Entre las leyes a las que cualquier colegio puede acogerse para proteger a sus estudiantes del acoso oficial, y la influencia que pueden llegar a ejercer los padres y alumnos de una institución como Ransom Everglades, habría podido resultar muy difícil para nosotros reunir cualquier información sobre lo que ahora era una doble desaparición. Pero el colegio decidió elegir el camino recto y utilizar la crisis como un ejercicio de activismo comunitario. Nos invitaron a tomar asiento en el mismo despacho de paredes forradas de objetos, mientras la señorita Stein corría de un lado a otro para alertar a profesores y administrativos.
Paseé la vista alrededor de la habitación y observé que el número de sillas no había cambiado. El lugar de la pared donde me había apoyado ya no se me antojaba tan invitador, pero decidí que nuestra importancia en el gran esquema de las cosas había aumentado varios puntos debido a la desaparición de dos estudiantes del colegio, y que, en suma, en este momento era demasiado importante para apoyarme en la pared. Por eso, ahora había otra silla perfecta y estupenda en el despacho.
Acababa de acomodarme en la silla de la señorita Stein cuando sonó mi móvil. Eché un vistazo a la pantalla, la cual me informó de que era Rita quien llamaba. Contesté.
—¿Hola?
—Hola, Dexter, soy yo.
—Eso supuse enseguida.
—¿Qué? Ah. En cualquier caso, escucha —dijo, lo cual me pareció innecesario, puesto que ya lo estaba haciendo—. El doctor dice que ya puedo volver a casa, de modo que ¿puedes venir a recogernos?
—¿Qué dices? —pregunté atónito. Al fin y al cabo, Lily Anne sólo había nacido ayer.
—Que ya podemos volver a casa —repitió con paciencia Rita.
—Es demasiado pronto.
—El doctor dice que no. Dexter, ya he pasado por esto.
—Pero Lily Anne… Podría pillar algo, o el asiento del coche —dije, y me di cuenta de que el pánico me atenazaba hasta tal punto por el hecho de que Lily Anne fuera a abandonar la seguridad del hospital que estaba hablando como Rita.
—Se encuentra bien, Dexter, y yo también. Y queremos volver a casa, así que haz el favor de venir a recogernos, ¿de acuerdo?
—Pero Rita…
—Estaremos esperando. Adiós.
Y colgó antes de que se me ocurriera alguna explicación racional de por qué no debía marcharse del hospital todavía. Contemplé el teléfono un momento, y después la idea de que Lily Anne iba a salir a un mundo plagado de gérmenes y terroristas me obligó a entrar en acción. Guardé el móvil en su funda y me puse en pie de un brinco.
—He de irme —le dije a mi hermana.
—Sí, ya me lo imaginaba. —Me tiró las llaves del coche—. Vuelve lo antes posible.
Conduje hacia el sur al más puro estilo Miami, es decir, deprisa, serpenteando entre el tráfico como si no existieran carriles. No suelo conducir de esa forma. Siempre he creído que, en contra del auténtico espíritu de las calles de nuestra ciudad, llegar es tan importante como proyectar durante todo el trayecto una imagen enérgica. Pero ejecutaba las maniobras con toda naturalidad. Al fin y al cabo, crecí aquí, y la actual situación exigía al parecer toda la velocidad y la firmeza machista que pudiera convocar. ¿En qué estaría pensando Rita? Todavía más, ¿cómo había convencido a los médicos de que le hicieran caso? Carecía de lógica. Lily Anne era diminuta, frágil, terriblemente vulnerable, y precipitarla tan deprisa a la vida dura y fría me parecía una locura absoluta y cruel.
Paré en casa sólo para recoger el asiento de bebé nuevo. Había estado practicando durante semanas, pues quería ser perfecto cuando llegara el momento, pero el momento había llegado demasiado pronto, y descubrí que mis dedos, por lo general tan diestros, se mostraban rígidos y torpes cuando intenté encajarlo en su lugar con el cinturón de seguridad. No pude pasarlo a través de la ranura de la parte posterior. Empujé, tiré, y por fin me corté el dedo con el plástico moldeado, y dejé caer la sillita mientras me chupaba el corte.
