6

Era muy agradable para mí ver a los tres niños (¡mis tres hijos!) establecer vínculos afectivos. Pero, por supuesto, cualquier niño habría podido advertirme de que, cuando te lo estás pasando bien cerca de un adulto, sólo es cuestión de tiempo que la diversión se acabe. Y Rita, como era la única adulta de verdad que había en la habitación, no nos decepcionó. Al cabo de un breve rato, consultó el reloj y habló.

—Muy bien —dijo, y añadió las temidas palabras—: Mañana es día de colegio.

Cody y Astor intercambiaron otra mirada elocuente de las suyas, que no iban acompañadas de sonidos, pero comunicaban la máxima información.

—Mamá —dijo Astor—, estamos jugando con nuestra nueva hermana.

Lo dijo como entre signos de interrogación, de modo que Rita no pudiera protestar, pero su madre estaba curtida en el juego, y negó con la cabeza.

—Ya jugaréis con Lily Anne mañana. Ahora, Dex, papá, ha de llevaros a casa y acostaros.

Ambos me miraron como si les hubiera traicionado, y yo me encogí de hombros.

—Al menos, habrá pizza —dije.

Los críos se mostraban tan reticentes a marchar del hospital como antes a entrar, pero conseguí sacarles del edificio y meterlos en el coche. En lugar de repetir los horrores del viaje anterior y acabar mareados por los efluvios de pizza que invadían toda la ciudad, dejé que Astor utilizara mi teléfono para pedir a domicilio mientras conducía, y sólo llevábamos en casa diez minutos cuando llegó el repartidor. Cody y Astor se arrojaron sobre la pizza como si no hubieran comido en un mes, y yo me sentí afortunado por lograr apoderarme de dos triángulos pequeños sin perder un brazo.

Después de cenar vimos la tele hasta la hora de acostarlos, y después me zambullí en los rituales acostumbrados de cepillarse los dientes, ponerse el pijama y acostarse. Era un poco extraño para mí practicar la ceremonia. La había presenciado con bastante frecuencia, pero Rita siempre había sido la Suma Sacerdotisa de la hora de acostarse, y aunque parezca estúpido, estaba un poco nervioso por si me salía mal. Pero no paraba de pensar en lo que Rita había dicho en el hospital, cuando había tartamudeado y me había llamado «Dex…, papá». Y en verdad era ahora Dex-Papi, y todo esto era mi reino. No tardaría en practicar los mismos rituales con Lily Anne, cuando la guiara, a ella y a sus hermanos, a través de los traicioneros bancos de arena de la noche hasta acostarlos sanos y salvos, y se me ocurrió que era una idea extrañamente reconfortante. De hecho, me sostuvo hasta el momento en que tuve a Cody y Astor bien arropados y me dispuse a apagar la luz.

—Oye, te olvidas de las oraciones —dijo Astor.

Parpadeé, muy incómodo de repente.

—No sé ninguna oración.

—No has de recitarla. Sólo escucha.

Supongo que cualquiera con un poco de conciencia de sí mismo se sentirá a la larga un completo hipócrita en compañía de niños, y ésta fue mi ocasión. Pero me senté con una expresión muy solemne y escuché las chorradas que recitaban como loros cada noche. Estaba bastante convencido de que no creían en ellas más que yo, pero formaba parte del procedimiento, y por lo tanto había que hacerlo, y todos nos sentimos mejor cuando terminamos.

—Muy bien —dije, me puse en pie y apagué la luz—. Buenas noches.

—Buenas noches, Dexter —contestó Astor.

—Noches —dijo en voz baja Cody.

En circunstancias normales, me habría sentado en el sofá con Rita para ver una hora más de televisión, sólo por aquello de mantener las apariencias, pero esta noche no tenía por qué someterme a la tortura de fingir que los programas eran divertidos o interesantes, así que no volví a la sala de estar. En cambio, me encaminé a la pequeña habitación que Rita llamaba mi estudio. La había utilizado sobre todo para investigaciones relacionadas con mi pasatiempo. Había un ordenador con el que localizaba a aquellos individuos especiales que merecían mi atención, y un pequeño armario en el que guardaba algunos objetos inofensivos como cinta adhesiva y sedal con una resistencia de cincuenta libras.

