El teléfono me despertó cuando todavía estaba oscuro, y me di la vuelta para mirar la radiodespertador de la mesita de noche. Anunciaba las 4:47 en dígitos de una alegría repugnante. Había disfrutado de poco más de veinte minutos de sueño auténtico desde la última vez que Lily Anne había llorado, y no me gustó la inesperada llamada. Pero esperando sin la menor esperanza que el timbre no la hubiera despertado, agarré el teléfono.
—Hola —dije.
—Te necesito aquí temprano —me espetó la voz de mi hermana. No parecía nada cansada, pese a la hora, y eso me pareció tan irritante como haberme despertado a aquella horrible hora de la noche.
—Deborah —dije, con la voz ronca a causa del sueño—, faltan dos horas y media para temprano.
—Hemos encontrado una coincidencia con tu muestra de ADN —continuó ella, sin hacer caso de un comentario muy ingenioso, teniendo en cuenta la hora—. Es Tyler Spanos.
Parpadeé varias veces seguidas, intentando que mi cerebro adoptara un estado próximo a la vigilia.
—¿La chica de los Everglades? ¿Era Tyler Spanos? ¿No era Samantha Aldovar?
—Sí. Esta mañana van a formar una fuerza operacional. Chambers coordina, pero yo soy la investigadora jefe.
Noté el entusiasmo en su voz cuando lo anunció.
—Estupendo —dije—, pero ¿por qué me necesitas temprano?
Bajó la voz como si temiera que alguien la fuera a oír.
—Necesito tu ayuda, Dex. Esto se está convirtiendo en algo gordo, y no quiero cagarla. Además, está adquiriendo una dimensión, ya sabes, política. —Carraspeó, y me recordó un poco al capitán Matthews—. Así que te he nombrado responsable forense en la fuerza operacional.
—He de llevar a los niños al colegio —protesté, y oí a mi lado un suave crujido.
La mano de Rita se apoyó sobre mi brazo.
—Yo llevaré a los chicos.
—No deberías conducir todavía —protesté—. Lily Anne es demasiado pequeña.
—No le pasará nada. Ni a mí tampoco. Ya he pasado por esto antes, Dexter, y las dos primeras veces sin ayuda.
Nunca hablábamos del ex de Rita, el padre biológico de Cody y Astor, pero sabía lo bastante de él para imaginar que no habría sido de mucha ayuda. Estaba claro que ya había pasado por esto antes. Y la verdad, Rita parecía en buena forma, pero era Lily Anne la que me preocupaba.
—Pero el asiento del coche…
—Todo irá bien, Dexter. Ve a cumplir con tu deber.
Oí algo que bien podía ser un resoplido procedente de Deborah.
—Dile a Rita que se lo agradezco. Hasta luego.
Y colgó.
—Pero… —mascullé al teléfono, aunque la comunicación se había cortado.
—Vístete —dijo Rita, y repitió—: No nos pasará nada.
Nuestra sociedad cuenta con muchas leyes y costumbres para proteger a las mujeres de la fuerza bruta de los hombres, pero cuando dos mujeres toman una decisión acerca de algo y se alían contra un hombre, no hay nada que éste pueda hacer. Tal vez algún día elegiremos como presidente a una mujer compasiva, y aprobará nuevas leyes sobre el tema. Hasta entonces, yo era una víctima indefensa. Me levanté y me duché, y cuando estuve vestido Rita ya me había preparado un bocadillo de huevo frito para que me lo comiera en el coche, y algo de café en un reluciente termo metálico de viaje.
—Esfuérzate —dijo con una sonrisa cansada—. Espero que pilles a esa gente. —La miré sorprendido—. Salió en las noticias. Dijeron que fue… Se comieron a esa pobre chica. —Se estremeció y tomó un sorbo de café—. En Miami. En estos tiempos. No… Vamos, ¿caníbales? ¿Un grupo? ¿Cómo es posible…?
Meneó la cabeza, tomó otro sorbo de café y dejó la taza sobre la mesa, y vi sorprendido que una lágrima asomaba en el rabillo de su ojo.
—Rita…
—Lo sé —dijo, mientras se secaba la lágrima con los nudillos—. Son las hormonas, estoy segura, porque… Y la verdad es que no… —Sorbió por la nariz—. Es por la niña. Y también conozco a la hijita de otra persona… Vete, Dexter. Esto es importante.
