Durante el transcurso de mi trabajo con el Departamento de Policía de Miami-Dade, había oído la expresión «tormenta de mierda» en más de una ocasión. Pero con toda sinceridad debo decir que jamás había presenciado tal acontecimiento meteorológico hasta después de que Debs hubiera lanzado una orden de busca y captura del hijo único de un poderoso comisionado del condado. Al cabo de cinco minutos teníamos tres coches patrulla y una camioneta de televisión aparcados delante de la casa y al lado del coche de Debs, y a los seis minutos ella estaba hablando por teléfono con el capitán Matthews. La oí decir: «Sí, señor. Sí, señor. No, señor», y poca cosa más durante la conversación de dos minutos, y cuando colgó el teléfono tenía la mandíbula tan tensa que no la creí capaz de poder volver a ingerir alimentos sólidos.
—Mierda —masculló—. Matthews ha anulado mi orden de busca y captura.
—Sabíamos que iba a pasar.
Debs asintió.
—Ya ha pasado. —Miró hacia la carretera—. Jo, mierda.
Me volví y seguí su mirada. Deke estaba bajando de su coche. Se subió los pantalones y dedicó una gran sonrisa a la mujer que estaba delante de la camioneta de televisión, la cual estaba cepillándose el pelo y preparando una toma. Dejó de cepillarse un momento y miró al recién llegado, el cual la saludó con un cabeceo y avanzó con parsimonia hacia nosotros. La mujer le observó un momento, se humedeció los labios y volvió a su pelo con renovados bríos.
—Técnicamente es tu compañero —dije.
—Técnicamente es un capullo descerebrado.
—Hola —dijo Deke mientras se acercaba a nosotros—. El capitán dice que debería vigilarte para asegurarme de que no la vuelves a cagar.
—¿Cómo se supone que vas a saber si la cago? —rugió Debs.
—Oh, bueno. —Se encogió de hombros. Miró de nuevo a la periodista de la televisión—. Quiero decir, no hables con la prensa ni nada por el estilo, ¿vale? —Guiñó el ojo a Deborah—. De todos modos, he de quedarme contigo. Para mantener encarrilada la cosa.
Por un momento, pensé que Debs iba a lanzar una andanada de siete comentarios asesinos diferentes que derribarían a Deke y chamuscarían el jardín de diseño de Acosta, pero no cabía duda de que mi hermana había recibido el mismo mensaje del capitán, y era una buena soldado. La disciplina se impuso y se limitó a mirar al recién llegado durante un largo momento.
—Muy bien —dijo por fin—. Vamos a investigar los demás nombres de la lista.
Caminó hacia su coche con docilidad.
Deke volvió a subirse los pantalones y la siguió con la mirada.
—Bien, de acuerdo —dijo, pisándole los talones. La periodista de la televisión le miró con expresión algo distraída, hasta que su productor estuvo a punto de aporrearla con un micrófono.
Uno de los coches patrulla me acompañó hasta la comisaría, conducido por un policía llamado Willoughby, quien parecía obsesionado con el Miami Heat. Había aprendido un montón sobre los bases y algo llamado bloqueo y continuación cuando bajé del coche. Estoy seguro de que es una información maravillosamente útil, y de que algún día me servirá de algo, pero de todos modos me sentí muy agradecido cuando salí al calor de la tarde y regresé a mi viejo cubículo.
Donde me quedé casi todo el resto del día, a mi bola. Fui a comer y probé un nuevo lugar no muy alejado especializado en falafels. Por desgracia, también estaba especializado en pelos oscuros que nadaban en una salsa vomitiva, y volví de mi descanso con un estómago muy desdichado. Me dediqué a trabajos de laboratorio rutinarios, archivé algunos papeles y disfruté de la soledad hasta las cuatro, cuando Deborah entró en mi cubículo. Cargaba con una gruesa carpeta y parecía tan disgustada como mi estómago. Acercó una silla con el pie y se dejó caer sobre ella sin hablar. Dejé el expediente que estaba leyendo y le dediqué mi atención.
—Pareces hecha polvo, hermanita —dije.
Asintió y se miró las manos.
—Un día largo —contestó.