También había un pequeño archivador, que tenía cerrado con llave, el cual contenía algunas carpetas con notas sobre posibles compañeros de juegos. Me senté al escritorio y abrí uno. No había mucho material en aquel momento. Tenía dos posibilidades, pero debido a la presión de los acontecimientos no había investigado a fondo ninguna de ambas, y ahora me pregunté si lo haría alguna vez. Abrí una carpeta y miré en su interior. Había un pedófilo asesino que había sido puesto en libertad dos veces gracias a coartadas muy oportunas. Yo estaba bastante seguro de que podría echar por tierra su coartada y demostrar su culpabilidad, no desde un punto de vista legal, por supuesto, pero sí lo bastante para satisfacer las estrictas normas que mi padre adoptivo policía, Harry, me había inculcado. Y había un club en South Beach que era el último lugar donde varias personas habían sido vistas antes de desaparecer. Se llamaba Fang[1], un nombre muy estúpido para un club. Pero además de los informes de personas desaparecidas, el club había aparecido en algunos documentos del Servicio de Inmigración y Nacionalización. Por lo visto, habían detectado un movimiento de personal alarmantemente alto en su cocina, y alguien del INS sospechaba que los lavaplatos no volvían corriendo a su casa de México porque el agua de Miami supiera mal.

Los inmigrantes ilegales son un objetivo facilísimo para los depredadores. Aunque desaparezcan, no hay denuncias oficiales. Familiares, amigos y empresarios no se atreven a acudir a la policía. Y así desaparecen, en un número que nadie sabe con exactitud, aunque lo considero suficiente para despertar suspicacias, incluso en Miami. Y estaba claro que alguien del club se estaba aprovechando de la situación, el encargado, me parecía a mí, puesto que debería estar enterado del movimiento de personal. Busqué en mi expediente y encontré el nombre: George Kukarov. Vivía en Dilido Island, una agradable zona de South Beach no demasiado lejos de su club. Un cómodo desplazamiento para el trabajo y la diversión: cuadrar las cuentas, contratar a un disc jockey, matar al lavaplatos, y a cenar a casa. Prácticamente, lo podía ver: un montaje encantador, tan pulcro y conveniente que casi me dio envidia.

Dejé un momento el expediente sobre la mesa y pensé en ello. George Kukarov: encargado de un club, asesino. Todo era lógico, el tipo de lógica que ponía a punto de caramelo al sabueso interior de Dexter, el cual lloriqueaba impaciente y temblaba debido a la necesidad de salir a perseguir al zorro. Y el Pasajero agitó y extendió las alas en señal de acuerdo, con un crujido seductor que decía: Sí, es él. Esta noche, juntos, ahora…

Noté que la luz de la luna entraba por la ventana y bañaba mi piel, penetraba en mi interior, agitaba la oscura sopa de mi centro y conseguía que aquellas maravillosas ideas flotaran hasta lo alto, y mientras el aroma del caldo burbujeante ascendía y se mezclaba con el aire de la noche, le imaginé inmovilizado con cinta adhesiva a la mesa, retorciéndose y cuajándose en el mismo terror sudoroso con el que había salteado vete a saber a cuántos, y vi que el alegre cuchillo subía…

Pero me invadió la imagen de Lily Anne, y ahora la luz de la luna no era tan brillante, y el susurro de la hoja se atenuó. Y el cuervo del Dexter recién nacido graznó: Nunca más, y la luna se ocultó tras la hinchada nube plateada de Lily Anne, el cuchillo volvió a su funda, y Dexter se reintegró a su pequeña vida aburguesada, mientras Kukarov correteaba hacia la libertad y la maldad sin límites.

Mi Oscuro Pasajero se revolvió, por supuesto, y mi mente racional cantó en armonía. En serio, Dexter, entonó con su lógica, oh, tan dulce. ¿Podemos permitir que estas travesuras depredadoras continúen sin ponerles coto? ¿Hemos de dejar que los monstruos vaguen por las calles, cuando está al alcance de nuestra mano impedírselo de una forma definitiva y muy divertida? ¿Podemos hacer caso omiso del desafío?

