Fue una noche inquieta para mí, con ratos de sueño separados por profundas ciénagas de insomnio. Me sentía atacado por algo que sólo podía definir como un miedo anónimo, una cosa terrible que me acechaba, azuzada por un malestar mudo del Pasajero, que por una vez parecía de lo más inseguro, tan desconcertado como yo. Tal vez habría debido encerrar a la bestia en su jaula y conciliar el sueño durante unas horas de dichosa inconsciencia, pero también estaba Lily Anne.
La querida, dulce, preciosa e irremplazable Lily Anne, el corazón y el alma del nuevo y humano Dexter, resultó poseer otro asombroso talento que superaba en mucho a sus evidentes encantos. Por lo visto, era la propietaria de un potente par de pulmones, y estaba decidida a compartir este don con todos nosotros, cada veinte minutos durante toda la noche. Y por algún capricho de naturaleza maligna, cada vez que lograba sumirme en un breve interludio de sueño real, coincidía con uno de los ataques de llanto de Lily Anne.
El ruido no parecía molestar en absoluto a Rita, lo cual no aumentó mi aprecio por ella. Cada vez que el bebé lloraba, decía: «Tráemela, Dexter», al parecer sin despertarse, y después las dos se ponían a dormir hasta que Rita, de nuevo sin abrir los ojos, decía: «Llévela a la cuna, por favor». Y yo me tambaleaba hasta la cuna, depositaba a Lily Anne y la tapaba con cuidado, y le rogaba en silencio que por favor, por favor, durmiera al menos una hora.
Pero cuando volvía a la cama, el sueño me eludía, incluso en el oscuro y provisional silencio. Por más que desprecio el tópico, la verdad es que di vueltas y más vueltas, sin encontrar el menor consuelo. Y en los escasos momentos reales de sueño que me asaltaban, soñaba por algún motivo, y no eran sueños dichosos. Por norma, nunca sueño. Creo que el acto tal vez esté relacionado con tener alma, y como estoy muy seguro de que yo no tengo, casi siempre que me pongo a dormir es como si tuviera el cerebro muerto, sin que el inconsciente me moleste.
Pero en las sudorosas profundidades de aquella noche, Dexter soñaba. Las imágenes eran tan retorcidas como las sábanas: Lily Anne sostenía un cuchillo en su puñito, Brian se derrumbaba en un charco de sangre mientras Rita daba de mamar a Dexter, Cody y Astor nadaban en aquel mismo charco rojo espantoso. Como suele suceder con esas tonterías, nada poseía verdadero significado, pero de todos modos logró que me sintiera muy incómodo en el último cajón de mi armario interior, y cuando por fin me levanté tambaleante de la cama por la mañana, no me sentía nada descansado.
Llegué hasta la cocina sin ayuda, y Rita depositó una taza de café delante de mí, sin el cuidado que había demostrado cuando preparó la taza de Brian. Y mientras este pensamiento indigno cruzaba mi cerebro, ella recogió el testigo, como si hubiera leído mi mente.
—Brian parece un chico estupendo —dijo.
—Sí —contesté, mientras pensaba que «parecer» está muy lejos de «ser».
—A los niños les cae muy bien —continuó Rita, lo cual aumentó mi sensación indefinida de incomodidad, que mi conciencia parcial previa al café no había conseguido disipar.
—Sí, mmm… —Tomé un buen sorbo y rogué en silencio para que el café obrara su magia enseguida y enchufara de nuevo mi cerebro—. De hecho, nunca se ha relacionado con niños y…
—Bien, esto será positivo para todos —dijo alegre Rita—. ¿Se ha casado alguna vez?
—No creo.
—¿No lo sabes? —preguntó con brusquedad Rita—. Por favor, la verdad, Dexter… Es tu hermano.
Tal vez fue un estallido de mis nuevos sentimientos humanos, pero la irritación se abrió paso por fin entre mi niebla matutina.
—Rita —refunfuñé en tono malhumorado—, ya sé que es mi hermano. No hace falta que lo sigas repitiendo.
—Tendrías que haber dicho algo.
—Pero no lo hice —repliqué en buena lógica, aunque todavía irritado—. Así que corta el rollo, por favor.
Dio la impresión de que todavía le quedaban muchas cosas por decir acerca del tema, pero fue prudente y se mordió la lengua. No obstante, no frió lo suficiente mis huevos, de modo que fue con una sensación de auténtico alivio que cogí por fin a Cody y Astor y salí huyendo por la puerta. Y por supuesto, como la vida es un asunto desagradable, ellos se pusieron a cantar la misma canción que su madre.
—Dexter, ¿por qué no nos hablaste nunca de tío Brian? —preguntó Astor cuando puse en marcha el coche.
—Creía que había muerto —contesté, en un tono que, supuse, proclamaba mi deseo de dar por zanjado el tema.
—Pero no tenemos más tíos. Todo el mundo tiene tíos, y nosotros no. Melissa tiene cinco tíos.
—Melissa parece un individuo fascinante —dije, mientras daba un volantazo para esquivar a un todoterreno que se había parado en mitad de la carretera por oscuros motivos.
