Fue una buena trifulca, y se habría prolongado mucho más de no ser por el hombre del FDLE. Era un tipo al que yo conocía por su fama, llamado Chambers, y se interpuso literalmente entre Deborah y el otro detective, un hombretón llamado Burris. Apoyó una mano sobre el pecho de Burris y la otra osciló en el aire delante de Deborah.
—Basta —dijo Chambers.
Burris calló al instante. Vi que Debs aspiraba aire para decir algo, y Chambers la miró. Ella sostuvo su mirada y contuvo el aliento, para después expulsar el aire en silencio.
Me quedé impresionado, y me acerqué para ver mejor al hombre del FDLE. Llevaba la cabeza afeitada y no era alto, pero cuando dio la vuelta pude ver su cara, y supe por qué Debs se había mordido la lengua, sin necesidad del pequeño aleteo de advertencia del Pasajero. El hombre tenía ojos de pistolero, como los que se ven en las viejas películas del Oeste. No discutías con esos ojos. Era como mirar las bocas azules de dos pistolas.
—Escuchad —estaba diciendo Chambers—, queremos solucionar esto, no montar un cirio. —Burris asintió, y Deborah no dijo nada—. Así que dejad que los forenses terminen e intenten identificar a la víctima. Si el trabajo de laboratorio dice que es tu chica —cabeceó en dirección a Deborah—, el caso es tuyo. Si no —ladeó la cabeza hacia Burris—, todo tuyo. Hasta entonces —miró fijamente a Debs, y debo reconocer en su favor que ella sostuvo su mirada impertérrita— relájate y deja que Burris trabaje. ¿De acuerdo?
—Tengo acceso —dijo con hosquedad Deborah.
—Acceso —repitió Chambers—. No control.
Debs miró a Burris. Éste se encogió de hombros y desvió la vista.
—De acuerdo —replicó ella.
Y así terminó la Batalla de los Everglades, con final feliz para todos, salvo, por supuesto, para Dexter el Esclavo, porque por lo visto Debs interpretó que «acceso» significaba seguirme a todas partes y ametrallarme a preguntas. De todos modos, casi había terminado, pero tener una sombra no me facilitaba la tarea, sobre todo una sombra como Deborah, quien tal vez me atacaría con alguno de sus dolorosísimos golpes en el brazo en cuanto no lograra responder de manera satisfactoria a alguna de sus preguntas. La informé de lo que sabía y lo que había deducido, mientras rociaba de Bluestar algunos puntos finales, en busca de los últimos rastros de sangre. El aerosol revelaría hasta el más ínfimo rastro de sangre, incluida la gota más diminuta, y no afectaría al ADN de la muestra.
—¿Qué pasa? —preguntó Deborah—. ¿Qué has encontrado?
—Nada, pero estás pisando una huella. —Ella se apartó con aire culpable y yo saqué la cámara de mi bolsa. Me levanté y di media vuelta, y me topé con mi hermana—. Debs, por favor. No puedo hacer esto contigo pegada a mí.
—Vale —dijo, y se alejó hasta el otro lado de la hoguera.
Acababa de tomar la última foto de la principal salpicadura de sangre, cuando oí que Deborah me llamaba.
—Dex, trae el aerosol aquí.
Miré hacia donde estaba. Vince Masuoka estaba arrodillado, tomando una muestra de algo. Cogí mi Bluestar y me reuní con ellos.
—Rocía aquí —ordenó Deborah, y Vince sacudió la cabeza.
—No es sangre —dijo—. El color no encaja.
Miré el punto que estaba examinando. Había una zona aplastada, como si sobre ella se hubiera erguido un objeto pesado, detrás de una hilera de vegetación. Las hojas estaban marchitas debido al calor, y sobre ellas, así como en el borde de la depresión, había pequeñas manchas marrones. Algo se había derramado de alguna especie de contenedor posado allí.
—Rocía —repitió Deborah.
Miré a Vince, quien se encogió de hombros.