¿Y esto era seguro? ¿Cómo podía proteger a Lily Anne, cuando a mí me había atacado con tanta agresividad? Y aunque funcionara como era debido (cosa que nunca sucedía), ¿cómo podría mantener a salvo a Lily Anne en un mundo como el nuestro? Sobre todo, al cabo de tan poco tiempo del nacimiento. Era una locura enviarla a casa ahora, con un día de edad. La típica arrogancia e indiferencia de los médicos. Se creen que son muy listos, y todo porque aprobaron química orgánica. Pero no saben nada. No veían lo que mi corazón de padre me decía con absoluta claridad. Era demasiado pronto para arrojar a Lily Anne a este mundo tan frío y cruel, sólo para ahorrar unos dólares a la compañía de seguros. Esto no podía terminar bien.
Por fin, encajé en su sitio el asiento y salí corriendo hacia el hospital. Pero en contra de mis lógicos temores, cuando llegué no encontré a Rita ante la puerta del hospital, esquivando balas mientras Lily Anne jugaba con jeringuillas utilizadas en la basura. En cambio, Rita esperaba en una silla de ruedas en el vestíbulo, con el bebé en los brazos. Alzó la vista con una sonrisa relajada cuando entré a toda prisa.
—Hola, Dexter, qué rapidez.
—Oh —dije, mientras intentaba asimilar el hecho de que todo iba sobre ruedas—. Bien, la verdad es que estaba bastante cerca.
—No vas a llevarnos a casa igual de deprisa, ¿verdad?
Y antes de poder indicar que jamás conduciría deprisa con Lily Anne en el coche, y que en cualquier caso opinaba que debería quedarse en el hospital unos días más, un risueño y peludo joven se acercó a nosotros y aferró los mangos del respaldo de la silla de Rita.
—Vaya, aquí está papá —dijo—. ¿Preparados para marchar?
—Sí, eso es… Gracias —contestó Rita.
El joven parpadeó.
—De acuerdo, pues.
Liberó el freno de las ruedas y empezó a empujar a Rita hacia la puerta. Y como en algún momento hasta yo he de colaborar con lo inevitable, respiré hondo resignado y les seguí.
En el coche, cogí a Lily Anne de las manos de Rita y la deposité con cuidado en el agresivo asiento. Pero por algún motivo, todas las prácticas que había llevado a cabo con la vieja muñeca repollo de Astor no se tradujeron con fidelidad en el caso del bebé real. Por fin, Rita tuvo que ayudarme a sujetar con el cinturón a Lily Anne. Así que un Dexter absolutamente impotente fue quien se sentó por fin al volante y puso en marcha el motor. Y con muchas miradas angustiadas al retrovisor para asegurarme de que el asiento infantil no había estallado en llamas, salí del aparcamiento a la calle.
—No conduzcas demasiado deprisa —advirtió Rita.
—Sí, cariño.
Conduje despacio hacia casa, aunque no lo bastante despacio para provocar la indignación de mis conciudadanos, sino casi al límite de la velocidad. Cada bocinazo, cada estruendo de un estéreo pasado de revoluciones, parecían ahora nuevos y amenazadores, y cuando paraba en los semáforos en rojo, me descubría mirando angustiado los coches cercanos, por si había armas automáticas apuntadas hacia nosotros. Pero por algún milagro, llegamos a casa sanos y salvos. Desatar las correas del asiento de Lily Anne no fue tan complicado como atarlas, y en un periquete la tuve a ella y a Rita en casa, arrellanadas cómodamente en el sofá.
Miré a las dos, y de repente todo me pareció diferente, porque por primera vez estaban aquí, en casa, y ver a mi hija en el antiguo decorado daba la impresión de subrayar el hecho de que la vida era nueva, maravillosa y frágil.
Me entretuve en la contemplación de la escena, absorbiéndola y disfrutando del prodigio. Toqué los dedos de los pies de Lily Anne, y después recorrí sus mejillas con mi dedo. Eran lo más suave que había tocado nunca, y creí percibir su olor rosado y nuevo a través de las yemas de mis dedos. Rita sostenía al bebé y se sumió en una especie de sopor sonriente, mientras yo tocaba, olía y miraba, hasta que por fin desvié la vista hacia el reloj y me di cuenta del tiempo que había transcurrido, y recordé que había llegado en un coche prestado cuya propietaria era famosa por decapitar verbalmente a gente por mucho menos.