—Así que nos gusta tener un tío. Y nos gusta el tío Brian.
—Es guay —añadió Cody en voz baja.
Por supuesto, era estupendo saber que mi hermano les gustaba, y eso tendría que haberme hecho feliz, pero no fue así. Tan sólo aumentó la desagradable tensión que se había apoderado de mí desde su aparición. Brian estaba tramando algo (lo sabía tan bien como sabía mi nombre), y hasta descubrir qué era me sentiría atrapado en mi sensación de miedo al acecho. No se había disipado cuando dejé a los niños en el colegio y me fui a trabajar.
Por una vez no habían descubierto cadáveres decapitados en las calles de Miami que asustaban a los turistas, y como para subrayar este gran misterio, Vince Masuoka había traído donuts. Teniendo en cuenta la agresión a que me estaba sometiendo mi vida doméstica, me sentí muy agradecido, y creí pertinente requerir un refuerzo positivo.
—Ave, donut, bienvenido —dije a Vince, mientras se tambaleaba bajo el peso de la caja de pastas.
—Ave, Dextero Máximo. Traigo un tributo de los galos.
—¿Donuts franceses? No pondrán perejil, ¿verdad?
Abrió la tapa y reveló hileras de donuts relucientes.
—No llevan perejil ni están rellenos de caracoles. Pero sí incluyen crema bávara.
—Pediré al Senado que declare un triunfo en tu honor —dije, y me apoderé al instante de uno. En un mundo construido sobre los principios del amor, la sabiduría y la compasión, esto habría marcado el final del curso tan incómodo que estaba siguiendo mi mañana. Pero por supuesto no vivimos en tal dichoso mundo, de forma que apenas se había aposentado en mi estómago el donut cuando el teléfono de mi escritorio empezó a exigir mi atención, y de alguna manera, por su forma de sonar, supe que era Deborah.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó sin decir hola.
—Digerir un donut.
—Sube a mi despacho —dijo, y colgó.
Es muy difícil discutir con alguien que ya ha cortado la comunicación, como estoy seguro de que Deborah sabía, de modo que en lugar de llevar a cabo el enorme esfuerzo físico de volver a marcar el número, me encaminé hacia el área de homicidios y el despacho de Deborah. Para ser preciso, no se trataba de un despacho, sino más bien de una zona delimitada por tabiques. De todos modos, no parecía de humor para nimiedades, de modo que lo dejé correr.
Deborah estaba sentada en la silla del escritorio, aferrando lo que parecía un informe oficial. Su nuevo compañero, Deke, estaba junto a la ventana con una expresión distante y algo risueña en su hermoso rostro.
—Mira esto —dijo Deborah, mientras golpeaba el papel con el dorso de la mano—. ¿Te crees esta mierda?
—No. Porque estoy muy lejos y no puedo leer esa mierda.
—El señor Hoyuelo en la Barbilla fue a interrogar a la familia Spanos —dijo Debs, señalando a Deke.
—Ah, hola —dijo él.
—Y me encontró un sospechoso.
—Persona de interés para la investigación —dijo muy serio Deke en tono oficial—. En realidad, no es un sospechoso.
—Es la única pista de que disponemos, y tú te quedas sentado sobre ella toda la noche —rugió Debs—. He de leer el maldito informe a las nueve y media de la puta mañana del día siguiente.
—Tuve que mecanografiarlo —dijo el joven con expresión algo ofendida.
—Con dos adolescentes desaparecidas, el capitán sobre mi culo y la prensa a punto de explotar como Three Mile Island, lo mecanografías y no me avisas antes.
—Bueno, oye, lo siento —dijo Deke con un encogimiento de hombros.
Deborah rechinó los dientes. O sea, va en serio. Es algo que sólo conocía de haberlo leído, sobre todo en relatos de fantasía, y jamás creí que pudiera suceder en la vida real, pero estaba ocurriendo. Miré fascinado mientras ella rechinaba los dientes, empezaba a decir algo muy contundente y luego arrojaba el informe sobre el escritorio.
—Ve a buscar café, Deke —dijo por fin.
Él se incorporó y chasqueó la lengua cuando la señaló con el dedo.
—Crema y dos terrones —dijo, y se alejó hacia la cafetera del final del pasillo.
—Pensaba que te gustaba el café solo —dije cuando Deke desapareció.
Deborah se levantó.
—Si ésa es su última cagada, seré la chica más feliz del mundo. Vámonos.
Ya estaba avanzando por el pasillo en dirección contraria a Deke, de modo que, una vez más, cualquier protesta que yo hubiera manifestado habría sido irrelevante. Suspiré y la seguí, mientras me preguntaba si tal vez Deborah había aprendido este tipo de comportamiento en un libro titulado El estilo de gestión de las máquinas excavadoras.
La alcancé en el ascensor.
—Supongo que sería demasiado preguntar adónde vamos —inquirí.
—Tiffany Spanos —replicó, al tiempo que aplastaba por segunda vez el botón de «bajar», y después una tercera—. La hermana mayor de Tyler.
Tardé un momento, pero recordé cuando se abrieron las puertas del ascensor.