—Ya he conseguido una muestra buena —dijo—. No es sangre.
—De acuerdo —dije, y rocié una pequeña zona de un matorral.
Casi al instante, se hizo visible un tenue resplandor azul.
—No es sangre —se mofó Debs—. Pues ¿qué coño es eso?
—Mierda —masculló Vince.
—No hay mucha sangre —expliqué—. El resplandor es demasiado tenue.
—Pero ¿hay algo de sangre? —preguntó Debs.
—Bien, sí.
—Por lo tanto, es otro tipo de mierda, con sangre incluida.
Miré a Vince.
—Bien —reconoció—, supongo que sí.
Deborah asintió y paseó la vista a su alrededor.
—Así que tenemos una fiesta. —Señaló la hoguera—. Y allí está la víctima. Y aquí, al otro lado de la fiesta, tenemos esto. —Miró a Vince echando chispas—. Que contiene sangre. —Se volvió hacia mí—. ¿Qué es?
No tendría que haberme sorprendido el hecho de que, de repente, se hubiera convertido en mi problema, pero así era.
—Venga, Debs.
—No, venga tú. Necesito una de tus corazonadas especiales.
—Yo tengo una corazonada especial en la comisaría —terció Vince—. Se llama Ivan.
—Cierra el pico, eunuco —rezongó Deborah—. Venga, Dexter.
Por lo visto, no me quedaba otro remedio, así que cerré los ojos, respiré hondo y escuché…
Y casi al instante, recibí una risueña respuesta del Pasajero.
—Una ponchera —dije, y abrí los ojos.
—¿Qué? —preguntó Deborah.
—Es la ponchera. Para la fiesta.
—¿Con sangre humana?
—¿Una ponchera? —inquirió Vince—. Por Dios, Dex, estás como una chota.
—Oye, yo no bebí —repuse en tono inocente.
—Estás como una puta cabra —añadió Deborah.
—Escucha, Debs: está lejos del fuego, y tenemos esta marca en el suelo. —Me arrodillé al lado de Vince y señalé la depresión en la tierra—. Algo pesado, tierra apartada a los lados, montones de huellas de pisadas alrededor… Si te da yuyu, no la llames ponchera. Pero es la bebida.
Deborah contempló el punto que le señalaba, miró hacia la hoguera, y después de nuevo la tierra que tenía a sus pies. Meneó la cabeza poco a poco y se acuclilló a mi lado.
—Ponchera. Joder.
—Estás como una chota —repitió Vince.
—Sí —dijo Debs—, pero creo que tiene razón. —Se levantó—. Te apuesto una docena de donuts a que encuentras rastros de drogas ahí —dijo con una nota de satisfacción muy perceptible.
—Lo investigaré —comentó Vince—. Tengo un buen test para el éxtasis. —Le dedicó su famosa mirada lasciva y añadió—: ¿Te gustaría hacer la prueba del éxtasis conmigo?
—No, gracias. No tienes el lápiz adecuado.
Dio media vuelta antes de que Vince pudiera intentar una de sus pavorosas réplicas, y yo la seguí. Tardé sólo tres pasos en caer en la cuenta de que había algo raro en ella, y cuando lo identifiqué, me detuve en seco y la obligué a volverse.
Miré sorprendido a mi hermana.
—Debs, estás sonriendo.
—Sí. Porque acabo de demostrar que el caso es mío.
—¿Qué quieres decir?
Me aporreó con fuerza. Para ella debió ser un mamporro jubiloso, pero aun así me dolió.
—No seas estúpido. ¿Quién bebe sangre?
—Uf. ¿Bela Lugosi?
—Él y todos los demás vampiros. ¿Quieres que te deletree «vampiro»?
—¿Y qué…? Ah.
—Sí, ah. Descubrimos a un aspirante a vampiro, Bobby Acosta. Y ahora tenemos una fiesta de fraternidad vampírica. ¿Crees que es una coincidencia?
