14

Sentía algo más que curiosidad por averiguar qué había pasado en realidad con mi hermano y los chicos, pero Rita les acostó antes de que pudiera hablar con ellos. Me fui a dormir insatisfecho, y por la mañana tampoco pude hablar con ellos a espaldas de su madre. Esta condición era indispensable, pues si había pasado algo más que comida china, no quería que Rita se enterara. Y era muy probable que los niños hubieran recibido la advertencia de no decir nada, si conocía a Brian, cosa que no era cierta, pensándolo bien. O sea, creía saber cómo pensaría y reaccionaría con relación a ciertos asuntos, pero aparte de eso… ¿quién era? ¿Qué deseaba de la vida, aparte de la sesión de alegre desmembramiento ocasional? Yo no tenía ni idea, y no se me ocurrió ninguna pese a que estuve reflexionando durante el desayuno y el desplazamiento hasta el trabajo.

Por suerte para mi autoestima, no gocé de mucho tiempo más para preocuparme por mi incapacidad de descifrar a mi hermano, porque cuando llegué al trabajo, en el segundo piso, donde se hallaba el departamento forense, reinaba el tipo de frenesí que sólo puede causar un crimen muy interesante. Camilla Figg, una rechoncha técnica forense de unos treinta y cinco años, pasó corriendo delante de mí con su maletín, y apenas se ruborizó cuando rozó mi brazo. Y cuando entré en el laboratorio, Vince Masuoka ya estaba embutiendo cosas en su bolsa.

—¿Tienes un salacot? —me preguntó.

—Por zupuezto que no. Qué pregunta máz tonta.

—Quizá lo necesites. Nos vamos de safari.

—Ah. ¿Kendall otra vez?

—Everglades. Algo muy bestia sucedió allí anoche.

—Cierra el pico. Cogeré el antimosquitos.

Y así, tan sólo una hora más tarde bajé del coche de Vince y me detuve al lado de la Ruta 41, en los Everglades, a unos tres kilómetros de Fortymile Bend. Harry me había llevado de camping a la zona cuando era adolescente, y guardaba felices recuerdos de varios animalillos que habían contribuido a mi educación.

Aparte de los vehículos oficiales aparcados junto a la carretera, había dos camionetas grandes en el pequeño aparcamiento de tierra. Una de ellas llevaba un pequeño remolque. Un rebaño de unos quince adolescentes y tres hombres con uniformes de Boy Scouts se apiñaban indecisos alrededor de las camionetas, y vi que dos detectives iban hablando con ellos de uno en uno. Había un policía uniformado al lado de la carretera, el cual indicaba por gestos al tráfico que avanzara, y Vince le dio una palmadita en el hombro.

—Hola, Rosen. ¿Qué pasa con los scouts?

—Son quienes lo encontraron. Llegaron esta mañana para ir de acampada. Continúe adelante —dijo Rosen a un coche que había disminuido la velocidad para mirar.

—¿Qué encontraron? —preguntó Vince.

—Yo me limito a encargarme de los putos coches —dijo malhumorado Rosen—. Sois vosotros los que jugáis con los cadáveres. Siga adelante, vamos —dijo a otro mirón.

—¿Adónde vamos? —preguntó Vince.

Rosen señaló al otro lado del aparcamiento y dio media vuelta. Supongo que si yo hubiera debido dedicarme a controlar el tráfico mientras otro jugaba con cadáveres también me habría enfadado.

Caminamos hacia el comienzo del sendero y dejamos atrás a los scouts. Debían haber encontrado algo espantoso, pero no parecían muy conmocionados o asustados. De hecho, estaban lanzando risitas y dándose empujones como si fuera una celebración especial, y me arrepentí de no haberme unido a los scouts. Tal vez habría ganado una medalla al mérito por reciclar partes de cuerpos.