—¿Has investigado los demás nombres de la lista del dentista? —pregunté, y ella volvió a asentir, de modo que, como quería ayudarla a ser un poco más hábil en lo tocante a la vida social, añadí—: ¿Con tu compañero, Deke?
Alzó la cabeza con brusquedad y me fulminó con la mirada.
—Ese puto idiota —dijo. Se encogió de hombros y volvió a derrumbarse de nuevo.
—¿Qué ha hecho?
Se encogió de hombros una vez más.
—Nada. No es del todo horrible en el trabajo rutinario. Hace todas las preguntas habituales.
—Entonces, ¿a qué viene esa cara tan larga, Debs?
—Me han arrebatado a mi sospechoso —contestó, y una vez más me quedé sorprendido por la fatigada vulnerabilidad que se insinuaba en su voz—. Acosta sabe algo. Lo sé. Puede que no esté escondiendo a esas chicas, pero sí sabe quién lo está haciendo y no me dejan ir a por él. —Movió un nudillo hacia el pasillo—. Hasta me han puesto de canguro al capullo de Deke para asegurarse de que no hago nada capaz de avergonzar al comisionado.
—Bien, es posible que Bobby Acosta no sea culpable de nada.
Debs me enseñó los dientes. Habría sido una sonrisa de no ser tan desdichada.
—Es culpable como la mierda —dijo, y levantó la carpeta que sostenía—. Tiene un historial que no te lo creerías, incluso sin los datos que eliminaron cuando era menor de edad.
—Unos antecedentes juveniles no le convierten en culpable esta vez.
Deborah se inclinó hacia delante, y por un momento pensé que iba a golpearme con el historial de Bobby Acosta.
—Y una mierda. —Por suerte para mí, abrió el historial en lugar de arrojármelo a la cabeza—. Agresión. Agresión con agravantes. Agresión. Hurto mayor. —Me miró como pidiendo perdón cuando dijo «hurto mayor», y se encogió de hombros antes de bajar los ojos de nuevo hacia el historial—. Fue detenido dos veces porque le pillaron en el lugar de los hechos cuando alguien murió en circunstancias sospechosas, y tendría que haber sido homicidio como mínimo, pero en ambas ocasiones su viejo le sacó del apuro con dinero. —Cerró la carpeta y la golpeó con el dorso de la mano—. Hay mucho más, pero todo acaba igual, con las manos de Bobby manchadas de sangre y su padre pagando la fianza. —Meneó la cabeza—. Es un chico malo, Dexter, un cabronazo. Ha matado, al menos, a dos personas, y a mí no me cabe la menor duda de que sabe dónde están esas chicas. Si es que no las ha matado ya.
Pensé que Debs debía tener razón. No porque un historial de delitos anteriores siempre significara culpa en la actualidad, sino porque había notado un lento y adormilado revuelo de interés por parte del Pasajero, un alzamiento especulativo de cejas mientras Deborah leía el expediente, y el antiguo Dexter habría añadido sin duda el nombre de Bobby Acosta a su pequeño libro negro de posibles compañeros de juego. Pero, por supuesto, Dexter 2.0 no hacía esas cosas. Me limité a asentir.
—Puede que tengas razón.
Deborah alzó la cabeza con brusquedad.
—¿Puede? Tengo razón. Bobby Acosta sabe dónde están esas chicas, y yo no puedo tocarle por culpa de su papaíto.
—Bien —dije, muy consciente de que iba a soltar un tópico, pero incapaz de pensar en algo más valioso—, no puedes luchar contra el ayuntamiento.
Deborah me miró durante un largo momento con rostro inexpresivo.
—Caramba —replicó—. ¿Lo has pensado tú solito?
—Bien, venga, Debs —dije, y admito que estaba un poco malhumorado—. Sabías que esto sucedería, y ha sucedido, así que ¿por qué te molesta?
Exhaló un largo suspiro, enlazó las manos sobre el regazo y las contempló, algo mucho peor que el bramido que yo había esperado.
—No lo sé —manifestó—. Quizá no sea sólo esto. —Volvió las manos y contempló las palmas—. Tal vez sea… No lo sé. Todo.