Y pensé de nuevo en la promesa que había hecho en el hospital: sería un hombre mejor. Se acabó Dexter el Demonio. Ahora era Dex-Papi, entregado al bienestar de Lily Anne y mi nueva familia. Por primera vez, la vida humana me parecía excepcional y valiosa, pese al hecho de que era mucho más que eso, y que en su mayor parte desmentía dicho valor. Pero le debía a Lily Anne cambiar mis costumbres, y lo iba a hacer.

Contemplé la carpeta que descansaba sobre mi regazo. Emitía una melodía suave y seductora, me suplicaba que la coreara y creara música deliciosa a la luz de la luna…, pero no. La majestuosa ópera de mi hija recién nacida se imponía a todo, con la obertura aumentando de intensidad, y con mano firme introduje la carpeta en la trituradora y me fui a la cama.

A la mañana siguiente, fui a trabajar algo más tarde de lo habitual, puesto que antes tenía que dejar a Cody y Astor en el colegio. En el pasado, Rita se había encargado siempre de esta tarea. Ahora, por supuesto, todo era diferente: era el Año Uno de la Era Dorada de Lily Anne. Yo acompañaría a los críos al colegio de ahora en adelante, al menos hasta que Lily Anne fuera un poco mayor y pudiera acomodarse en un asiento del coche. Y si eso significaba que ya no iría a trabajar con las primeras luces del alba, me parecía un sacrificio muy pequeño. No obstante, el sacrificio se me antojó algo más grave cuando llegué por fin a la oficina y descubrí que alguien que no era Dexter el Sumiso había llevado donuts… y que todos habían desaparecido, como testimoniaba la caja de cartón rota y manchada. Pero ¿quién necesita donuts cuando la vida es tan dulce? Me puse a trabajar, con una sonrisa en el corazón y una canción en los labios.

Por una vez no recibí llamadas frenéticas para que me presentara en la escena de un crimen, y conseguí liquidar un montón de papeleo rutinario durante la primera hora y media del día. También llamé a Rita, sobre todo para asegurarme de que Lily Anne se encontraba bien y no había sido abducida por extraterrestres, y cuando Rita me tranquilizó con voz adormilada y confirmó que todo iba bien, le dije que pasaría a verlas por la tarde.

Encargué algunos suministros, archivé algunos informes y puse en orden casi por completo mi vida profesional, y si bien eso no compensó lo de los donuts, consiguió que me sintiera satisfecho conmigo mismo. A Dexter no le gusta el desorden.

Estaba todavía envuelto en mi nube rosa de satisfacción cuando el teléfono de mi escritorio sonó poco antes de las diez. Me acerqué y descolgué con un jubiloso «¡Hola, Morgan!», y la voz desabrida de mi hermana Deborah me recompensó.

—¿Dónde estás? —preguntó, de manera bastante innecesaria, pensé. Si le estaba hablando por un teléfono acoplado a mi escritorio por un cable largo, ¿dónde iba a estar? Tal vez sea cierto que los teléfonos móviles destruyen los tejidos cerebrales.

—Aquí mismo, al otro extremo del teléfono —expliqué.

—Reúnete conmigo en el aparcamiento —ordenó, y colgó antes de que pudiera protestar.

Encontré a Deborah al lado de su coche del parque móvil. Estaba apoyada impaciente contra el capó y me miró con el ceño fruncido, de modo que decidí atacar antes con un alarde de brillante estrategia.

—¿Por qué hemos de encontrarnos aquí? —pregunté—. Tienes un despacho estupendo, con sillas y aire acondicionado.

Se enderezó y sacó las llaves.

—Mi despacho está infestado —replicó.

—¿De qué?

—Deke. Ese estúpido lameculos descerebrado no me deja en paz.

—No puede dejarte en paz. Es tu compañero.

—Me está volviendo loca. Apoya el culo en mi escritorio y se queda sentado tal cual, a la espera de que caiga rendida a sus pies.

Era una imagen asombrosa. Deborah cayendo rendida a los pies de su nuevo compañero, pero por vívida que fuera, para mí era absurda.

—¿Por qué deberías caer rendida a los pies de tu compañero?

Deborah sacudió la cabeza.

—Quizá te habrás fijado en que es estúpidamente apuesto. Si no, serías el único de todo el puto edificio. Incluido sobre todo Deke.

Me había fijado, por supuesto, pero no entendía qué tenía que ver su ridícula apostura con lo que estábamos hablando.

—Vale. Me he fijado. ¿Y?

