Unos minutos después había servido el café en las tazas, que había depositado sobre una bandeja, con un azucarero y dos cucharas. La cargué con sumo cuidado hasta la puerta que daba a la sala de estar y me paré en seco. La imagen que vi era de arrobo doméstico, encantadora en cada aspecto…, salvo por el hecho de que no me incluía. Mi hermano se había acomodado en el sofá con Rita, como si siempre hubiera vivido en casa. Cody y Astor se encontraban a pocos pasos de distancia y le miraban fascinados, y yo me quedé petrificado en la puerta de la cocina y contemplé el retablo con una creciente sensación de incomodidad. Al ver a Brian en mi sofá, con Rita inclinada hacia él mientras hablaba, y a Cody y Astor mirando, todo se me antojó de lo más surrealista. Las imágenes no acababan de combinarse bien, pero eran muy inquietantes, como si entraras en una catedral para asistir a una misa concelebrada y encontraras a gente copulando en el altar.
Brian, por supuesto, parecía de lo más relajado. Supongo que es una de las grandes ventajas de ser incapaz de sentir nada. Parecía tan a gusto en mi sofá como si hubiera crecido en él. Y sólo para subrayar el hecho de que, por lo visto, era su casa más que la mía, me vio al acecho con el café y señaló con un ademán la silla contigua al sofá.
—Siéntate, hermano —dijo—. Como si estuvieras en tu casa.
Rita se enderezó al instante, y Cody y Astor volvieron la cabeza hacia mí cuando me acerqué con el café.
—¡Oh! —exclamó Rita, y a mí me sonó un poco culpable—. Has olvidado la crema, Dexter.
Y antes de que alguien pudiera hablar, ya había desaparecido en la cocina.
—No paras de llamarle «hermano» —le dijo Astor a Brian—. ¿Por qué no utilizas su nombre?
Brian parpadeó, y experimenté una sensación de complicidad. No era sólo yo: A Astor también se le atragantaba su presencia pues le hacía sentirse incómoda.
—No sé —reconoció—. Supongo que porque la relación es como una sorpresa para los dos.
Cody y Astor volvieron la cabeza hacia mí al unísono.
—Sí —dije, y era muy cierto—. Una completa sorpresa.
—¿Por qué? —preguntó Astor—. Mucha gente tiene hermanos.
No tenía ni idea de cómo explicarlo, y me demoré dejando la bandeja y hundiéndome en la silla. Una vez más, fue Brian y no yo quien interrumpió el silencio.
—Mucha gente tiene familia también —replicó—. Como vosotros dos. Pero hermano… Dexter y yo no la tuvimos. Fuimos… abandonados. En circunstancias muy desagradables. —Exhibió una vez más la sonrisa deslumbrante, y estoy muy seguro de que, esta vez, sólo imaginé que destellaba una chispa detrás—. Sobre todo yo.
—¿Qué significa eso? —quiso saber Astor.
—Yo era huérfano —explicó Brian—. Un niño adoptado. Crecí en un montón de casas diferentes, con gente a la que no caía bien y no me quería, pero a quien pagaban para cuidar de mí.
—Dexter tuvo un hogar —dijo Astor.
Brian asintió.
—Sí. Y ahora tiene otro.
Sentí garras frías en la espalda, y no supe por qué. Las palabras de Brian no contenían ninguna amenaza, pero aun así…
—Los dos tenéis que daros cuenta de la suerte que habéis tenido —continuó Brian—. Tener un hogar, e incluso alguien que te comprenda. —Me miró y sonrió de nuevo—. Y ahora, dos alguienes.
Y me dedicó un guiño horrorosamente falso.
—¿Significa eso que seguiremos viéndonos? —preguntó Astor.
La sonrisa de Brian se ensanchó un poco.
—Podría ser. ¿Qué otra cosa significa la familia para ti?
Las palabras de Brian me impulsaron a entrar en acción, y me incliné hacia él como si alguien me hubiera aplicado un hierro al rojo en la espalda.
—¿Estás seguro? —pregunté, y noté que las palabras se convertían en grumos fríos y toscos en mi boca. No obstante, continué tartamudeando—. O sea, ya sabes, mmm…, es maravilloso verte y todo eso, pero… existe cierto peligro.
—¿Qué peligro? —preguntó Astor.
—Puedo ser muy cauteloso —me dijo Brian—, como ambos sabemos.
—Es que Deborah podría dejarse caer por aquí —comenté.
—Hace dos semanas que no viene —replicó Brian, al tiempo que enarcaba una ceja burlona—. ¿Verdad?
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Astor—. ¿Qué más da que tía Deborah venga?
Fue muy interesante oír lo de las «dos semanas», y así averiguar desde cuándo nos estaba vigilando Brian, y ambos hicimos caso omiso de la interrupción de Astor porque estaba claro que era muy importante. Si Deborah veía a Brian aquí, ambos nos veríamos metidos en un lío de incalculables consecuencias. Pero lo que él decía era cierto: Deborah no venía a vernos con mucha frecuencia. No había pensado en el motivo, pero tal vez a la luz de su reciente confesión acerca de que yo había tenido familia antes que ella, pensé que quizá le resultaba doloroso en algún sentido.
Por suerte para mí, me ahorraron otra lección sobre dinámica familiar cuando Rita volvió con una pequeña jarra de leche, y hasta un plato con galletitas.
