12

La consulta del doctor Lonoff se hallaba en el primer piso de un edificio de dos plantas relativamente antiguo, situado en una calle lateral a dos manzanas de Lincoln Road Mall. El edificio era uno de tantos semi art déco que habían infestado South Beach en otro tiempo, y lo habían restaurado y pintado de un verde lima muy claro. Deborah y yo dejamos atrás una escultura que parecía una lección de geometría practicando el sexo en el cubo de basura de una ferretería, y fuimos directamente a la parte de atrás, donde una puerta anunciaba: DR. J. LONOFF, CIRUJANO DENTISTA: ODONTOLOGÍA ESTÉTICA.

—Creo que es aquí —dije, intentando imitar a David Caruso.

Deborah me dirigió una veloz y desabrida mirada, y abrió la puerta.

El recepcionista era un negro muy delgado con la cabeza rapada y docenas de piercings en las orejas, cejas y nariz. Llevaba una bata color frambuesa y un collar de oro. Un letrero sobre su escritorio rezaba: LLOYD. Alzó la vista cuando entramos y nos dedicó una sonrisa resplandeciente.

—¡Hola! ¿En qué puedo ayudarles?

Lo dijo de una forma que sonaba como ¡La fiesta va empezar!

Deborah mostró su placa.

—Soy la sargento Morgan, policía de Miami-Dade. He de ver al doctor Lonoff.

La sonrisa de Lloyd se ensanchó todavía más.

—En este momento está atendiendo a un paciente. ¿Puede esperar un par de minutos?

—No —contestó Deborah—. He de verle ahora.

Lloyd pareció perder algo de su seguridad, pero no dejó de sonreír. Tenía los dientes muy grandes, muy blancos y de forma perfecta. Si el doctor Lonoff se había ocupado de los dientes de Lloyd, era un buen profesional.

—¿Puede decirme de qué asunto se trata? —preguntó.

—De volver con una orden judicial para echar un vistazo a su registro de medicamentos si no está aquí en treinta segundos.

Lloyd se humedeció los labios, vaciló dos segundos y se puso en pie.

—Le diré que están aquí —dijo, y desapareció detrás de una pared curva y en la parte posterior de la consulta.

El doctor Lonoff llegó dos segundos antes del plazo concedido. Apareció bufando tras la pared curva, mientras se secaba las manos con una toalla de papel, al parecer irritado.

—¿Quién es usted? ¿Qué dice de mi registro de medicamentos?

Deborah se limitó a mirarle cuando se detuvo ante ella. Parecía joven para ser dentista, tal vez unos treinta años, y con sinceridad parecía también en demasiada buena forma, como si hubiera estado levantando pesas en lugar de rellenando cavidades.

Deborah debió pensar lo mismo. Le repasó de pies a cabeza.

—¿Es usted el doctor Lonoff?

—Sí —contestó el hombre, todavía malhumorado—. ¿Quién es usted?

Una vez más, Deborah levantó la placa.

—Sargento Morgan, policía de Miami-Dade. He de interrogarle acerca de uno de sus pacientes.

—Lo que ha de hacer usted es dejar de jugar a soldaditos y explicarme qué sucede —replicó el hombre con enorme autoridad médica—. Tengo un paciente en la silla.

Vi que la mandíbula de Deborah se tensaba, y como la conocía tan bien me preparé para uno o dos asaltos de palabras fuertes. Ella se negaría a contarle nada, puesto que era un asunto de la policía, y él se negaría a dejarle ver sus historiales, porque los historiales médicos eran confidenciales, y seguiría un tira y afloja interminable hasta que acabaran de jugar todas sus cartas, y entretanto yo tendría que mirar y preguntarme por qué no podía interrumpir la perorata para irnos a comer.

Estaba a punto de buscar una silla y aovillarme con un ejemplar de Golf Digest para esperar, cuando Deborah me sorprendió. Respiró hondo y dijo:

—Doctor, han desaparecido dos chicas jóvenes, y la única pista que tengo es un tipo con los dientes afilados para parecer un vampiro. —Respiró hondo de nuevo y sostuvo su mirada—. Necesito ayuda.

Si el cielo se hubiera evaporado y dejado al descubierto un coro de ángeles que cantaban «Achy Breaky Heart», no habría podido sorprenderme más. Porque el hecho de que Deborah se sincerara y pareciera vulnerable era algo completamente inédito, y me pregunté si debería solicitar terapia de un profesional. Dio la impresión de que el doctor Lonoff opinaba lo mismo. La miró parpadeando durante varios largos segundos y después miró a Lloyd.

—No debería hacerlo —dijo, aparentando todavía menos de sus treinta años de edad—. Los historiales son confidenciales.

—Lo sé —replicó Deborah.

—¿Vampiro? —El doctor Lonoff abrió la boca y señaló—. ¿Los caninos?

—Exacto —precisó Deborah—. Como colmillos.

—Es una corona especial —dijo risueño Lonoff—. Se las encargo a un tipo de México, un verdadero artista. Después se lleva a cabo el procedimiento habitual, y el resultado es impresionante, debo reconocerlo.