—¿Estás segura de que te encuentras bien? —pregunté a Rita.
Ella abrió los ojos y sonrió, la antigua sonrisa que Leonardo plasmaba tan bien, madre con niño prodigio.
—Ya he pasado por esto antes, Dexter —dijo—. Estaremos bien.
—Si estás segura… —contesté, con la nueva sensibilidad que experimentaba.
—Estoy segura.
Me fui muy a regañadientes.
Cuando regresé al campus de Ransom Everglades con el coche de Debs, descubrí que le habían asignado una habitación en un antiguo edificio de madera con vistas a la bahía, una especie de sala de interrogatorios provisional. La Pagoda, el nombre que recibía el edificio, estaba situado sobre un risco que dominaba el campo de deportes. Era un destartalado edificio antiguo de madera que daba la impresión de ser incapaz de sobrevivir a una tormenta de verano más, y no obstante había aguantado el tipo lo bastante para convertirse en un punto de referencia histórico.
Deborah estaba hablando con un joven de lo más pulcro cuando entré, y se limitó a levantar la vista y saludarme con un cabeceo, sin interrumpir la respuesta del chico. Me senté en una silla a su lado.
Durante el resto del día, tanto estudiantes como profesores fueron entrando de uno en uno en el destartalado edificio para contarnos lo que sabían acerca de Samantha Aldovar y Tyler Spanos. Todos los estudiantes que recibíamos eran inteligentes, atractivos y educados, y todos los profesores parecían ser listos y entregados, y empecé a apreciar los beneficios de la educación privada. De haber tenido la oportunidad de asistir a un lugar así, ¿quién sabe en qué me habría convertido? Tal vez, en lugar de un analista de salpicaduras de sangre que se escabullía de noche para matar sin conciencia, podría haber llegado a ser médico, físico o incluso senador, que se escabullía de noche para matar sin conciencia. Era muy triste pensar en todo mi potencial desperdiciado.
Pero la educación privada es cara, y no estaba al alcance de los medios de Harry, y aunque se lo hubiera podido permitir, dudo que él hubiera apostado por ello. Siempre había sido cauto con respecto al elitismo, y creía en todas nuestras instituciones públicas. Incluso en la escuela pública, o tal vez especialmente en la escuela pública, puesto que enseñaba toda una gama de aptitudes para la supervivencia que él sabía que necesitaríamos.
Estaba claro que a las dos chicas desaparecidas no les habrían ido nada mal dichas aptitudes. Cuando Debs y yo finalizamos las entrevistas, a eso de las cinco y media, habíamos averiguado algunas cosas interesantes sobre ambas, pero nada capaz de sugerir que podrían sobrevivir en los terrenos salvajes de Miami sin una tarjeta de crédito y un iPhone.
Samantha Aldovar seguía constituyendo un pequeño rompecabezas, incluso para aquellos que la conocían bien. Los estudiantes sabían que recibía ayuda económica, pero daba la impresión de que a nadie le importaba. Todos decían que era agradable, silenciosa, buena en mates, y no tenía novio. A nadie se le ocurría un motivo que la hubiera inducido a orquestar su propia desaparición. Nadie recordaba haberla visto salir con alguien de dudosa reputación…, salvo Tyler Spanos.
Al parecer, Tyler era una auténtica chica alocada, y teniendo en cuenta todo, la amistad entre ambas chicas era de lo más raro. Si Samantha iba y venía del colegio acompañada por su madre en un Hyundai de cuatro años de antigüedad, Tyler conducía su propio coche: un Porsche. Si Samantha era callada y tímida, Tyler parecía estar siempre a la búsqueda de una buena fiesta. No tenía novio porque era incapaz de limitarse a un chico a la vez.
