta vez —insistió Spanos—. Se trata de mi niña.

—Señor Spanos…

La señora Spanos se inclinó hacia delante.

—Por favor —rogó—. Sólo tardaremos un momento. —Agarró la mano de Deborah y la apretó—. Es importante. Para la investigación. —Vio que Deborah continuaba vacilante, apenas un segundo, y le apretó la mano de nuevo—. Le ayudará a encontrarlos —dijo con un susurro seductor.

Deborah liberó su mano y miró a los dos. Después alzó la vista hacia mí como pidiendo mi opinión, y admito que sentía curiosidad, así que me encogí de hombros.

—Que sus chicos esperen en el pasillo —dijo al fin Deborah—. Saldrán dos de los míos.

Spanos negó con la cabeza.

—Sólo usted y nosotros. En familia.

Deborah movió la cabeza en mi dirección.

—Mi hermano se queda —dijo, y los señores Spanos me miraron.

—Su hermano —inquirió él, y miró a la señora Spanos. Ella asintió—. De acuerdo. Mackenzie. —Extendió la mano. El chico del pelo al cero se acercó y le entregó la maleta—. Harold y tú esperad fuera. —Spanos apoyó la maleta sobre el regazo, y los dos culturistas salieron por la puerta—. ¿Sargento? —dijo a Debs, y señaló a Deke.

—Deke, Álvarez —les ordenó Deborah—. Vigilad a esos dos chicos del pasillo.

—Se supone que yo debo vigilarte a ti —retrucó Deke—. El capitán lo dejó bien claro.

—Lárgate. Dos minutos.

Deke la miró un momento con tozudez, y después Álvarez apoyó una mano en su espalda.

—Vamos, amigo —dijo—. Si la jefa dice que nos vayamos, nos vamos.

Deke proyectó su barbilla hendida hacia Deborah, y por un segundo adoptó la apariencia del viril héroe televisivo de los sábados por la mañana.

—Dos minutos —dijo.

La miró un momento más, como si fuera a añadir otra cosa, pero por lo visto no se le ocurrió nada, de modo que dio media vuelta y salió. Álvarez dedicó una sonrisa burlona a Debs y le siguió.

La puerta se cerró a su espalda, y durante un segundo nadie se movió. Entonces el señor Spanos emitió un gruñido y depositó la maleta de aluminio sobre el regazo de Deborah.

—Ábrala —dijo.

Mi hermana le miró fijamente.

—Adelante, ábrala. No estallará.

Ella le miró un segundo más, y después bajó la vista hacia la maleta. Estaba cerrada con dos cerrojos, que abrió poco a poco y, con una última mirada a Spanos, abrió la tapa.

Deborah echó un vistazo al interior y se quedó petrificada, con la mano inmóvil sobre la tapa alzada y una expresión indefinida en el rostro. Después miró a Spanos con una de las expresiones más frías que yo había visto en mi vida.

—¿Qué coño significa esto? —preguntó entre dientes.

Tener sentimientos humanos era nuevo para mí, pero sentir curiosidad no, así que me incliné hacia delante para mirar, y no fue preciso un examen muy concienzudo para saber qué coño era.

Era dinero. A montones.

A juzgar por la capa superior daba la impresión de que contenía fajos de billetes de cien dólares, todos rodeados con la goma del banco. La maleta estaba llena hasta los topes, hasta el punto de que no entendí cómo había conseguido Spanos cerrarla, a menos que el señor Coleta se hubiera sentado encima mientras su jefe la cerraba con llave.

—Medio millón de dólares —dijo Spanos—. En efectivo. Imposible seguirles el rastro. Lo ingresaré donde usted diga. En un banco de las islas Caimán, o en otra parte.

—¿A cambio de qué? —preguntó Deborah en tono inexpresivo, y si la hubiera conocido como yo, el señor Spanos se habría puesto muy nervioso.

Pero Spanos no conocía a mi hermana, y dio la impresión de que su confianza aumentaba debido al hecho de que ella le había hecho aquella pregunta. Sonrió, pero no era una sonrisa alegre, sino como para demostrar que su rostro aún podía obrar el prodigio.

—De casi nada. Sólo esto. —El hombre levantó la mano y agitó un dedo en el aire—. Cuando encuentre a los animales que mataron a mi niña… —Su voz se quebró un poco y calló, se quitó las gafas y las secó con la manga. Volvió a calárselas, carraspeó y miró a Deborah de nuevo—. Cuando los encuentre, avíseme antes. Eso es todo. Diez minutos antes de hacer lo que sea. Una llamada telefónica. Y todo ese dinero será suyo.

Deborah le miró. Él sostuvo su mirada, y durante algunos segundos dejó de ser un hombre lloriqueante y acabado, para transformarse en un hombre que siempre sabía lo que quería y cómo conseguirlo.

