El tráfico era denso cuando fui hacia el sur por Old Cutler Road para recoger a Cody y Astor, pero por algún motivo todo el mundo parecía muy educado en esta parte de la ciudad. Un hombre que conducía un Hummer grande rojo hasta me dejó pasar cuando los carriles se juntaron y yo tuve que adelantar, cosa que jamás había visto antes. Me llevó a preguntarme si tal vez los terroristas habían inoculado algo en la red de abastecimiento de agua potable, con el fin de lograr que todos fuéramos más amables y encantadores. En primer lugar, yo había decidido abandonar mis Oscuras Costumbres. Después Debs había estado a punto de echarse a llorar, y ahora, un conductor de un Hummer en hora punta se mostraba educado y considerado. ¿Se estaría acercando el Apocalipsis?
Pero no vi ángeles flamígeros durante el resto del trayecto hasta el parque donde Cody y Astor estaban, y de nuevo llegué justo antes de las seis. La misma joven estaba esperando junto a la puerta con los críos, agitando las llaves y dando saltitos de impaciencia. Estuvo en un tris de arrojarme los niños encima, y después, con una sonrisa mecánica que no militaba en la misma liga que una de mis fingidas, corrió hacia su coche, situado al final del aparcamiento.
Instalé a Cody y Astor en el asiento posterior del coche y me senté al volante. Guardaron un relativo silencio, incluida Astor, así que, en mi papel de nuevo padre humano, decidí que debía hacerles hablar un poco.
—¿Todo el mundo se lo ha pasado bien hoy? —pregunté, con un inmenso júbilo sintético.
—Anthony es un capullo —dijo Astor.
—Astor, no deberías utilizar esa palabra —contesté, algo sorprendido.
—Hasta mamá la dice cuando conduce. En cualquier caso, la oí en la radio de su coche.
—Bien, aun así no deberías usarla. Es una palabrota.
—No tienes por qué hablarme así. Tengo diez años.
—No eres lo bastante mayor para utilizar esa palabra. Da igual cómo te hable yo.
—¿Te da igual lo que hizo Anthony? ¿Sólo te interesa que no diga esa palabra?
Respiré hondo y llevé a cabo un esfuerzo especial para no chocar contra el coche que iba delante.
—¿Qué hizo Anthony? —pregunté.
—Dijo que yo no estaba buena. Porque no tengo tetas.
Noté que mi boca se abría y cerraba varias veces, como si poseyera voluntad propia, y recordé justo a tiempo que necesitaba respirar. Me sentía muy confuso, pero estaba claro que debía decir algo.
—Bien, yo… esto —dije con mucha claridad—. Poca gente tiene tetas a los diez años.
—Es tan gilipollas —dijo en tono sombrío, y después, con voz muy dulce, preguntó—: ¿Puedo decir «gilipollas», Dexter?
Abrí la boca de nuevo para tartamudear algo, pero antes de que pudiera pronunciar una sola sílaba absurda, Cody habló.
—Alguien nos está siguiendo.
Por puro reflejo miré por el retrovisor. Con aquel tráfico, era imposible saber si, en verdad, alguien nos estaba siguiendo.
—¿Por qué lo dices, Cody? ¿Cómo lo sabes?
Vi por el espejo que se encogía de hombros.
—El Tío Sombra —dijo.
Suspiré de nuevo. Primero Astor con su aluvión de palabras prohibidas, y ahora Cody con su Tío Sombra. Se avecinaba una de esas veladas memorables que los padres experimentan de vez en cuando.
—Cody, el Tío Sombra puede equivocarse a veces.
Negó con la cabeza.
—Mismo coche.
—¿Cuál?
—Es el coche del aparcamiento del hospital —tradujo Astor—. El rojo, cuando dijiste que el tipo no nos estaba vigilando, aunque sí lo estaba haciendo. Y ahora nos está siguiendo, aunque tú creas que no.