No lo creía así, pero el brazo me dolía demasiado para expresar mi opinión.
—Ya veremos —dije.
—Sí, ya veremos. Recoge tus cosas. Te acompaño en coche.
Era la hora de comer cuando regresamos a la civilización, pero ninguna de las sutiles insinuaciones que dirigí a Deborah dieron la impresión de registrarse en su cerebro, y volvió a la comisaría sin detenerse, pese a que la Ruta 41 desembocaba en la calle Ocho y podríamos haber parado en cualquiera de los excelentes restaurantes cubanos. Pensar en ellos consiguió que mi estómago gruñera, e imaginé que era capaz de oler los plátanos que se freían en la sartén. Pero en lo tocante a Deborah, las ruedas de la justicia ya se habían puesto en acción, y su inexorable camino conducía hacia un veredicto de culpabilidad y un mundo seguro, lo cual, en apariencia, significaba que Dexter podía pasarse sin comer por el bien de la sociedad.
Así que fue un Dexter muy hambriento quien volvió cansado al laboratorio forense, y tuvo que obedecer las exigencias de su hermana para identificar cuanto antes a la víctima de los Everglades. Saqué mis muestras y me dejé caer en la silla, en busca de respuestas a la candente pregunta: ¿debería volver a la calle Ocho? ¿O sólo dirigirme al Café Relámpago, que estaba mucho más cerca y tenía unos bocadillos excelentes?
Como casi todas las preguntas importantes de la vida, ésta no tenía respuesta fácil, y medité sobre las implicaciones. ¿Qué era mejor, comer bien o comer deprisa? Si me decantaba por la gratificación instantánea, ¿me convertiría eso en una persona más débil? ¿Y por qué tocaba hoy comida cubana? ¿Por qué no barbacoa, por ejemplo?
En cuanto esa idea acudió a mi cabeza, empecé a perder el apetito. Habían pasado por la barbacoa a la chica de los Everglades, y por algún motivo eso me preocupaba muchísimo. No podía quitarme las imágenes de la mente: la pobre chica amarrada, desangrándose poco a poco mientras las llamas se elevaban, la multitud aullando, y el jefe añadiendo una pizca de salsa de barbacoa. Casi pude oler la carne cocida, y eso expulsó de mi mente todo pensamiento de ropa vieja[3] y comida. ¿Iba a ser así la vida de ahora en adelante? ¿Cómo podía hacer mi trabajo si sentía empatía humana por las víctimas que veía cada día? Peor todavía, ¿cómo podía continuar en un trabajo que se interponía en mi comida?
El estado de la situación era tristísimo, y dejé que la autocompasión se apoderara de mí durante unos cuantos minutos. Dexter Deprimido, una figura absurda. Yo, que había enviado a docenas a la otra vida con todo merecimiento, lloraba ahora la pérdida de una chica insignificante, y sólo porque quien la había matado no había desperdiciado la carne.
Ridículo. En cualquier caso, la poderosa maquinaria que era yo necesitaba algún tipo de combustible. De modo que aparté a un lado los pensamientos infelices y recorrí el pasillo en dirección a las máquinas expendedoras. Mirar a través del cristal la pobre selección de refrigerios tampoco me aportó ninguna alegría. En el hospital, una barra de Snickers se me había antojado maná del cielo. Ahora se me antojaba un castigo. Nada me atraía ni prometía satisfacción. Pese a todos los envoltorios brillantes y los alegres lemas, sólo veía una vitrina llena de conservantes y colores realzados químicamente. Todo aderezado con sabores artificiales de réplicas sintéticas verdaderas, y parecía tan apetitoso como zamparse un juego de química.