—Tened —dijo, mientras depositaba su óbolo y lo disponía todo de una forma más perfecta todavía. Al fin y al cabo, era Rita la Poderosa, absoluta Soberana de los Asuntos Domésticos y la Cocina de Todas las Cosas—. Nos quedaba un poco de esa mezcla jamaicana que te gustó tanto, Dexter. ¿La has utilizado? —Asentí sin decir palabra, mientras ella movía las cosas sobre la mesita auxiliar—. Porque al fin y al cabo, si a ti te gustó tanto, quizás a tu hermano también le guste.
Y dotó a la palabra «hermano» de tanto peso, que me quedé convencido de que volvería a insistir en el tema.
—Huele de maravilla —dijo Brian—. Ya me siento más entonado.
Las palabras de Brian eran tan palpablemente falsas que estaba seguro de que Rita se volvería hacia él con una ceja enarcada y un labio fruncido. En cambio, se ruborizó un poco cuando se arrellanó en el sofá y empujó una taza hacia él.
—¿Tomas leche y azúcar? —le preguntó.
—Oh, no —replicó mi hermano, y me sonrió—. Me gusta muy negro.
Rita giró el asa de la taza hacia él y dejó al lado una servilleta pequeña.
—A Dexter le gusta con un poco de azúcar —explicó.
—Querida dama —se relamió Brian—, yo diría que inventó esa manera de tomar café.
Ignoro qué terribles sufrimientos habían transformado a Brian en la Fuente de la Falsedad que ahora veía sentada en mi sofá, pero sólo puedo considerar muy positivo que fuera incapaz de sentir vergüenza. Siempre me he enorgullecido de ser tranquilo y plausible. Estaba claro que no era su caso. Sus cumplidos eran burdos, obvios y claramente falsos. Y a medida que la velada avanzaba (por mediación de más café, después una pizza, porque por supuesto mi hermano tuvo que quedarse a cenar), fue abundando en ellos más y más. Yo esperaba que los cielos se abrieran de repente y un rayo lo fulminara, o que, al menos, una voz poderosa le conminara a amordazarse con un calcetín, como habría dicho Harry. Pero cuanto más indignantes eran las adulaciones y halagos de Brian, más contenta se mostraba Rita. Hasta Cody y Astor se limitaban a contemplarle en un silencio admirado.
Y para acabar de colmar mi incomodidad, cuando Lily Anne empezó a dar la lata en la habitación de al lado, Rita la trajo a la sala de estar y la exhibió. Brian reaccionó con la exhibición más exorbitante jamás vista, alabó los dedos de los pies, la nariz, sus deditos perfectos, y hasta su estilo de llorar. Y Rita se lo tragó todo, sonreía, cabeceaba, hasta se desabrochó la blusa para dar de mamar a Lily Anne delante de todos nosotros.
En conjunto, fue una de las veladas más desagradables que había experimentado en mi vida. Bien, para ser sincero, desde la última vez que había visto a Brian. La situación empeoraba porque yo no podía decir o hacer nada, en parte porque no sabía lo que consideraba censurable. Al fin y al cabo, como Rita afirmó con gran placer en tres ocasiones, formábamos todos una familia. ¿Por qué no podíamos cantar juntos e intercambiar jubilosas mentiras? ¿No es eso lo que hacen las familias?
Cuando Brian se levantó por fin, a eso de las nueve de la noche, Rita y los chicos estaban encantados con su nuevo pariente, Tío Brian. Su antiguo pariente (el maltrecho y nervioso Papi Dexter) era, por lo visto, el único que se sentía angustiado, inquieto y vacilante. Acompañé a Brian hasta la puerta, donde Rita le dio un largo abrazo y le dijo que hiciera el favor de venir a vernos con la máxima frecuencia posible, y tanto Cody como Astor le estrecharon la mano de una manera que debería describir como zalamera.
Por supuesto, no tuve la menor ocasión de hablar con Brian en privado, puesto que toda la noche había estado rodeado de una multitud rendida a sus pies. Por lo tanto, aproveché la oportunidad de acompañarle hasta su coche y cerrar con firmeza la puerta a sus admiradores. Pero antes de subir al cochecito rojo, se volvió y me miró.
—Tienes una familia encantadora, hermano. La perfección doméstica.
—Aún no sé por qué estás aquí.
—¿No? ¿Es que no salta a la vista?
—Salta penosamente a la vista. Pero no lo tengo muy claro.
—¿Tan difícil es creer que quiero formar parte de una familia?
—Sí.
Ladeó la cabeza y me miró con sus ojos perfectamente vacíos.
—Pero ¿no fue eso lo que nos reunió por primera vez? ¿No es de lo más natural?
—Tal vez. Pero no.
—Ay, cuán cierto es —dijo, con su habitual estilo melodramático—. Pero sin embargo me descubro pensando en ello. Y en ti. Mi único pariente biológico.
—Por lo que sabemos —añadí, y ante mi sorpresa le oí decir las mismas palabras al mismo tiempo, y su sonrisa se ensanchó cuando cayó en la cuenta.
—¿Lo ves? —dijo—. No puedes llevar la contraria al ADN. Estamos unidos, hermano. Somos una familia.
Y si bien la misma idea se había repetido hasta la saciedad durante toda la velada, y si bien todavía resonaba en mis oídos cuando Brian se alejó en su coche, no consiguió tranquilizarme, y me fui a la cama con la sensación de que unos dedos invisibles ascendían poco a poco por mi espina dorsal.