Si «todo» estaba molestando a mi hermana, era mucho más fácil comprender su cansada desdicha. Ser responsable de todo sería una carga abrumadora. Pero gracias a mi pequeña experiencia con los humanos, he aprendido que, si alguien dice que está agobiado por todo, suele significar un pequeño y muy concreto «algo». Y en el caso de mi hermana, aunque siempre había actuado como si fuera la responsable de todo, pensé que yo estaba en lo cierto. Algún «algo» particular la estaba carcomiendo y obligándola a actuar así. Y al recordar lo que había dicho sobre su novio, Kyle Chutsky, pensé que debía ser eso.
—¿Es Chutsky? —pregunté.
Levantó la cabeza.
—¿Cómo? ¿Crees que me pega? ¿Qué me está poniendo los cuernos?
—No, claro que no —repliqué, y levanté una mano por si decidía pegarme. Sabía que no se atrevería a ponerle los cuernos, y la idea de que alguien intentara pegar a mi hermana era risible—. Es por lo que estabas diciendo el otro día. Ya sabes, lo del tictac, reloj biológico.
Contempló de nuevo sus manos enlazadas sobre el regazo.
—Ajá. Lo dije, ¿verdad? —Sacudió la cabeza poco a poco—. Bien, sigue siendo cierto. Y el jodido de Chutsky… ni siquiera habla de eso.
Miré a mi hermana, y admito que mis sentimientos no hablaron en mi favor, porque mi primera reacción consciente a la confesión de Debs fue: ¡Caramba! ¡Estoy sintiendo empatía con una emoción humana real! Porque el continuado descenso de Deborah a un pozo de autocompasión me estaba afectando, en el nuevo nivel humano abierto por Lily Anne, y descubrí que no era necesario buscar en mi memoria una respuesta a algún antiguo drama diurno. Sentía algo de verdad, lo cual me resultaba muy impresionante.
Así que sin pensarlo dos veces me levanté de la silla y me acerqué a ella. Apoyé una mano sobre su hombro y lo apreté con delicadeza.
—Lo siento, hermanita. ¿Puedo hacer algo por ti?
Y por supuesto, Deborah se puso tensa y apartó mi mano. Se levantó y me miró con algo que estaba a mitad de camino de su bramido normal.
—Para empezar, ya puedes dejar de actuar como el padre Flanagan. Por Dios, Dex. ¿Qué te ha dado?
Y antes de que pudiera pronunciar una sola sílaba de refutación completamente lógica, salió de mi despacho y desapareció pasillo abajo.
—Me alegro de haberte ayudado —dije a su espalda.
Tal vez era demasiado nuevo en lo de tener sentimientos para comprenderlos y actuar en consecuencia. O quizá Debs iba a tardar un poco en acostumbrarse al nuevo y compasivo Dexter. Pero me estaba empezando a parecer cada vez más probable que alguna persona o personas muy malas habían inoculado algo terrible en el abastecimiento de agua de Miami.
Justo cuando me estaba preparando para marchar, la situación se hizo más rara todavía. Mi móvil sonó y lo miré, vi que era Rita y contesté.
—Hola.
—Dexter, hola, soy yo.
—Pues claro —dije para alentarla.
—¿Estás aún en el trabajo?
—Estaba a punto de marcharme.
—Ah, estupendo, porque… O sea, si en lugar de recoger a Cody y Astor… Porque esta tarde no has de hacerlo.
Una veloz traducción mental me dijo que, por algún motivo, no tenía que recoger a los chicos.
—Ah, ¿y por qué no?
—Es que ya se han ido —dijo, y durante un terrible momento, mientras me esforzaba por comprender qué quería decir, pensé que algo horrible les había sucedido.
—¿Qué…? ¿Adónde han ido? —logré tartamudear.
—Ah. Tu hermano fue a recogerlos. Brian. Va a llevarlos a un chino.