—¿Se lo ha pedido mucha gente? —preguntó Deborah, algo sorprendida.

El dentista negó con la cabeza.

—Unas dos docenas.

—Un chico joven. No tendrá más de veinte años.

El doctor Lonoff se humedeció los labios y pensó.

—Serán unos tres o cuatro —dijo.

—Se hace llamar Vlad.

Lonoff sonrió y sacudió la cabeza.

—No conozco a ningún Vlad, pero no me sorprendería que se hiciera llamar así. Es un nombre popular entre los de esa tribu.

—¿Hay una tribu? —se me escapó. La idea de un número elevado de vampiros en Miami, ya fueran reales o falsos, era alarmante…, aunque sólo fuera por motivos estéticos. Quiero decir, toda esa ropa negra: muy propia de Nueva York, el año pasado.

—Sí —contestó Lonoff—. Hay bastantes. No todos quieren hacerse colmillos —añadió con pesar, y después se encogió de hombros—. Aun así, tienen sus clubes, sus fiestas y todo eso. Todo un mundillo.

—Sólo he de encontrar a uno de ésos —señaló Deborah, con una pizca de su antigua impaciencia.

Lonoff la miró, asintió y flexionó de forma inconsciente los músculos del cuello. El cuello de la camisa no reventó por poco. Puso morritos, y de repente tomó una decisión.

—Lloyd, ayúdales a encontrar a ese paciente en los registros de facturas.

—Entendido, doctor.

Lonoff extendió la mano a Deborah.

—Buena suerte, ¿sargento?

—Exacto —dijo Deborah, al tiempo que le estrechaba la mano.

El doctor Lonoff la retuvo demasiado, y justo cuando pensaba que Debs retiraría la mano, el hombre sonrió.

—¿Sabe? Podría arreglarle esa maloclusión —añadió.

—Gracias —dijo Deborah, y liberó su mano—. Me gusta así.

—Ajá. Bien, pues… —Apoyó una mano sobre el hombro de Lloyd—. Échales una mano. Tengo un paciente esperando.

Y con una última mirada anhelante a la maloclusión de Deborah, dio media vuelta y desapareció en la habitación de atrás.

—Vengan aquí —propuso Lloyd—. Lo tengo en el ordenador.

Señaló el escritorio ante el que estaba sentado cuando llegamos, y le seguimos.

—Voy a necesitar algunos parámetros —dijo. Deborah parpadeó y me miró, como si fuera una palabra de un idioma extranjero, lo cual supongo que era, puesto que ella no sabía hablar informática. Una vez más, me lancé al vacío y la salvé.

—Menor de veinticuatro años —dije—. Varón. Caninos afilados.

—Guay —comentó Lloyd, y aporreó el teclado unos momentos. Deborah le miraba impaciente. Un acuario de agua salada grande descansaba sobre una base en la esquina, al lado de un revistero. A mí me pareció un poco abarrotado, pero tal vez a los peces les gustaba así.

—Lo tengo —dijo Lloyd, y me volví a tiempo de ver que una hoja de papel salía zumbando de la impresora. El recepcionista la cogió y se la ofreció a Debs, quien se apoderó de ella y la miró echando chispas por los ojos.

—Sólo hay cuatro nombres —dijo Lloyd con una pizca del mismo pesar que había manifestado antes el doctor Lonoff, y yo me pregunté si se llevaba una comisión por los colmillos.

—Mierda —vociferó Deborah, sin apartar la vista de la lista.

—¿Por qué mierda? ¿Querías más nombres?

Golpeó el papel con un dedo.

—El primer nombre. ¿Te suena el apellido Acosta?

Asentí.

—Significa problemas —dije. Joe Acosta era una figura prominente en el gobierno municipal, una especie de comisionado de la vieja escuela que aún ejercía el tipo de influencia típica del Chicago de cincuenta años antes. Si Vlad era su hijo, quizá se nos iba a venir encima una tormenta fecal—. ¿Se tratará de otro Acosta? —pregunté esperanzado.

Deborah negó con la cabeza.

—La misma dirección. Mierda.

—Tal vez no sea él —contribuyó Lloyd, y Debs le miró un solo segundo, pero la sonrisa se borró de su cara como si le hubiera dado una patada en las pelotas.

—Vamos —me ordenó, y dio media vuelta en dirección a la puerta.

—Gracias por su ayuda —le dije a Lloyd, pero el hombre se limitó a asentir, una vez, como si Debs le hubiera robado toda la alegría de la vida.

Deborah ya estaba en el coche con el motor en marcha cuando la alcancé.

—Vamos —gritó por la ventanilla—. Sube.

Me senté a su lado y ya había puesto el coche en marcha antes de que la puerta se cerrara.

—Ya sabes —insinué, mientras me ponía el cinturón de seguridad—, podríamos dejar a Acosta para el final. Podría ser cualquiera de los otros.