Pero el deber me llamaba, y necesitaba comer algo para funcionar al alto nivel exigido. Así que me decanté por la elección menos ofensiva: galletitas con una sustancia en medio que afirmaba ser mantequilla de cacahuete. Introduje monedas y apreté el botón. Las galletitas cayeron en la bandeja, y cuando me agaché para recogerlas, una pequeña e imprecisa figura oculta en el oscuro sótano del Castillo Dexter abrió una puerta y asomó la cabeza. No oí nada, salvo el revoloteo sedoso de un diminuto banderín de advertencia, avisando de que las cosas no iban como deberían, así que me levanté poco a poco y me di la vuelta.
No había nada detrás de mí: ningún maníaco con un cuchillo, ningún camión descontrolado lanzado hacia mí, ningún gigante tocado con turbante y armado con una azagaya. Nada. De todos modos, la tenue voz me susurró que andara con cuidado.
No cabía duda de que el Pasajero estaba jugando conmigo. Tal vez estaba ofendido porque me negaba a alimentarle y ejercitarle.
—Cierra el pico —le dije—. Lárgate y déjame en paz.
Continuó sonriendo con suficiencia, así que no le hice caso y salí al pasillo.
Y casi me di de narices contra el sargento Doakes…, o lo que quedaba de él.
Doakes siempre me había odiado, incluso antes de que un médico majara le cortara las manos, los pies y la lengua, porque yo no conseguí rescatarle. O sea, lo intenté, en serio, pero las cosas no habían salido bien, y como consecuencia directa Doakes había perdido unas cuantas partes del cuerpo sobrevaloradas. Pero incluso antes de eso ya me odiaba porque, de todos los policías que yo había conocido, era el único que sospechaba lo que yo era. No le había dado motivos ni pruebas, pero de alguna manera lo sabía.
Y ahora estaba parado allí sobre sus pies artificiales, y me miraba con el veneno de un millar de cobras. Por un momento deseé que el médico loco le hubiera arrancado también los ojos, pero enseguida me di cuenta de que era un pensamiento cruel, indigno del nuevo ser humano que era, de modo que lo alejé de mi mente y le dediqué una sonrisa cordial.
—Sargento Doakes. Me alegro de verle, y con una movilidad tan estupenda, además.
Doakes no hizo nada, tan sólo continuó mirándome, y yo contemplé las garras metálicas plateadas que habían sustituido sus manos. No cargaba con la pequeña caja de voz, del tamaño de una agenda, que utilizaba para hablar, tal vez porque quería tener ambas garras libres para estrangularme o, lo más probable, también pensaba utilizar la máquina expendedora. Y como ya no tenía lengua, sus intentos de hablar sin el sintetizador eran de lo más violentos, plagados de sonidos guturales y cosas así, y no deseaba quedar en ridículo. Así que me miró un momento más, hasta que al fin deseché la posibilidad de celebrar un encuentro animado.
—Bien —dije—, ha sido un verdadero placer hablar con usted. Que tenga un buen día.
Me desvié hacia mi laboratorio y me volví a mirar sólo una vez. Doakes me seguía observando con su mirada venenosa.
Ya te lo dije, se relamió el Pasajero en voz baja, pero me limité a despedirme de Doakes con la mano y volví al laboratorio.
Cuando Vince y los demás llegaron alrededor de las tres, el sabor de las galletitas todavía perduraba de una forma desagradable en el fondo de mi garganta.
—Caramba —dijo Vince cuando entró y dejó su bolsa en el suelo—. Creo que he tomado demasiado el sol.
—¿Cómo te las has arreglado para comer? —pregunté.
Parpadeó como si le hubiera hecho una pregunta absurda, y tal vez lo era.
—Uno de los policías me llevó a un Burger King. ¿Por qué?
—¿No perdiste el apetito cuando pensaste en que habían asado y devorado a la chica?
Vince compuso una expresión todavía más perpleja.
—No —contestó, y negó con la cabeza poco a poco—. Me comí una Whopper doble con queso y patatas fritas. ¿Te encuentras bien?
—Sólo estoy hambriento —dije, y me miró un momento más, de modo que en lugar de enzarzarme en un duelo de miradas, di media vuelta y volví al trabajo.