Qué maravilloso mundo de experiencias estaba viviendo como ser humano. En este preciso momento, por ejemplo, me quedé sin habla debido al estupor. Experimenté una oleada tras otra de pensamientos y sensaciones que se derramaban sobre mí: cosas como ira, asombro y suspicacia, ideas como preguntarme qué estaba tramando Brian, por qué Rita le había seguido la corriente y qué harían Cody y Astor cuando recordaran que no les gustaba la comida china. Pero por más copiosos y específicos que eran mis pensamientos, no salía nada de mi boca, salvo «uj», y mientras luchaba por emitir sonidos coherentes, Rita dijo:
—Oh. He de dejarte. Lily Anne está llorando. Adiós.
Y colgó.
Estoy seguro de que sólo estuve unos segundos escuchando el sonido de la nada más absoluta, pero se me antojó un tiempo larguísimo. Por fin, me di cuenta de que tenía la garganta seca, puesto que me había quedado boquiabierto, y la mano sudorosa de estrujar el móvil en mi puño. Cerré la boca, guardé el teléfono y volví a casa.
La hora punta se encontraba en pleno apogeo cuando me dirigí hacia el sur desde el trabajo, y aunque parezca extraño, no fui testigo en todo el trayecto de actos de violencia aleatoria, volantazos violentos, agitar de puños o tiroteos. El tráfico avanzaba con la misma lentitud de siempre, pero a nadie parecía importarle. Me pregunté si tendría que haber leído mi horóscopo; tal vez eso explicaría lo que estaba pasando. Bien podía ser que en algún sitio de Miami gente muy sabia (tal vez druidas) estuviera cabeceando y murmurando: «Ah, Júpiter está en una luna retrógrada de Saturno», mientras tomaba una infusión y holgazaneaba calzada con sandalias Birkenstock. O quizá Deborah estaba persiguiendo a un grupo de vampiros, ¿o se llamaría bandada? Tal vez si un número suficiente se afilaba los dientes, una nueva era de armonía se instauraría. Al menos para el doctor Lonoff, el dentista.
Pasé una tranquila velada en casa mirando la tele y sosteniendo a Lily Anne siempre que podía. Dormía mucho, pero se sentía igual de bien si yo la sostenía en ese momento, así que lo hacía. Me daba la impresión de que era una notable demostración de confianza por su parte. Por un lado, confiaba en que abandonaría ese hábito, pues no es muy prudente confiar en los demás. Pero, por otro, me henchía de una sensación de asombro, y fortalecía mi resolución de protegerla de todas las demás bestias de la noche.
Me descubría oliendo con frecuencia el pelo de Lily Anne, un comportamiento excéntrico, lo sé, pero por lo que pude deducir muy coherente con mi nueva personalidad humana. El olor era extraordinario, no se parecía a nada que hubiera olido antes. Era un olor que casi no era nada, y no encajaba en ninguna categoría como «dulce» o «mohoso», aunque contenía elementos de ambos… y más, y ninguno. Pero yo olía y era incapaz de decidir qué olor era, y volvía a olfatear sólo porque me daba la gana, y de repente un nuevo olor ascendía desde la región de los pañales, muy fácil de identificar.
Cambiar un pañal no es tan horrible como parece, y no me importaba hacerlo en absoluto. No estoy insinuando que me decantaría por cambiar a esa profesión, pero al menos en el caso de los pañales de Lily Anne era algo que no me provocaba el menor sufrimiento. En cierta forma, casi era agradable, puesto que le estaba prestando un servicio muy concreto y necesario. Me resultaba muy satisfactorio ver a Rita precipitarse en picado sobre mí como un bombardero, tal vez para asegurarse de que no hervía sin querer a la niña, para después detenerse a contemplar mi serena competencia, y yo experimentaba una oleada de satisfacción cuando terminaba, ella levantaba a la niña del cambiador y se limitaba a decir: «Gracias, Dexter».
Mientras Rita daba de mamar a Lily Anne, volví a la televisión y vi un partido de hockey durante unos minutos. Era decepcionante: en primer lugar, los Panthers ya perdían por tres goles, y en segundo, no había peleas. Al principio, me había atraído el deporte debido a la sincera y loable sed de sangre que demostraban los jugadores. Ahora, sin embargo, se me ocurrió que debía rechazar ese tipo de cosas. El Nuevo Yo, Papi Pañales Dexter, se oponía con firmeza a la violencia, y no podía dar su aprobación a un deporte como el hockey. Tal vez debería cambiar a los bolos. Se me antojaban espantosamente aburridos, pero no había sangre, y eran mucho más emocionantes que el golf.