—Tyler Spanos —dije mientras entrábamos—. La muchacha que desapareció junto con… Samantha Aldovar.
—Sí. —Las puertas se cerraron y bajamos—. Mongolo habló con Tiffany Spanos acerca de su hermana. —Supuse que con «Mongolo» se refería a Deke, de modo que me limité a asentir—. Tiffany dice que Tyler había estado metida una temporada en la mierda gótica, y después va y en una fiesta conoce a ese tipo, que por supuesto era gótico elevado al cuadrado.
Supongo que llevo una vida muy inocente, pero yo pensaba que «gótico» era una especie de moda afirmativa entre adolescentes con acné y una forma de angustia particularmente repulsiva. Por lo que yo sabía, el rollo consistía en cultivar un aspecto a base de ropas negras y piel muy pálida, y tal vez escuchar música tecno europea mientras mirabas con ansia un DVD de Crepúsculo. Me parecía muy difícil concebirlo como algo elevado al cuadrado. Pero la imaginación de Deborah no conocía limitaciones.
—¿Puedo preguntar qué significa «gótico elevado al cuadrado»? —inquirí con humildad.
Ella me fulminó con la mirada.
—El tipo es un vampiro.
—Vaya —repliqué, y admito que estaba sorprendido—. ¿En esta época? ¿En Miami?
—Sí —contestó. Las puertas del ascensor se abrieron—. Hasta se había afilado los dientes —añadió mientras atravesaba la puerta.
Corrí tras ella de nuevo.
—¿Vamos a ver a este tipo? ¿Cómo se llama?
—Vlad. Un nombre pegadizo, ¿eh?
—¿Vlad qué?
—No lo sé.
—Pero ¿sabes dónde vive? —pregunté esperanzado.
—Le encontraremos —dijo, mientras se lanzaba hacia la salida y yo decidía que ya tenía bastante. La agarré del brazo y ella me miró echando chispas.
—Deborah, ¿qué coño estamos haciendo?
—Un minuto más con ese saco de músculos descerebrado y pierdo los estribos. He de largarme de aquí.
Intentó soltarse, pero yo la retuve.
—Tengo tantas ganas como cualquiera de huir aterrorizado de tu compañero, pero vamos en busca de alguien y no sabemos cómo se llama, ni dónde puede estar. Así que ¿dónde vamos?
Intentó de nuevo liberarse de mi presa, y esta vez tuvo éxito.
—Cibercafé —dijo—. No soy estúpida.
Por lo visto yo sí, porque una vez más me presté a seguirla mientras salía en tromba al aparcamiento.
—Tú invitas al café —dije en tono vacilante mientras corría tras ella.
Había un cibercafé a sólo diez manzanas de distancia, de modo que al cabo de un momento estaba sentado ante un teclado con una taza de café y una impaciente Deborah removiéndose a mi lado. Mi hermana es una excelente tiradora, y sin duda posee otros rasgos de carácter excelentísimos, pero ponerla delante de un ordenador es como pedir a un asno que baile la polca, de modo que dejó en mis manos todo lo tocante a Google.
—Muy bien —propuse—. Puedo buscar el nombre «Vlad», pero…
—Odontología estética —dijo ella con brusquedad—. No seas gilipollas.
Asentí. Sabia decisión, pero al fin y al cabo ella era la investigadora avezada. Al cabo de pocos minutos, tenía una lista de docenas de dentistas en la zona de Miami, todos los cuales practicaban la odontología estética.
—¿La imprimo?
Debs contempló la larga lista y se mordisqueó el labio con tanta fuerza que pensé que pronto iba a necesitar un dentista.
—No —dijo, y sacó el móvil—. Tengo una idea.
Debía de ser una idea muy secreta, porque no me la contó, pero llamó a un número que tenía en su agenda y al cabo de unos segundos la oí decir:
—Soy Morgan. Dame el teléfono de ese dentista forense.
Escribió en el aire, indicando que quería un bolígrafo, encontré uno al lado del teclado y se lo pasé, junto con un trozo de papel arrugado rescatado de la papelera cercana.
—Sí —dijo—. Doctor Guttman, ése es el tipo. Ajá.
Anotó el número y cortó la comunicación.
Tecleó de inmediato el número que había anotado, y al cabo de un momento de hablar con una recepcionista, y después, a juzgar por la forma en que empezó a mover el pie, de escuchar música para ascensores, Guttman se puso al aparato.
—Doctor Guttman, soy la sargento Morgan. Necesito el nombre de un dentista local que tal vez afile dientes para que parezcan de vampiro. —Guttman dijo algo y Deborah manifestó sorpresa. Cogió el bolígrafo y escribió—. Ajá. Ya lo tengo, gracias. —Cerró el teléfono—. Dice que sólo hay en la ciudad un dentista lo bastante estúpido para hacer eso. El doctor Lonoff, en South Beach.
Lo encontré enseguida en la página de dentistas que había buscado en el ordenador.
—Justo al lado de Lincoln Road.
Deborah ya había saltado de la silla y avanzaba hacia la puerta.
—Vamos —dijo, y una vez más el Sumiso Dexter se puso en pie y la siguió.