Miré el dinero en la maleta abierta. Medio millón de dólares. Pensé que era un montón de pasta. El dinero nunca me había motivado. Al fin y al cabo, no había estudiado en la facultad de derecho. Para mí, el dinero siempre había sido algo que los borregos se enseñaban mutuamente para demostrar lo maravillosos que eran. Pero ahora, mientras miraba las pilas de billetes, no se me antojaron marcadores abstractos para llevar la cuenta de los tantos. Sino clases de ballet para Lily Anne. Una educación universitaria. Paseos en poni, vestidos nuevos, ortodoncia y buscar conchas en una playa de las Bahamas. Y todo dentro de un maletín, que guiñaba sus ojillos verdes y decía: ¿Por qué no? ¿Qué tendría de malo?

Y entonces me di cuenta de que el silencio se había prolongado demasiado para resultar cómodo, aparté mis ojos de la futura felicidad de Lily Anne y miré a Deborah. Por lo que pude colegir, ni Spanos ni ella habían alterado su expresión. Pero al fin, mi hermana respiró hondo, dejó el maletín en el suelo y miró a Spanos.

—Recójala —dijo, y la empujó hacia él con el pie.

—Es suya —replicó él, y negó con la cabeza.

—Señor Spanos, es un delito sobornar a un agente de la ley.

—¿Quién habla de soborno? Es un regalo. Cójalo.

—Recójala y váyase.

—Una llamada telefónica. ¿Eso es un delito?

—Lamento muchísimo su pérdida —le informó Deborah muy despacio—. Y si la recoge y se larga ahora mismo, olvidaré lo sucedido. Pero si continúa aquí cuando regresen los demás detectives, irá a la cárcel.

—Lo comprendo. En este momento no puede decir nada. Lo respeto. Pero tenga mi tarjeta, llámeme cuando los encuentre y el dinero será suyo.

Le entregó una tarjeta y Deborah se levantó, dejando que la tarjeta cayera al suelo.

—Vuelva a casa, señor Spanos. Y llévese la maleta.

Abrió la puerta.

—Llámeme —dijo él a su espalda, pero su esposa se mostró práctica de nuevo.

—No seas idiota —bramó. Se agachó y recogió la maleta, y con un potente empujón sobre la tapa, consiguió cerrarla antes de que Deke y Álvarez volvieran con los dos guardaespaldas. La señora Spanos tendió la maleta al del pelo corto y se levantó—. Vámonos —indicó a su marido. Éste la miró, y después se volvió hacia Deborah.

—Llámeme —dijo.

Mi hermana mantuvo la puerta abierta.

—Adiós, señor Spanos. El hombre la miró unos segundos más, y después su esposa le tomó del codo y se lo llevó.

Deborah cerró la puerta y exhaló un suspiro, dio media vuelta y volvió a su silla. Álvarez la vio sentarse, sonriente. Ella levantó la vista antes de que el hombre pudiera borrar su sonrisa.

—Muy divertido, Álvarez —rugió.

Deke fue a apoyarse en el mismo lugar donde había estado antes de la interrupción.

—¿Cuánto? —le preguntó.

Deborah le miró sorprendida.

—¿Qué?

Deke se encogió de hombros.

—He dicho cuánto. ¿Cuánto había en la maleta?

Ella sacudió la cabeza.

—Medio millón.

Deke resopló.

—Calderilla. Un tipo de Syracuse intentó sobornar a mi compañero Jerry Kozanski con dos millones, y sólo era violación.

—Eso no es nada —terció Álvarez—. Hace unos años, un vaquero de la cocaína me ofreció tres millones por el yonqui que había robado su coche.

—¿Tres millones y no los aceptaste? —preguntó Deke.

—Nooo. Yo insistí en cuatro millones.

—Muy bien —dijo Deborah—. Ya hemos perdido bastante tiempo con esta mierda. Volvamos al caso. —Señaló a Álvarez—. No tengo tiempo para tus chorradas. Quiero a Bobby Acosta. Ve a buscarle.

Y mientras Álvarez salía, pensé de repente que medio millón de dólares no era tanto dinero, ni por una hija devorada. Y como era una cantidad tan pequeña, me pareció que no sería tan grave aceptarla a cambio de una simple llamada telefónica. No obstante, daba la impresión de que Deborah no sentía la menor tentación, y hasta Deke se comportaba como si fuera algo divertido y habitual, nada del otro mundo.

Al parecer, Debs estaba de acuerdo. Se enderezó y me miró.

—Acabemos de una vez. Quiero saber lo de esa mezcla, lo que tú llamaste ponche. La que encontramos en los Everglades. Contiene algo de sangre, pero el resto podría proporcionarnos una pista. Ponte manos a la obra.

—De acuerdo. ¿Qué vais a hacer Deke y tú?

Me dirigió un duplicado de la mirada de malas pulgas que había dedicado a Deke.

—Nosotros —dijo, con un desagrado a juego con su expresión— vamos a investigar los tres últimos nombres de la lista del dentista. Los tíos que se hicieron poner colmillos de vampiro. —Miró otra vez a Deke, y después desvió la vista con la mandíbula tensa—. Alguien sabe algo. Maldita sea, uno de esos chicos sabe algo, y se lo vamos a sonsacar.

—De acuerdo —comentó Deke en voz baja.

—Vale, pues —dije—. Iré a mi laboratorio y me pondré a trabajar.

—Sí —sentenció Deborah—. Hazlo.

Lo hice, y dejé a mi hermana con su compañero no deseado.