Una de las cosas que considero más satisfactorias de mi trabajo es que siempre es bastante variado. Algunos días he de utilizar aparatos grandes y caros para llevar a cabo pruebas científicas muy modernas. Otros, me limito a mirar por el microscopio. Y si no, el paisaje cambia cuando llego a la escena del crimen. Por supuesto, todos los crímenes son diferentes, desde el vulgar y corriente apuñalamiento de una esposa, hasta algunos destripamientos muy interesantes de vez en cuando.
Pero pese a mi amplia y variada experiencia en el departamento, nunca me habían pedido que utilizara mi preparación científica y sagacidad para preparar a mi aterrorizada hermana en vistas a la conferencia de prensa, y debo decir que me pareció bien, porque si hubiera sido una circunstancia habitual en mi trabajo, habría considerado muy en serio la posibilidad de dejar la ciencia forense para dar clases de educación física en algún centro de enseñanza media.
Deborah me arrastró a su cubículo y de inmediato vi que la cubría un sudor frío de lo más desagradable. Se sentó, se levantó, recorrió tres pasos en cada dirección, volvió a sentarse y empezó a retorcerse las manos. Y sólo para aumentar un Cociente Irritante que ya se subía por las nubes, empezó a decir: «Mierda. Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda», una y otra vez, en diversos volúmenes e inflexiones, y empecé a pensar que había perdido por completo la capacidad del habla inteligente.
—Debs —dije por fin—, si ésa es tu declaración, al capitán Matthews no le va a gustar nada.
—Mierda —dijo, y me pregunté si convendría abofetearla—. Dexter, por favor, ¿qué debo decir?
—Cualquier cosa excepto «mierda».
Se levantó de nuevo y caminó hasta la ventana, mientras continuaba retorciéndose las manos. Todas las niñas del mundo han crecido deseando ser actriz, bailarina o algún otro tipo de artista, todas, excepto Deborah. Lo único que deseó de la vida desde el primer momento, incluso a la tierna edad de cinco añitos, fueron una placa y una pistola. Y gracias al trabajo constante, una inteligencia obstinada y porrazos en los brazos muy dolorosos, había alcanzado su objetivo, aunque sólo fuera para descubrir que, con el fin de conservarlo, ahora tenía que convertirse en actriz. La palabra «ironía» se usa demasiado, pero aun así la situación exigía un poco de ironía y regocijo, como mínimo.
Pero también exigía cierta cantidad de la compasión que Dexter había descubierto desde el nacimiento de Lily Anne, pues ya me daba cuenta de que, sin mi ayuda, mi hermana iba a demostrar de una vez por todas que había algo de cierto en la idea de la combustión espontánea. De manera que, cuando decidí que Debs ya había sufrido bastante, me levanté de mi desvencijada silla y me puse a su lado.
—Debs, es algo tan fácil que hasta el capitán Matthews es un experto en ello.
Creo que estuvo a punto de repetir «mierda», pero se contuvo y, a cambio, se mordisqueó el labio.
—No puedo hacerlo —dijo—. Tanta gente…, y reporteros…, cámaras… No puedo, Dexter.
Me alegró comprobar que se había recuperado un poco, lo suficiente para diferenciar «gente» de «reporteros», pero no cabía duda de que todavía me quedaba trabajo por hacer.
—Sí puedes, Deborah —le dije con firmeza—. Y será muchísimo más fácil de lo que crees. Hasta es posible que te llegue a gustar.
Rechinó los dientes, y creo que me habría largado un puñetazo de no haber estado tan trastornada.
—No esperes gran cosa —dijo.
—Es fácil —repetí—. Vamos a escribir unas cuantas frases cortas, y sólo tendrás que leerlas en voz alta. Como cuando hacías un comentario sobre un libro en sexto.
—Siempre me suspendían en crítica literaria —gruñó Debs.
—No me tenías a tu lado para ayudarte —objeté, con mucha más confianza de la que sentía—. Manos a la obra. Vamos a sentarnos y a escribir esto.
Rechinó los dientes y se retorció las manos unos segundos más, y por un momento dio la impresión de que se planteaba saltar por la ventana, pero sólo estábamos en el segundo piso, y las ventanas estaban cerradas a cal y canto, de modo que Debs dio media vuelta y se derrumbó en su silla.
—De acuerdo —dijo con los dientes apretados—. Vamos a ello.
Sólo existen unos cuantos tópicos policiales necesarios para decir casi cualquier cosa a la prensa. Éste es uno de los motivos, por supuesto, de que un muñeco parlante como el capitán Matthews fuera lo bastante bueno en ello para ascender a su elevado cargo sólo a base de memorizarlos todos, y después recitarlos en orden delante de una cámara. Ni siquiera era una aptitud, puesto que exigía mucha menos habilidad que el truco de cartas más sencillo.