Y no obstante, una íntima amistad se había forjado durante el último año, y las dos chicas casi siempre estaban juntas a la hora de comer, después del colegio y los fines de semana. No sólo esto era intrigante, sino que preocupaba a Deborah más que otra cosa. Había escuchado con calma y formulado preguntas, emitido una orden de búsqueda del Porsche de Tyler y (con un estremecimiento) enviado a su compañero, Deke, a hablar con la familia Spanos, y nada de esto había provocado ni una onda en el rostro del Mar de Deborah. Pero la extraña amistad entre las dos chicas, por algún motivo, había espoleado su curiosidad como un cocker spaniel que oliera un filete.
—No tiene sentido, joder —dijo.
—Son adolescentes —le recordé—. No se rigen por la lógica.
—Te equivocas. Algunas cosas son lógicas, sobre todo en los adolescentes. Los idiotas se juntan con los idiotas; deportistas y animadoras se juntan con deportistas y animadoras. Eso no cambia nunca.
—Tal vez compartían algún interés mutuo secreto —sugerí, mientras consultaba con disimulo mi reloj, el cual me informó de que ya era hora de volver a casa.
—Apuesto a que sí. Y apuesto a que si lo descubrimos, descubriremos dónde están.
—Aquí nadie sabe qué podría ser —dije, aunque en realidad estaba intentando formular una frase de despedida elegante.
—¿Qué coño te pasa? —preguntó con brusquedad Deborah.
—¿Perdón?
—No paras de retorcerte como si tuvieras ganas de mear.
—Oh, mmm…, la verdad es que debo irme. He de recoger a Cody y Astor antes de las seis.
Mi hermana me miró durante lo que se me antojó un largo rato.
—Jamás lo habría creído —dijo por fin.
—¿Qué?
—Que te casaras, tuvieras hijos, ya sabes. Un hombre de familia, con todo lo que llevas encima.
Sabía que se estaba refiriendo a mi lado oscuro, mi antigua encarnación de Dexter el Vengador, la hoja solitaria bajo la luz de la luna. Había descubierto lo de mi álter ego, y al parecer lo había aceptado…, justo a tiempo de que yo lo abandonara.
—Bien —dije—, supongo que yo tampoco lo habría creído. Pero… —Me encogí de hombros—. Aquí estoy, con una familia.
—Sí —dijo Debs, y desvió la vista—. Y antes que yo.
Vi que su rostro volvía a adoptar la máscara habitual de perpetua autoridad malhumorada, pero tardó varios segundos, y en el intervalo me pareció de lo más vulnerable.
—¿La quieres? —preguntó de repente, al tiempo que se volvía hacia mí, y parpadeé sorprendido. Una pregunta tan directa y personal no era típica de Deborah, uno de los motivos de que nos lleváramos tan bien—. ¿Quieres a Rita? —repitió, sin dejarme espacio alguno.
—No… lo sé —contesté con cautela—. Me he… acostumbrado a ella.
Deborah me miró y sacudió la cabeza.
—Acostumbrado a ella —repitió—. Como si fuera una poltrona o algo por el estilo.
—No exageres —dije, con la intención de introducir cierta ligereza en lo que se estaba convirtiendo en una conversación muy inquietante.
—¿Sientes amor? O sea, ¿puedes?
Pensé en Lily Anne.
—Sí —contesté—. Creo que sí.
Deborah escudriñó mi cara durante varios segundos muy largos, pero no había gran cosa que ver, y por fin se volvió a mirar la bahía a través de la vieja ventana con marco de madera.
—Mierda —dijo—. Vete a casa. Ve a buscar a tus hijos y a pasar el rato con tu esposa-poltrona.
Hacía mucho tiempo que no era humano, pero aun así sabía que algo no andaba bien en el País de Deborah, y no podía dejarla así.
—¿Qué pasa, Debs?
Vi que los músculos de su cuello se tensaban, pero continuó sin mirarme, con la vista clavada en el agua.
—Toda esta mierda de la familia —dijo—. Con estas dos chicas y sus familias deficientes. Y tu familia contigo, que eres también deficiente. Nunca es lo que debería, y nunca sale bien, pero todo el mundo tiene familia, excepto yo. —Respiró hondo y sacudió la cabeza—. Y lo deseo mucho. —Se volvió hacia mí con ferocidad—. Y nada de bromitas sobre el reloj biológico, ¿vale?