—Tyler Spanos va a Ransom Everglades. De modo que se codea con la élite. Los putos Acosta son la élite. Es él.

Era difícil oponerse a su lógica, de modo que no dije nada. Me acomodé y dejé que condujera a excesiva velocidad entre el tráfico de media mañana.

Atravesamos el MacArthur Causeway y dejamos que nos condujera por la 836 hasta LeJeune, donde giramos a la izquierda por Coral Gables. La casa de Acosta se hallaba en la parte de Gables que sería una comunidad vallada de haberse construido hoy. Las casas eran grandes, y muchas, como la de Acosta, estaban construidas al estilo español con grandes bloques de roca de coral. El césped parecía de campo de golf, y había un garaje en un edificio de dos pisos a un lado, comunicado con la casa mediante un corredor.

Deborah aparcó delante de la casa e hizo una pausa antes de apagar el motor. Vi que respiraba hondo, y me pregunté si todavía era víctima de aquella extraña fusión molecular que, últimamente, lograba que pareciera ablandada y emocional.

—¿Estás segura de que quieres hacer esto? —le pregunté. Me miró, y no parecía la temible y concentrada Deborah que yo conocía tan bien—. Quiero decir, Acosta podría amargarte la vida. Es un pez gordo.

Volvió a la realidad como si la hubiera abofeteado, y vi el espectáculo familiar de su mandíbula en funcionamiento.

—Me da igual que sea Jesucristo —rugió, y me gustó presenciar el retorno de la vieja ponzoña.

Bajó del coche y empezó a subir por la acera hasta la puerta principal. Bajé y la seguí, y la alcancé en el instante que estaba apretando el botón del timbre. No hubo respuesta, y se removió impaciente. Justo cuando levantaba la mano para llamar por segunda vez, la puerta se abrió y una mujer menuda y rechoncha, con uniforme de criada, nos miró.

—¿Sí? —dijo con marcado acento centroamericano.

—¿Vive aquí Robert Acosta? —preguntó Deborah.

La criada se humedeció los labios, y sus ojos se movieron de un lado a otro por un momento. Después se estremeció y sacudió la cabeza.

—¿Para qué quieren a Bobby?

Deborah mostró la placa y la criada respiró hondo de manera audible.

—He de hacerle algunas preguntas —dijo Debs—. ¿Está en casa?

La criada tragó saliva, pero no dijo nada.

—He de hablar con él —insistió Debs—. Es muy importante.

La mujer volvió a tragar saliva y desvió la vista. Deborah se volvió y siguió la dirección de su mirada.

—¿El garaje? ¿Está en el garaje?

Por fin, la criada asintió.

El garaje[2] —dijo, en voz baja y muy deprisa, como si tuviera miedo de que la oyeran—. Bobby vive en el piso segundo.

Deborah me miró.

—En el garaje. Vive en el segundo piso —traduje. Por algún motivo, pese a haber nacido y crecido en Miami, Debs había decidido estudiar francés en el colegio.

—¿Está ahí ahora? —preguntó Deborah a la criada.

La mujer asintió.

Creo que sí —contestó. Se humedeció los labios de nuevo y, después, con una especie de sacudida espasmódica, cerró la puerta sin hacer ruido.

Deborah contempló la puerta cerrada un momento, y después meneó la cabeza.

—¿De qué está tan asustada? —preguntó.

—¿Deportación?

Debs resopló.

—Joe Acosta no contrataría a una ilegal. Sobre todo cuando puede conseguir un permiso de residencia para quien le dé la gana.

—Quizá tenga miedo de perder su empleo.

Deborah se volvió y miró hacia el garaje.

—Ajá —dijo—. Y quizá tenga miedo de Bobby Acosta.

—Bien —empecé, pero ella ya se había puesto en marcha y doblado la esquina de la casa antes de que yo pudiera continuar hablando. La alcancé cuando llegó al camino de entrada—. Va a decirle a Bobby que estamos aquí.

Deborah se encogió de hombros.

—Es su trabajo. —Se detuvo delante de la puerta del garaje—. Tiene que haber otra puerta, y quizás una escalera.

—¿En un lado? —pregunté. Me había alejado dos pasos hacia el izquierdo cuando oí un estruendo, y después la puerta del garaje empezó a subir. Me di la vuelta y miré. Oí un ronroneo apagado procedente del interior, que aumentó de intensidad cuando la puerta se abrió más, y cuando estuvo lo bastante alzada para ver dentro del garaje, comprobé que el sonido procedía de una moto. Un tipo delgado de unos veinte años estaba sentado sobre el vehículo, mirándonos.

—¿Robert Acosta? —preguntó mi hermana. Avanzó un paso y se dispuso a enseñarle la placa.

—Putos polis —masculló el joven. Aceleró la moto y la apuntó deliberadamente hacia Deborah. La moto saltó hacia delante, directa hacia mi hermana, quien logró apenas esquivarla. Después Acosta salió a la calle y se perdió en la distancia, y cuando Deborah volvió a ponerse en pie, ya había desaparecido.