De todos modos, era un talento del que Deborah carecía por completo, y tratar de explicárselo era como describir el tejido de cuadros escoceses a un ciego. En conjunto, fue un paréntesis de lo más desagradable, y cuando bajamos a la conferencia de prensa me sentía casi tan sudoroso y nervioso como mi hermana. Ninguno de los dos se sintió mejor cuando vimos la multitud de ávidos depredadores que nos esperaba en la sala abarrotada. Por un momento, Deborah se quedó petrificada con un pie en el aire. Pero después, como si alguien hubiera activado un interruptor, los reporteros se lanzaron sobre ella y empezaron la rutina de hacer preguntas a gritos y tomar fotos, y cuando vi que mi hermana tensaba la mandíbula y fruncía el ceño, respiré hondo. Saldrá adelante, pensé, y vi que subía al estrado con algo parecido al orgullo del creador.
Por supuesto, eso duró sólo hasta que abrió la boca, y después comenzó uno de los periodos de quince minutos más desdichados que puedo recordar. Deborah intentando hablar a una sala llena de policías era de lo más desagradable. Deborah intentando ofrecer una declaración en una conferencia de prensa era una tortura tan dolorosa que, sin la menor duda, los hombres encapuchados de negro que trabajaban para la Inquisición se habrían estremecido y rechazado participar en la experiencia. Deborah tartamudeó, balbuceó, se le trabó la lengua, sudó y fue dando bandazos de frase en frase, pulidas con tanto esmero, en un esfuerzo tan enmarañado que, al final, dio la impresión de que se estaba declarando culpable de violación a un menor, y cuando por fin terminó la declaración preparada en la que yo había trabajado con tanto ahínco, se hizo un estupefacto silencio en la sala durante varios segundos. Y entonces, por desgracia, los reporteros cayeron en la cuenta de su inseguridad y se abalanzaron sobre mi hermana con salvaje frenesí. Todo lo de antes había sido coser y cantar en comparación, y vi que Deborah ataba la cuerda alrededor de su cuello lenta y cuidadosamente, y después se izaba en el aire, donde se retorció al viento en una dolorosísima agonía, hasta que al fin, por suerte, el capitán Matthews se cansó de sufrir e intervino.
—No más preguntas —anunció.
No echó a patadas a Deborah del estrado, pero quedó claro que se había planteado la posibilidad.
El capitán fulminó con la mirada a la turba de linchadores, como si pudiera someterlos con su mirada viril, y los ánimos se calmaron un poco.
—Muy bien —dijo al cabo de un momento—. Los… miembros de la familia. —Se llevó un puño a la boca y carraspeó, y me pregunté si Deborah era contagiosa—. El señor y la señora… Aldovar. Querrían hacer una breve declaración.
Cabeceó, y después extendió la mano como si fuera a abrazarlos.
Un señor Aldovar de aspecto perplejo condujo a su esposa hasta los micrófonos. Parecía agotada y envejecida varios años, pero cuando se plantaron ante la multitud la mujer se serenó visiblemente, apartó a su esposo y sacó una hoja de papel. Y los reporteros, cosa rara, guardaron silencio un momento.
—A la persona o personas que se llevaron a nuestra hijita —empezó, y después tuvo que parar un momento y, por coherencia, carraspear—. Nuestra Samantha. No tenemos mucho dinero, pero el que tengamos o podamos conseguir es suyo. No hagan daño a nuestra hijita, por favor… Sólo…
No pudo continuar. Se tapó la cara con las manos y el papel cayó aleteando al suelo. El señor Aldovar avanzó y la tomó en sus brazos, y miró furibundo a los congregados, como si supieran dónde estaba Samantha y no quisieran decirlo.
—Es una buena chica —dijo airado—. No hay ningún motivo en el mundo para, para… Por favor —prosiguió en un tono más suave—. Suéltenla, por favor. No sé qué quieren, pero suéltenla…
Su rostro se desmoronó y dio media vuelta. El capitán Matthews avanzó y volvió a mirar enfurecido a la sala.
—Muy bien —declaró—. Ya tienen una foto de la chica. Samantha. Les pedimos que nos ayuden a que circule y… Si la gente la ve, ya saben, los ciudadanos. Pueden llamar a la línea telefónica especial de la fuerza operacional, que… Ya tienen ese número en los medios de comunicación. Y si podemos, mmm…, divulgar el número, y la foto, recuperaremos a esa chica. Viva. —Dirigió a la cámara su mejor mirada de tipo duro, una mirada viril y decidida, y la sostuvo un momento antes de continuar—. Gracias por su ayuda. —Permaneció inmóvil un momento más, con su viril mandíbula tensa, dedicó a los fotógrafos una última toma prolongada de sus autoritarios rasgos faciales, y después dijo—: Muy bien, esto es todo.
Dio media vuelta.
Como era de esperar, la sala estalló en un ruidoso caos, pero Matthews agitó un brazo y se volvió para consolar a los Aldovar, y entonces todo terminó de verdad. Me abrí paso a empujones para llegar hasta Deborah, recibiendo y distribuyendo diversos codazos en las costillas durante el camino. Encontré a mi hermana a un lado, abriendo y cerrando los puños. Un poco de color había vuelto a sus mejillas, y parecía extrañamente arrugada, como si alguien acabara de despertarla de una pesadilla.
—Si tengo que volver a hacerlo alguna vez —dijo entre dientes—, devolveré la maldita placa.