Me gusta pensar que soy un hombre razonable, incluso en situaciones irracionales, como casi todas en las que andan críos de por medio. Pero en aquel momento pensé que había permitido una excesiva intromisión de la realidad, y era de recibo una pequeña lección. Además, si iba a obedecer mi resolución de cruzar al lado soleado de la calle, tenía que empezar desenganchándoles de sus oscuras fantasías en algún momento, y éste era tan bueno como cualquier otro.
—De acuerdo —dije—. Vamos a ver si es verdad que nos está siguiendo.
Pasé al carril de la izquierda y puse el intermitente. Nadie nos siguió.
—¿Veis a alguien?
—No —dijo Astor, de muy mal humor.
Giré a la izquierda por una calle, al lado de un centro comercial.
—¿Alguien nos sigue ahora?
—No —dijo Astor.
Aceleré y giré a la derecha.
—¿Y ahora? —pregunté alegremente—. ¿Llevamos a alguien detrás?
—Dexter —gruñó Astor.
Paré delante de una casa pequeña y corriente, muy parecida a la nuestra, con dos ruedas sobre la hierba y el pie en el freno.
—¿Y ahora? ¿Nos sigue alguien? —pregunté, procurando no regodearme demasiado en mi melodramática intervención.
—No —susurró Astor.
—Sí —dijo Cody.
Me volví en el asiento para reñirle, y me quedé inmóvil. Porque por la ventanilla trasera del coche vi que, a unas decenas de metros, un coche se acercaba con parsimonia a nosotros. La luz del sol poniente era suficiente para ver un rápido destello rojo procedente del pequeño coche, y después avanzó hacia nosotros a través de las sombras de la calle flanqueada de árboles. Como si aquellas sombras le hubieran despertado, el Oscuro Pasajero se desenroscó con cautela, extendió las alas y susurró una advertencia.
Sin pensarlo dos veces pisé el acelerador, incluso antes de volverme hacia el volante, dejé una pequeña extensión de hierba destrozada detrás de mí y estuve a punto de tirar un buzón cuando miré adelante. El coche patinó un poco cuando volví a la calzada.
—Agarraos —dije a los niños, y con algo cercano al pánico aceleré y torcí a la derecha, de nuevo hacia la US1.
Vi el otro coche detrás de mí, pero le llevaba una buena delantera cuando me reincorporé a la autopista, y me zambullí al instante en el denso tráfico. Empecé a respirar de nuevo, sólo una o dos veces, mientras cruzaba tres carriles de veloces coches y me situaba en el de la izquierda. Me pasé un semáforo justo cuando viraba a rojo, y aceleré durante un kilómetro antes de divisar un hueco en el tráfico que venía en dirección contraria, girar a la izquierda y desviarme por otra tranquila calle residencial. Atravesé dos cruces, y después giré a la izquierda de nuevo, de forma que ahora corría paralelo a la US1. La calle se veía oscura y silenciosa, y no distinguí a nadie detrás de nosotros. Ni siquiera una bicicleta.
—Muy bien —dije—. Creo que le hemos perdido.
Vi por el espejo que Cody miraba por la ventanilla de atrás. Se volvió hacia mí y asintió.
—Pero ¿quién era, Dexter? —preguntó Astor.
—Algún lunático —contesté, con más seguridad en mi voz de la que en realidad sentía—. A algunas personas les da morbo asustar a gente a quien ni siquiera conocen.
Cody frunció el ceño.
—El mismo tipo —dijo—. Del hospital.
—No puedes saberlo.
—Sí.
—Es sólo una coincidencia. Dos chiflados diferentes.
—El mismo —insistió Cody displicente.
—Cody —dije, pero sentí que la adrenalina me estaba abandonando, y tampoco tenía ganas de discutir, así que lo dejé correr. Cuando el chico fuera mayor, ya aprendería que la zona de Miami estaba infestada de una variada e impresionante colección de chiflados y depredadores, y muchos compartían ambas cualidades. No había forma de saber por qué alguien nos había seguido, y tampoco importaba. Fuera quien fuera, se había ido.