Seguimos el sendero que conducía hacia el sur entre los árboles, y que después se curvaba hacia el oeste durante un kilómetro hasta desembocar en un claro. Cuando llegamos, Vince sudaba y resoplaba, pero yo estaba casi impaciente, puesto que una tenue voz me había estado susurrando que algo muy interesante me estaba esperando.

Aunque a primera vista poco había que ver, salvo una amplia zona pisoteada que rodeaba una fogata apagada y, a la izquierda del fuego, un pequeño montón de algo que no me dejaba ver la forma encorvada de Camilla Figg. Fuera lo que fuera, provocó un correoso aleteo de interés por parte del Oscuro Pasajero, y yo avancé con cierta ansiedad…, olvidando por un momento que había abjurado de tales Placeres Oscuros.

—Hola, Camilla —saludé cuando me acerqué—. ¿Qué tenemos aquí?

Se ruborizó al instante, lo cual, por el motivo que fuera, era su costumbre habitual cuando hablaba con ella.

—Huesos —dijo en voz baja.

—¿No es posible que sean de cerdo o cabra?

Ella sacudió la cabeza con violencia y, con una mano enguantada, alzó lo que creí reconocer como un húmero humano, cosa que no tenía nada de divertido.

—De ninguna manera —contestó.

—Bien, vaya —dije, mientras observaba las marcas chamuscadas de los huesos y escuchaba la alegre carcajada sibilante de mi interior. Era imposible saber si los habían quemado después de la muerte, con el fin de destruir pruebas, o…

Paseé la vista alrededor del claro. El suelo estaba pisoteado. Había cientos de huellas de pisadas, lo cual indicaba una fiesta a lo grande, y no creí que hubieran sido los scouts. Habían llegado por la mañana, y no habían tenido tiempo de perpetrar algo semejante. Daba la impresión de que un montón de personas se habían entregado a una frenética actividad en el claro durante varias horas. No sólo paradas, sino moviéndose de un lado a otro, dando saltitos, alborotando. Y todo alrededor de la hoguera, donde estaban los huesos, como si…

Cerré los ojos y casi pude verlo mientras escuchaba la oleada de sonidos reptilianos que se elevaba de mi suave y mortífera voz interior. Mira, decía, y en la pequeña ventana que me enseñó vi un grupo numeroso y festivo. Una víctima solitaria atada junto al fuego. No se trataba de tortura, sino de ejecución, perpetrada por una sola persona…, ¿mientras todos los demás miraban y se dedicaban a la juerga? ¿Era eso posible?

Y el Pasajero rió y respondió. , dijo. Oh, ya lo creo. Baile, canciones, un fiestorro. Cantidad de cerveza, cantidad de comida. Una buena barbacoa al viejo estilo.

—Escucha —dije a Camilla, al tiempo que abría los ojos—, ¿hay algo en los huesos que parezcan marcas de dientes?

Ella se encogió y me miró con una expresión muy cercana al miedo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—Oh, sólo una corazonada —dije, pero no parecía muy convencida, de modo que añadí—: ¿Alguna teoría sobre el sexo?

Me miró un momento más largo, y después dio la impresión de que oía mi pregunta por fin.

—Mmm… —dijo, y se volvió hacia los huesos con un movimiento convulsivo. Levantó un dedo enguantado y señaló uno de los huesos más grandes—. La faja pélvica indica una mujer. Probablemente joven.

Algo clicó en el poderoso superordenador que era el cerebro de Dexter, y una tarjeta se introdujo en la bandeja de salida. Mujer joven, decía la tarjeta.

—Ah, mmm…, gracias —dije a Camilla, mientras me alejaba para examinar aquella pequeña e interesante idea. Ella se limitó a cabecear y se inclinó sobre los huesos.