Antes de tomar alguna decisión, Rita volvió con Lily Anne.
—¿Quieres ayudarla a eructar, Dexter? —dijo con una sonrisa de Madonna, la de los cuadros, no la de los sujetadores excéntricos.
—Nada me podría complacer más —contesté, y aunque parezca raro lo decía en serio. Coloqué una toalla pequeña sobre mi hombro y sostuve a la niña boca abajo. Y una vez más, por algún motivo que no era en absoluto espantoso, incluso cuando Lily Anne emitió sus delicados ruiditos y pequeñas burbujas de leche cayeron sobre la toalla, me descubrí murmurando silenciosas felicitaciones en su homenaje cada vez que eructaba, hasta que al final se quedó dormida y la cambié de posición, apretándola contra mi pecho y acunándola.
Estaba en esta posición cuando Brian llegó con Cody y Astor a eso de las nueve. Técnicamente, esto era llevar las cosas un poco demasiado lejos, puesto que las nueve era la hora de acostarse, y ahora los niños tardarían quince minutos, como mínimo, en irse a la cama. Pero a Rita no pareció importarle, y habría sido grosero por mi parte protestar, pues estaba muy claro que todo el mundo se lo había pasado de maravilla. Hasta Cody insinuaba una sonrisa, y tomé nota de averiguar a qué restaurante chino les había llevado Brian, con el fin de conseguir ese tipo de reacción.
Me encontraba en cierta desventaja, puesto que sostenía a Lily Anne, pero mientras Rita daba prisas a los niños para que se pusieran el pijama y se lavaran los dientes, me levanté para hablar con mi hermano.
—Bien —dije. Brian estaba junto a la puerta con aire de serena satisfacción—, parece que los chicos se lo han pasado estupendamente.
—Oh, ya lo creo —dijo con una espantosa sonrisa falsa—. Dos niños extraordinarios.
—¿Han comido rollos de primavera? —pregunté, y Brian se quedó en blanco un momento.
—Los rollos… Ah, sí, devoraron todo cuanto les puse delante —contestó, con tal ominosa felicidad en la forma de decirlo que me quedé convencido de que no estábamos hablando de comida.
—Brian… —empecé, pero la aparición repentina de Rita me interrumpió.
—Oh, Brian —exclamó, al tiempo que me arrebataba a Lily Anne de los brazos—, no sé qué habrás hecho, pero los niños se lo han pasado de maravilla. Nunca les había visto así.
—Ha sido un placer —contestó, y pequeños carámbanos de hielo se formaron en mi espina dorsal.
—¿Quieres quedarte un rato? —preguntó Rita—. Podría preparar café, o una copa de vino…
—Oh, no —dijo jubiloso—. Muchísimas gracias, querida dama, pero debo marcharme. Lo creas o no, esta noche tengo una cita.
—Oh —dijo Rita, con un rubor culpable—. Espero que no… O sea, con los niños, tal vez habrías… No deberías…
—En absoluto —dijo Brian, como si hubiera escuchado un discurso coherente—. Tengo mucho tiempo. Pero ahora he de despedirme.
—Bien, si estás seguro de que… No sé cómo darte las gracias, porque es…
—¡Mamá! —llamó Astor desde el pasillo.
—Oh, cielos —dijo Rita—. Perdona, pero… Muchísimas gracias, Brian.
Se acercó y le dio un beso en la mejilla.
—El placer ha sido todo mío —repitió Brian, y Rita sonrió y corrió hacia Cody y Astor.
Mi hermano y yo nos miramos un momento, y si bien quería decirle muchas cosas, no sabía muy bien qué.
—Brian —repetí, pero me interrumpí, y él me dedicó aquella terrible sonrisa falsa de complicidad.
—Lo sé —dijo—, pero la verdad es que tengo una cita. —Se volvió y abrió la puerta, y después me miró—. Unos niños extraordinarios. Buenas noches, hermano.
Y desapareció en la noche, y yo me quedé con apenas un arrebol de su espantosa sonrisa y una sensación muy inquietante de que algo iba fatal.