—Cree que me voy a arrojar en sus brazos, como todas las demás tías que ha conocido. Lo cual me provoca náuseas. Es más burro que un arado, y se sienta en la esquina de mi escritorio, exhibiendo sus dientes perfectos, a la espera de que yo le diga lo que debe hacer, y si continúo mirándole dos segundos más, le voy a volar la cabeza. Sube al coche.

Deborah nunca se cortaba a la hora de expresar sus opiniones, pero aun así esto era un exabrupto, y me quedé parado un momento mientras veía que subía al coche y ponía en marcha el motor. Aceleró un momento, y después, para asegurarse de que yo había pillado el mensaje de que tenía prisa, conectó la sirena un momento, lo cual interrumpió mis ensoñaciones y me propulsó hacia el asiento del copiloto. Antes incluso de que hubiera cerrado la puerta, había puesto la marcha y estábamos saliendo a la calle.

—Creo que no nos sigue —dije cuando Deborah pisó el acelerador y se zambulló en el tráfico.

Mi hermana no contestó. Se limitó a adelantar a un camión cargado de sandías y se alejó a toda velocidad de la comisaría y de su compañero.

—¿Adónde vamos? —pregunté, mientras me aferraba al apoyabrazos como si me fuera la vida en ello.

—Al colegio.

—¿Qué colegio? —dije, mientras me preguntaba si el rugido del motor me había impedido captar una parte importante de nuestra conversación.

—El colegio de niños ricos al que iba Samantha Aldovar. Se llama Ransom Everglades.

Parpadeé. No me parecía un destino que exigiera tantas prisas, a menos que Deborah fuera a llegar tarde a clase, pero allí estábamos, abriéndonos paso entre el tráfico a una velocidad peligrosa. En cualquier caso, me pareció una buena noticia que, si sobrevivía al viaje, no afrontaría nada más amenazador que una posible pelotilla ensalivada. Y teniendo en cuenta la posición económica y social del colegio, sería una pelotilla ensalivada de máxima calidad, lo cual siempre significa un consuelo.

De modo que no hice otra cosa que apretar los dientes y agarrarme con fuerza mientras Deborah atravesaba la ciudad, se desviaba por LeJeune y entraba en Coconut Grove. A la izquierda por la US1, a la derecha por Douglas y a la izquierda por Poinciana para atajar hasta la Main Highway, y ya habíamos llegado al colegio, en lo que sin duda debía ser un tiempo récord, si es que alguien tomaba nota de esas cosas.

Atravesamos el portal de roca de coral y un guardia salió a impedirnos el paso. Deborah exhibió su placa y el guardia se agachó para examinarla, antes de dejarnos pasar con un ademán. Dimos la vuelta a una hilera de edificios y aparcamos bajo un gigantesco baniano, en un hueco que ponía RESERVADO PARA M. STOKES. Deborah aparcó y bajó, y yo la seguí. Recorrimos un camino de entrada sombreado y salimos al sol, y yo paseé la vista a mi alrededor para examinar lo que habíamos etiquetado de «colegio de niños ricos». Los edificios estaban limpios y parecían nuevos. Los terrenos estaban muy bien cuidados. Aquí, el sol brillaba un poco más, las palmeras oscilaban con un poco más de delicadeza, y en conjunto todo indicaba que era un día estupendo para ser un niño rico.

El edificio de la administración estaba situado lateralmente en el centro del campus, con un pasadizo exterior techado en medio, y nos detuvimos en la zona de recepción de dentro. Nos dijeron que esperáramos a la sub no-sé-cuántos. Pensé en nuestro subdirector de la escuela secundaria. Era muy grande, con una frente de Cro-Magnon que parecía un nudillo. Por eso me quedé algo sorprendido cuando una mujer menuda y elegante entró y nos saludó.

—¿Agentes? —dijo en tono cordial—. Soy la señorita Stein. ¿En qué puedo ayudarles?

Deborah le estrechó la mano.

—He de hacerle algunas preguntas sobre una de sus estudiantes.

La señorita Stein arqueó una ceja para informarnos de que aquello era muy poco usual. La policía no venía a preguntar por sus estudiantes.

—Vengan a mi despacho —propuso, y nos condujo por un corto pasillo hasta una habitación con un escritorio, una silla y varias docenas de placas y fotografías en las paredes—. Tomen asiento, por favor.