Paseé la vista alrededor del claro. Hacia el punto por donde la senda se adentraba en el pantano vi al teniente Keane, charlando con un hombre que reconocí del FDLE, el Departamento de Policía de Florida, una especie de FBI a nivel estatal. Tiene jurisdicción en toda Florida. Y a su lado había uno de los hombres más grandes que había visto en mi vida. Era negro, de un metro noventa y cinco de estatura y, al menos, unos doscientos veinticinco kilos de peso, aunque no parecía especialmente gordo, tal vez debido a la ferocidad concentrada de su mirada. Pero como el tipo del FDLE estaba hablando con él y no pedía auxilio, tuve que asumir que su presencia estaba justificada, aunque ignoraba por qué. Si representaba al departamento del sheriff o al condado de Broward, estaba seguro de que le habría visto antes, o al menos escuchado rumores sobre alguien tan inmenso.

Pero por interesante que fuera ver a un gigante de verdad, no fue suficiente para retener mi atención, y miré al otro lado del claro, donde había varios detectives. Me acerqué y dejé mi equipo de salpicaduras de sangre en el suelo, mientras me concentraba en pensar. Sabía que una mujer joven había desaparecido, y sabía que alguien estaba buscando a una mujer joven que estuviera muy interesada en entablar esta relación. Pero ¿era la forma correcta de hacerlo? No soy un animal político, aunque estoy bastante versado: la política no es más que una forma de satisfacer mi anterior pasatiempo utilizando cuchillos metafóricos en lugar de reales. Pero no me parecía nada divertida. Tantas maniobras cautelosas y puñaladas en la espalda eran obvias y absurdas, y no conducían a nada emocionante. De todos modos, sabía que era importante en un entorno estructurado como el Departamento de Policía de Miami-Dade. Y Deborah no era muy buena para esas cosas, aunque por lo general lograba abrirse paso entre la madeja con una combinación de agresividad y buenos resultados.

Pero mi hermana estaba muy cambiada en los últimos tiempos, con sus pucheros y su autocompasión, y yo no sabía si estaba a la altura de una confrontación que iba a ser extremadamente política. Un detective diferente llevaba la voz cantante en esto, y sería difícil para ella apartarle del caso, aunque se encontrara en su mejor momento. De todos modos, tal vez un buen reto era justo lo que necesitaba para recuperarse. Por tanto, quizá lo mejor era llamarla y contárselo, soltar los perros de la guerra y dejar caer las fichas donde debían. Era una metáfora maravillosamente rebuscada, y por eso parecía todavía más convincente, de modo que me alejé del grupo de policías y saqué el móvil.

Deborah lo dejó sonar varias veces, algo muy impropio de ella. Contestó justo cuando estaba a punto de colgar.

—¿Qué? —dijo.

—Estoy en los Everglades, en una escena del crimen.

—Me alegro por ti.

—Debs, creo que la víctima fue asesinada, guisada y devorada delante de una multitud.

—Caramba, qué horror —dijo sin verdadero entusiasmo, cosa que consideré algo irritante.

—¿Te he dicho que la víctima parece joven y mujer?

Deborah calló un momento.

—¿Debs?

—Ya voy —dijo con un rescoldo del antiguo fuego en la voz, y yo cerré el teléfono satisfecho. Pero antes de poder guardarlo y ponerme a trabajar, oí que alguien detrás de mí gritaba, «¡Jodeeeeeeeeer!», y después una ráfaga de disparos. Me agaché e intenté esconderme detrás de mi equipo de utensilios profesionales, cosa bastante difícil considerando que tenía el tamaño de una fiambrera. Pero me protegí como pude y me asomé por encima para mirar en dirección a los disparos, casi esperando ver a una horda de guerreros maoríes cargando contra nosotros con las lanzas en alto y la lengua fuera. Lo que vi fue casi igual de improbable.