—Si intentas hacerlo de nuevo, el capitán Matthews te la arrancará.
—¿Ha salido tan mal como creo?
—Oh, no. Mucho peor.
Supongo que mi mal humor me impidió preverlo, pero Debs me atizó un buen puñetazo en el brazo. Por una parte, era estupendo ver que se estaba recuperando del mal trago. Pero, por otra, dolía mucho.
—Gracias por el apoyo —dijo Deborah—. Larguémonos de aquí.
Se volvió y empezó a abrirse paso con furia entre la multitud, y yo la seguí mientras me frotaba el brazo.
Los reporteros son seres peculiares. Deben haberse forjado una opinión muy elevada de sí mismos con el fin de llevar a cabo su trabajo, y sin duda algunos de los que habían presenciado la penosa actuación de Deborah debían ser unos expertos en ese tipo de autoengaño, porque por lo visto creían que, si plantaban un micrófono delante de Debs y le gritaban una pregunta, se vendría abajo debido a la presión de su pelo y dientes perfectos, y soltaría una respuesta. Por desgracia para su autoestima profesional, Deborah continuó avanzando, apartando a manotazos todo cuanto se le ponía por delante, y empujando a cualquiera lo bastante imbécil para interponerse en su camino. E incluso los reporteros situados cerca de la salida, que habían visto a la perfección lo ocurrido a sus colegas, tenían tan buena opinión de sí mismos que intentaron lo mismo…, y parecieron sorprenderse cuando obtuvieron el mismo resultado.
Como estaba siguiendo a Deborah, varios me miraron con aire especulativo, pero tras muchos años de diligente mantenimiento, mi disfraz era demasiado bueno para ellos, y todos decidieron que yo era exactamente lo que deseaba aparentar: una absoluta nulidad sin respuestas a nada. Y así, casi sin molestias, molido tan sólo en el antebrazo por culpa del porrazo de Deborah, salí de la conferencia de prensa y, en compañía de mi hermana, regresé al centro de mando de la fuerza operacional, en el segundo piso.
Deke se nos unió en algún momento y fue a apoyarse contra la pared. Alguien había llevado una máquina de café, y Deborah se sirvió un poco en un vaso de porespán. Bebió e hizo una mueca.
—Éste es peor que el café habitual —comentó.
—Podríamos ir a desayunar —sugerí esperanzado.
Deborah dejó la taza sobre la mesa y se sentó.
—Tenemos demasiado que hacer. ¿Qué hora es?
—Las nueve menos cuarto —dijo Deke, y Deborah le miró con acritud, como si hubiera elegido un mal momento—. Bueno, ésa es la hora.
La puerta se abrió y entró el detective Hood.
—Soy tan bueno que me doy miedo —manifestó, mientras se acercaba contoneándose y se dejaba caer en un asiento delante de mi hermana.
—Asústame a mí también, Richard —dijo Deborah—. ¿Qué tienes?
Hood sacó una hoja de papel del bolsillo y la desdobló.
—En un tiempo récord. El Porsche azul descapotable modelo 2009 de Tyler Spanos. —Indicó el papel con un dedo y chasqueó la lengua—. El tipo dirige un desguace de coches robados, me debía un favor. Le salvé de una buena el año pasado. —Se encogió de hombros—. Habría sido su tercera condena, así que me llamó con esto. —Señaló el papel de nuevo—. Es un taller donde les dan una capa de pintura nueva, en Opa-Locka. Tengo allí un coche patrulla en este momento, reteniendo a los tíos que lo estaban pintando, dos haitianos. —Tiró el papel sobre el escritorio delante de Deborah—. ¿A que soy un crack?
—Lárgate de aquí —replicó Deborah—. Quiero saber quién se lo vendió, y me da igual cómo lo averigües.
Hood le dedicó una gran sonrisa plagada de dientes.
—Guay. A veces, me encanta este trabajo.
Se levantó de la silla con una gracia sorprendente y salió por la puerta, mientras silbaba «Here Comes the Sun».
Deborah le siguió con la mirada.
—Nuestra primera oportunidad —rezongó cuando la puerta se cerró—, y ese gilipollas la consigue en mi lugar.
—Bueno, no sé, ¿oportunidad? —dijo Deke—. Cuando acaben de pintarlo, no quedarán huellas ni nada.
Debs le miró con una expresión que a mí me habría impulsado a correr a esconderme bajo algún mueble.
—Alguien se volvió estúpido, Deke —dijo con más énfasis del debido en la palabra «estúpido»—. Tendrían que haber escondido el coche en un desguace, pero alguien quiso sacarse dos de los grandes, así que lo vendieron. Y si descubrimos quién lo vendió…
—Encontraremos a la chica —terminó Deke.
Deborah le miró, y su rostro casi adoptó una expresión afectuosa.
—Exacto, Deke. Encontraremos a la chica.
—Vale, pues.
La puerta volvió a abrirse, y entró el detective Álvarez.
—Esto te va a encantar —dijo, y Deborah le miró expectante.
—¿Has localizado a Bobby Acosta?
Álvarez negó con la cabeza.
—La familia Spanos ha venido a verte.