Sin ni siquiera mirarme, Deborah se acomodó en la única silla de plástico moldeado que había delante del escritorio, y yo me puse a buscar un espacio en la pared libre de recuerdos enmarcados, para al menos poder apoyarme.

—Muy bien —dijo la señorita Stein. Se sentó detrás del escritorio y nos miró con expresión cortés pero fría—. ¿Cuál es el problema?

—Samantha Aldovar ha desaparecido —anunció Deborah.

—Sí. Nos hemos enterado, por supuesto.

—¿Qué clase de estudiante es?

La señorita Stein frunció el ceño.

—No puedo decirles sus notas, ni nada por el estilo. Pero es una estudiante muy buena. Por encima de la media, diría yo.

—¿Recibe ayuda económica para estudiar aquí? —preguntó Debs.

—Eso es información confidencial, por supuesto —replicó la señora Stein, y Deborah le dirigió una mirada furibunda, pero aunque parezca asombroso, la señorita Stein ni siquiera se inmutó. Tal vez estaba acostumbrada a miradas intimidatorias, las miradas de los padres ricos. Habíamos llegado sin duda a un callejón sin salida, así que decidí echar una mano.

—¿Se burlan mucho de ella los demás chicos? —pregunté—. Ya sabe, por lo del dinero y todo eso.

La señorita Stein me miró y me dedicó una media sonrisa, como diciendo «eso no tiene nada de divertido».

—Deduzco que sospechan de algún motivo económico para su desaparición —dijo.

—¿Tiene novio, que usted sepa? —preguntó Debs.

—No lo sé. Y aunque lo supiera, no estoy segura de que debiera decírselo.

—Señorita Stern —dijo Debs.

—Stein.

Deborah desechó la corrección con un ademán.

—No estamos investigando a Samantha Aldovar. Estamos investigando su desaparición. Y si usted nos pone trabas, nos está impidiendo encontrarla.

—La verdad, no veo…

—Nos gustaría encontrarla viva —continuó Deborah, y me sentí orgulloso de la determinación y frialdad con que pronunció las palabras. De hecho, la señorita Stein palideció.

—Yo no… —dijo—. No sé nada de sus asuntos personales. Tal vez podría llamar a una de sus amigas para que hable con ustedes…

—Eso nos sería muy útil.

—Creo que su amiga más íntima es Tyler Spanos —explicó la señorita Stein—. Pero yo he de estar presente.

—Vaya a buscar a Tyler Spanos, señorita Stein —dijo Deborah.

La señorita Stein se mordisqueó el labio y se puso en pie, y luego salió por la puerta sin la fría compostura que había exhibido al entrar. Deborah se reclinó en la silla y se removió un poco, como si intentara encontrar una forma más cómoda de sentarse. No existía. Se rindió al cabo de un momento, se sentó muy tiesa, y cruzó y descruzó las piernas con impaciencia.

Me dolía el hombro, y traté de apoyarme sobre el otro. Transcurrieron varios minutos. Deborah me miró dos o tres veces, pero ninguno de los dos tenía nada que decir.

Por fin, oímos voces a través de la puerta, altas y agudas. Eso duró medio minuto, y después se hizo un silencio relativo. Y al cabo de varios largos minutos, durante los cuales Deborah cruzó y descruzó las piernas, y yo volví a apoyarme sobre el primer hombro, la señorita Stein entró a toda prisa en el despacho. Continuaba pálida, y no parecía muy contenta.

—Tyler Spanos no ha venido hoy —explicó—. Ni ayer. Así que he llamado a su casa.

Vaciló, como si se sintiera avergonzada, y Deborah tuvo que animarla a continuar.

—¿Está enferma? —preguntó.

—No… —Una vez más, la señorita Stein vaciló y se mordisqueó el labio—. Ellas… Estaba trabajando en un proyecto de clase con otra estudiante —dijo por fin—. Los padres me han dicho que ella, mmm… con el fin de trabajar en dicho proyecto… Me han explicado que les dijo que se quedaría a dormir en casa de la otra chica.

Deborah se incorporó de un salto.

—Samantha Aldovar —dijo, y no era una pregunta.

De todos modos, la señorita Stein contestó.

—Sí. Exacto.