Los detectives que había visto hacía un momento estaban todos acuclillados en posición de combate, y disparaban frenéticamente sus armas contra los arbustos cercanos. Contrariamente a lo establecido por el procedimiento policial, sus rostros no eran máscaras frías y sombrías, sino que parecían fuera de sí y tenían los ojos desorbitados. Uno de los detectives ya estaba expulsando un cargador vacío de su pistola y buscaba con desesperación otro nuevo, mientras los demás continuaban disparando con enloquecido abandono.

Y el arbusto al que intentaban matar empezó a agitarse espasmódicamente, y distinguí un destello entre plateado y amarillo. Centelleó al sol una sola vez, y luego desapareció, pero los agentes siguieron disparando varios segundos más, hasta que por fin el teniente Keane se acercó corriendo y ordenó que dejaran de disparar.

—¿Qué cojones os pasa, idiotas? —chilló Keane.

—Teniente, lo juro por Dios —dijo uno.

—¡Una serpiente! —replicó el segundo—. ¡Una puta serpiente así de grande!

—Una serpiente —repitió Keane—. ¿Queréis que la pisotee en vuestro lugar?

—¿Tiene los pies tan grandes? —preguntó un tercero—. Porque era una pitón birmana, de unos cinco metros de largo.

—Oh, mierda —rezongó Keane—. ¿No están protegidas?

Me di cuenta de que seguía acuclillado, así que me levanté mientras los hombres del FDLE se acercaban.

—De hecho, están pensando en ofrecer una recompensa por esos chicos malos —intervino el tipo del FDLE—, si alguno de estos Wyatt Earps tuvo la suerte de alcanzarla.

—Yo le di —dijo el tercer sujeto con hosquedad.

—Chorradas —replicó otro—. No acertarías ni a una mierda con un zapato.

El gigante negro se había acercado a los arbustos para mirar, y después se volvió hacia el grupo de lamentables tiradores, meneando la cabeza, y cuando me di cuenta de que la diversión se había terminado, recogí mi equipo y volví a la fogata.

Me esperaba una sorprendente cantidad de manchas de sangre, y al cabo de unos momentos me había puesto a trabajar muy contento, con el fin de extraer un sentido a la desagradable materia. Aún no estaba seca del todo, quizá debido a la humedad, pero una gran cantidad había empapado el suelo, puesto que hacía tiempo que no llovía, y pese a la humedad del aire, el suelo estaba bastante reseco en aquel momento. Conseguí un buen par de muestras para analizar más tarde, y también empecé a forjarme una idea de lo que había sucedido.

La mayor parte de la sangre se concentraba en la misma zona, junto a la hoguera. Fui describiendo círculos cada vez más amplios, pero los únicos rastros de sangre que encontré, a más de dos metros de distancia, daban la impresión de haber llegado hasta allí en los zapatos de alguien. Marqué aquellos lugares con la vana esperanza de que alguien pudiera obtener una huella identificable, y volví a la salpicadura principal. La sangre había salido a borbotones de la víctima, no a chorros, como por obra de una sola cuchillada. Y no había salpicaduras secundarias cerca, lo cual significaba que sólo había una herida, como si hubieran dejado desangrarse a un ciervo. Ninguno de los congregados había intervenido para apuñalarla o sajarla. Había sido un asesinato lento y deliberado, literalmente una carnicería, llevado a cabo por una sola persona, muy controlada y metódica, y no pude por menos que admirar a regañadientes el profesionalismo del trabajo. Ese tipo de contención era muy difícil, como bien sabía yo, y encima con una multitud mirando, todos borrachos, profiriendo gritos de aliento y ofreciendo groseras sugerencias. Era impresionante, y no me di prisa, con el fin de dedicarle el recíproco profesionalismo que merecía.

Estaba apoyado sobre una rodilla, terminando el examen de la última huella probable, cuando oí voces airadas, amenazas de desagradable e íntimo desmembramiento y diversas blasfemias de imposibilidad anatómica. Sólo podía significar una cosa. Me levanté y miré hacia el inicio de la senda. Por supuesto, tenía razón.

Deborah había llegado.