Me fui. Aún no estaba despierto, y todavía padecía las consecuencias del trauma psicológico provocado por el tratamiento recibido a manos de Rita y Debs, pero me fui. Cosa rara, estaba sorprendido tanto por lo que Rita había dicho como por sus lágrimas. Caníbales. Parece muy estúpido decirlo, pero todavía no había pensado en esa palabra. O sea, Dexter no es lerdo: sabía que la pobre chica había sido devorada por gente, y la gente que se come a otra gente recibe el nombre de caníbales. Pero combinar estos pensamientos y decir que Taylor Spanos había sido devorada por caníbales trasladaba todo el asunto a un nivel de realidad cotidiana, algo extraño y aterrador. Sé que el mundo está lleno de gente mala: al fin y al cabo, yo soy uno de ellos. Pero ¿todo un grupo de juerguistas devorando a una joven en una barbacoa al aire libre? Eso les convertía en verdaderos caníbales, caníbales contemporáneos, modernos, de Miami, y daba la impresión de que la maldad había aumentado unos cuantos puntos.
Y además existía un matiz de singularidad en todo el asunto, como si un libro de aterradores cuentos de hadas hubiera cobrado vida; primero vampiros, y ahora caníbales. De repente, Miami se había convertido en un lugar de lo más interesante. Tal vez la próxima vez me toparía con un centauro o un dragón, o incluso con un hombre honrado.
Fui al trabajo en la oscuridad y con escaso tráfico. Un gran pedazo de luna colgaba en el cielo, y me reprendía por mi pereza. Pon manos a la obra, Dexter, susurraba. Rebana algo.
Habían reservado una sala de conferencias del segundo piso como centro de mando de la fuerza operacional de Deborah, y ya bullía de actividad cuando entré. Chambers, el hombre del cráneo rasurado del FDLE, estaba sentado a una mesa grande cubierta ya de carpetas, informes de laboratorio, planos y tazas de café. Tenía al lado una pila de seis o siete teléfonos móviles, y estaba hablando por otro.
Y, por desgracia para todos los afectados (salvo quizá para el fantasma de J. Edgar Hoover, quien debía estar flotando en plan protector con un vestidito de estar por casa espectral), sentada al lado de Chambers se encontraba la Agente Especial Brenda Recht. Llevaba unas gafas de leer muy chics en el extremo de la nariz, que se bajó todavía más para lanzarme una mirada de desaprobación. Le dediqué una sonrisa y miré al fondo de la sala, donde un hombre con uniforme de policía estatal estaba al lado del gigante negro que había visto antes en la escena del crimen. Se volvió a mirarme, de modo que respondí con un cabeceo y continué caminando.
Deborah estaba informando a dos detectives de Miami-Dade, mientras su compañero, Deke, sentado a su lado, se limpiaba los dientes con seda dental. Debs alzó la vista y me indicó con un gesto que me reuniera con ella. Acerqué una silla a su grupo y me senté, cuando uno de los detectives, un tipo llamado Ray Álvarez, la interrumpió.
—Sí, bueno, escucha —dijo—. No me gusta nada. O sea, ese tipo es del puto ayuntamiento. Ya te han apartado del caso una vez.
—Ahora es diferente —replicó Deborah—. Tenemos un asesinato como jamás se había visto, y la prensa se está volviendo majara.
—Sí, claro, pero sabes muy bien que Acosta está esperando la oportunidad de romperle los huevos a alguien.
—No te preocupes por eso.
—Para ti es fácil. No tienes huevos.
—Eso crees tú —intervino Hood, el otro detective, un bruto musculoso que yo conocía un poco—. Tiene el doble de pelotas que tú, Ray.
—Que te jodan —dijo Álvarez. Deke resopló, tal vez una carcajada, o bien una pequeña partícula de comida que la seda dental había liberado y se había alojado en su nariz.
—Tú encuentra a Bobby Acosta —le ordenó con brusquedad Debs—, o ya no tendrás que preocuparte por tus huevos. —Le fulminó con la mirada, y el hombre se encogió de hombros, mientras alzaba la vista hacia el techo como preguntando por qué Dios le había elegido a él—. Empieza con la moto. —Deborah echó un vistazo a la carpeta que descansaba sobre su regazo—. Es una Suzuki Hayabusa roja, de un año de antigüedad.
Deke lanzó un silbido.
—¿Una qué? —preguntó Álvarez.
—Hayabusa —repitió Deke, que parecía muy impresionado—. Una moto muy guay.
—Vale, ya lo he pillado —comentó Álvarez, y miró a Deke con cansada resignación, mientras Debs se volvía hacia Hood.
—Tú dedícate al coche de Tyler Spanos —le indicó—. Es un Porsche azul, descapotable, de 2009. Aparecerá en alguna parte.
—En Colombia, probablemente —observó Hood, y cuando Deborah abrió la boca para reprenderle, añadió—: Sí, lo sé. Lo localizaré si aún sigue por aquí. —Se encogió de hombros—. Tampoco servirá de nada.
—Bueno, hay que seguir la rutina, ¿no? —intervino Deke.
Hood le miró risueño.
—Sí, Deke, lo sé.