Por si acaso, continué conduciendo por calles laterales para ir hasta casa, por si nuestro perseguidor se dedicaba a vigilar la autopista. Además, ahora que el sol se estaba poniendo era más fácil ver si alguien nos seguía por las calles flanqueadas de casas donde reinaban las sombras, lejos del brillante resplandor anaranjado de las luces de la US1. Y no se veía a nadie. Una o dos veces destellaron faros en el retrovisor, y en cada ocasión era alguien que volvía a casa y aparcaba en su camino de entrada.
Llegamos por fin al cruce que nos llevaba a nuestra pequeña casa. Doblé por la calle y avancé hacia la US1 con cautela, mirando en todas direcciones. Sólo se veía tráfico, y no advertí nada siniestro, y cuando el semáforo cambió a verde, crucé la autopista y tomé las dos curvas restantes que nos conducían hasta nuestra calle.
—Muy bien —dije, cuando nuestro pequeño rincón de paraíso apareció a la vista—. No diremos nada de esto a vuestra mamá. Se preocuparía mucho. ¿Vale?
—Dexter —dijo Astor, y se apoyó contra el respaldo del asiento delantero, al tiempo que señalaba nuestra casa. Seguí la dirección de su brazo extendido y aplasté el freno con fuerza suficiente para que me castañetearan los dientes.
Un pequeño coche rojo estaba aparcado delante de casa, con el morro apuntado hacia nosotros. Las luces estaban encendidas, el motor en marcha y no veía quién había dentro, pero no necesitaba ver para sentir el veloz golpeteo de las oscuras alas correosas y oír el airado susurro de un Pasajero despierto por completo.
—Quedaos aquí con las puertas cerradas —ordené a los niños, y entregué a Astor mi móvil—. Si pasa algo, llama al novecientos once.
—¿Puedo irme con el coche si estás muerto? —preguntó Astor.
—Quedaos aquí —repetí, y respiré hondo, mientras convocaba a las tinieblas…
—Sé conducir —dijo Astor, al tiempo que se soltaba el cinturón de seguridad y se precipitaba hacia delante.
—Astor —repliqué con brusquedad, y se oyó un eco de la otra voz, la del frío comandante en jefe, en la mía—. Estate quieta.
Se reclinó en su asiento casi con docilidad.
Bajé poco a poco y miré hacia el coche. No había forma de ver su interior, ni ninguna señal de peligro: sólo un pequeño coche rojo con las luces encendidas y el motor en marcha. Percibí el equivalente de un largo redoble del Pasajero, preparado para entrar en acción, pero sin saber contra qué. Podían ser motosierras flamígeras, pero también una tarta en la cara.
Me encaminé hacia el coche, intentando pensar en algo que hacer, lo cual era imposible porque no sabía qué quería el desconocido, ni siquiera quién era. Ya no creía que fuera un chiflado, sobre todo porque sabía dónde vivía yo. Pero ¿quién era? ¿Quién tenía motivos para actuar así? Entre los vivos, me refiero, porque muchas víctimas antiguas habrían estado encantadas de ir a por mí, pero estaban más allá de poder ejercer cualquier tipo de acción, aparte de la descomposición.
Avancé con el ánimo de estar preparado para todo, otra cosa imposible. Todavía sin señales de vida en el otro coche, y silencio por parte del Pasajero, salvo un intrigado y cauteloso batir de alas.
Y cuando me encontraba a tres metros de distancia, la ventanilla del conductor descendió y paré en seco. Durante un largo momento no pasó nada, y entonces un rostro se asomó por la ventanilla, un rostro familiar, que exhibía una brillante sonrisa falsa.
—¿A que ha sido divertido? —dijo el rostro—. ¿Cuándo ibas a decirme que soy tío?
Era mi hermano, Brian.