Para ser sincero, cosa que soy cuando me da la gana, estaba demasiado estupefacto por el comportamiento de Deborah para hacer bromas, ya fuera sobre relojes o sobre lo que fuera. Pero broma o no, sabía que tenía que decir algo, y me decanté por lo correcto, de forma que sólo se me ocurrió formular una pregunta sobre Kyle Chutsky, el novio con el que vivía desde hacía años. Me gustaba estudiarlos para obtener pistas sobre cómo actuar en situaciones normales, y tuve la impresión de que ahora me iba a servir de algo.
—¿Va todo bien con Kyle?
Ella resopló, pero su expresión se suavizó.
—El jodido de Chutsky. Cree que es demasiado viejo, baqueteado e inútil para alguien joven y agradable como yo. No para de repetir que puedo conseguir algo mejor. Y cuando digo que tal vez no me apetezca, se limita a sacudir la cabeza y a poner cara de perro.
Todo esto era muy interesante, una mirada fascinante a la vida de alguien que había sido un ser humano mucho más tiempo que yo, pero me había quedado sin ideas para emitir un comentario constructivo, y notaba mucho la presión del reloj, el de muñeca, no el biológico. Por lo tanto, sin saber muy bien qué decir, algo que aportara consuelo y, al mismo tiempo, insinuara mi necesidad de marcharme de inmediato, lo único que se me ocurrió fue:
—Bien, estoy seguro de que tiene buenas intenciones.
Deborah me miró el tiempo suficiente para que yo me preguntara si había dicho lo correcto. Después exhaló un profundo suspiro y volvió a mirar por la ventana.
—Sí —dijo—. Yo también estoy segura de que sus intenciones son buenas.
Miró la bahía y no dijo nada, pero, peor que cualquier palabra, suspiró.
Era un aspecto de mi hermana que no había visto antes, y tampoco deseaba volver a verlo. Estaba acostumbrado a una Deborah pletórica de ruido y de furia, lo cual significaba porrazos en los brazos. Verla blanda y vulnerable, refocilándose en la autocompasión, era de lo más inquietante. Aunque sabía que debía decir algo para consolarla, no tenía ni idea de por dónde empezar, de modo que me quedé parado como un pasmarote, hasta que por fin la necesidad de irme se impuso a mi sentido de la obligación.
—Lo siento, Debs —dije, y aunque parezca extraño, era verdad—. He de ir a recoger a los chicos.
—Sí —contestó sin volverse—. Ve a buscar a tus hijos.
—Mmm… Necesito que me acompañes hasta mi coche.
Se volvió poco a poco y miró hacia la puerta del edificio, donde la señorita Stein estaba esperando. Después asintió y se levantó.
—De acuerdo. Aquí hemos terminado.
Me adelantó, se detuvo para dar las gracias a la señorita Stein con fría cortesía y la seguí hasta su coche en silencio.
El silencio duró casi hasta que llegamos a mi coche, y me resultó bastante incómodo. Experimentaba la sensación de que debía decir algo, aportar una pizca de humor, pero mis dos primeros intentos fueron tan desafortunados que dejé de intentarlo. Debs entró en el aparcamiento de la comisaría y se detuvo al lado de mi coche, con la vista clavada en el frente y la misma expresión de infeliz introspección que había exhibido durante todo el trayecto. La miré un momento, pero ella a mí no.
—Muy bien —dije por fin—. Hasta mañana.
—¿Cómo es? —preguntó, y me detuve con la puerta a medio abrir.
—¿Cómo es qué?
—Cuando sostienes a tu hijo por primera vez.
No tuve que pensar mucho para contestar a eso.
—Asombroso. Absolutamente maravilloso. No hay nada en el mundo que se le parezca.
Me miró, y no supe si iba a abrazarme o a golpearme, pero no hizo nada de eso, y por fin sacudió la cabeza poco a poco.
—Ve a buscar a tus hijos —dijo. Esperé un segundo, por si quería añadir algo más, pero no lo hizo.
Bajé del coche y, mientras se alejaba poco a poco, la miré, intentando discernir qué le pasaba a mi hermana. Pero no cabía duda de que era algo demasiado complicado para un humano de nuevo cuño, de modo que me encogí de hombros, subí a mi coche, y fui a buscar a Cody y Astor.