—Muy bien —dijo Chambers en voz alta, y todos los ojos de la sala se volvieron hacia él como si estuvieran conectados al mismo interruptor—. Les ruego que me presten atención un momento.
Chambers se levantó y retrocedió hasta un lugar desde el que podía ver a todo el mundo.
—En primer lugar, quiero dar las gracias al comandante Nelson —cabeceó en dirección al uniforme de policía estatal—, y al detective Weems, de la Policía Tribal de Miccosukee.
El gigante levantó una mano para saludar y, por extraño que parezca, sonrió a todo el mundo.
Di un codazo a Deborah.
—Mira y aprende, Debs. Política.
Ella me propinó un codazo violento.
—Cierra el pico —susurró.
Chambers continuó.
—Se encuentran aquí porque este caso se está convirtiendo en un asunto de la máxima actualidad, y puede que necesitemos la ayuda de estos dos caballeros. Tenemos una posible conexión en los Everglades —cabeceó de nuevo en dirección a Weeds—, y vamos a necesitar toda la ayuda posible para cubrir las carreteras del estado.
El comandante Nelson ni siquiera parpadeó.
—¿Y el FBI? —preguntó Hood, al tiempo que señalaba a la Agente Especial Recht, y Chambers le miró un momento.
—El FBI está aquí porque estamos buscando a un grupo —contestó Chambers con cautela—, y si se trata de algo organizado, tal vez a nivel nacional, quieren saberlo. Además, aún tenemos a una chica desaparecida, y puede que se trate de un secuestro. Y la verdad, como estamos metidos en un fregado de mucho cuidado, tiene suerte de que no hayan venido también Hacienda, la ATF y la Inteligencia Naval, de modo que cierre el pico y apechugue.
—Sí, señor —dijo Hood con un pequeño saludo sarcástico. Chambers le miró el tiempo suficiente para que Hood se retorciera, antes de volver a hablar.
—De acuerdo. La sargento Morgan tiene el mando en la zona de Miami. Si cualquier cosa apunta a otro sitio, me lo hace saber antes.
Deborah asintió.
—Preguntas —dijo Chambers, mientras paseaba la vista alrededor de la sala. Nadie dijo nada—. Muy bien. La sargento Morgan hará un resumen de lo que sabemos hasta el momento.
Deborah se levantó y se acercó adonde estaba Chambers, quien se sentó para cederle el testigo. Debs carraspeó y empezó su resumen. Fue un espectáculo penoso. No habla bien en público, y encima es muy vergonzosa. Creo que siempre se encuentra a disgusto en el cuerpo de una mujer hermosa, pues su personalidad coincide más con la de Harry el Sucio, y odia que la gente la mire. Para cualquiera que sintiera afecto por ella, cosa que en aquel momento debía limitarse a mí, fue una experiencia incómoda verla forcejear con las palabras, carraspear una y otra vez, y aferrarse a tópicos específicos de la policía como si se estuviera ahogando.
En cualquier caso, todo tiene su fin, por desagradable que sea, y al cabo de un largo y angustioso paréntesis, Debs terminó.
—¿Preguntas? —dijo, para luego ruborizarse y mirar a Chambers, como si se hubiera enfadado por utilizar su expresión.
El detective Weems levantó un dedo.
—¿Qué quiere que hagamos en los Everglades? —preguntó, en voz baja y aguda.
Deborah carraspeó. Otra vez.
—Bueno, correr la voz. Si alguien ve algo, si estos chicos intentan, bueno, celebrar otra fiesta. O si hubo otra que desconocemos todavía, un lugar en el que podamos encontrar alguna prueba.
Y carraspeó. Me pregunté si debería ofrecerle una pastilla para la tos.
Por suerte para la imagen de Deborah como investigadora de dos pares de cojones, Chambers decidió que ya era suficiente. Se levantó antes de que mi hermana se fundiera.
—Muy bien. Ya saben lo que hay que hacer. Lo único que quiero añadir es que mantengan la boca cerrada. La prensa ya se está divirtiendo demasiado con esto, y no quiero darles más carnaza. ¿Entendido?
Todo el mundo asintió, incluida Deborah.
—Muy bien —dijo Chambers—. Vamos a por los malos.
La reunión se terminó al son de chirridos de sillas, arrastrar de pies y cháchara de polis, cuando todo el mundo se levantó y formó pequeños grupos de conversación con los que ya estaban de pie, salvo el comandante Nelson, de la Patrulla de Caminos, quien se limitó a encasquetarse el sombrero sobre su cabeza de pelo muy corto y a salir por la puerta como si estuvieran tocando la «Marcha del coronel Bogey». El hombretón de la policía tribal, Weems, se acercó a hablar con Chambers, y la Agente Especial Recht se quedó sentada sola, mientras paseaba una mirada desaprobadora alrededor de la sala. Hood la miró y sacudió la cabeza.
—Mierda —dijo—. Odio a los del FBI.
—Apuesto a que eso les tiene preocupados —comentó Álvarez.
—Escucha, Morgan, en serio —dijo Hood—, ¿hay alguna forma de retorcerle la cola a esa zorra federal?
—Claro —replicó Debs, en un tono de voz tan razonable que sólo podía significar problemas para alguien—. Puedes encontrar a esa chica, cazar al puto asesino y hacer tu trabajo, para que ella no aproveche la oportunidad y lo haga por ti. —Le enseñó algunos dientes. No era una sonrisa, aunque quizá Bobby Acosta lo hubiera creído—. ¿Crees que puedes hacer eso, Richard?
Hood la miró un momento y después sacudió la cabeza.
—Mierda —dijo.
—¿Qué te parece? Tenías razón —intervino Álvarez—. Y también tiene más pelotas que tú.
—Mierda —repitió Hood, y buscó un objetivo fácil para recuperar algunos puntos—. ¿Tú qué dices, Deke?
—¿Eh?
—¿Qué estás haciendo?
El joven se encogió de hombros.
—Ah, ya sabes. El capitán quiere que me pegue a Morgan.
—Caramba —comentó Álvarez—. Qué peligro.
—Somos compañeros —dijo Deke, algo ofendido.
—Ve con cuidado, Deke —advirtió Hood—. Morgan es muy dura con sus compañeros.
—Sí, los pierde de vez en cuando —masculló Álvarez.
—¿Queréis que os lleve de la mano hasta la base de datos de la DMV, gilipollas? —refunfuñó Deborah—. ¿O sois capaces de sacar la cabeza del culo lo suficiente para encontrarla solitos?
Hood se levantó.
—Ya voy, jefa —dijo, y se encaminó hacia la puerta, seguido de Álvarez—. Vigila tu espalda, Deke.
Éste les vio marchar con el ceño fruncido.
—¿Por qué se han de meter conmigo? —protestó cuando la puerta se cerró a su espalda—. ¿Porque soy el nuevo, o qué? —Deborah no le hizo caso y se volvió hacia mí—. O sea, ¿qué? ¿Qué he hecho, eh?
No tenía más respuesta para él que la obvia, es decir, que los policías son como todas las demás bestias de carga: la toman con cualquier miembro del rebaño que parece diferente o demuestra debilidad. Con su absurda apostura y capacidades mentales algo limitadas, Deke era ambas cosas y, por tanto, un blanco evidente. De todos modos, me pareció una idea severa de expresar sin caer en lo desagradable y buscar palabras piadosas, de modo que dediqué a Deke una sonrisa tranquilizadora.
—Estoy seguro de que los ánimos se calmarán cuando se den cuenta de lo que eres capaz —le dije.
Negó con la cabeza poco a poco.
—¿Cómo voy a hacer nada? —Inclinó la cabeza hacia Debs—. He de pegarme a ella como una puta sombra.
Me miró como pidiéndome una respuesta.
—Bien —contesté—, estoy seguro de que tendrás la oportunidad de demostrar tu iniciativa.
—Iniciativa —repitió, y por un momento pensé que debería explicarle el significado de la palabra, pero, por suerte para mí, se limitó a sacudir la cabeza de nuevo—. Mierda.
Y antes de que pudiéramos explorar las sutilezas de aquel pensamiento, Chambers se acercó y apoyó la mano sobre el hombro de Deborah.
—Bien, Morgan. Ya sabes lo que hay que hacer. Abajo, dentro de hora y media.
Debs le miró con la expresión más cercana al terror que yo había visto nunca en su cara.
—No puedo —dijo—. O sea, pensaba que usted iba a… ¿No puede hacerlo?
Chambers negó con la cabeza, con algo similar a un regocijo maligno en su sonrisa. Consiguió parecerse a un elfo malvado y muy mortífero.
—No. Tú mandas. Yo sólo soy el coordinador. Tu capitán quiere que lo hagas.
Le dio otra palmadita en el hombro y se alejó.
—Mierda —dijo Deborah, y por un momento experimenté una intensa irritación por el hecho de que ésa fuera la única palabra que todo el mundo pronunciaba aquella mañana. Después se pasó la mano por el pelo y observé que su mano temblaba.
—¿Qué pasa, Debs? —pregunté, intrigado por la causa de que mi intrépida hermana temblara como una frágil hoja en la tormenta.
Respiró hondo y se enderezó.
—Conferencia de prensa —dijo—. Quieren que hable con la prensa. —Tragó saliva y se humedeció los labios, como si algo en su interior se hubiera secado por completo—. Mierda —repitió.